75
Una nueva vida

Roma, invierno del 204 a.C.

—¡Aaaaahhhh!

—Empuja, mujer, empuja.

Las voces de Secunda, la matrona romana que Pomponia, la madre de Publio, había hecho traer para ayudar a Emilia en el parto, resonaban en las sienes de la joven esposa del procónsul tanto o más que sus propios gritos. Aquél era su tercer alumbramiento pero estaba resultando, con mucho, el más doloroso. Y eso que todo se había dispuesto con tiento. Estaban en una amplia habitación, bien ventilada, con todo lo necesario para el parto preparado hacía días: aceite de oliva que no se había usado previamente para cocinar, agua caliente, aceites para el cuerpo, esponjas de mar suaves, paños de lana, vendajes, una almohada donde colocar al recién nacido, todo tipo de cosas para oler, desde barro a manzanas, limones, pepinos, melones, para ser utilizados cuando fuera preciso despertar a la parturienta si perdía el sentido, un asiento especial de matrona, que la propia Secunda había traído, pues las matronas gustaban de tener en propiedad dicho material tan necesario para su profesión, dos camas, una dura para el parto y otra blanda para después del alumbramiento, y todo ello en una habitación de tamaño medio y templada de temperatura.

—Viene al revés —dijo la mujer que la ordenaba empujar.

—¿Se puede hacer algo? —preguntó Pomponia mientras consolaba con un paño húmedo la arrugada frente de su nuera, derrotada tras varias horas de contracciones interminables.

—Puedo tirar de las piernas y si la madre empuja más quizá lo resolvamos, con la ayuda de los dioses pero... es un mal presagio, un mal presagio... y eso que lo primero que hice fue poner las plumas de buitre bajo los pies de la parturienta. Quizás haga falta más ayuda de la que pensé... como era su tercer parto, pensé que todo sería más fácil, pero algo podremos hacer...

Y la matrona se alejó de la cama y fue a un cesto donde tenía todo tipo de extraños objetos y amuletos. Regresó victoriosa con una amplia sonrisa en la boca.

—Poned esto encima de su vientre. —Y Secunda esgrimió una pata de hiena aún ensangrentada que alargó para que Pomponia la tomara y la pusiera sobre el hinchado vientre de Emilia.

Pomponia obedeció y puso la pata de aquel animal en el lugar requerido por la matrona, pero no se sentía satisfecha, y parecía ser que la matrona tampoco porque observó cómo Secunda regresaba a su cesto y extraía pequeños frascos de vidrio y mezclaba varios líquidos en un pequeño cuenco en el que luego introdujo una cuchara para revolver los fluidos con rapidez.

—Que beba esto —afirmó Secunda con rotundidad, con esa seguridad que da la experiencia y los años—. Es semen de oca con los fluidos del útero de una comadreja. Eso la salvará.

Emilia bebió, se atragantó y regurgitó parte de lo bebido. Secunda sacudió la cabeza con desdén.

—Así no avanzaremos —musitó la matrona ofendida.

Pomponia empezaba a estar cansada de los comentarios, amuletos y brebajes de aquella maldita matrona, por muy bien considerada que estuviera entre las mejores familias patricias de Roma. La madre de Publio apartó el cuenco de la matrona y lo reemplazó por otro que ella tenía preparado con leche de cerda mezclada con miel y vino. Emilia bebió y pareció encontrar algo de sosiego en la sustitución. Lo que parecía un diminuto pie emergió por la vagina de la exhausta Emilia.

—¡Tira del niño, por Júpiter! —replicó Pomponia con furia—. ¡Y déjate de presagios y amuletos! ¡Tira ahora! —Y continuó bajando la voz, con ternura, mirando a Emilia—. Y tú, pequeña, empuja con fuerza. Empuja. ¡Empuja!

—¡Aaaahhh!

En un último esfuerzo desesperado Emilia empujó con todas sus fuerzas, la matrona tiró del bebé y, milagrosamente, en pocos segundos, el llanto de una criatura lo inundó todo. Emilia escuchó los primeros sollozos, sonrió y perdió el sentido. Secunda tomó el bebé y lo miraba con cara de disgusto. No era varón. Una esclava acercó un trozo de vidrio roto y sucio con el que Secunda pretendía cortar el cordón umbilical, cuando Lucio Emilio, el hermano de Emilia, acompañado por Icetas, el pedagogo griego de los niños, entraron.

—¿Qué ocurre, por los dioses, por qué tardáis tanto y por qué esos gritos? —exclamó Lucio, pero al ver a su hermana envuelta en un mar de sangre, rodeada de todo tipo de restos de animales muertos, se detuvo sin saber qué hacer o qué decir. Él nunca había visto un parto y no sabía lo que era normal o extraño. Ante su indecisión, Icetas avanzó y empezó a retirar las plumas de buitre, la pata de hiena y otros trozos de animales que arrojaba a una esquina de la habitación mientras pedía paños limpios y un cuchillo afilado y lavado. Secunda sostenía a la criatura, que no dejaba de llorar, pero Icetas le ordenó que no usara aquel vidrio sucio para cortar el cordón umbilical. En su lugar, en cuanto llegó el cuchillo limpio, lo examinó, empapó uno de los paños con agua clara, lo pasó varias veces por el filo y luego, con rapidez, cortó el cordón umbilical. Con sus manos, presionó el segmento final del cordón hasta extraer toda su sangre, extrajo un hilo de uno de los paños de lana y ató el cordón dejándolo caer encima del ombligo de la pequeña criatura.

—¡Que limpien todo esto y que den leche y agua a la madre y que la dejen descansar, por todos los dioses, y que retiren todos esos animales muertos!

La irrupción de Icetas había sido del todo inusual y contra todo lo acostumbrado, pero el tutor griego se había ganado la confianza de Pomponia y Lucio Emilio con su amable a la vez que exigente trato con los pequeños Cornelia y Publio y nadie, en medio de los sollozos de dolor de Emilia, se atrevió a discutir sus instrucciones.

—Es una niña —dijo sin demasiada ilusión una humillada Secunda buscando así recuperar algo de la atención que todos le estaban negando pese a lo que ella entendía que habían sido unos excelentes servicios prestados por su persona en aquella difícil situación—. Es una niña —repitió. Roma necesitaba soldados, no niñas.

Pomponia no la escuchaba, aunque había registrado que era una nieta lo que acababa de nacer. Estaba más preocupada por el estado de Emilia. Además, había mucha sangre.

Lucio Emilio Paulo se retiró de la habitación junto a Icetas una vez que ambos comprobaron que Pomponia se hacía con la dirección de lo que ocurría allí dentro.


Lucio había estado horas esperando. Ya había oído a su hermana gritar de dolor en otros partos, pero no de aquella forma. Ante la ausencia del padre, Publio, y del hermano del mismo, Lucio, ambos en África, le correspondía a él como tío materno recibir a la nueva criatura y aceptarla o no en el seno de la familia de los Escipiones y los Emilio-Paulos, pero aquellos desgarradores aullidos le habían aturdido y se sentía ofuscado. Pensó en beber algo, pero todos los esclavos estaban absorbidos por el parto, corriendo de un lado a otro, trayendo más agua fría, caliente, paños... Lucio respiraba algo más tranquilo tras la intervención final de Icetas en el desenlace del parto, pero no dejaba de sentirse inquieto.

Pomponia emergió al fin en el atrio con la pequeña recién nacida envuelta en un manto blanco y la depositó en el suelo a sus pies. Él la miró con tiento. Se la veía sana y a decir por la potencia de su llanto, fuerte.

—Es una niña —insistió una implacable Secunda que se incorporó al atrio tras Pomponia—. Y ha venido del revés. Es un mal presagio para esta familia, yo...

Pomponia se giró hacia la mujer y le lanzó una mirada fulminante y ésta calló y se quedó mirando al suelo sin añadir ya nada más. Lucio Emilio Paulo se arrodilló ante la niña que, de forma desconsolada, continuaba llorando sin parar. El joven tribuno acarició la sien de la pequeña y ésta pareció remitir en su congoja. Lucio la tomó entonces en sus brazos y la levantó en alto.

—Esta niña es de la gens Cornelia y de la familia de los Escipiones y los Emilio-Paulos. No importa cómo haya venido al mundo. Es una de los nuestros y hará fuerte a nuestra familia. Como hija de Publio Cornelio Escipión y de acuerdo con nuestra costumbre, al ser una niña se la conocerá también, como su hermana, por el nombre de su gens y todos la llamarán Cornelia, siendo, a partir de ahora, Cornelia la mayor, su hermana, y ella, la recién nacida, Cornelia la menor.

Pomponia asintió satisfecha mirando a Lucio. La matrona romana a sus espaldas, sin levantar su mirada del suelo, sacudía la cabeza una y otra vez. Aceptar a aquella niña traería mala suerte.

—¿Y mi hermana? —preguntó Lucio devolviendo la criatura a manos de su abuela.

—Perdió el conocimiento por los esfuerzos del parto, pero se ha recuperado. Ha perdido mucha sangre. Estará débil unos días, pero tu hermana es fuerte como las rocas. Ahora debo llevarle a su nueva hija. Verla la animará.

Lucio confirmó su consentimiento con un cabeceo y volvió a preguntar.

—¿Cuándo podré hablar con ella?

—Mañana, por la tarde, mañana —dijo Pomponia.

Lucio iba a aceptar las instrucciones, pero el amor por su hermana y su preocupación eran demasiado poderosos.

—No, prefiero verla ahora.

Pomponia no estaba acostumbrada a que la contradijeran y un leve ceño se dibujó en su frente. Se volvió lentamente hacia Lucio Emilio.

—Por favor... —añadió Lucio.

La niña había dejado de llorar. Aquello apaciguó a su vez el ánimo de su abuela.

—Pasa entonces. —Y se hizo a un lado abrazando con mimo a la recién nacida para que Lucio pudiera pasar. El joven entró en la habitación de su hermana y la encontró aturdida, pero consciente, envuelta en una montaña de paños blancos ensangrentados que dos esclavas se afanaban en ir reemplazando por otros limpios. Lucio se sentó en un taburete junto a Emilia, en el mismo sitio que durante el parto había ocupado Pomponia.

—¿Estás bien?

—Sí... cansada... no... agitada, pero sí, bien. Sólo necesito dormir. ¿La niña está bien?

—Está bien. Es guapa, como su madre.

Emilia sonrió. El único que además de su marido se atrevía a lanzarle un cumplido era su hermano.

—¿Se sabe algo de África? —preguntó Emilia.

Su hermano dudó antes de responder. Era malo mintiendo y su hermana siempre sabía cuándo lo hacía. Desde niños. Dijo la verdad.

—Se sabe poco. Sabemos que ha desembarcado, con las legiones V y VI y sus voluntarios itálicos y sus veteranos de las campañas de Hispania. Sabemos que ni las tormentas ni los cartagineses se opusieron a su travesía. Los dioses le amparan, como siempre. Se sabe también que está asediando la ciudad de Útica.

Emilia sonrió. Era enternecedora la forma en que Lucio intentaba sosegarla.

—Pero desde el desembarco... ¿no se sabe nada más?

—No —admitió Lucio Emilio—. Sólo lo de Útica.

—¿Y eso es bueno? ¿Tan pocas noticias?

Lucio volvió a pensar su respuesta.

—Es pronto aún para tener más noticias, y las rutas no son seguras. Hay que esperar.

Emilia iba a replicar, pero una fulminante sensación de extenuación se apoderó de su cuerpo.

—Debemos dejarla descansar —dijo Pomponia, en pie, tras Lucio.

—Sí —concedió el tribuno, y dejó a las tres mujeres, de tres generaciones distintas, que se acompañaran y se protegieran mutuamente. En el atrio, Lucio vio salir a la mujer que había ayudado en el parto. Secunda dejaba la casa cabizbaja, sin alegría, y Lucio Emilio recordó sus palabras: «Es un mal presagio.» Lo cierto es que Publio debería haber enviado ya mensajeros. ¿Qué estaba pasando en África?

Las legiones malditas
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