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El león agazapado

Metaponto, sur de Italia, septiembre del 209 a.C.

Aníbal leía atentamente la tablilla que le habían traído unos mensajeros desde Hispania. Su hermano Asdrúbal le escribía. Estaba preparándolo todo. Se tomaría el invierno para organizar una campaña contra el nuevo Escipión que había tomado Cartago Nova. Lamentaba la pérdida de la ciudad pero le aseguraba a su hermano mayor que en la próxima primavera reuniría sus tropas con las del hermano pequeño de ambos, Magón, y con las de Asdrúbal Giscón, el otro general púnico de Hispania. Con los tres ejércitos reunidos, sus setenta y cinco mil hombres y sus cuarenta elefantes aplastarían al joven general romano.

Aníbal dejó la tablilla en el suelo. La mesa grande con todos los mapas de Italia estaba demasiado lejos. Asdrúbal parecía estar seguro y prometía venir a Italia, siguiendo su ejemplo y su ruta, por el norte. Y Asdrúbal siempre cumplía sus promesas. Vendría. De eso no había duda.

—¿Todo bien?

Era la voz de Maharbal, el noble púnico jefe de la caballería africana de Aníbal. Su más fiel oficial. Su confidente y, a veces, el único que se atrevía a discutir con Aníbal y, a su vez, el único, aparte de sus hermanos, al que Aníbal toleraba que le planteara una duda.

—Todo bien —respondió Aníbal—. Con la ayuda de Baal y, especialmente, de mi hermano Asdrúbal, las próximas campañas serán duras para Roma. Muy duras.

—También para nosotros —añadió Maharbal, mirando los planos extendidos sobre la gran mesa de madera de pino.

—Sí, Maharbal, para nosotros también, pero nunca dije que doblegar a Roma fuera sencillo.

Maharbal sonrió levemente.

—No, nunca lo dijiste.

El tono ligeramente irónico no pasó desapercibido para el general.

—¿Hay algún problema, Maharbal? —preguntó Aníbal.

—Nada especial. Es sólo que...

—Habla. Quiero saber lo que piensas y lo que crees que piensan los hombres.

Alentado por Aníbal, Maharbal se aventuró a expresarse con mayor libertad.

—Los hombres, yo, todos nos sentimos un poco como atrapados, aquí, refugiados en una esquina de Italia, mientras los romanos preparan nuevas levas. Llevamos meses de inactividad.

Todo lo dijo Maharbal rápido, sin respirar. Suspiró al terminar sus breves frases. Aníbal le miró de soslayo.

—Somos un león agazapado, Maharbal. Pronto saldremos de caza, pero los leones no se mueven por un pequeño cervatillo. Esperaremos a que aparezca un gran ciervo o, mejor aún, un poderoso jabalí.

—Tus enigmas me confunden.

—Es cierto. Dicho de forma clara: esperaremos a que llegue un cónsul. Ya sabes que Marcelo y Fabio están en mi lista. No los quiero vivos si es posible para cuando llegue Asdrúbal por el norte. Quiero que Roma, en medio de su miedo, no tenga generales veteranos a los que recurrir.

Maharbal asintió.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto, paciencia, pero si los hombres están inquietos saldremos a saquear la región y las ciudades más próximas leales a Roma.

Maharbal volvió a asentir. Aquello pareció satisfacerle.

—¿Un león agazapado? —repitió el oficial de caballería.

Aníbal asintió y recogió del suelo la carta de su hermano. Empezó a leerla de nuevo. Maharbal se inclinó levemente en una reverencia que pensó que había pasado inadvertida y dejó solo al general en jefe de las tropas cartaginesas en Italia. Aníbal observó la salida de Maharbal y su señal de reconocimiento con el rabillo del ojo. Luego volvió a concentrarse en la carta de Asdrúbal. Hacía cuentas. Invierno de este año. Preparativos. Al año siguiente Asdrúbal caería sobre Escipión y rompería de un modo u otro el bloqueo romano en el Ebro para cruzar a la Galia. Luego la travesía con el ejército tardaría varios meses. Asdrúbal llegaría por el norte en unos dos años. Lo difícil era saber cuándo exactamente. Eso era clave. Esencial. Eso y no otra cosa era lo que preocupaba a Aníbal. Sabía que la coordinación entre los dos ejércitos cartagineses, el del sur y el que debería traer su hermano por el norte, sería fundamental para el éxito de aprisionar a Roma con la terrible tenaza de dos temibles falanges africanas, las grandes fauces de una fiera cerrándose sobre su enemigo atemorizado. Era algo tan simple pero a un tiempo tan descomunal como ejecutar la misma táctica de Cannae pero no sobre un espacio de unas decenas de estadios sino maniobrando sobre todo un inmenso país. Si Asdrúbal estuviera a la altura, aquello era cosa hecha, pero ¿estaría su hermano al mismo nivel? Sabía del compromiso fraterno que los unía y de su lealtad y de su destreza, pero combatir contra Roma requería una astucia perfecta, milimetrada, fría. A Asdrúbal le hervía en ocasiones la sangre con demasiada rapidez. Aníbal sonrío. Quizás hicieran falta dos Aníbales para vencer a Roma y arrodillarla. Pero sólo había uno.

Sólo había un Aníbal y tendría que ser suficiente.

Pensó en yacer con una esclava y recordó a la bella meretriz de Arpi pero, como de refilón, se introdujo en su mente el recuerdo de Imelcea, su esposa ibera, o Imilce, como la llamaba él los pocos días que pasaron juntos, aquella princesa ibera hija del rey de Cástulo. Una hermosa joven, casi una niña, con la que se casó en sus tiempos de conquista en Iberia con el fin de congraciarse con los guerreros de aquel vasto territorio. Apenas pasaron unos días juntos después de la boda. Luego vino la guerra. ¿Qué sería ahora de ella? La dejó a cargo de Asdrúbal Giscón. Aquél no era un hombre de fiar, pero cuando partió de Iberia ésa pareció una solución razonable. Era un general veterano y de prestigio y quería que sus hermanos estuvieran libres de aquella responsabilidad, la de velar por su esposa, y pudieran moverse según requirieran las circunstancias por toda Iberia, por África o, como tendría que ser el caso, por la mismísima Galia e Italia. Además, Imilce no se había quedado embarazada. No había hijos que cuidar. Si hubiera habido algún niño, sin duda habría dejado a la joven esposa a cargo de su hermano Asdrúbal, pero sin hijos... No había hijos. Aníbal suspiró despacio. Aquél era un tema del que no se había ocupado. Siempre pensó primero en resolver el asunto de Roma, luego vendría lo demás. Los hijos eran un arma de doble filo: te daban fuerza pero te hacían más vulnerable. Un hijo te daba algo por lo que luchar, pero también podía ser un rehén que te impidiera combatir. Imilce. Una joven y hermosa princesa en un momento inadecuado. El matrimonio, no obstante, fue eficaz en su objetivo esencial: miles de iberos se alistaron en su ejército para invadir Italia y ahora allí estaban con él. Aníbal asintió en silencio. Quizá, si tenía la ocasión, debería resarcir a esa joven muchacha. Le había servido bien a sus fines. Y fue dócil. El general cartaginés sonrió con un ápice de ternura. La pobre muchacha estaba aterrada la noche de bodas. Él la trató con suavidad. La joven no sabía ni moverse. ¡Qué noches tan distintas las que pasó en Arpi con aquella voluptuosa meretriz! Y, sin embargo, después de tanto tiempo, el rostro que recordaba, el olor que percibía traído por su memoria, el tacto suave de la piel que casi podía palpar al cerrar los ojos, era el de aquella joven princesa ibera. Aníbal sacudió la cabeza y abrió los ojos. Se hacía viejo, nostálgico, melancólico. No había hijos, la princesa ibera estaba muy lejos de allí y tenía una guerra entre manos. Sus ojos repararon de nuevo en la tablilla que aún sostenía en su mano. En la carta de Asdrúbal no se decía nada negativo de forma directa con relación al general Giscón, pero había una frase que dejaba traslucir tensión entre líneas: «Reuniré los tres ejércitos para la próxima campaña. Es de esperar la cooperación de Magón y Giscón», había escrito Asdrúbal. Por eso había releído la carta en tantas ocasiones. «Es de esperar la cooperación de Magón y Giscón.» Esa frase no podía estar por Magón. Los tres hermanos eran uña y carne. Esa frase estaba por Giscón. «Era de esperar su cooperación.» El hecho de ponerlo era igual que manifestar una duda. Con certeza, Asdrúbal no quiso ser más explícito por escrito, pues la tablilla, transportada por un mensajero, podía perderse, caer en manos del enemigo o, peor aún, en manos de amigos de Giscón. Aníbal sabía de la ambición de Giscón. Un general que podría haber sido el líder del ejército púnico de no ser por los Barca, primero por su padre Amílcar y luego por el propio Aníbal. Imilce estaba bajo su vigilancia. ¿Debería haberla traído? En aquel momento pareció mejor que se quedara allí, como un baluarte de su paso por Iberia, como una señal de su posible regreso. La echó de menos por motivos militares la víspera de la batalla de Cannae. Las tropas iberas estaban inseguras, insatisfechas por la falta de provisiones después de dos años de encarnizadas luchas en Italia. En aquellos días lamentó su decisión de no haberse traído consigo a la joven princesa ibera, pues pensó que su presencia habría contribuido a fortalecer el vínculo de los iberos con él mismo, pero luego vino la gran victoria de Cannae y los iberos se mostraron encantados y entusiasmados de haberse alistado en aquel ejército. En fin. Aníbal volvió a suspirar. Imilce tendría que velar por sí misma. En cualquier caso, Giscón, al menos mientras él estuviera vivo, la cuidaría, aunque sólo fuera por mantener la diplomacia con las tribus iberas. La otra cuestión era más delicada: saber hasta qué punto Giscón actuaría en coordinación con Asdrúbal y Magón. Era peor tener a alguien socavando la unidad en el interior que estar rodeado de feroces enemigos. Asdrúbal tendría que actuar con cuidado.

Las legiones malditas
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