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La reina de Numidia

Cirta, abril del 204 a.C.

—¿A qué esperas para ayudar a mi pueblo? —preguntó la reina Sofonisba al todopoderoso rey de Numidia. Sífax la miró con cierto aire de diversión. La joven estaba desnuda para él, al pie de su lecho, con un collar de oro y perlas, unas pulseras de plata y un brazalete de oro por todo abrigo. Collar y pulseras regalo de él mismo y un misterioso brazalete por el que Sífax preguntara en una ocasión sin obtener respuesta. Eso fue en la noche de bodas. Días más tarde el rey volvió a insistir y su joven esposa le explicó que el brazalete era regalo de su padre. Hizo ademán de quitárselo en aquel momento.

—Si a mi rey le molesta el brazalete me lo quitaré y no lo llevaré más, pero es un recuerdo de mi padre, de mi patria y, si no le importa a mi bello y fuerte rey, me gustaría poder llevarlo.

Sífax, como en tantas otras cosas, cedió. ¿Qué importaba que una hija quisiera llevar la joya que su padre le había regalado? Hasta cierto punto le enternecía. Tan descarada en el lecho y luego con esos gestos de tierna inocencia filial... la hacían aún más deseable a los ojos de Sífax. Pero aquello fue hace tiempo. Ahora los requerimientos de Sofonisba eran más exigentes. Empezó con que se le permitiera llevar una joya que no era regalo del rey, continuó después rogando por que abandonara el pacto al que había llegado con el general romano Escipión, y ahora, cuando el romano había desembarcado en África, desoyendo todas las advertencias que le había hecho, Sofonisba le pedía, una y otra vez, que le atacara.

Sífax era un hombre cauto, receloso de entrar en guerra si no era estrictamente necesario. Entre otras cosas, porque la guerra le era fastidiosa: se comía peor, había que combatir, aunque él cada vez lo hiciera menos y se limitara a mandar sus ejércitos y, sobre todo, se veía privado de hacer el amor tanto como a él le gustaba, pues las largas cabalgadas, la preocupación de conducir la guerra, el evitar levantamientos, el conquistar ciudades, eran tareas que si bien daban gloria y poder, menoscababan sus energías en la cama, el lugar donde más disfrutaba y en el que más tiempo le gustaba estar.

—¿Qué espera mi rey para cumplir sus promesas con su humilde y servicial esposa? El general romano os desafía; pese a tus advertencias ha desembarcado, lo que es en sí una agresión.

Sofonisba era hábil con las palabras, casi tanto como con su cuerpo desnudo. Sífax la miraba como quien admira un maravilloso trofeo de caza que lleva de un lugar a otro para que todos vean lo que ha sido capaz de atrapar con sus propias manos.

—Espero que me lo pidan —respondió al fin el rey.

—Yo te lo estoy pidiendo, rogando, suplicando —dijo Sofonisba entre aparentes lágrimas de sufrimiento.

—Que me lo pidan desde Cartago —apostilló Sífax.

No había terminado de pronunciar aquella sentencia cuando un soldado pidió permiso desde el exterior de la tienda para hablar con su rey. Sífax miró a su joven esposa y ésta se tapó con unas pieles de león. El rey dio una voz y el guerrero númida entró en la tienda.

—Habla —dijo el rey.

—Cartago envía mensajeros. Solicitan la ayuda del rey Sífax para expulsar al romano de África.

Sofonisba sonrió. El rey la miró serio. Hizo una señal con la mano y el guerrero partió. Esperaba una respuesta, pero si su rey no quería darla en ese momento y ordenaba salir, salir era lo que se debía hacer. Sífax seguía mirando a Sofonisba que, ya sin sonreír, miraba al suelo.

—¿Qué va a hacer ahora mi rey? —preguntó la joven al tiempo que muy despacio se iba descubriendo, tirando poco a poco de la gran piel de león con la que había tapado su hermoso cuerpo. Fue entonces el rey el que sonrió.

—Primero poseerte hasta que no pueda más. Después dormir hasta recuperarme. Luego comer hasta hartarme y luego acudir a la llamada de Cartago. Además, hay algo más que yo sé que tú no sabes aún.

Sofonisba, ya completamente desnuda, le miró intrigada.

—¿Qué más sabe mi rey?

—Sé que el rebelde Masinisa, después de escapárseme por segunda vez de entre las puntas de mis dedos, se ha refugiado con el general romano. Eso añade un punto de especial interés para mí. Atacar al romano ya no será sólo cosa de política y alianzas, sino que será algo mucho más personal. Ardo en deseos de decapitar a ese maessyli y pinchar su desleal cabeza en una jabalina. Ésa será la única forma en la que los maessyli dejarán de alzarse en armas contra mí cada vez que reduzco la presencia de mis ejércitos en el nordeste.

—Comprendo —dijo Sofonisba pensativa, dejando que de modo inconsciente su mano izquierda acariciara suavemente el brazalete dorado que abrazaba su antebrazo derecho. El gesto no pasó desapercibido para el veterano rey de los númidas. Sífax frunció el ceño y se quedó meditabundo.

—¿Y cuándo desea mi rey empezar a poseerme? —preguntó Sofonisba, reptando desnuda hacia su rey como una leona en celo, disipando con su sensualidad los interrogantes de Sífax al ahogarlo en un mar de besos lascivos y caricias excitantes que transportaron al númida a los rincones más perversos del placer. En el momento culminante, el rey de Numidia pensó que aquellos momentos bien valían una guerra.

Las legiones malditas
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