62
Un espía de Fabio Máximo

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Lelio apareció acompañado de Netikerty, pues el mensaje que había recibido del lictor enviado por Publio no transmitía nada urgente, sólo que viniera para charlar. Lelio solía venir con su joven esclava cuando visitaba a Publio porque, por un lado, le gustaba verla todo el tiempo que le fuera posible, le sosegaba el espíritu ver a aquella preciosa muchacha siguiéndole, dócil, obediente, después, como aquella tarde, de haber estado haciendo el amor con ella durante una hora. Para ser exactos, era ella la que hacía cosas y él sólo tenía que echarse en el lecho y disfrutar, primero de un masaje relajante, las manos de Netikerty esparciendo aceite perfumado por su fuerte espalda de guerrero de Roma; luego los besos, los labios de la joven rozando cada recoveco de sus músculos, para terminar dándose él la vuelta y dejar que ella se montara sobre él y contemplarla en todo su esplendor mientras ella se arqueaba entre gemidos y cerraba los ojos vertiendo lágrimas por sus mejillas. Netikerty se acurrucaba entonces junto a su amo y Lelio se entretenía acariciándole el cabello negro y largo, despeinado, apenas sujeto por el nimbas de oro y perlas que Lelio le regalara años atrás a los pocos días de comprarla. Tras una tarde como ésa, para él era un dulce orgullo pasear a aquella joven a su lado y llevarla a ver al cónsul de Roma. En su fuero interno, Lelio quería que ella viera, una y otra vez, el poder de los hombres con los que él trataba y que de esa forma la muchacha comprendiera hasta qué punto era afortunada por pertenecer a quien pertenecía. Lelio era torpe en palabras, pero mediante su trato amable con la muchacha, para algunos en exceso, para Catón de forma escandalosa, buscaba que Netikerty se sintiera querida, apreciada... amada. Lelio no sabía si lo conseguía, pero lo intentaba. Publio, por su parte, había observado Lelio, toleraba la relación con la muchacha; de hecho, Lelio sentía que Publio estaba agradecido a los cuidados de la joven cuando estuvo gravemente enfermo en Cartago Nova. Y, por fin, quedaba la circunstancia, nada desdeñable, de que Emilia parecía haberle tomado un afecto sincero a Netikerty y gustaba de entrar en conversación con ella cuando ambas quedaban a solas. ¿De qué hablaban? Netikerty no decía demasiado, pero conociendo a Emilia no sería ni de guerra ni de política. ¿Hablarían de ellos, de él mismo y de Publio?

Lelio irrumpió en el atrio y saludó amigablemente al cónsul. Netikerty se quedó un par de pasos por detrás de su amo.

—¡Que los dioses bendigan esta casa y a todos cuantos viven en ella! Querías verme, Publio. Aquí me tienes.

El cónsul de Roma comprendió por el tono satisfecho de la voz de Lelio lo que su oficial había estado haciendo aquella tarde con su joven esclava. No le culpaba. Probablemente él, en sus mismas circunstancias, haría lo mismo. Eso le trajo, de modo fugaz, a su mente, cómo ya no hacían el amor con tanta frecuencia Emilia y él. La política, la magistratura, la guerra, no eran buenas semillas para la pasión. Pero todo aquello fue un destello que se apagó por los problemas que le acuciaban en ese momento. Publio tomó del brazo a Lelio y lo llevó a una esquina.

—Tenemos un espía —dijo el cónsul en voz baja.

—¿Un espía? ¿Dónde?

Publio no dijo nada y se limitó a señalar al suelo. Lelio asintió. El cónsul puso en antecedentes a Lelio resumiendo los datos de la carta de su hermano haciendo especial hincapié en el hecho de que Fabio tuviera conocimiento de la conversación que sostuvieron con Plauto sobre la encarcelación de Nevio. Lelio asentía con la faz seria, atento, asimilando los datos y las instrucciones.

—Me marcho, Lelio, y te dejo con los esclavos y seis lictores. Me llevo a Emilia y los niños. No quiero que interfieran. Haz lo que tengas que hacer, pero, por Júpiter, encuentra al traidor y tráemelo vivo. —Y con esto el magistrado dejó a Lelio y partió con su esposa y los otros seis lictores rumbo al Portus Magnus: a los niños les encantaba ver los grandes barcos de transporte entrando y saliendo de la bahía.

Lelio ordenó llamar a todos los esclavos de la residencia de Publio Cornelio Escipión en Siracusa y que se alinearan junto a una de las paredes del atrio, la opuesta al altar levantado en honor de los dioses Lares de la familia. Había un total de veintidós esclavos. El mayor número pertenecía a la cocina, con tres cocineros y seis esclavas que les asistían. Luego estaban las esclavas personales de Emilia Tercia, cuatro, y tres esclavos que se ocupaban del magistrado, de su ropa, sus armas y su aseo; había un esclavo mayor, una especie de secretario que asistía en la redacción de cartas y otros documentos y tres esclavas más, que se ocupaban de la limpieza de la residencia y los jardines; un hombre de mediana edad, fuerte, con la mente despejada y mirada inteligente que actuaba como atriense, y, por fin, un niño pequeño que, con toda seguridad, sería hijo resultado del amor entre una de las esclavas y otro miembro de la servidumbre. Todos estaban nerviosos, pues aquella convocatoria en el atrio era totalmente inesperada y fuera de lo común. Además, si hubieran tenido frente a ellos al amo o a la señora de la casa, quizá pudiera tratarse de que se les anunciara la visita de prohombres importantes o algún asunto similar, pero la ausencia de los amos y verse encarados con un rudo oficial rodeado de media docena de los guardias personales del cónsul de Roma no auguraba nada bueno. Lelio les confirmó sus peores vaticinios con rotundidad y precisión.

—Hay un traidor entre vosotros, un espía que aprovecha su presencia en esta casa para pasar información sobre lo que aquí ocurre a los enemigos del cónsul en Roma y quién sabe si más allá de Roma. El cónsul me ha ordenado que averigüe quién de vosotros se ha dedicado a perpetrar tal traición y que se lo entregue. Tengo, para esta tarea, plenos poderes y haré lo que tenga que hacer. ¿Está claro, por Hércules?

Todos callaron. Varios de los hombres empezaron a sudar y alguna de las mujeres se esforzaba infructuosamente en contener un sollozo. Una de las esclavas más jóvenes tomó al niño pequeño, de unos siete años, y agachándose, lo apretó contra su pecho.

—¿Hay alguien que quiera, que tenga algo que decir? —preguntó Lelio con furia—, ¿o será necesario que empiece a torturaros uno a uno hasta que el traidor hable? Si hace falta que acabe con todos así lo haré. No seréis ni los primeros ni los últimos hombres o... a los que mate. —Lelio había pensado en añadir «mujeres», pero nunca antes había tenido que matar a una mujer o a un niño, pese a tantos años de guerra. Nunca participó personalmente en las contadas ocasiones en que se castigó una ciudad enemiga masacrando a la mayor parte de sus habitantes, como en Iliturgis o Cástulo en Hispania. También pensó que aquellos esclavos no lo sabían. Eso jugaba a su favor. ¿Por dónde empezar?

Netikerty había quedado tras los lictores. Lelio no le había dicho nada. Ella hubiera preferido no estar allí. Pensó que acompañaba a Lelio a una visita más a casa del cónsul y que ahora se habría encontrado envuelta en alguna pequeña e intranscendente pero siempre cálida conversación con Emilia Tercia. Por el contrario, se veía obligada a presenciar a su amo Cayo Lelio presionando, gritando, amenazando a un grupo de esclavos y esclavas, indefensos, como ella. Se sentía incómoda. Nerviosa. ¿Qué debía hacer?

Cayo Lelio lo pensó despacio. Podía ir uno a uno pero aquello podía llevar horas, días, y Publio quería resultados rápidos. Tomó entonces una determinación arriesgada pero práctica. Se acercó en tres pasos largos y rápidos adonde estaba el niño esclavo, lo agarró por el brazo y, haciéndolo volar, lo desgarró del abrazo de su madre esclava. Ésta profirió un alarido.

—¡Noooooo! ¡Piedad, mi hijo no, es inocente! ¡Inocente!

Lelio habló sin que su voz temblase.

—O sale ahora mismo el traidor que ha pasado información sobre esta casa o empezaré por cortarle las manos a este niño. —Y alzó al pequeño estirando del bracito infantil hasta que el crío quedó con sus pies colgando a un metro del suelo. La criatura estaba pálida y de puro terror ni siquiera lloraba.

La madre se separó de la fila de esclavos e intentó ayudar a su hijo pero uno de los lictores se abalanzó sobre ella, la detuvo en seco y ante la pujanza de la esclava y su pertinaz insistencia en acudir en ayuda de su hijo, la empujó con violencia arrojándola contra el muro del atrio. La joven se golpeó en la cabeza y cayó sin sentido. Un par de esclavas mayores, asistentes de la cocina, se acercaron y tomaron el cuerpo de la joven en sus brazos acurrucándola contra la pared y comprobando que aún respiraba. El niño empezó a gritar.

—¡Madre, madre, madre!

Lelio no se ocupó de hacer callar al pequeño sino que se limitó a elevarlo aún más estirando del brazo. El niño empezó a llorar bailando del poderoso brazo del oficial romano como un cordero colgado de un pincho de hierro en el mercado. Así, Lelio se paseó por delante de todos los esclavos. El atriense, en el centro de la fila de esclavos, miraba a un lado y a otro. Nadie parecía que fuera a moverse. Lelio dejó caer al niño en el suelo. El muchacho se golpeó con fuerza contra las baldosas frías y se hizo sangre en las rodillas, pero lejos de quedarse quieto, se levantó y fue a correr hacia su madre, pero la mano de Lelio lo cazó por el cuello de su pequeña túnica, lo echó al suelo, le puso el pie en el pecho impidiéndole que se volviera a levantar, desenvainó la espada y se dirigió de nuevo a los esclavos.

—¡Las manos, por todos los dioses, le voy a cortar las manos a este niño si no me decís algo!

El silencio era aterrador. El niño lloriqueaba en una mezcla de miedo por su madre desvanecida y por la visión del enorme gladio que aquel soldado acercaba más y más hacia su dolorido brazo, del que hasta hace unos segundos había estado colgado. La espada se aproximaba más y más. Lelio dejó de mirar a los esclavos, apretó los dientes, el gladio tocó la piel de la muñeca del niño. Pensó en hacer un corte rápido para que sangrara y aterrar aún más a los esclavos. Sintió asco de sí mismo. Para esto le había dejado Publio, para ocuparse de matar a niños y mujeres y esclavos. Todo había cambiado desde Baecula. Todo. Máximo tenía razón. Votus damnatus. Lelio se sentía maldito entre legiones malditas.

—¡Deja al niño! —gritó el atriense—. ¡Deja al niño! ¡Yo soy el traidor que buscas! ¡Deja al niño!

Lelio mantuvo la espada tensa, su filo sobre la muñeca infantil, el niño aterrado, sus ojos cerrados, su llanto... el oficial comprendió las palabras del atriense que le llegaron como si viniesen desde muy lejos.

Aflojó la presión sobre la espada, relajó los músculos, se incorporó, quitó su pie del pecho del niño, envainó despacio el arma, vio cómo el crío se arrastraba y gateaba hacia donde las esclavas mayores atendían a su joven madre. Era un niño valiente. Sintió algo de alegría entre tanta miseria. Aquel niño, sin duda, merecía vivir. Ni siquiera había implorado por él mismo; sólo había estado preocupado por su madre. Lelio había visto a hombres más curtidos vender a sus propios padres en situaciones similares. Y de pronto la faz de Lelio se tornó nuevamente en un duro rictus de miseria. Un par de firmes pasos, agarró al atriense por los hombros de su túnica y asiéndolo con un vigor furibundo lo separó primero del resto de los esclavos y luego lo arrojó contra la pared opuesta, más allá de los lictores. El atriense, toda vez que vio cómo el niño quedaba libre, no opuso resistencia más allá de procurarse la mejor de las caídas posibles al estrellar sus huesos contra la pared de ladrillo.

—¡Los demás esclavos, fuera de mi vista! —vociferó Lelio. Todos salieron raudos del atrio. Cayo Lelio fue de nuevo donde el atriense se medio incorporaba, arrodillado, apoyando una mano en el suelo y, sin previo aviso, le dio una patada en la cara. El esclavo vio cómo del golpe su cabeza y detrás el resto de su cuerpo giraban ciento ochenta grados hasta toparse una vez más con el muro de ladrillo en mitad de su frente. El golpe fue seco y escuchó un chasquido en el interior de su nariz. Perdió el conocimiento un instante y cuando abrió los ojos se palpó la nariz notando un chorro de líquido caliente que brotaba con fluidez. Se mareó. Lelio le dio un respiro.

—La única razón por la que no te mato ahora mismo es porque el cónsul ha pedido que te entregue con vida. —Pero acompañó las últimas palabras con un nuevo puntapié en el pecho del dolorido esclavo. Éste quedó recogido en el suelo, en posición fetal, en un charco de sangre y espumarajos que brotaban de su boca. Era un hombre duro y resistente, pero si aquello continuaba no sabía cuánto más resistiría. Tenía que pensar en algo, pero como no se le hacían preguntas no sabía qué decir. Pensó en pedir perdón, pero aquello quizá no hiciese sino enfurecer aún más a aquel oficial romano al que tantas veces había abierto la puerta de aquella casa. ¿Qué había pasado, qué estaba ocurriendo? El niño estaba bien. Eso era lo importante ahora.

—Amo, déjale, por favor, os lo ruego, lo vais a matar. —Netikerty habló desde lejos, con una voz suave y suplicante, pero lo suficientemente clara para ser percibida por su amo con nitidez. Lelio se volvió hacia ella, nervioso. ¿Qué hacía ella allí? Se había olvidado de su presencia por completo, absorbido por resolver el asunto de la traición. No le gustó que hubiera presenciado todo aquello.

—¡Silencio, Netikerty! ¡No te metas en lo que no te incumbe!

Netikerty calló y vio cómo Lelio volvía a patear con saña al esclavo tendido en el suelo.

—¡Habla, miserable! ¿Desde cuándo pasas información a Roma, con qué frecuencia, a través de quién, por qué, para quién?

El atriense, con las manos en su cogote para protegerse la cabeza, estaba aturdido. Antes nada y ahora demasiadas preguntas de golpe. ¿Por dónde empezar? ¿Para quién, por qué?

Netikerty volvió a interceder a favor del esclavo.

—Mi señor, ¿no veis que ese hombre no hace sino proteger la vida de su hijo?

Lelio, agitado, se volvió hacia ella.

—¡Cállate, he dicho!

—Pero, mi amo, ¿no veis el parecido de ese hombre con el niño al que amenazabas antes? Es su padre, sin duda, y sólo busca protegerle de tu ira. Por eso se ha confesado. Golpeándole no conseguirás más que mentiras.

Lelio se giró hacia el atriense. Éste se había sentado y empezó a hablar entre chorretones de sangre que caían de su nariz.

—¡No hagáis caso a esa mujer, mi señor! ¡Yo soy el traidor! ¡He pasado información... siempre... que he podido... a senadores de Roma!

—¿A qué senadores? Dame nombres.

El atriense sacudía la cabeza e intentaba detener la hemorragia de la nariz con sus manos.

—No sé. Ellos me enviaban mensajeros, me pagaban, no sé para quién era la información.

—¿Y cuándo empezaste? ¿Aquí en Siracusa, en Hispania, en Roma? ¿Cuál fue tu primer mensaje?

El atriense guardó silencio. Estaba pensando.

—Os miente, mi señor. Se lo inventa todo —insistió Netikerty—. Traed al niño y veréis el parecido. Es fácil de comprobar.

—¡Maldita sea! —exclamó Lelio.

—¡No, dejad al niño, mi señor! —aulló el esclavo golpeado.

—¡Entonces decidme cuál fue vuestro primer mensaje!

—¡No me acuerdo, no me acuerdo! ¡Estoy confuso! ¡Dadme tiempo!

Lelio se dirigió a los lictores.

—¡Traed al niño!

Netikerty dio varios pasos hacia atrás hasta quedar entre las sombras del atrio, en el lugar opuesto adonde estaba el atriense, que la miraba con odio.

El niño regresó al atrio llorando, fuertemente asido por la cintura por uno de los legionarios. El lictor lo llevaba como quien lleva un saco de sal y como tal saco lo dejó caer junto al atriense. El esclavo abrazó al niño de modo instintivo y el crío ocultó su rostro entre los dobleces de la ensangrentada túnica del atriense.

—Mírame, niño —dijo Lelio en el tono más conciliador posible. Pero el crío se apretujaba aún más contra el pecho de su padre. Lelio le cogió de la pierna y tiró de él con fuerza. El niño, arrastrado por los pies, quedó separado de su padre. Dos lictores cogieron al atriense y lo mantuvieron en la pared. Lelio giró el cuerpo del niño y lo puso tumbado boca arriba. El niño, blanco como la cal de puro pánico, no decía nada. Pensaba que ahora sí iba a morir. Lelio examinó el rostro del niño y luego el del atriense, que hizo por esconder su cara pero le resultó imposible porque un lictor se la mantenía en alto asiéndole con fuerza de la barbilla. Cayo Lelio examinó la nariz puntiaguda, las orejas desplegadas de la cabeza en su parte final, como dobladas hacia fuera, los ojos marrones, la mente despejada de ambos. Eran iguales, salvo que el atriense ya no tenía la nariz puntiaguda. Netikerty tenía razón. Aquel miserable sólo buscaba proteger al niño, su hijo.

—¿Has recordado ya cuál fue tu primer mensaje, esclavo? —preguntó Lelio dejando al niño en el suelo, asustado, encogido.

—No... sí... en... Roma... sí, sobre... cuando el amo preparaba su partida a Hispania... dije... escuché que... que...

Lelio se desesperó. Desenvainó la espada de nuevo.

—Antes merecías morir por ser un traidor, pero no podía matarte porque la orden del cónsul me lo impedía, pero ahora mereces morir por haberme querido engañar, y si no eres el espía que busco puedo matarte sin contravenir la orden del cónsul. Estás muerto, atriense.

El esclavo se arrodilló ante Lelio y suplicó, pero no por él.

—De acuerdo, sea... pero dejad al niño. Matadme, pero dejad al niño.

Lelio le miró con cierta sorpresa. Siempre había considerado que los esclavos eran gente débil. Pensó que iba a rogar por su vida y en su lugar pedía por la del niño.

—Al niño no le pasará nada. No tiene culpa de nada —le confirmó Lelio, pero alzó su espada para asestar un golpe contra aquel esclavo que, pese a lo inminente de su muerte, respiraba tranquilo por primera vez desde hacía rato.

Netikerty observaba, confusa y asustada, el extraño desenlace de los acontecimientos. ¿Ahora Lelio iba a matar a aquel hombre por mentir? ¿Pero en qué pensaban los romanos? ¿De qué forma buscaban mantener sus lealtades? Y el hombre, una vez salvado su hijo, aceptaba su destino sin más. No tenía fuerzas para luchar, para oponerse por más tiempo. Y su mente abrumada no daba de sí para seguir inventando su posible pasado de traidor.

Netikerty había querido salvarle y no había conseguido nada. Pensó que con desvelar el obvio parecido del niño con su padre sería suficiente para salvar la vida del esclavo, pero no era así. Ya no quedaba nada por hacer. O sí. Netikerty mira al suelo y cierra los ojos. Por su mente desfilan los recuerdos de toda una vida de felicidad y de miseria, de libertad y satisfacción y de esclavitud y tortura, hasta llegar a unos últimos años confusos, donde la pasión y el cariño se mezclaban con el dolor de la mentira y la duda. Está cansada, harta de tanto esconderse, de tanto ocultar, de tanto engañar. De pronto, siente que no puede fingir más. Hasta aquí. Hasta aquí. Dejará de mentir y de nuevo, aun en la más cruel de las desazones, volverá a ser, tan siquiera por unos instantes, libre. Total y completamente libre.

—¡Cayo Lelio, deja de una vez a ese hombre! —dijo Netikerty, la esclava, como si ya no fuera esclava.

Lelio se detuvo. La espada quedó a un palmo del pecho del atriense. El oficial se detuvo no tanto por las palabras sino por el tono de las mismas y por el imperativo. Era una esclava la que se dirigía así a él, una esclava la que osaba darle una orden y en presencia de los lictores del cónsul.

—Ese hombre no es quien ha traicionado al cónsul, ni tampoco ninguno de los otros esclavos de esta casa. Aquí no hay más espías que yo. Yo soy la que paso información desde que me compraste en la villa de Quinto Fabio Máximo y es a él a quien envío los mensajes: lo hago a través de enviados que me buscan en los mercados de las ciudades en las que hemos vivido, en Roma, en Tarraco, en Cartago Nova y si no a través de algún legionario que me aborda en los campamentos durante las campañas militares de los veranos en Hispania. Mi primer mensaje fue... sobre cómo buscabas un día fasto para partir hacia Hispania —Lelio recordó entonces las preguntas de Netikerty acerca del calendario romano; entonces pensó qué bien se sentía al responder a aquella joven esclava—, y mi último mensaje fue el que informó a Máximo sobre la posible ayuda del cónsul para liberar a Nevio a petición de Plauto.

Para Lelio el mundo se detuvo en aquel momento. Era como si no hubiera un antes o un después. Eran tantos los detalles, todas las respuestas a cada una de sus preguntas sobre la traición, que Lelio no tuvo dudas de que Netikerty decía la verdad. Lelio dejó libre al atriense. El esclavo gateó hasta tomar a su hijo y abrazarlo y acurrucarse con él junto a la pared. Los lictores les miraron pero esperaban alguna instrucción de Cayo Lelio. Éste, no obstante, estaba de pie, sus ojos clavados en Netikerty. No decía nada. No sabía qué decir. Desde Roma. Todo este tiempo. Desde que la compró. Pero ¿por qué? Sólo había quedado esa pregunta por responder, pero qué importaba ya aquello. La joven esclava a la que había estado protegiendo desde hacía años y con la que yacía todas las noches, la que le cuidaba las heridas, la que le acariciaba, la que le vestía y lo desnudaba, la que se movía como una gata en la cama, la que le escuchaba, la que había pensado en manumitir, convertir en liberta, incluso en desposarse con ella. Aquella misma mujer era la que le había estado traicionando día a día, noche a noche, caricia a caricia. Todo falso. Todo mentira. Qué importaban los motivos. Nada podía justificar aquella traición para con él y, aun si eso se pudiera justificar, no era lo más grave. Lo peor era la traición al cónsul, la deslealtad completa hacia Publio. Había jurado cuidar, velar por Publio Cornelio Escipión y era él el que había traído consigo la traición, el espionaje, la mentira al mismo corazón de la familia Cornelia, en Hispania, en Roma y ahora en Sicilia. Y todo por su debilidad con las mujeres. Y el vino. Netikerty siempre le servía vino. Sabía que Publio pensaba que últimamente bebía más y ahora se daba cuenta de que era Netikerty la que promovía aquello. Lo había estado haciendo desde el primer día. Y las noches en vela haciendo el amor. Luego se sentía cansado. Decía cosas inadecuadas, como en Baecula. Entonces llegó el distanciamiento de Publio, y cómo el general le alejó de las campañas hispanas durante un año, trayendo a Lucio, su hermano, y a Silano para sustituirle como tribuno. Todo encajaba en su mente. Netikerty daba pasos hacia atrás aunque Lelio permanecía inmóvil, como un estandarte romano clavado en la tierra de aquel atrio. Nadie decía nada. El niño sollozaba en la esquina junto a su padre ensangrentado. Los lictores aguardaban una orden, una señal. Lelio giró despacio su cabeza hacia la derecha y encontró lo que buscaba. Los triclinia, dos, dispuestos junto al impluvium. Fue hacia ellos y se sentó en el extremo final de uno de ellos, el más próximo.

Netikerty siguió retrocediendo hasta que su espalda chocó contra la pared del atrio. Allí se detuvo. Sabía que iba a morir. Su traición era completa y la mirada funesta de Lelio no presagiaba nada más, ningún otro desenlace posible. Netikerty pensó en dar explicaciones, pero sabía que su mentira estaba más allá de toda justificación para aquel hombre. No le culpaba. No podía permitir que Lelio matara a un inocente delante de sus ojos y ante los ojos de un niño pequeño y no podía impedirlo sin decir ya toda la verdad. En cierto modo, se sentía aliviada. La espada de Lelio sería rápida. O quizá fuera el hacha de uno de los guardianes que estaban allí detenidos como pasmarotes, aturdidos y confusos. Sólo ella y Lelio comprendían todo lo que se estaba descubriendo. Asistían como espectadores incultos, desinformados. Vigías ciegos pero obedientes. La voz de Lelio llegó como si viniera del mundo de Caronte, donde los romanos decían que viajaban sus muertos.

—No te puedo matar porque debo entregarte viva al cónsul de Roma, pero para mí estás muerta. Muerta. Muerta. —Y dirigiéndose a los lictores añadió la orden que tanto esperaban—. Prendedla, pero no la dañéis... de momento. El cónsul debe hablar con ella. Quedaos aquí y guardad el orden.

Lelio se levantó y, como Netikerty más temía, sin mirarla, partió de aquella casa. Dos de los legionarios de la guardia del cónsul la tomaron por los hombros y la obligaron a arrodillarse en la esquina. Uno le escupió y otro estuvo a punto de darle un puntapié, pero recordó las instrucciones de Cayo Lelio y se contuvo. Netikerty sabía que aquello era sólo el principio.

En la calle Lelio caminaba con pesadez. Tenía que ir a los muelles, buscar a Publio y decirle que ya sabía quién era el traidor, la traidora. Había cumplido su misión. Por una vez. Por una vez. Sonrió con una mueca retorcida. Miraba al suelo. Las calles de Siracusa no tenían nada que pudiera interesarle. ¿Qué haría ahora Publio con él? Él, Lelio, siempre empeñado en seguirle para cumplir con el juramento que había hecho al padre de Publio. Mejor le habría ido al joven cónsul sin su ayuda estos últimos años. Imbécil. Engañado por una esclava, por una puta. Estúpido. Sintió arcadas. Se detuvo y se apoyó en una equina. Su estómago se contrajo y vomitó dos, tres, cuatro veces. Puso una rodilla en tierra. Escupió en el suelo. Una última arcada. Bilis. Cerró los ojos. Se sintió mejor. Mejor en su cuerpo. Igual de mal en su alma. Algunos viandantes le miraban curiosos pero al ver su uniforme militar de alto oficial romano ninguno se atrevía a preguntar nada. No era extraño ver a un legionario o a uno de sus oficiales vomitando por la calle después de una noche de permiso y juerga. Lelio sabía lo que todos pensaban de él. Ojalá tuvieran razón. Ojalá sólo fuera una resaca. Ojalá todo fuera una maldita pesadilla.

Las legiones malditas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
libro1.xhtml
001.xhtml
002.xhtml
003.xhtml
004.xhtml
005.xhtml
006.xhtml
007.xhtml
008.xhtml
009.xhtml
010.xhtml
011.xhtml
012.xhtml
013.xhtml
014.xhtml
015.xhtml
libro2.xhtml
016.xhtml
017.xhtml
018.xhtml
019.xhtml
020.xhtml
021.xhtml
022.xhtml
023.xhtml
libro3.xhtml
024.xhtml
025.xhtml
026.xhtml
027.xhtml
028.xhtml
029.xhtml
030.xhtml
libro4.xhtml
031.xhtml
032.xhtml
033.xhtml
034.xhtml
035.xhtml
036.xhtml
037.xhtml
038.xhtml
039.xhtml
040.xhtml
041.xhtml
042.xhtml
libro5.xhtml
043.xhtml
044.xhtml
045.xhtml
046.xhtml
047.xhtml
048.xhtml
049.xhtml
050.xhtml
051.xhtml
052.xhtml
053.xhtml
054.xhtml
055.xhtml
056.xhtml
057.xhtml
058.xhtml
059.xhtml
060.xhtml
061.xhtml
062.xhtml
063.xhtml
064.xhtml
065.xhtml
066.xhtml
067.xhtml
libro6.xhtml
068.xhtml
069.xhtml
070.xhtml
071.xhtml
072.xhtml
073.xhtml
074.xhtml
075.xhtml
libro7.xhtml
076.xhtml
077.xhtml
078.xhtml
079.xhtml
080.xhtml
081.xhtml
libro8.xhtml
082.xhtml
083.xhtml
084.xhtml
085.xhtml
086.xhtml
087.xhtml
088.xhtml
089.xhtml
090.xhtml
091.xhtml
092.xhtml
093.xhtml
094.xhtml
095.xhtml
096.xhtml
097.xhtml
098.xhtml
099.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
apendices.xhtml
1_glosario.xhtml
II_arbol_escipion.xhtml
III_mando_cartagines.xhtml
IV_consules_roma.xhtml
V_mapas.xhtml
batalla_baecula.xhtml
batalla_ilipa.xhtml
campanas_africa.xhtml
batalla_zama_inicial.xhtml
batalla_zama_carga_elefantes.xhtml
batalla_zama_enfrentamiento_infanterias.xhtml
batalla_zama_fase_final.xhtml
VI_bibliografia.xhtml
agradecimientos.xhtml
proaemium.xhtml
dramatis_personae.xhtml