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Publio Cornelio Escipión

Cartago Nova, Hispania, agosto del 209 a.C.

—Hay mucha sangre —dijo el general Publio Cornelio Escipión. Un hombre joven, de apenas veintiséis años. Una juventud casi insultante para sus subordinados y, sin embargo, todo había cambiado desde la conquista de aquella ciudad, desde la caída de Cartago Nova—. Mucha sangre —repitió el joven general, como hablando para sí mismo. A sus espaldas Lucio Marcio Septimio, un veterano tribuno de cuarenta años, le escuchaba con respeto.

Se hizo el silencio.

Ambos caminaban por lo alto de la muralla norte de aquella ciudad conquistada apenas unos días atrás. Marcio pensó que el general esperaba una explicación.

—Estaba repleto de cadáveres, mi general. Estuvieron retirando cartagineses muertos hasta ayer mismo.

Publio se detuvo y se giró de súbito encarando al experimentado tribuno.

—Debió de ser una lucha temible, Marcio, la que tuvo lugar aquí. Terebelio se ganó a pulso la corona mural. Viendo esto me alegro de que se la hayamos concedido. Igual que a Digicio, por lo hecho junto con Lelio en la muralla sur —y de nuevo, dándole la espalda al tribuno, el joven general continuó hablando, como distante, meditabundo—. Fue un combate glorioso pero tan doloroso para ellos y para nosotros...

Marcio no sabía bien qué añadir. No sabía ni siquiera si debía añadir algo. El joven general volvió a mirarle.

—Tenía un buen plan, Marcio, un plan perfecto. Sólo así hemos podido conquistar esta ciudad en apenas seis días, pero sin el valor vuestro, Marcio, el tuyo, el de Lelio, el de Terebelio, Digicio... sin vuestra sangre esto no habría sido posible. Ahora es cuando creo por primera vez que tenemos una posibilidad, Marcio: los cartagineses nos triplican en número, pero yo tengo mejores oficiales, mejores soldados.

Marcio hinchó el pecho sin casi darse cuenta. Estaba claro que el joven general sabía hacer que todos se sintieran bien, importantes, respetados. Qué diferente al vanidoso Nerón, que tuvo el mando temporalmente en Hispania tras la caída de Cneo y Publio Cornelio Escipión, el tío y el padre del joven general. Marcio le miraba atento mientras este nuevo líder de las legiones romanas escrutaba el horizonte desde lo alto de la muralla. El general volvió a hablar.

—Hay que acelerar los trabajos para levantar este muro. Hay que hacerlo y hacerlo rápido.

—Estamos en ello, mi general, pero no creo que los cartagineses vayan a atacar pronto...

El joven Escipión le interrumpió.

—Ellos tampoco esperaban que nosotros atacáramos y ahora están muertos. Que se aceleren los trabajos, Marcio. Toma el doble de hombres si hace falta.

—De acuerdo, mi general. —Y Marcio bajó del muro para dar las órdenes a sus legionarios.

Publio Cornelio Escipión oteaba el paisaje húmedo y pantanoso de la laguna desde lo alto de la muralla norte de Cartago Nova. A su alrededor, decenas de legionarios se afanaban en traer más piedras y argamasa con la que cumplir las órdenes de su general: elevar ese sector del muro veinte pies más para proteger así la ciudad recién conquistada de un posible ataque cartaginés de represalia. Publio arrugaba la frente y las comisuras de los ojos en un vano esfuerzo por descubrir alguna patrulla púnica en lontananza, pero no se veía nada. Los cartagineses, de momento, sólo habían respondido con silencio y una cada vez más fastidiosa quietud a su heroico asalto a la capital de la región. Todo aquel vasto territorio no era sino tierra enemiga, hacia el interior, donde se encontraban las grandes minas de plata, hacia el sur e incluso hacia el norte. Sólo unas pequeñas fortificaciones y poblaciones de la costa eran fieles a los romanos: la retomada Sagunto, aunque debilitada y en ruinas, y el campamento militar de Suero, establecido por el propio Escipión para salvaguardar sus rutas de abastecimiento desde el norte del Ebro. Sólo allí, cruzado el gran río, aumentaban las fuerzas de Roma, pero aun así, con una frontera débil y permeable a los ataques púnicos organizados. Y quedaba Tarraco, como capital romana en Hispania, donde su mujer embarazada y su hija pequeña le esperaban ansiosas por verle de nuevo junto a ellas. Hacía meses desde que partiera y las dejara allí, lo mejor protegidas que podía en aquel terreno hostil a la causa romana, ya por los propios cartagineses como por los mismísimos iberos, los pobladores originarios de aquel país. Eran demasiados los enemigos a batir, demasiados los peligros y escasos sus recursos. Pensó que la toma de Cartago Nova azuzaría el caliente temperamento de Asdrúbal, el hermano de Aníbal, y le conduciría a alguna acción descabellada contra la ciudad caída, una batalla de asedio que Escipión aprovecharía para debilitar a los cartagineses, pero nada de todo aquello había ocurrido. Asdrúbal había encajado la pérdida de Cartago Nova con inteligencia y se había contenido, a la espera de atacar a los romanos en campo abierto, donde les triplicaban en número. Publio bajó la mirada y suspiró. La lucha en Hispania iba a ser mucho más complicada de lo que había imaginado. Ahora lo único que podía hacer era reconstruir y fortalecer las fortificaciones de Cartago Nova, dejar en ella una guarnición lo suficientemente poderosa como para resistir cualquier ataque y replegarse hacia el norte, por la costa, pasando por Suero y Sagunto, hasta alcanzar el Ebro y luego Tarraco, con sus dos legiones, con sus dos únicas legiones. Necesitaba refuerzos. Necesitaba refuerzos como un árbol necesita agua para vivir. Necesitaba que Cayo Lelio, a quien había enviado a Roma con todo tipo de prisioneros púnicos y riquezas extraídas de Cartago Nova, convenciera al Senado de lo preciso de enviar nuevas tropas a Hispania: dos legiones más. Eso era todo. Tan poco y tanto a la vez. Dos legiones más e Hispania sería suya. Sin refuerzos, por el contrario, los cartagineses, advertidos ya de su audacia, desconfiarían y no buscarían entrar en combate con él hasta unir sus tres ejércitos, el de Asdrúbal Barca, el de Magón Barca y el de Asdrúbal Giscón, y sólo entonces se lanzarían contra él en un golpe único pero mortal y definitivo. Sin refuerzos tendría que hacer una guerra de ataques y repliegues agotadora para sus hombres y de resultados inciertos. Sacudió la cabeza. No. Esto no tendría por qué ser así. Estaba Lelio. En el Senado. Quizá lo consiguiera. Al menos una legión. Sí. Y forzó una sonrisa. Sí. Habría refuerzos. Tenía que pensar de esa forma. Si no, sólo cabría esperar la intercesión de los dioses en su favor o verse abandonado por ellos y, como su padre y su tío tres años atrás, perecer en la cruel tierra de aquella región. Quizá fuera buena ocasión aquella mañana para hacer un sacrificio. Eso nunca estaba de más. A los legionarios les gustaba. Les daba seguridad.

Publio Cornelio Escipión comenzó a descender de la muralla. Sus lictores le seguían. Todos se apartaban a su paso y le saludaban con respeto. Pese a su enorme juventud para ostentar el mando de dos legiones se había ganado la lealtad de todos, por su habilidad como estratega, por su valor en la batalla y porque se había corrido la voz de que los dioses le protegían. Sólo así podía explicarse el prodigio de tomar una ciudad inexpugnable en tan sólo seis días, sin traición en el interior de la misma, sino sólo por la fuerza del asalto emprendido. Los dioses estaban con él, de eso estaban convencidos sus hombres, y Publio lo leía en sus ojos. No se esforzó nunca en desmentir esa creencia. Él, no obstante, se sentía más perdido, más solo que nunca. Con Lelio lejos, su mejor hombre, se encontraba solo, aunque Lucio Marcio Septimio, quien ya combatiera con su padre y su tío, se había mostrado como un muy fiel tribuno. A lo mejor debió haber mandado a Marcio al Senado. Se le veía más hábil con las palabras, pero tenía más confianza en Lelio. Además, con el botín y los prisioneros de Cartago Nova exhibidos en Roma, no deberían hacer falta muchas palabras para persuadir a los senadores. Esas pruebas deberían abrir las puertas a los refuerzos; claro que estaba Fabio Máximo. Quinto Fabio Máximo. Publio frunció el ceño. Máximo ya negó refuerzos a su padre y su tío, pese a las victorias iniciales de éstos en Hispania, y ahora su padre y su tío yacían muertos en aquellas tierras, abatidos en derrotas tremendas, fruto de la traición y la falta de recursos, sin tan siquiera haber recibido los funerales que merecían como procónsules de Roma. Publio, hijo, sobrino y nieto de cónsules, se sintió amargo en su soledad. Sin su padre y su tío, muertos, sin su mejor oficial, Lelio, ahora en Roma, y sin un hijo varón. Sobre Publio recaía todo el peso de la impresionante historia de una de las más poderosas familias de Roma. La responsabilidad le abrumaba. Tenía a su hija Cornelia, pero necesitaba un varón para preservar el clan, su familia, su historia. Emilia estaba embarazada. Ésas habían sido buenas noticias que celebrara bebiendo con Lelio poco antes de la partida de éste hacia Roma. Publio tenía puestas sus ilusiones en este nuevo embarazo de su amada Emilia. Podría tratarse ahora de un niño. Llegó al pie de la muralla y se adentró en las calles de la ciudad en dirección a la gran puerta este, la que daba acceso al istmo. Allí tenía las tropas de maniobras. No había dejado que sus hombres tuvieran un momento para la holgazanería pese a la gran victoria conseguida. Los necesitaba fuertes y preparados. Permitía, no obstante, que tomaran vino por la noche, con moderación, que disfrutaran de mujeres y que comieran en abundancia. Los hombres así se sentían bien tratados y, a la vez, estaban preparados y dispuestos para el ataque o la defensa, según aconteciera. Publio ensanchó el pecho mientras andaba.

No debía dar sensación de desánimo ante sus legionarios. Cuando paseaba por la ciudad o entre sus tropas era el centro de todas las miradas. Su apariencia, su porte, su seguridad eran importantes. Eso se lo enseñaron su padre y su tío. Sí, quizá tuviera un hijo, y pudiera ser que Lelio regresara con refuerzos. Había esperanzas en el horizonte. Todo era posible.

Las legiones malditas
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