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El asedio de Útica

África, abril del 204 a.C.

Los ciudadanos de Útica habían cerrado las puertas de su ciudad. Esta era una fortaleza levantada en las proximidades de la desembocadura del río Bragadas de camino hacia Cartago desde el lugar en el que Publio Cornelio Escipión había desembarcado con sus tropas. Todos tenían miedo, pero durante los días que precedieron a la llegada de los romanos, se consolaron pensando que las legiones del procónsul pasarían junto a su ciudad, saqueando sus campos y sus granjas de camino a Cartago pero sin detenerse, para dirigirse, con toda seguridad, al que debía de ser su objetivo principal: conquistar la capital del imperio púnico. Cuál no sería su sufrimiento y su dolor cuando vieron que el cónsul, en lugar de proseguir el avance con sus tropas, se detenía frente a las murallas de su ciudad y enviaba mensajeros para parlamentar.

Los habitantes de Útica no abrieron las puertas a estos mensajeros pero, en un intento por reducir los daños que los romanos pudieran ocasionarles, hablaron con ellos desde las murallas. El mensaje de los enviados del cónsul fue demoledor: o rendían su fortaleza o la arrasarían. Como era de esperar, los ciudadanos de Útica se negaron a rendirse y los mensajeros se retiraron. En Útica se reunieron los gobernantes de la ciudad y acordaron prepararse para la defensa de la ciudad. Las murallas que les protegían eran poderosas, no tanto como la inexpugnable Cartago, pero sí lo suficientemente recias y altas como para resistir un largo asedio, ya fuera por tierra, por mar o por ambas partes a un tiempo. Acordaron también enviar mensajeros por tierra y mar cuando el amparo de la oscuridad de la noche se lo permitiera, aunque aquello era, hasta cierto punto, innecesario, pues toda África sabía ya de la llegada de las legiones romanas, las legiones que llamaban «malditas» los propios romanos por estar constituidas por los restos de las tropas que huyeron de la masacre de Cannae en la que Aníbal aniquiló seis legiones de Roma en un solo día. No eran éstas pues tropas que les infundieran tanto temor. Sólo tendrían que resistir un tiempo hasta que Cartago organizara el ejército que en pocos días se presentaría en Útica para poner en fuga a aquellos romanos que tan locos estaban como para desembarcar en África y pensar que con sólo dos legiones y unos pocos voluntarios más podrían doblegar la fuerza y el poder de una metrópoli, Cartago, que mantenía en jaque a Roma desde hacía más de catorce años.

Ésa y no otra fue la respuesta de Útica. No se rendirían.

—Útica —dijo Publio señalando las murallas tras las que se refugiaban todos los cartagineses y africanos de la región de la desembocadura del río Bragadas.

Los oficiales del procónsul se dispersaron. Todos sabían cuál era su cometido, de modo que sólo quedaron junto al cónsul sus lictores, Lucio, su hermano, el rey Masinisa, intrigado por ver qué planes desarrollaban los romanos para tomar esa fortaleza, y Lelio. Catón, por su parte, se mantenía en la retaguardia: su misión no era la de dirigir ningún ataque, sino la de supervisar las provisiones y las armas hasta que éstas fueran requeridas.

Varios manípulos de la V empezaron, bajo las órdenes de Cayo Valerio, a levantar dos grandes torres de asedio, que construían próximas a las murallas de la ciudad, pero a suficiente distancia para estar a salvo de cualquier tipo de arma arrojadiza. Silano, al mando del ejército de voluntarios, inició una serie de cargas sobre la puerta de la ciudad que eran repelidas por los defensores con el lanzamiento de lanzas, flechas y, cuando los legionarios de Silano llegaban a las murallas, arrojando aceite hirviendo. Quinto Terebelio en un extremo y Mario Juvencio en otro, con los hombres de la VI, empezaron a remover la tierra en torno a las murallas, acumulando enormes cantidades, de modo que fueron creando un gigantesco terraplén que, poco a poco, a medida que se acercaban a las murallas de la ciudad, crecía y crecía con el objetivo de quedar casi a su altura. Los trabajos llevarían días, pero el rey Masinisa desplegaba sus ojos muy abiertos intentando digerir con auténtica pasión todo lo que estaba viendo. Además, desde donde se encontraban podían ver cómo por mar se acercaba parte de la flota del procónsul, al mando de la cual iba Marcio, apoyado por Digicio.

—¿Voy a lo mío? —preguntó Lelio al cónsul.

—Sí —respondió Publio—. Tienes un día para montarla y mañana al amanecer atacaremos por todos lados. Útica tiene que caer antes de que Cartago reaccione y nos rodee con sus tropas.

Cayo Lelio aceptó la orden y se encaminó hacia la playa. En cierta forma estaba contento. Aquel asedio le mantendría alejado de Netikerty. La última persona con la que quería estar en aquellos momentos y que Publio se había empeñado en llevar a África por si les era de utilidad. En su recorrido hacia la playa, el veterano tribuno escupió en el suelo y maldijo su suerte. Se sentía solo. Con Publio aún distante y sus sentimientos traicionados por Netikerty, empezó a acariciar la idea de que una muerte en el campo de batalla sería la forma más noble de dar por terminada su vida al servicio de Roma.

Desde lo alto de un promontorio, el procónsul, acompañado ahora sólo por su hermano Lucio, observaba las maniobras de sus legiones. Masinisa le interpeló con curiosidad.

—¿Adonde va Cayo Lelio?

—Va a levantar una torre de asedio que montará sobre nuestras dos naves más grandes, dos quinquerremes, que luego aproximará por mar para acometer la conquista de las murallas de Útica que dan al mar. Es parecido a lo que hizo en Cartago Nova y que consiguió, aunque casi le costó la vida. Ésa es su misión.

—¿Y lo volverá a conseguir?

—En eso confío —concluyó el cónsul.

—Yo creo que sí —confirmó Lucio—. Lelio es de una pasta especial.

Luego se hizo el silencio por unos minutos hasta que, de nuevo, Masinisa volvió a preguntar al procónsul.

—Todos te sirven, todos están trabajando para conquistar esta ciudad para ti, todos menos yo. ¿Es que no puedo hacer nada?

Publio le respondió sin mirarle. Estaba demasiado atento a supervisar que los trabajos de sus legiones se llevaran a término tal y como había ordenado.

—Tú y tus hombres sois parte ahora de mi caballería y la caballería no me es útil en un asedio, pero ya habrá tiempo para combatir en campo abierto. Entonces, joven rey, entonces me servirás.

Masinisa aceptó la respuesta, aunque no se sintió cómodo, quieto, sin hacer nada, mientras veinticinco mil legionarios trabajaban a destajo atacando unos y construyendo otros torres y terraplenes desde los que continuar el acoso y derribo de las defensas de aquella ciudad. Aún estaba en esas meditaciones cuando se vio sorprendido por el estruendo de varias rocas estrellándose contra la muralla alrededor de la gran puerta de Útica. Las catapultas de Silano habían comenzado a disparar.

Las legiones malditas
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