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Gades

Gades, sur de Hispania, verano del 206 a.C.

Habían llegado órdenes del Senado de Cartago. Magón Barca parecía agitado, pero resuelto a ponerse en marcha. Debía partir hacia Baleares y de allí, una vez reclutado un ejército de mercenarios, desembarcar en el norte de Italia. El plan inicial de Aníbal parecía seguir obteniendo algo de apoyo entre los senadores púnicos. Quedaba sólo un asunto pendiente.

Magón se presentó ante Giscón que, a su vez, había recibido también instrucciones del Senado cartaginés de regresar a África. El joven Barca encontró al veterano general enfrascado en los preparativos para embarcar las tropas rumbo al sur.

—Las calles de la ciudad están revueltas —empezó Magón sin esperar a que el general de mayor edad le dirigiera la palabra.

Giscón engulló la ofensa, una más de los vanidosos Barca que se apuntó en la memoria.

—Saben que nos vamos —respondió sin mirarle, fingiendo estar ocupado en revisar las tablillas que contenían los inventarios de las provisiones para el tránsito de regreso a África.

—Saldré para Menorca con la próxima marea —anunció Magón.

—Sea —concedió Giscón sin mirarle.

—Queda una cosa pendiente.

Giscón levantó los ojos de las tablillas. Aquellos Barca le irritaban.

—¿Y bien?

—Imilce, la esposa de mi hermano. No puedo llevármela conmigo, pero tampoco nos interesa que se quede aquí y caiga en manos de los romanos.

Giscón inundó su rostro con una amplia sonrisa.

—No me parece que Aníbal la tenga en gran estima. Ni siquiera ha escrito preguntando por ella.

Magón negó con la cabeza.

—No se trata de algo personal, sino de una cuestión política y de poder. Imilce es la esposa de un general cartaginés. Puede que ya no nos sea útil, pero no podemos abandonarla a su suerte.

Giscón frunció el ceño. Odiaba que los Barca tuvieran razón. Decidió dar término a aquella conversación.

—Sea —dijo—. Se quedará conmigo y me acompañará a África. Será custodiada como esposa de un general cartaginés, como hasta ahora.

Magón asintió un par de veces. Dio media vuelta y se marchó.

Asdrúbal Giscón arrojó las tablillas al suelo. Una se quebró en varios pedazos. Un esclavo se acercó para recogerlas, pero el general le espetó un grito y éste se alejó corriendo dejando solo a su amo.

Las legiones malditas
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