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El futuro de Lelio
Roma, septiembre del 209 a.C.
El sol de aquel final de verano caía implacable sobre la sudorosa frente de Cayo Lelio, tribuno de las legiones desplazadas a Hispania bajo el mando de Publio Cornelio Escipión. Lelio se secó algunas gotas que se deslizaban sobre las mejillas con la propia toga blanca inmaculada que vestía. No quería que el sudor llegara a su barba, eso le molestaba sobremanera. Pero no era el calor lo que le agobiaba, sino el fracaso. Había procurado engalanarse oportunamente para acudir al Senado; sin embargo, ni sus ropas ni sus argumentos ni la gran conquista de Cartago Nova, ni los rehenes cartagineses ni el botín conseguido parecían haber impresionado a los senadores, al menos lo suficiente como para conseguir esos refuerzos que su general y amigo Publio Cornelio Escipión le había encargado conseguir. El sudor era pues el fruto agrio del vano esfuerzo por intentar convencer a un Senado sorprendentemente reacio a escuchar peticiones provenientes de un general victorioso. Aquello le había sorprendido. Una cosa es que los senadores no quisieran empeñar más recursos del Estado en empresas que se prueban infructuosas, pero no era frecuente negar refuerzos allí donde las cosas empezaban a ir bien después de varias terribles derrotas, allí donde un general romano estaba enderezando el curso de los acontecimientos.
Se detuvo junto a la higuera Ruminal, en medio de la explanada del Comitium, frente al edificio de la Curia. Aquélla era la higuera en la que la tradición dictaba que el Tíber, en una de sus legendarias crecidas, había depositado la canastilla con Rómulo y Remo, los fundadores de la ciudad. Bajo aquel árbol de leyenda Lelio sentía una mezcla de calor y desazón. Sentía que había fallado a su general. Incluso, por un instante, temió que el joven Escipión se lo echaría en cara, pero sacudió la cabeza; aquélla no sería su reacción. Seguro que, aunque frustrado y dolido con el Senado, como el propio Lelio, Publio le quitaría importancia; el joven general haría alguna broma y se retiraría a preparar una nueva campaña en Hispania contra tres ejércitos cartagineses con las exiguas dos legiones de las que disponía, buscando alianzas con las tribus indígenas, maquinando algún nuevo plan, alguna insospechada estratagema y, cuando todo estuviera diseñado, Publio le llamaría un atardecer a su casa de Tarraco para desvelárselo y recoger su opinión. Así serían las cosas. Lelio apretó los labios mientras contemplaba el suelo y su mente navegaba hacia Hispania.
—¿Cayo Lelio, enviado de Publio Cornelio Escipión? —Una voz de hombre, pero aguda y rasgada, le interpelaba a su espalda.
Lelio se volvió lentamente, seguro de sí, un poco molesto por verse interrumpido en su meditación en medio de su tiempo de recuperación del fracaso recién cosechado en el Senado. Al girarse, el adusto militar romano vio varias decenas de magistrados saliendo del edificio del Senado, algunos reunidos en pequeños grupos en el senaculum junto a la Curia y otros difuminando sus siluetas por las calles de Roma. Frente a él estaba un joven ciudadano, aproximadamente de la misma edad que el propio Publio, pero con otra expresión en el rostro y con un aspecto muy diferente: era un hombre joven y delgado, demasiado delgado, casi cadavérico, con un entrecejo profundo dibujado entre los ojos que mantenía a la espera de recibir respuesta a su pregunta.
—Eres Cayo Lelio —se respondió a sí mismo el que había preguntado ante el obstinado silencio del propio Lelio—. Te he esperado hasta que salieras del Senado. Yo soy Marco Porcio Catón. Me envía Quinto Fabio Máximo, cónsul de Roma. Quinto, Fabio, Máximo.
El joven mensajero repitió el nombre de quien le mandaba sílaba por sílaba, dejando salir cada sonido despacio y rematando el nombre completo con una tenue y extraña sonrisa plasmada entre unos finísimos labios.
Evidentemente, Cayo Lelio reconoció el nombre de Fabio Máximo, el viejo y experimentado senador de Roma, elegido cinco veces cónsul y una vez dictador de la República y ahora princeps senatus permanente en razón de su edad y su experiencia; un hombre en todo extremo poderoso, respetado por sus colegas y temido por sus enemigos. Según algunos, igual de temido por sus amigos. La cuestión con el viejo cónsul era saber de qué lado consideraba Fabio Máximo que se encontraba uno, si a su favor o en su contra. El anciano senador no parecía dejar demasiado espacio para opiniones intermedias.
—¿Qué desea el cónsul? —preguntó al fin Lelio.
Catón esperó unos segundos con su sonrisa en los labios. Estaba devolviendo con silencio el silencio anteriormente recibido. Lelio sabía reconocer el rencor en los ojos de un hombre y, sin duda, aquél era un hombre profundamente vengativo. Lo tendría presente para el futuro.
—Bien —dijo al fin el joven enviado desdibujando su sonrisa con inusitada rapidez y retornando a su semblante rígido y serio con un nuevo ceño fruncido—. Fabio Máximo desea entrevistarse contigo, en privado. Hay más asuntos de Hispania que le interesan, además del tema de los refuerzos que el Senado ha negado, pero desea plantearte sus... propuestas... en su casa. ¿O es que tienes algo más importante que atender?
No era una pregunta. Lelio llevaba muchos años dando y recibiendo órdenes y sabía cuándo una pregunta no esperaba respuesta. El comandante romano respondió lo único que podía decirse.
—Estoy a tu disposición.
—Bien, sígueme entonces.
Catón se giró y comenzó a caminar con celeridad en dirección opuesta al edificio de la Curia donde tenían lugar las deliberaciones del Senado. Lelio le siguió. Detrás de ellos varios esclavos armados con espadas y pila propios de legionarios les escoltaban. Estaba claro que aquel hombre no confiaba demasiado en las calles de Roma. La cuestión era si confiaba en alguien, esto es, más allá del propio cónsul que le enviaba. ¿Propuestas?
Cruzaron el foro, pasando por encima de la Cloaca Máxima, cuyo hedor era especialmente desagradable en las postrimerías del verano. Lelio vio el agua sucia discurriendo por el canal y pensó cuánta razón tenían aquellos que proponían que debía taparse de una vez, pero la guerra imponía trabajos y ocupaciones más urgentes para los ingenieros que la sanidad y el bienestar de los ciudadanos de la urbe.
Así caminaron durante unos doscientos pasos más por el Vicus Tuscus, una concurrida calle que transcurría en paralelo a la Cloaca Máxima hasta llegar a dos carros tirados por sendos caballos y custodiados por tres hombres, parados en la intersección con el Clivus Victoriae. Catón subió en el primero de los carros junto a un conductor y un esclavo gigante que actuaba a modo de guardaespaldas e indicó a Lelio que hiciera lo propio con el otro carro. Nada más subir, escoltado por uno de los guardias y otro conductor, el vehículo de Lelio se puso en marcha persiguiendo velozmente el carruaje de Catón. Salieron tan rápido que casi arrollaron a dos ciudadanos que se cruzaban en su ruta. Lelio agradeció que al menos uno de aquellos hombres fuera de reflejos rápidos y retuviera a su compañero evitando así ser aplastados por los caballos del carro.
Casi al galope, rodeando la colina del Palatino, presidida por el templo de Júpiter Víctor, llegaron a la puerta Capena, al sureste de la ciudad, y entraron en la Via Appia. Por ella rodaron unos cinco minutos hasta desviarse en uno de los múltiples caminos de tierra que partían de la calzada romana, justo antes de alcanzar el desdoblamiento de la Via Appia y la Via Latina. Avanzaron durante otros veinte minutos hasta alcanzar una colina sobre la cual se dibujaba el perfil de una inmensa villa, rodeada de varias casas para esclavos, cercados para el ganado e imponentes y altos cipreses que, afilados, se erguían como vigilantes perpetuos de aquel camino: la villa personal de Quinto Fabio Máximo, una gigantesca mansión desde donde Lelio podía respirar en el aire el poder que emanaba desde cada piedra, desde cada ventana, desde cada habitación de aquel majestuoso recinto. Y pensar que Aníbal estuvo acampado allí cerca apenas hacía dos años.
A medida que se acercaban, Lelio observó la extensa plantación de viñedos que poblaba las laderas de la colina. Sin duda, una de las mayores del entorno de la gran ciudad. Aquello le hizo recordar que su primera idea al salir del Senado había sido la de tomar un buen vaso de vino fresco y mitigar así un poco su sensación de derrota. Quizás el viejo senador tuviera al menos la cortesía de regalarle con algo de buen vino de cosecha propia. No obstante, algo le decía al veterano oficial romano que si Fabio Máximo invitaba a alguien a una copa en su casa esa copa sería de elevado coste personal. Lelio se sentía incómodo en aquella situación, pero rechazar una invitación de uno de los hombres más poderosos de Roma, no, del más poderoso hombre de Roma, no parecía una buena estrategia para hacer amigos en la ciudad. Había hecho lo correcto: aceptar la invitación, acudir adonde se le llevase y escuchar. Las circunstancias y su criterio dictarían por dónde conducirse durante la entrevista. Bueno, quizá restaba otro hombre de igual importancia en la ciudad: el aguerrido senador Marcelo, cuatro veces cónsul. Sí, sin duda, los dos hombres se disputaban ser el senador más respetado o más temido de Roma. Sólo que Marcelo parecía concentrar más sus esfuerzos en el campo de batalla, frente a las tropas de Aníbal, mientras que Máximo parecía repartir sus energías entre la guerra y las intrigas por controlar Roma.
Mientras Lelio entretenía su mente con estos pensamientos, fue conducido por varios guardias a través de un cercado primero y luego un muro que rodeaba la gran casa del senador. Llegaron así al vestíbulo de la villa y, por fin, a un gran atrio adornado con diferentes mosaicos encargados por Fabio Máximo a los mejores artesanos del momento. En los mosaicos se recogían diversas escenas donde se advertía la figura del propietario de aquella gran domus derrotando a diferentes enemigos de Roma. Destacaba especialmente un gran conjunto de miles de pequeñas teselas que recreaba el primer gran triunfo celebrado por Fabio Máximo para festejar su victoria sobre los ligures en el año 521 ab urbe condita según rezaba al pie del mosaico. De eso hacía ya... Lelio se entretuvo calculando el tiempo... veintitrés años. Unos artesanos trabajaban con tesón en una esquina del atrio en otro gran mosaico.
—Ya está aquí, mi señor —comentó Catón con tiento. Fabio Máximo le miró desde su butaca.
—Bien, querido Marco —empezó el cónsul—, ha llegado el momento del día en el que se compra la voluntad de un hombre.
Catón asintió, pero el viejo cónsul percibió duda en el gesto de su joven pupilo.
—Crees que ese hombre es incorruptible, ¿verdad, Marco? —preguntó Fabio Máximo—. Crees que nada hay en este mundo que pueda quebrar su lealtad a ese infausto joven Escipión que nos importuna desde Hispania con sus cada vez más extravagantes acciones militares, ¿no es así?
Catón no quería admitir que, en efecto, en esta ocasión, disentía del plan de su mentor.
—Llevan muchos años juntos, desde Tesino —empezó Catón a modo de justificación—. Tesino, Trebia, Cannae y ahora la campaña en Hispania. El campo de batalla une a los hombres de forma extraña. Y está también esa promesa que hizo el tribuno Lelio al padre del joven Escipión, la de protegerlo siempre.
El cónsul le escuchó atento. Tomó un sorbo de la copa de vino que sostenía en la mano, la dejó entonces en una pequeña mesita y tomó la palabra.
—Tu juicio es ajustado, joven Marco: no hay nada que una más a dos hombres que compartir victorias en el campo de batalla y, más aún, sobrevivir juntos a una o, como es el caso, varias derrotas. Además está el juramento que mencionas. Eso tampoco es desdeñable. No lo es. Pero volvamos al campo de batalla, ahí es donde se forja el destino de los hombres. Estos hombres, Escipión y Lelio, han sobrevivido a varias derrotas y de entre ellas a la peor de todas, a la temible masacre de Cannae. En eso te doy la razón: nos encontramos ante un profundo lazo entre ellos, pero aquí es donde tu experiencia se queda corta frente a la mía, querido Marco. Verás: todo hombre es corruptible, Marco, absolutamente cualquier hombre, hasta el más honesto es corrompible, pues, de un modo u otro, todos tenemos un punto débil. La sagacidad del que te habla, joven Marco, reside en la destreza que tengo de detectar el punto débil de cualquier hombre. Ésa es la tarea difícil. Una vez detectado ese punto, el resto es trabajo para principiantes, casi una tarea inapropiada para mí, aunque me ocuparé de la misma, me ocuparé, por todos los dioses que lo haré, pero que pase ya ese oficial. Será un agradable entretenimiento dilucidar cuál es la ambición o la duda o el sentimiento que hace débil a quien tú juzgas indomable.
Catón asintió y partió en busca de la presa con disciplina, aunque cuando consideró que, una vez dentro del tablinium, no estaba ya a la vista del cónsul, Marco negó con la cabeza en claro desacuerdo con su mentor: aquel oficial no sería una pieza tan sencilla de cazar. Era cierto, no obstante, que el experimentado cónsul ya le había sorprendido en más de una ocasión, pero se hacía viejo, demasiado anciano para esgrimir su poder con la maestría habitual. En todo caso, en un rato se vería quién de los dos estaba en lo cierto: la voluntad de un hombre estaba en la partida.
Lelio paseaba por el atrio con las manos a la espalda, estudiando con atención los impresionantes muros de teselas diminutas con sus batallas, asedios, conquistas. El viejo senador parecía no tener prisa en hacer acto de aparición y de Catón no sabía nada desde que hablaran en el foro antes de subir a los carros. Sin duda, el carro de Catón llegó antes que el suyo, que había ido ralentizando su marcha de forma deliberada para que así el enviado del cónsul pudiera advertir a Fabio Máximo de la llegada del tribuno romano con tiempo suficiente. Lelio imaginaba a Catón relamiéndose al transmitir con orgullo el cumplimiento de la misión encargada.
Allí, en aquel amplio atrio, no había apenas plantas, sólo los mosaicos y pinturas al fresco. Las pinturas también estaban dedicadas a cantar las glorias del poder adquirido por el actual cónsul en el transcurso de sus diferentes máximas magistraturas. Un cuadro mural que cubría gran parte de una de las paredes estaba nuevamente centrado en mostrar la victoria de Fabio Máximo en su campaña contra los ligures del norte. Y así con cada pintura, con cada conjunto de teselas. Si la intención de toda aquella parafernalia del atrio era la de hacer ver a cualquiera que allí esperara la grandeza del dueño de aquella casa y, a un tiempo, empequeñecer al visitante, sin duda resultaba efectiva. El propio Lelio, pese a ser tribuno, jefe de la caballería romana e incluso almirante de la flota de Hispania, no podía sino sentir admiración y respeto ante una vida de combate y victorias; claro que allí no estaban recogidos numerosos episodios oscuros de diferentes mandatos del cónsul, como sus controvertidas campañas contra Aníbal en territorio itálico, de discutibles resultados para muchos, como la extraña batalla de los desfiladeros de Casilinum.
Lelio se aproximó despacio a los artesanos que trabajaban en el nuevo mosaico. Eran tres hombres: dos aprendices jóvenes y un artesano mayor, de unos cuarenta años, que examinaba con minuciosidad las teselas que sus pupilos acababan de depositar en la base del nuevo gran panel sobre el suelo. Lelio se dirigió a este último.
—¿Y esta nueva obra a qué está dedicada?
El veterano artesano se giró y evaluó la figura de quien le preguntaba antes de responder. La robusta presencia del oficial romano le pareció digna de consideración, de modo que, separándose un par de pasos de la obra en curso, se situó frente a Lelio.
—Está dedicada a la toma de Tarento por el cónsul Quinto Fabio Máximo, señor de esta casa.
Lelio asintió con reconocimiento y miró la parte que ya llevaban elaborada. En el mosaico a medio realizar se veían las murallas de lo que representaba la ciudad de Tarento elevándose por encima de hombres y bestias destacando así lo inexpugnable de aquella fortaleza. En el otro extremo del mosaico se representaba con nitidez las legiones dirigidas por Fabio Máximo asaltando aquellas murallas pese a lo aparentemente imposible de su empeño. Lelio pensó en preguntar si los brucios que traicionaron a los tarentinos abriendo las puertas de la ciudad para permitir al viejo cónsul la toma de la fortaleza iban a aparecer también representados en la obra, pero estimó al fin que no venía al caso incomodar a unos artesanos que, a fin de cuentas, no podían sino ejecutar su labor según las instrucciones recibidas.
—Impresionante —contestó Lelio.
El artesano se sintió alabado e iba a empezar una explicación sobre su técnica a aquel interesado visitante cuando una voz le impidió disfrutar de unos minutos de gloria.
—Por aquí —Catón hizo acto de aparición de nuevo e, ignorando a los artesanos, se dirigió de modo seco a Cayo Lelio—. El cónsul te recibirá en el jardín.
Lelio se volvió hacia Catón. Decididamente, aquel joven y esquelético mensajero del cónsul poseía el don del sigilo. Aparecía y desaparecía casi como un druida galo en los bosques del norte. Al menos eso había oído Lelio que contaban de los druidas.
El oficial romano pasó por el tablinium que daba acceso al peristilo porticado de dos plantas que rodeaba un bello jardín. Era una tarde agradable y el sol acariciaba cada rincón de aquella verde isla en aquella fortaleza de mármol, piedra y ladrillo. En una esquina, a la sombra de una inmensa higuera que emergía por encima del propio pórtico y que impregnaba todo de su espeso aroma, refrescante e inconfundible, el viejo cónsul de Roma, recostado en un triclinium, degustaba con aparente aire distraído una copa. Junto a él dos hermosas esclavas. Una sostenía un jarrón con vino, preparada para rellenar la copa del cónsul cuando éste así lo indicara, y otra portaba un ancho plato de cerámica lleno de frutas diversas, algunas desconocidas a los ojos de Lelio, pero de entre las que destacaban unas hermosas uvas frescas.
No había otro triclinium donde reclinarse sino tan sólo un austero solium de madera de respaldo alto y recto, frente al cónsul. Catón señaló la butaca a Lelio y desapareció tan sigilosamente como había entrado. Lelio, no obstante, no se sentó. Antes se dirigió al cónsul.
—Te saludo, Quinto Fabio Máximo, noble cónsul de Roma, que los dioses te guarden y te sean propicios.
—Salve, salve —empezó el cónsul, acompañando sus palabras con un breve gesto de la mano—, y siéntate, siéntate. Un valeroso soldado de Roma es siempre bienvenido en esta casa, siempre bienvenido...
Cayo Lelio se sentó. Lo de «soldado» le había herido, pero cómo discutir con un ex dictador cinco veces cónsul. Además, de sobrenombre «Máximo», un apelativo obtenido por el bisabuelo de Quinto Fabio al derrotar a los sabinos, de eso hacía ya decenas de años, pero la familia Fabia no había dejado de usar aquel título que los destacaba por encima de los demás. Sí, quizá para Fabio, Lelio sólo alcanzaba la categoría de soldado. Además, su familia no era patricia, ni nadie había llegado a ejercer la máxima magistratura entre sus antepasados. Sin duda, hoy el cónsul consideraba que se estaba rebajando.
—Cayo Lelio. Un leal a Roma. Gran combatiente. Has servido en numerosas y difíciles batallas. —El cónsul enumeraba los acontecimientos a los que se refería despacio—. Unas cuantas derrotas, como Tesino, o Trebia... alguna victoria, como la reciente conquista de Cartago Nova. En cualquier caso, un leal a Roma. Es esta lealtad tuya, esta característica la que me ha impulsado a llamarte hoy. ¿Puedo invitarte a una copa de vino?
Lelio había pensado que esa pregunta no iba a llegar nunca.
—Sí y lo agradezco. Hace calor y seguro que tu vino apaciguará mi sed, noble cónsul.
Una de las esclavas acercó una copa de vino a Lelio y una tercera esclava entró en el jardín con otra jarra, diferente a la del cónsul, y le llenó la copa. Lelio saboreó el vino. Era bueno, sabroso, algo suave para su gusto, demasiado rebajado con agua, pero quizá lo suyo no era el refinamiento que se estilaba en los banquetes y comidas senatoriales. También le quedó la duda de si aquel vino sería el mismo que el cónsul estaba tomando o si quizás el cónsul regalaba diferentes vinos en función de la alcurnia de sus huéspedes. En cualquier caso, aquel vino era mejor que el de una taberna. Él no necesitaba más. Lo que sí le sorprendió fue la extremada belleza de las esclavas de tez infinitamente bronceada por el sol. Tanta belleza contrastaba con el rostro arrugado por el tiempo de su dueño, quien además veía cómo emergía de su labio inferior la protuberancia de una añeja verruga, rasgo que le valió el apodo de Verrucoso, sobrenombre, por otro lado, que nadie osaba utilizar en su presencia. La admiración de Lelio por las esclavas no fue pasada por alto por el cónsul.
—¿Hermosas, verdad? Esclavas arrebatadas a los piratas en Iliria. Jóvenes muchachas procedentes de Egipto, de sangre noble, confesaba su dueño, al menos eso dijo antes de morir. El imbécil creía que con esa confesión salvaría su miserable vida. —Fabio Máximo echó otro trago y dispuso su copa para ser rellenada; una de las esclavas diligentemente vertió más vino en el cáliz—. En fin, ningún mensaje ha llegado para reclamarlas desde aquellos territorios, así que me quedé con ellas. Son muy, como podríamos decirlo, complacientes. Yo soy estricto, pero parece ser que se sienten mejor acogidas en mi casa que en Iliria.
Lelio observó marcas de latigazos en las zonas del cuerpo que quedaban al descubierto, en los antebrazos y parte de la espalda, ya que llevaban unas ajustadas túnicas nada romanas y desde luego nada apropiadas ni para una joven romana, ni tan siquiera para una esclava. Las miradas tristes de las jóvenes tampoco parecían estar acordes con las palabras del cónsul. Sin embargo, no era el momento de contradecir al viejo senador en cuestiones domésticas.
—Hermosas. Un gran combatiente como el cónsul merece disponer de su botín de campaña a su gusto —comentó Lelio con tono conciliador.
—Sí, en efecto, así lo veo yo. El reparto de un botín de guerra puede resultar fastidioso en ocasiones. Recuerdo una vez, contra los ligures que... pero no, has de tener cuidado con un anciano o puede aturdirte con viejas historias, casi ya leyendas de la historia de Roma. Hablemos de sucesos más actuales, de Hispania, por ejemplo, o de algo aún más próximo: hablemos de hoy en el Senado. Supongo que te habrás llevado una gran decepción.
Lelio guardó silencio meditando una respuesta adecuada. La diplomacia no era lo suyo. Deseó no haber terminado su copa. Ahora necesitaba toda la agilidad mental de la que pudiera disponer.
—Bien... sí... —empezó dubitativo— en cierto modo sí. Escipión ha conseguido una gran victoria, se puede revertir la situación en Hispania —Lelio empezó a sentirse más seguro— con unas pocas tropas adicionales...
—¡Tropas de las que no podemos prescindir! ¡Por Júpiter! —interrumpió el cónsul arrojando su copa contra el suelo. Una de las esclavas se arrodilló y empezó a limpiar, pero Fabio Máximo dio una palmada y las tres jóvenes salieron corriendo dejando solos a Lelio, asombrado e inmóvil ante la poderosa reacción del senador y cónsul de Roma.
—Lo siento, no he querido ofender al cónsul...
—¡Pues hay ofensa! Porque la estupidez es la mayor de las ofensas. Tenemos aquí, aquí, en la península itálica, a Aníbal, el mayor enemigo que nunca jamás ha tenido Roma y se necesitan todas nuestras fuerzas para combatir a ese salvaje cruel y sanguinario que asesina y arrasa por doquier. No damos abasto para contener sus continuos ataques y se nos piden más tropas por parte de un Escipión desde Hispania; esto lo entiendo, pero de un leal de Roma como tú, Cayo Lelio, eso sí me ha decepcionado a mí.
Cayo Lelio no supo qué contestar. No tenía tampoco muy claro que el cónsul deseara una respuesta.
—Mi buen Lelio —Máximo serenó su rostro y adoptó una voz más sosegada—, no interpretes la vehemencia de mis palabras como un ataque a un valeroso soldado de Roma, pero es que me enerva ver cómo leales a Roma como tú son absorbidos por la locura propugnada por insensatos como ese Escipión al que tanto pareces defender. —El cónsul estudió el impacto de sus palabras y al observar el silencio de su interlocutor prosiguió con su razonamiento—. Sé que estimas su persona, Lelio, y que le crees grande, igual que creías grande a su padre. Y, sin embargo, qué han hecho estos Escipiones por Roma. Perder legiones. ¡Perder legiones! Miles de jinetes en Tesino y miles de legionarios en Trebia y al final el inmenso desastre de Hispania. Sí, nos dicen que los dos Escipiones, el padre y el tío del actual Publio, combatieron hasta la muerte, pero parecen todos olvidar que con ellos perdimos a legiones enteras y además no se ciñeron a su objetivo esencial: evitar que los cartagineses puedan abrir una ruta de suministro desde Hispania hasta la península Itálica para hacer llegar víveres, armas y refuerzos a Aníbal. En su lugar, llevados de ese loco afán de gloria que corre en la sangre de su familia, condujeron a nuestras legiones a la aniquilación completa. Y ahora el hijo se lanza a conquistar ciudades. ¿Cuántos cayeron en Cartago Nova? ¿Cuántos? Incluso tú, me consta, estuviste a punto de perder la vida en esa locura de ataque. No. No digas nada ahora. Escúchame bien, Cayo Lelio. Sí, se toma una ciudad, pero los tres ejércitos púnicos permanecen vagando a sus anchas por Hispania, esperando el momento para abalanzarse sobre Roma, unirse a Aníbal y terminar con todos nosotros. ¿No ves el absurdo, Cayo Lelio? En Hispania no hay que conquistar ciudades, sino matar a los enemigos de Roma, masacrar a esos tres ejércitos púnicos y no pasearse por la región como asustado, esquivando a los enemigos, sin salirles al encuentro.
Lelio quiso articular una defensa. La toma de Cartago Nova había debilitado enormemente las alianzas de los cartagineses con las tribus de Hispania al liberar Escipión a todos los cautivos iberos. Y las derrotas de su padre y su tío en Hispania habían sido fruto de la traición al abandonar los celtas e iberos a los romanos en pleno campo de batalla...
—Sí, sí, te veo luchando en tu interior Lelio. —El cónsul prosiguió su argumentación con la misma intensidad que empleaba en sus discursos ante el Senado—. Sinceramente crees en la habilidad militar y estratégica de tu general, pero, en realidad, pensemos, pensemos juntos, Lelio, ¿qué ha hecho ese joven Escipión por Roma? —Y sin detenerse prosiguió—: Yo te lo diré: salvar a un cónsul, meritorio, sí, pero ¿quién salvó realmente a ese cónsul en Tesino, a su padre? ¿Él o tú, Cayo Lelio? Tengo mis informadores en el Estado. Sé lo que pasó allí. Una acción de un joven e inexperto loco que sólo se salvó por tu intervención. Y de Cartago Nova ya he dicho lo que pienso. Una pérdida de recursos y de refuerzos, un desvío del objetivo principal y que si llegó a un desenlace positivo fue, una vez más, gracias a tu inestimable intervención.
El cónsul se tomó un breve respiro antes de continuar. Lelio permaneció sentado. Sostenía su copa vacía sin decir nada. Miraba al suelo. No entendía adonde quería llegar el cónsul. Muchos de esos argumentos ya los habían esgrimido varios miembros del Senado aquella misma mañana. ¿Por qué citarle ahora en su casa para insistir en lo mismo?
—Mi buen Lelio. Un hombre leal. Eso eres, así me consta. Los buenos dioses romanos no quieren que los hombres leales a Roma y su causa se pierdan en compañía de generales confundidos por costumbres y lenguas extranjeras importadas por sus familiares...
Esta alusión fue demasiado para Lelio. El comandante romano se levantó de su butaca e interrumpió al cónsul.
—El interés de Publio Cornelio Escipión por el teatro y por los autores griegos no empaña su lealtad a Roma que, tal y como he presenciado en persona, es la que preside y dirige todas sus decisiones militares y políticas.
Lelio se encontró frente a la figura del cónsul, recostado en su triclinium, mirándole con intensidad, sus labios muy apretados, tensos.
Fue entonces el cónsul quien se levantó despacio. Sus sandalias hicieron añicos los restos de la copa quebrada que había quedado sin recoger. Fabio Máximo era un hombre alto, extrañamente fuerte para sus largos setenta y cinco años y con una penetrante y aterradora mirada, especialmente cuando, como ahora, intentaba contener la ira. El oficial romano retrocedió hasta toparse con su solium y de nuevo tomó asiento. Se había dejado llevar por los sentimientos... y ante el propio Fabio Máximo. Tragó saliva. Del semblante desgarrado del viejo cónsul, sin embargo, salió una voz dulce y acaramelada.
—Lelio, Lelio, Lelio. La vida puede ser infinitamente difícil para un oficial romano en estos tiempos de guerra, o sorprendentemente agradable. Hay pocos espacios intermedios. Si sigues con ese Escipión acabarás junto a él, en la misma tumba que su locura encuentre, con toda probabilidad en algún campo de batalla en Hispania, pues Escipión no regresará de Hispania vivo. He consultado los auspicios, he hecho sacrificios especiales que sólo un cónsul puede hacer. Sabes que soy augur vitalicio. Sé más que el resto de los mortales, mi buen Lelio. Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla. Así lo quieren los dioses; así será. ¿Es ése el futuro que quieres, Lelio, para ti, para los tuyos? ¿Es así como deseas que tu persona sea recordada, como el perrito faldero de un joven loco y perdido entre influencias extranjeras perniciosas?
Lelio observaba sin responder al cónsul mientras éste se acercaba despacio y proseguía con su discurso.
—¿O quieres una vida diferente, especial, una auténtica vida de un senador de Roma? ¿Dime, Lelio, qué es lo que deseas, qué mueve tus plegarias a los dioses, cuál es tu anhelo, tu ambición?
El cónsul se detuvo y dio una fuerte palmada. Las tres jóvenes esclavas egipcias aparecieron y velozmente se acercaron al anciano cónsul. El viejo senador dio una palmada más y las tres, sin esperar más instrucciones, se arrodillaron a los pies del cónsul. Una de las esclavas, la más bella a los ojos de Lelio, se clavó los trozos del vaso roto que su amo había arrojado al suelo y cuyos restos permanecían diseminados a su alrededor. Lelio vio cómo la sangre manaba de una de las rodillas de la joven esclava y, sin embargo, ésta ni gemía ni se quejaba. Lelio la vio cerrar los ojos y tragarse su dolor empapado en la miseria de su servidumbre a aquel cruel anciano.
—¿Deseas placer, esclavas fieles, hermosas, deseas su obediencia, sus favores, sus cuerpos, sus almas? Todo eso puede tener quien trabaje conmigo si eso es lo que te mueve. —El cónsul analizaba con su profunda mirada las reacciones de su silencioso interlocutor—. Te sobrecoge el dolor contenido de una esclava joven, ¿verdad? Tienes un corazón noble, repudias el sufrimiento sin sentido. Eso te ennoblece. Es digno de respeto. ¿Te gustaría salvar a estas esclavas de su existencia bajo mi poder? Sí, lo leo en tus ojos y... sin embargo... no es ésa tu ambición máxima... ¿o sí...? —Dos palmadas y las tres esclavas se alzaron y con la misma velocidad y sigilo con el que habían entrado desaparecieron tras los pórticos del jardín. Una de ellas esforzándose por disimular su cojera, con una mano en la rodilla—. Te gusta el buen vino, la buena mesa. Todo eso es digno de un líder de Roma, de un leal al Estado. El mejor de los vinos. Eso te gusta. Y no está mal. Yo mismo encuentro un sincero placer en los frutos de Baco. Catón me lo echa en cara, no de palabra, pero leo en sus ojos su desaprobación. Catón tolera mis debilidades porque sabe que mi fin último es servir a Roma, igual que él; pero debo reconocer que sería agradable tener a alguien con quien compartir estas pequeñas debilidades. Catón es tan recto que puede aburrir —aquí el cónsul alzó la voz y la proyectó hacia el tablinium cuyo acceso estaba vedado por una espesa cortina oscura—; no es nada personal, querido Marco, pero eres tan recto... —Y volviéndose una vez más al oficial romano continuó—: Lelio, tú puedes estar junto a mí, junto a nosotros. Luchar por una Roma limpia de influencias extranjeras. Tu mando, tus hombres, tu valor al servicio de Roma, no de un joven patricio que sólo busca una venganza personal en Hispania usando las tropas, los recursos que necesita Roma para defenderse del invasor. Dime, Lelio, ¿qué decides? ¿Roma o la locura? ¿Roma, el favor de los dioses y del Senado, o la muerte en tierra extraña?
Lelio retó entonces con la mirada los inquisitivos ojos del cónsul. Quería combatir en silencio aquel torrente de palabras al que no sabía cómo responder. Quería que su negativa a dar respuesta se transformara en desafío. No pensaba ceder. Nada le haría cambiar su lealtad a Escipión. Nada.
Y de pronto, como si el cónsul leyera sus pensamientos, el anciano aderezó su voz con un tono que consiguió hacer zozobrar la voluntad de Lelio.
—Nada. Ninguna respuesta. Nada parece ser capaz de hacer torcer tu obcecación, tu fidelidad obtusa a una causa sin sentido. O... ¿quizá sí? —Y el cónsul asintió con la cabeza lentamente primero y luego más rápidamente, varias veces, acompañando su diagnóstico—. Sí, ahora lo veo: hay algo que te mueve, Cayo Lelio, más allá de tus fidelidades; por todos los dioses, ¿cómo he tardado tanto en verlo? Sin duda me hago viejo. Cayo Lelio, más que otra cosa en este mundo, deseas ser un hombre nuevo, un hombre que llega a cónsul, a la magistratura máxima del Estado pese a que nadie de su familia antes lo haya conseguido. Ése y no otro es tu gran anhelo. Y por eso estás dispuesto a arriesgar todo y crees que bajo el loco mando de ese Escipión y sus victorias insospechadas algún día llegará ese reconocimiento, el consulado. Ahora todo encaja. Eso te mueve.
Lelio sintió su corazón palpitar con inusitada rapidez. Presentía el camino que iban a tomar las próximas palabras del senador.
—Pues bien, Lelio. Cónsul quieres ser, cónsul serás. Te lo garantiza quien ejerce la magistratura por quinta vez, el senador más poderoso de Roma, el princeps senatus, pero sólo si hoy, aquí y ahora eliges sabiamente. Creo que ya sobran las palabras. Sólo decirte que si optas por tu fidelidad a ese Escipión extranjerizado, igual que te he garantizado la máxima magistratura, con la misma intensidad velaré porque ni tú ni nadie de tu familia jamás llegue al consulado. Jamás, Cayo Lelio. Jamás. Y no sólo eso, sino que me ocuparé personalmente de hacer que tu existencia en Roma y en todos sus dominios te resulte profundamente ingrata.
Lelio digirió el último mensaje, las últimas palabras del senador. Pasaron cinco largos, lentos e infinitos segundos hasta que Lelio, bajo la atenta mirada del cónsul, decidió levantarse.
—Entiendo perfectamente el alcance de tus palabras y lo que ellas implican. Lamento profundamente que tengas una visión tan... tan... tan distante, diferente de la mía en lo referente a las acciones de mi general en jefe, Publio Cornelio Escipión. Y, sí, eres muy sagaz, como no podía ser de otra manera en alguien de tanta experiencia e inteligencia, eso es indiscutible. Sí, mi gran anhelo es ser cónsul, una ambición que me mueve... pero... estoy voti reus, me debo a la promesa que hice la víspera de la batalla de Tesino al padre del joven Escipión. Prometí defenderle con mi vida y juré hacerlo siempre y puse como testigo a los dioses. Y seré fiel a mi palabra, como no podría ser de otra forma.
El cónsul parecía no dar crédito a lo que escuchaba. ¿Hasta qué punto era capaz aquel joven Escipión de hechizar a los que lo seguían? Nadie se le había resistido nunca tanto. ¿Qué veían en él aquellos hombres valientes como Lelio que estaban dispuestos a seguirlo hasta el final horrible al que sin duda los conducía, como antes hicieran su padre y su tío con las legiones de las anteriores campañas en Hispania?
—Así que, Quinto Fabio Máximo, pido tu permiso para partir de tu casa.
El cónsul no respondió. Lentamente, se dio la vuelta e hizo un gesto rápido de desdén con la mano indicándole que partiera. Lelio emprendió la marcha hacia el atrio cuando a sus espaldas escuchó alta y clara la poderosa voz grave del cónsul.
—Cayo Lelio, sólo recuerda que voti reus también se expresa como voti damnatus, voti condemnatus. Ése es el camino que has elegido.
Lelio se detuvo un momento. Escuchó las palabras. Se volvió hacia el cónsul, pero éste se alejaba cruzando el jardín con parsimonia sin mirar atrás. Allí sólo estaban los árboles, las plantas, el suave sonido del viento entre las ramas y los restos del vaso roto desparramados sobre el suelo. Un trozo de arcilla manchado de sangre de la joven esclava relucía bajo el sol. En ese justo instante, sin saber exactamente por qué, como llevado por una extraña fuerza, Lelio lanzó su voz con potencia.
—¡Una cosa más, cónsul de Roma! ¡Una cosa más! —Y quedó allí quieto esperando respuesta. Y el cónsul detuvo su marcha. Arropado por la sombra de su cuerpo, una sonrisa extraña pobló su rostro, pero el anciano senador se cuidó mucho de borrar aquel gesto y tornarlo en un ceño fruncido, entre sorprendido y molesto con el que se volvió de nuevo hacia su interlocutor de aquella intensa tarde.
—No hace falta gritar, y mucho menos en mi casa. Soldado, no tientes mi paciencia. Si tienes algo que decir, dilo y márchate. Si quieres cambiar de decisión, ésta es tu última oportunidad.
Las fuerzas que habían acompañado a Lelio en sus últimas palabras parecían diluirse con inesperada celeridad ante la magnífica presencia del cónsul. Sin embargo, aun siendo consciente de jugar con fuego, se dirigió una vez más al viejo senador.
—Sí... sí... una cosa más... esa esclava... la esclava... ¿está a la venta? Pagaré lo que pidas.
El senador mantuvo la sorpresa en el semblante y, por un momento, pareció que su respuesta iba a ir acompañada de furia y desdén. Fabio Máximo parecía no dar crédito a sus oídos.
—¿Te llamo para hablar de gloria o de muerte y tú, Lelio, vas de compras? A lo mejor sigues a ese loco general porque estás igual de loco... —Pero el senador meditó y, antes de seguir en esa línea, modificó su razonamiento; quedaba una última posibilidad—. Aunque dices que me pagarás con lo que pida. Un momento.
El senador dio una palmada. Las tres jóvenes esclavas egipcias reaparecieron al segundo. Una de ellas llegó un poco rezagada. Cojeaba y sangraba aún, algo menos ya, pero todavía de forma patente, por una de sus rodillas. Las tres quedaron tras el cónsul.
—¿Es ésta, Netikerty, la que ha despertado tus apetitos, Cayo Lelio? —dijo el senador señalando a la joven esclava herida. Netikerty, como las demás, apenas iba cubierta con una muy fina túnica de lino blanco que contrastaba con el oscuro color bronceado de su piel. El vestido apenas cubría hasta los muslos, dejando al descubierto la mayor parte de sus piernas, delgadas y estilizadas. Netikerty no osaba mirar al cónsul ni a Lelio pese a que se hablara de ella, sino que mantenía sus ojos fijos en el suelo—. Te alabo el gusto. Netikerty es, de las tres, sin duda, la más bella y la más servicial. No sé si son hermanas o familia o conocidas. Nunca me he interesado por averiguar el origen o las relaciones de mis esclavas, sólo me ocupo de saber hasta dónde pueden proporcionar placer, y Netikerty es de las mejores, de las mejores, Lelio. —Y dejando de mirar a la esclava, volviéndose hacia el oficial romano, continuó—: «Lo que me pidas», ¿has dicho, Lelio? Bien. Ya sabes lo que quiero. Yo no necesito dinero, pero me interesa tu alejamiento de ese hombre de la familia Cornelia. Te lo aconsejo por última vez: quédate aquí, junto a mí en Roma, Lelio, combate conmigo a Aníbal y te cedo gratamente a Netikerty. Así de sencillo. Puedo arreglarlo todo para que muestres a ese Escipión que te ves obligado a permanecer aquí. Puedo hacer que el Senado reclame tus servicios para luchar en Italia. Eso no será complicado. En cierta forma te debes a un voto, sí, pero si el Estado dictamina de forma distinta es la voluntad del Estado la que debe prevalecer por encima de los intereses del individuo, Lelio. Escipión lo entenderá. Él seguirá en Hispania y hará lo que sea que quiera hacer y tú te quedarás aquí, serás un general victorioso de la guerra contra Aníbal, respetado por todos y... bien... tendrás a la joven, dulce y preciosa... Netikerty. Ven, Netikerty, acércate para que un futuro cónsul de Roma pueda verte y gozar de la sensualidad que desprendes.
Netikerty avanzó hasta ponerse entre el viejo cónsul y Lelio. Mantuvo la mirada en el suelo por temor a provocar la ira de su amo y, a un tiempo, para evitar pisar más restos del vaso roto y volver a herirse.
—Te doy seis ases por la esclava —fue la respuesta de Lelio.
En el rostro del cónsul volvió a dibujarse una furia contenida.
—Lelio, sabes el precio que pido. No me humilles ofreciéndome el pobre sueldo de unos días de paga de un legionario.
—Lo siento. Llevas razón. —Inspiró y lanzó una cifra sobrecogedora que multiplicaba por veinte el precio de cualquier esclavo—. Te ofrezco treinta dracmas.
«Este hombre está loco de atar.» La conclusión de Fabio Máximo era definitiva. Lo malo es que locos como aquél, bajo el mando del joven Escipión, podrían suponer un enorme peligro para los nobles de Roma, para el Estado, para su propio hijo Quinto y todos los planes que tenía pensados, un peligro para todos. El caso es que aquel hombre no respondía a lo que se pedía. Esta vez fue el soldado quien leyó sus pensamientos.
—No puedo pagarte con la moneda que me pides, cónsul. Mi lealtad a Publio Cornelio Escipión es definitiva. Esa esclava, no obstante, me interesa. Me interesa mucho, hasta el punto de ofrecer un precio que nunca nadie te volverá a ofrecer. Si lo deseas, aquí llevo treinta dracmas en monedas de oro acuñadas en Sagunto, parte de mis ganancias por la conquista de Cartago Nova. —Y alargó el brazo ofreciendo la bolsa con el oro a Fabio Máximo.
Netikerty escuchaba en silencio entre aterrada, por la posible reacción de su amo, y totalmente sorprendida por la oferta. Los piratas que la secuestraron en las costas de Egipto la vendieron a otros, que luego caerían en una batalla naval contra el viejo cónsul, por sólo dos ases. Desde que estaba en Roma, Netikerty había aprendido el valor de las monedas, entre otras muchas cosas agradables, las menos, y muy desagradables, la mayoría. Un dracma tenía doce ases, luego aquel oficial romano estaba ofreciendo 180 veces más de lo que sus primeros amos pagaron e infinitamente más de lo que su actual amo había pagado por ella: nada. Alguna vez, en alguna fiesta algún invitado borracho había pujado por ella ante el viejo senador hasta ofrecer doce ases. Pero el oficial romano que ahora pujaba por ella ni siquiera parecía ebrio.
—Márchate, márchate de aquí, soldado, y vete con tu promesa de fidelidad al que pronto no será otra cosa que un muerto, ve rumbo a tu propia tumba...
Lelio retiró la bolsa lentamente del alcance del cónsul y se dispuso a atarla de nuevo a su cinturón, pero el viejo senador continuó.
—Pero si deseas llevarte a esta puta por treinta dracmas, tuya es. Déjame ver ese dinero.
Lelio lanzó la bolsa al aire hacia el pecho del cónsul, pensando que caería al suelo por la falta de reflejos del viejo senador pero, con una agilidad poco común para su avanzada edad, Fabio Máximo cazó la bolsa en el aire, la abrió y examinó las monedas de su interior.
—Netikerty, vete con este hombre, con este cadáver. Con este dinero se pueden comprar treinta o más como tú. —Y con esas palabras, acompañado de las otras dos esclavas, el cónsul dio la vuelta y desapareció.
La muchacha quedó en el centro del jardín sin entender bien exactamente lo que acababa de ocurrir. Entonces habló el oficial romano.
—Ven. Sígueme. Nos marchamos de esta casa.