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El amor de Netikerty

Sicilia, abril del 205 a.C.

Lelio entró en su tienda cansado. Estaba un poco abrumado por la gigantesca tarea que Publio le había encomendado: la instrucción de las legiones V y VI de Roma sería una labor para titanes, casi para Hércules. Eran hombres desesperados, desmoralizados, de vuelta de todo, difíciles de recuperar, pero la magnitud de la tarea hacía crecer en el cansado Lelio una nueva sensación, la impresión de que, de algún modo, el joven cónsul estaba recuperando la confianza en él. No se sentía así desde que recibió la orden de atacar la muralla norte de Cartago Nova, o desde que se pusieron a remar juntos para alcanzar la bahía de Siga antes de que aquellas trirremes púnicas se echaran encima de ellos, y esa sensación era buena, pues con ese espíritu conquistaron Cartago Nova y desembarcaron en Siga; en ambas ocasiones el cónsul se salió con la suya y él estuvo a su lado para celebrarlo.

Lelio esbozó una sonrisa mientras se sentaba en la butaca cubierta de piel de oveja que los calones a su servicio le habían preparado. Al minuto llegó Netikerty, con una túnica ajustada con un cinto por la cintura, de forma que la hermosa complexión de la joven egipcia quedaba dibujada bajo el manto suave de una lana blanca y pura comprada por Lelio a mercaderes que le aseguraron la procedencia tarentina de la misma, aunque siempre decían eso todos los mercaderes cuando tenían lana que destacaba por su pureza. La mejor lana para abrigar al más hermoso cuerpo, pensó Lelio cuando la compró. Lelio, por un momento, se sintió feliz. Netikerty escanciaba vino en la copa que el veterano tribuno sostenía en la mano. Cayo Lelio mantenía la sonrisa. Sí, triunfaba allí donde los encargos parecían imposibles: en la conquista de Cartago Nova, o en la toma de aquella posición en Baecula, pero cuando los encargos parecían más factibles la Fortuna le había abandonado, como con Sífax en Numidia en su primera visita, o, su peor fracaso, cuando no consiguió los refuerzos para la campaña de Hispania cuando el Senado, a la vista de todo lo conseguido por Publio, debería haberlos cedido sin mayor oposición. La figura de Fabio Máximo ensombreció la sonrisa de Lelio y, no obstante, ligada a la persona del temible princeps senatus, estaba el haber conseguido a la bella esclava que ahora le acompañaba de campaña en campaña y con la que se acostaba cada noche y con la que, casi cada noche, hacía el amor con intensidad y fuerza.

—Mi señor parece satisfecho esta noche —dijo con voz dulce Netikerty mientras se arrodillaba a los pies de su amo.

Lelio echó un trago y, relamiéndose, respondió a su esclava.

—El cónsul me ha confiado el mando de las dos legiones. Soy responsable de su instrucción.

Netikerty, mirando al suelo, hablaba despacio, como si sopesara el contenido de cada palabra.

—Ése es un gran honor y una gran responsabilidad para mi señor.

Lelio se entretenía acariciando el pelo azabache y lacio de la muchacha con la mano izquierda, mientras que con la derecha dejaba que el vino reposara en su copa.

—Una responsabilidad honrosa, importante, sólo propia de alguien en quien el cónsul confía por completo. Creo que sus dudas sobre mí se van disipando. Eso es lo que me tiene tan satisfecho.

—Me alegro por mi señor...

Y Netikerty calló dejando su voz en suspenso.

—Di lo que tengas que decir, Netikerty. No me gusta cuando te quedas en la boca palabras que piensas que pueden herirme. Sabes que me gusta saber lo que piensas, no sé exactamente por qué, pero parece siempre que tus observaciones son, no sé, ajustadas, sí, ajustadas. ¿Qué ibas a decir?

La joven esclava alzó suavemente los ojos, miró a su amo con ternura y habló con tiento.

—Es sólo que os veo tan ilusionado y... el mando de estas legiones parece tan bueno como peligroso... he oído que las llaman las «legiones malditas»... no parece un buen presagio.

Lelio la miró un segundo, luego soltó el pelo de la chica y echó otro largo trago de vino. No sabía por qué concedía valor a las palabras pronunciadas por una esclava, por muy complaciente que ésta fuera en la cama, no dejaba de ser una esclava. ¿Qué sabía ella del mando de legiones o de lo que mueve a un hombre como Publio Cornelio Escipión a dar el mando de unas tropas a un veterano como él mismo? Y, pese a todo... las «legiones malditas» era una expresión que le traía a la mente su discusión con Fabio Máximo. «Cayo Lelio, sólo recuerda que voti reus también se expresa como voti damnatus, voti condemnatus. Ése es el camino que has elegido», eso dijo Máximo y esas palabras perduraban en la mente de Lelio como grabadas con punzón y martillo, como cinceladas por un artesano escultor en lo más profundo de su ser. Quizá Publio sólo buscaba un motivo para desilusionarle ya de forma definitiva de él, para desembarazarse de él. Si no era capaz de enderezar el comportamiento de los legionarios de la V y la VI, Publio estaría completamente justificado ante todos, ante Marcio, Mario, Terebelio, Digicio, Silano, ante todos, para apartarlo del mando, para retirarlo de la próxima campaña en África. Sí, quizá todo fuera así de sencillo y aquella esclava que yacía con él cada noche lo presentía y estaba intentando advertirle. Estiró su mano y la puso debajo de la barbilla de la joven tirando hacia arriba, de modo que Netikerty quedó mirando fijamente a su amo. En aquellos ojos Lelio leyó dolor, sufrimiento. Soltó a la muchacha, que volvió a esconder su mirada bajo el manto brillante de su larga melena oscura. El corazón de Lelio palpitaba con fuerza. Si las insinuaciones de la joven esclava eran ciertas... Se sintió triste. La voz de Netikerty penetró en sus oídos como un bálsamo de agua fresca y clara.

—Mi amo ahora se muestra triste. Ya sabía yo que no debía hablar. Mis palabras a veces le causan dolor y eso es lo último que deseo. Ruego que me perdone. Debo hablar menos y rezar más a Isis por mi amo y ahogar en las oraciones mis pensamientos.

Lelio la miró conmovido. Aquélla quizá fuera la única criatura en el mundo que le amaba desinteresadamente. La amistad de Publio se había tornado en una asociación de interés y aquello, como decía Aristóteles, la amistad por interés, ya no era amistad. ¿Había dejado Publio de leer las lecturas que le pasaba al propio Lelio? Netikerty volvió a hablarle.

—Mi amo me mira con deseo. ¿Quiere yacer conmigo el amo?

—Sí, por Hércules, ésa parece una buena idea.

Netikerty se levantó despacio. Tiró del cinto deshaciendo el nudo con una sencillez estudiada. Se quitó la túnica sacándola por encima de su cabeza y quedó desnuda ante Lelio. Estiró la mano y, cuando Lelio se levantó, como a un niño, lo condujo al lecho, sólo que no iba a contarle ningún cuento.

Durante una hora suave y pausada, Cayo Lelio escapó de sus dudas y elucubraciones y los nombres de Publio Cornelio o Fabio Máximo parecieron sólo ser protagonistas de una vida ajena a la suya, protagonistas lejanos de una pesadilla en la que él ya no parecía formar parte. Era libre.

Las legiones malditas
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