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La carga de los elefantes
Zama, 19 de octubre del 202 a.C, una hora después de la entrevista de los generales
Retaguardia romana
Finalizado su discurso, Publio ascendió a la pequeña loma que se elevaba justo detrás de su legiones. Todo estaba dispuesto. El general estaba rodeado por sus lictores y un pequeño grupo de legionarios compuesto por veteranos de sus campañas en Hispania, voluntarios para una guerra en África que el joven procónsul presentía ya de temibles consecuencias para todos ellos. Le habían seguido por lealtad y esa lealtad iba a conducirlos a todos al exterminio. Era contradictorio, pero después de haberlo esperado durante tanto tiempo, el combate definitivo, ahora, cuando había llegado y estaba a punto de comenzar, era cuando más dudaba de la victoria. Publio fue examinando toda la formación. En primera línea, algo adelantados estaban los velites de ambas legiones, esperando la señal de ataque y atentos a los movimientos del enemigo, pues eran la primera línea. Se los veía nerviosos porque miraban hacia atrás de forma incesante. Tras ellos estaban los hastati, al mando de los cuales había puesto a Quinto Terebelio, en la VI, en el flanco derecho desde donde Publio observaba, y a Cayo Valerio que, como primus pilus de la V, comandaba los manípulos que le correspondían. Tras los cuadros que formaban los hastati, venían los manípulos de los principes, que en la VI Publio había puesto bajo las órdenes de Sexto Digicio y en la V, bajo la supervisión de Mario Juvencio. Estos manípulos formaban tras los huecos que los hastati de primera línea dejaban en la formación. De esa forma los principes tapaban esos espacios de modo que ningún enemigo pudiera llegar al final de la formación romana sin encontrar oposición en algún punto. Y, tras los hastati, venían los veteranos triari, con Silano al frente de los de la VI y con Lucio Marcio Septimio al mando de los de la V. En este caso, los triari formaban sus manípulos justo en línea con los hastati de primera línea. El ejército romano dibujaba lo que posteriormente se reconocería como las tres primeras líneas de un tablero de ajedrez, donde los manípulos de legionarios ocupaban los cuadros de piezas negras, dejando los cuadros de las piezas blancas vacíos. Espacios útiles para maniobrar. Las diferentes líneas estaban reforzadas por los voluntarios itálicos y por los infantes númidas.
Luego, en los extremos, la caballería. A su derecha, orgulloso y con su caballo piafando y relinchando, se veía al joven Masinisa. Estaba ansioso por entrar en combate. Como todos. Y en el extremo izquierdo, Cayo Lelio, con aire más controlado, adusto, sin moverse sobre su caballo, como una estatua, mirándole, esperando la señal de ataque. Publio estaba tenso, pero se esforzaba en respirar con regularidad, para que sus propios nervios no transpirasen y se contagiaran de sus dudas los lictores y legionarios que le rodeaban. Eran treinta y cinco mil hombres a su mando, más los dos destacamentos de caballería númida y romana. Publio se pasó la palma de la mano derecha por su barbilla recién afeitada. Levantó la mirada y contempló el infierno.
A mil pasos de distancia de sus velites de primera línea, se encontraba el enemigo: en primera fila lo más aterrador, no por ser lo más temible, pero sí por ser lo más urgente y espectacular. Ochenta elefantes africanos en una larga línea que se extendía de un extremo a otro de la formación cartaginesa. Ochenta elefantes y no había fortificaciones en las que guarecerse, estaban en campo abierto y no había habido tiempo para levantar defensas adecuadas. Aníbal forzaría el combate esa misma mañana, para no dar tiempo a más. Era una de sus grandes ventajas y no pensaba darles oportunidad de protegerse, de prepararse. Publio recordó una vez más las palabras de su padre cuando le comentó en más de una ocasión que si se veía con una gran cantidad de elefantes en formación de combate, si no disponía de defensas, debía retirarse. Retirarse. Publio suspiró. «No puedo hacerlo, padre, no puedo hacerlo, llegados a este punto, no.» Publio apretó los labios mientras contemplaba los imponentes proboscidios moviéndose hacia delante y atrás. A sus propios guías les costaba mantener a aquellas bestias detenidas. Los paquidermos debían de respirar las ansias de todos los hombres que les rodeaban y querían moverse, atacar, pisotear. Y, por si eso no fuera suficiente, tras los elefantes estaban varias líneas de combate enemigas: primero los veteranos del ejército de Magón, el hermano pequeño de Aníbal, luego los restos del ejército de Giscón y finalmente los veteranos del propio Aníbal, sin duda alguna, el cuerpo de ejército más terrible que existía en aquel momento, la máquina de matar más engrasada y perfecta y el auténtico y más mortal peligro de aquellos cuarenta mil soldados que, junto con sus dos destacamentos de caballería, se oponían a Publio y sus legiones. En cualquier caso, aunque los veteranos de Aníbal fueran lo que el procónsul más temía, eran un asunto a ocuparse con posterioridad. Lo primero eran los elefantes. Los malditos y gigantescos ochenta elefantes africanos.
Publio permanecía inmóvil en su altozano. Lelio, Silano, Marcio, Mario, Digicio, Terebelio, Valerio, todos los tribunos, centuriones y praefecti le miraban. Todos esperaban una orden suya, pero el procónsul estaba como inmovilizado, parecía que ni tan siquiera respirase.
La caballería númida enemiga, comandada por el maessyli Tiqueo, familiar de Sífax, empezó a agitarse y lanzó varios grupos de jinetes contra los númidas de Masinisa. El joven rey miró a Publio. Pero el general permanecía petrificado. Masinisa ordenó por su cuenta que otros tantos jinetes de su caballería recibieran a medio camino al centenar de jinetes enemigos que se aproximaban al galope. Ambos ejércitos observaron cómo los númidas de cada bando se enfrentaban con ferocidad en el centro del campo de batalla. Era una batalla dentro de lo que debía ser una batalla mayor, pero era cruenta y terrible, pues era personal, era entre númidas partidarios de diferentes candidatos a rey. Los golpes de espada resonaban en el aire estancado de aquella llanura y los gritos de los que eran atravesados por jabalinas rasgaban el cielo raso y limpio bajo el que aquellos jinetes se mataban. A una señal de Tiqueo los númidas del ejército púnico se replegaron y Masinisa ordenó lo mismo para sus compatriotas. En el campo quedaron varias decenas de cadáveres, algún herido arrastrándose por el suelo y algunos caballos que, con su jinete abatido, permanecían quietos en medio de los dos ejércitos, en medio de aquel pulso entre Roma y Cartago. De momento sólo habían entrado en combate los subalternos.
Retaguardia cartaginesa
Aníbal lo observaba todo desde un entarimado de madera levantado detrás de sus filas de veteranos. Uno de sus oficiales se aproximó para preguntar.
—¿Seguimos con las escaramuzas de la caballería, mi general?
Eran oficiales leales aquéllos, los que estaban junto a él sobre aquel entramado de madera, pero Aníbal echaba de menos la sensata voz de Maharbal, a quien había tenido que alejar de sí, para que se pusiera al mando de la caballería africana, a su derecha. Estaban escasos de caballería y Aníbal decidió compensar aquella debilidad poniendo a su mejor oficial al mando de la fuerza montada. Por su parte, Tiqueo se las tendría que ver como fuera con el crecido Masinisa. Ése sería un asunto entre númidas, pero le preocupaba. Si la caballería cedía tendría un problema grave. El secreto era hacer que la lucha se desarrollara de forma que la caballería no fuera decisiva. Gran parte de la clave era la carga inicial de los elefantes. Si éstos causaban las suficientes bajas entre la infantería romana, los legionarios desmoralizados, derrotados ya una vez por él mismo en Cannae, empezarían una desordenada retirada y a partir de allí sólo sería cuestión de exterminar con eficacia. Entonces la superior caballería romana sólo valdría para proteger a un ejército en retirada. La carga de los elefantes era crucial. Si eso fallaba estaría el cuerpo a cuerpo y allí también se impondría la destreza de sus veteranos de Italia. Maharbal y Tiqueo sólo tenían que mantener a Lelio y Masinisa ocupados el tiempo suficiente para que fuera el que fuese el desenlace de la lucha entre las caballerías, ya no quedara infantería romana en pie.
—¿Los ataques de la caballería, mi general? —Insistió con cuidado el oficial, algo nervioso—. ¿Seguimos con ellos?
—No —respondió Aníbal—. Los elefantes. Ya.
El oficial púnico asintió varias veces y descendió de aquella improvisada fortificación.
Primera línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio, posicionado en la primera línea de los hastati vio cómo los elefantes del enemigo empezaban a moverse pesada pero decididamente hacia ellos. Respiró varias veces con profundidad. Miró a ambos lados. Sus hombres, al igual que él, tenían los ojos fijos en aquella manada de bestias que se acercaba adquiriendo cada vez algo más de velocidad. Cayo Valerio carraspeó profusamente y escupió en el suelo. Tenía la garganta seca.
—Maldita sea nuestra suerte —dijo en voz baja. Giró su cabeza y miró al procónsul de Roma. Nada. Impasible. Bueno. Cayo Valerio no se movió; inclinó su cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Le dolía el cuello. Había dormido en mala posición y tenía tortícolis. Casi le entró risa por preocuparse de una molestia tan nimia. Los elefantes avanzaban ya a la carrera.
—Maldita sea —dijo en voz normal, y volvió a escupir. Miró de nuevo a sus hombres. Estaban todos con los ojos muy abiertos, los escudos clavados en el suelo, los pila a su lado. Vio que algunas lanzas temblaban en las nerviosas manos de sus hombres. Estaban aterrados. «Maldita sea», pensó. «No van a aguantar. No van a mantener la formación. Por todos los dioses.» Vio la tercera fila de los manípulos, donde los soldados no sostenían arma alguna, sino que iban cargados de tubas, trompas, cornetas y otros instrumentos musicales de los que usaban los romanos para transmitir las órdenes en las legiones romanas. Qué desperdicio de fila, pero eran órdenes directas del general. Cayo Valerio notó entonces una extraña vibración que le recorría la pierna derecha, luego la izquierda. Se volvió hacia el enemigo. Los elefantes corrían hacia ellos. La tierra bajo sus pies temblaba. Cayo Valerio vio cómo vibraban los escudos de sus soldados y cómo las miradas de sus hombres ya no eran de terror, sino de un pavor desconocido, un horror que nunca había visto reflejado en la faz de ningún soldado antes de aquella mañana.
—Mierda, mierda, mierda —repetía mientras salía de la formación y daba uno, dos tres, cinco, diez, hasta veinte pasos por delante de la formación de hastati, superando incluso a los desperdigados velites que de modo casi inconsciente se habían ido replegando ante el avance de los elefantes. Cayo Valerio había leído lo peor que un centurión puede encontrar en el rostro de sus hombres: no iban a mantener la formación; el terror era demasiado poderoso. La tierra se agitaba bajo sus sandalias militares. El tribuno miró hacia los elefantes. Estaban a quinientos pasos. Luego miró hacia sus hombres. Quería que le vieran todos. Él no se retiraba. Él iba a estar allí. Solo, si hacía falta. Si querían huir que vieran antes cómo moría un primus pilus de las legiones de Roma. Mierda, mierda, mierda. Miró de nuevo hacia el procónsul. Nada. Quieto, como una insignia. Y no había órdenes tampoco por tubas. El único ruido era el de la estampida de elefantes pisoteando la tierra de África en su irrefrenable carrera mortífera.
Retaguardia romana
Publio Cornelio Escipión, desde su pequeña colina, vio cómo Cayo Valerio, sin recibir orden alguna, había abandonado la formación y había avanzado unos veinte pasos.
—¿Qué hace ese imbécil? —preguntó el procónsul, pero a su lado no estaba ni Lelio ni Marcio ni Silano ni ningún otro de sus oficiales de confianza. Uno de los lictores que se encontraba más próximo al general, el más veterano entre los hombres de su guardia personal, se atrevió a aventurar una respuesta.
—Creo que teme que los hombres se asusten, mi general... se ha adelantado para que todos le vean... como ejemplo, supongo...
Publio se volvió hacia el lictor que acababa de responderle. Asintió. Se trataba del proximus lictor, el último en la fila de lictores que precedían a un cónsul, y que se situaba justo junto al cónsul. Era siempre un hombre de la máxima confianza.
—Eso debe de ser —dijo el general y, sin dejar de mirar al proximus lictor, añadió una pregunta—. Tu nombre es Marco, ¿verdad?
—Sí, mi general —respondió con sorpresa el lictor.
—Llevas conmigo desde Hispania, ¿verdad?
—Así es, mi general —confirmó con orgullo aquel soldado.
—Bien, Marco, quédate junto a mí hoy más que nunca. Tus opiniones me vendrán bien en esta batalla.
Publio miró de nuevo hacia la llanura. Los elefantes, en una larguísima hilera que lo cubría todo, corrían contra su ejército. Tras ellos una polvareda de dimensiones descomunales se levantaba ocultando los movimientos que pudieran estar haciendo las tropas cartaginesas, pero no era probable que fueran a hacer nada mientras aquellas bestias corrían casi descontroladas contra sus enemigos. Los elefantes estaban a cuatrocientos pasos de los velites y los hastati. A trescientos cincuenta, a trescientos...
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Quinto Terebelio, al mando de los hastati de la VI, observó cómo Cayo Valerio se avanzaba al resto de los hombres en la V. Quinto Terebelio, centurión que conquistara las murallas de Cartago Nova junto con Digicio y Lelio, no podía permitir que un oficial de los derrotados en Cannae le superara en valor... o en locura. Además, miró a su alrededor y detectó ese miedo abrumador que embargaba a los hastati que le rodeaban. Estaba claro que había que dar ejemplo... aunque eso significara dar la propia vida.
—¡Por Hércules y todos los dioses! —dijo en voz bien alta, y se avanzó a los hastati hasta ubicarse a la misma altura que Cayo Valerio. Luego continuó hablando en voz baja, para sí mismo, para su alma—. Estamos locos, todos locos.
Retaguardia romana
Marco señaló al procónsul el movimiento de Quinto Terebelio.
—Otro loco —dijo Publio, pero no pronunció aquellas palabras con tono de reproche, sino de admiración. El lictor se atrevió a comentar algo más.
—En esa posición tan avanzada, solos, serán los primeros en ser arrollados por los elefantes. Es un suicidio. El procónsul le corrigió.
—No, soldado, no es un suicidio, es una devotio. Una devotio por mí, por las legiones, por Roma. —Marco asintió algo avergonzado de su comentario anterior. No obstante, el general concluyó su valoración con un tinte de tristeza en su voz—. Una devotio que aunque admiro, lamento con profundidad. Son dos de mis mejores oficiales. No pensé que fuera a ser necesario llegar tan lejos. No pensé nunca que fuera a ser necesario. No lo pensé así, no de esta forma... —El procónsul repetía aquellas palabras como intentando perdonarse a sí mismo lo que estaba a punto de ocurrir. Ya no había tiempo para cambiar las cosas. Sólo se podía proceder con el plan y rogar a los dioses. Hasta ese momento no se había percatado realmente de lo que estaba exigiendo a sus hombres.
Primera línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio tragaba la poca saliva que su boca acertaba a producir. Estaba seco y clavado en el suelo de aquella llanura como una estaca olvidada por el tiempo. Una estaca que temblaba por la potencia de las pezuñas de aquellos paquidermos al chocar contra el suelo sobre el que avanzaban como gigantescas catapultas en movimiento. Estaban a trescientos, doscientos cincuenta, doscientos pasos. Era el fin.
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Quinto Terebelio repasaba su vida en el poco tiempo que le quedaba ya antes del gran impacto. Sólo encontró peleas y pendencias desde pequeño en las calles de Roma. Una vida dura y sin rumbo hasta que ingresó en el ejército, donde luchar y pelear era un honor. Allí se había forjado una reputación y esa reputación había adquirido casi el grado de leyenda tras las campañas en Hispania bajo aquel procónsul que los conducía ahora a todos contra aquella estampida de elefantes. Gracias al general había conocido el sabor dulce de verse admirado por centenares de hombres. Era un orgullo especial el que le acompañaría el día de su muerte. De modo que si se tenía que morir en aquella batalla por aquel general, se moría. Quinto Terebelio se ajustó el casco, dejó el escudo en el suelo y levantó su pilum con su brazo derecho dispuesto para lanzarlo. ¿De qué protección valía un escudo contra ochenta elefantes? Por Castor y Pólux. Por Hércules y por todos los dioses, ¿qué importaba ya nada?
Retaguardia romana
Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma, levantó su brazo derecho en alto. Cayo Valerio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano, Marcio, el rey Masinisa y Cayo Lelio observaron tensos aquel movimiento. El único que parecía pasarlo por alto era Quinto Terebelio, que avanzaba contra los elefantes con su pilum preparado para ser lanzado. Publio le observó sin mostrar expresión alguna en su rostro. Terebelio iba por libre. ¿Era insubordinación o heroísmo? No importaba aquello. Las tubas transmitirían su orden y todos sabían lo que debía hacerse.
El general de las legiones V y VI bajó su brazo derecho de golpe. Una decena de legionarios con tubas que le acompañaban en la colina hicieron sonar sus instrumentos y su sonido se desplegó sobre la llanura hasta alcanzar las primeras líneas de hastati, donde, de pronto, decenas, no, centenares de tubas, trompas y cualquier instrumento que pudiera hacer ruido, resonó no con armonía, sino con el estruendo propio del temor absoluto exhalado por los pulmones de miles de legionarios acorralados. El general había ordenado durante los últimos días recoger todos los instrumentos de música de toda la región y construir más tubas y trompas y los había distribuido entre las primeras filas de sus hastati para hacerlos sonar justo cuando los elefantes llegaran a pocos pasos de distancia. Pero eso no era todo.
Vanguardia romana. Primera y segunda líneas de combate
—¡Mantened la formación, mantened la formación! —gritaba Cayo Valerio desde su posición avanzada mirando hacia atrás a los hastati de la V.
Al mismo tiempo, entre los principes de segunda línea, se recibía una orden diferente.
—¡Maniobrad, malditos, maniobrad, por todos los dioses! —aullaban Digicio y Mario a sus manípulos de legionarios de segunda línea. De este modo, los principes se movieron rápidamente hacia un lado, hasta situarse justo detrás de los hastati y justo delante de los triari, dejando así enormes pasillos descubiertos, sin soldados por toda la formación del ejército romano. Fue una maniobra muy rápida y desconocida hasta la fecha. Extraña.
Retaguardia cartaginesa
Aníbal apretó los párpados de su ojo sano.
—¿Qué hacen? —preguntó, aunque no esperaba respuesta.
—Parece que abren como pasillos, mi general —respondió un oficial púnico.
—Ya veo que abren pasillos, imbécil —espetó Aníbal—, la cuestión es ¿por qué?, ¿para qué?
Pero nadie supo qué responder.
Aníbal se había preocupado de que los romanos no supieran hasta el último momento dónde exactamente posicionaría a su ejército para combatir. De ese modo evitaba que pudieran levantar fortificaciones o cavar zanjas y fosos trampa con los que defenderse de la embestida de sus elefantes. Ahora abrían pasillos. Pasillos. Aníbal cabeceó lentamente varias veces. Era una idea bastante buena. Bastante buena. Igual que el ensordecedor ruido de todos aquellos instrumentos, pero la cuestión era si sería suficiente. Aníbal dio un paso al frente y se apoyó con sus manos en la barandilla de la pequeña construcción de madera sobre la que se encontraba. Estaba genuinamente intrigado.
Primera línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio, de espaldas al enemigo, mirando a sus legionarios, se desgañitaba sin ceder un solo paso de su posición avanzada.
—¡Mantened la formación! ¡Mantenedla u os mato a todos! ¡Por los dioses que os mato!
A su espalda escuchó el pavoroso rugido de los elefantes. Se dio la vuelta. La muerte... pensaba recibirla de frente. A cien pasos de donde se encontraba un paquidermo bestial corría contra él. Los colmillos eran largos y afilados artificialmente por sus adiestradores. Un guía conducía la bestia justo contra él. En lo alto del enorme animal, una gran cesta poblada por cuatro arqueros empezaba a arrojar flechas contra los romanos.
—¡Aaaaaaaaaaaaah! —gritó con todas sus fuerzas Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, una legión más maldita que nunca, pero al tiempo que el centurión desgarraba su miedo en aquel aullido, centenares de tubas y trompas resonaron a sus espaldas generando un fragor tan inmenso y ensordecedor como el de los rugidos de las propias bestias. Cayo Valerio comprendió entonces las palabras del general. Bienvenidos al infierno. Cerró los ojos y en un acto reflejo los volvió a abrir. Lo que vio le dejó atónito. Algunas de las enormes bestias, confundidas por el sorprendente e inesperado ruido que emitían las legiones, se habían asustado y abandonaban la formación de ataque intentado dar media vuelta. Al girar o detenerse, algunos elefantes chocaban con otros. Así había al menos dos decenas de bestias creando confusión en la gran línea de ataque cartaginés. Eran los elefantes más jóvenes, los menos adiestrados, los más inexpertos, sorprendidos por el ruido de las trompas y las tubas. Pero los guías que los conducían, a gritos y a golpes de maza, un gran martillo que, junto con un escoplo de hierro, llevaban para poder dar órdenes a golpes sobre la testuz de las bestias, se afanaban en controlar a los elefantes enloquecidos. Unos guías conseguían su objetivo con más destreza que otros. Pero, pese a todo, muchos elefantes seguían con su avance, los más veteranos, los más experimentados, sin atender al ruido de las trompas romanas, avanzando, pisando con potencia con sus pezuñas de piel petrificada. Una de esas bestias más experimentadas era la que tenía frente a sí Cayo Valerio. No le sorprendió. Era su destino. Desenvainó la espada dispuesto a clavarla donde fuera mientras era pisoteado, pero la gran bestia que hasta ese momento había caminado en línea recta contra el centurión desde hacía varios centenares de pasos, de súbito varió su rumbo un ápice, de modo que, sin arrollarle, pasó junto al anonadado centurión, sin herirle. Valerio se giró y observó cómo la bestia, pese a las órdenes de su guía, había decidido modificar el curso de su carrera para poder adentrarse por uno de los pasillos que los romanos habían dejado abiertos en su formación. Un elefante pisará y arrollará y machacará cabezas y cuerpos y extremidades si tiene que hacerlo, si no hay otra forma de seguir avanzando, pero si ante sí se abren pasillos donde no hay hombres armados, entonces su instinto, como el de un caballo, le conducirá hacia esos espacios abiertos. Además los velites, según el plan del procónsul, al sonar las trompas, iniciaron un veloz repliegue hacia esos pasillos, de modo que los elefantes sentían que perseguían a sus víctimas que huían despavoridas.
Los elefantes le habían sobrepasado y él seguía vivo. Cayo Valerio se encontró envuelto en un mar de arena y polvo levantado por las bestias, pero seguía vivo. Vivo. Sacudió la cabeza. No se lo podía creer. Era imposible. El fragor de la lucha, los gritos de sus hombres pereciendo al luchar contra los elefantes lo devolvió a la realidad. Recuperó el sentido de la orientación y espada en ristre recorrió lo andado para reunirse con sus hombres y acabar de una vez por todas con esos malditos elefantes o con su vida.
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Todos huyen de los elefantes, excepto Quinto Terebelio, que, una vez arrojado su escudo, camina hacia el paquidermo que se le viene encima a toda velocidad. Así mientras los velites se escapan por los pasillos abiertos en las filas romanas, y mientras los hastati aprietan los dientes y contienen la respiración, inmóviles, anclados a la tierra aguardando su terrible final, Quinto Terebelio corre hacia los elefantes. Selecciona a la carrera uno que le viene de bruces y se concentra en él olvidándose por completo de las consecuencias de su acción.
Quinto Terebelio corre hacia la bestia. El suelo sigue temblando bajo sus sandalias sucias por el polvo y la arena. Detiene al fin su carrera al tiempo que lanza su brazo derecho hacia delante una vez más y tras él toda la fuerza de su hombro y de su cuerpo para arrojar su pilum contra el aire. La lanza surca el aire con un silbido agudo, fino, certero. Quinto Terebelio se reincorpora para ver si, con la ayuda de Marte, su pilum alcanza su objetivo. El elefante, encorajinado por su guía africano, avanza temible, brutal, contra el centurión romano. El arma de Terebelio vuela firme y como un misil degüella al guía del animal ensartándolo de parte a parte, entrando por la garganta de aquel hombre, partiendo la faringe, la arteria yugular y saliendo por el cogote con un chorro de profusa sangre caliente. El guía queda atravesado sobre el elefante, pues la lanza culmina su mortal viaje clavándose en la cesta donde van los arqueros cartagineses, de modo que aquel adiestrador de elefantes queda como una marioneta inerme sobre la testuz del gigantesco animal. El paquidermo siente que ya no hay quien le dé órdenes y, al igual que otros compañeros suyos, se percata de los pasillos que se abren ante sus ojos y se encamina hacia ellos desechando el pequeño obstáculo que supone Quinto Terebelio. El centurión siente el impacto del aire que el animal arrastra al pasarle rozando, pero sin pisarle.
Se ha salvado y le entra la risa. Desenfunda la espada y se dirige hacia sus hombres siguiendo al elefante en su carrera. Pero Terebelio se ha desprotegido al dejar caer el escudo para así tener toda la fuerza necesaria para alcanzar con su pilum al guía del enorme animal.
—¡Apuntad a los guías! ¡Por Hércules! ¡Apuntad a los guías! ¡Apuntad...!
Pero no termina la frase. Uno de los arqueros le ha disparado con el mismo acierto con el que él acaba de ensartar al guía del elefante. Un dardo se acerca a toda velocidad y todo lo que puede hacer Terebelio es echarse al suelo, pero no es lo suficientemente rápido y el dardo le alcanza en el hombro.
—¡Mierda! —dice Quinto mientras se levanta—. ¡Por los dioses!
Le habían dado. Una flecha. Se puso en pie. Bien. Sacudió la cabeza. Los elefantes. Ya habían pasado. Unos se perdían por los pasillos. Terebelio vio cómo decenas, centenares de flechas y lanzas caían sobre los animales, sus guías y sus arqueros como una lluvia sin fin. Otros animales habían retrocedido y se volvían contra los propios cartagineses que respondían de forma similar. Pronto todas las bestias estarían muertas por unos o por otros, pero entretanto se llevarían por delante a decenas, quizá centenares de hombres. Terebelio empezó a caminar. El hombro le ardía pero no le impedía andar y no parecía perder demasiada sangre. Ya se ocuparía de la herida al final de la batalla.
—¡Mantened la formación, legionarios de la VI! ¡Mantened la formación y atravesad a esos malditos elefantes con todo lo que tengáis!
Quinto Terebelio gritaba sus órdenes emergiendo entre la polvareda que los elefantes habían levantado a su paso. Los hastati de la VI le recibieron como un espectro que regresa de entre los muertos. Y le obedecían. Le obedecían. Es difícil no obedecer a un centurión que te da órdenes en pie, con firmeza, a gritos, cuando éste tiene una flecha clavada en la espalda y sigue luchando como si nada.
Retaguardia romana
Publio contemplaba cómo sus tropas digerían la embestida de elefantes más terrible a la que nunca jamás se habían enfrentado las legiones de Roma. Contrariamente a todo lo esperable, Cayo Valerio y Quinto Terebelio parecían haber sobrevivido a la estampida bestial.
—Terebelio está herido —comentó Marco al procónsul
—Pero no muerto —respondió Publio—. Una flecha no bastará para frenarle —añadió el general con orgullo. Con aquellos oficiales la victoria, la imposible victoria aún era posible.
Los elefantes habían penetrado hasta las hileras de manípulos de principes y triari en segunda y tercera línea de combate. Y allí, bajo las instrucciones de Digicio, Mario, Marcio y Silano, las bestias estaban siendo acribilladas con dardos y pila, aunque los animales tardaban en morir y heridos eran aún más peligrosos. En su dolor los paquidermos se revolvían sin rumbo fijo y embestían a todos los que se encontraban a su paso. Los legionarios caían por decenas, heridos, pisoteados, ensartados por sus colmillos, golpeados por sus trompas, atravesados por los dardos de los arqueros púnicos, aunque éstos cada vez eran más cadáveres inertes sobre las bestias moribundas, víctimas de las armas arrojadizas de los propios legionarios. Al final, algunos animales, medio arrastrándose, cubiertos de sangre suya y de sangre cartaginesa, embadurnadas sus pezuñas hasta las mismísimas descomunales rodillas con sangre romana, alcanzaban el final de la formación romana y se perdían lentamente más allá de los triari.
—¿Qué haremos con aquellos animales que huyen? —preguntó Marco.
—Los dejaremos morir en paz o salvarse, quién sabe. Quizá sean los únicos que sobrevivan a esta batalla. Nosotros ahora tenemos otros enemigos de los que ocuparnos.