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Los estandartes clavados en la tierra

Siete años antes de la batalla de Zama
Lilibeo, Sicilia, agosto del 209 a.C.

Iba tambaleándose de un lado a otro. Por su gladio, una espada oxidada y sin filo, que sonaba al ser zarandeado por los vaivenes de su propietario, y por una vieja malla sucia de cuero se adivinaba que aquel borracho era o había sido legionario de Roma. Sus ojos semicerrados buscaban con mirada turbia un punto donde aliviarse y descargar parte del líquido ingerido. Como un perro se detuvo junto a dos enormes postes de madera que se alzaban inermes ante él.

—Éste es... un buen... sitio...

Dijo en voz alta, entrecortada, y soltó una carcajada que resonó absurda entre las tiendas que rodeaban el lugar. Empezó a orinar, pero apenas había comenzado sintió que lo alzaban del suelo con una furia inusitada. Con su miembro al descubierto aún rezumando vino barato filtrado por su ser, fue arrojado a varios pasos de distancia. El hombre lanzó un grito de agonía mientras rodaba por el suelo. Cuando su cuerpo se detuvo, apoyó sus manos empapadas de orina sobre el polvo del suelo que se le pegó a la piel como un manto de miseria. Se alzó y vociferó con odio dirigiéndose a su atacante.

—¡Por Castor y Pólux y todos los dioses! ¿Estás loco? ¡Te voy a matar!

Su oponente no pareció impresionado. Se acercó despacio con la espada desenvainada, dispuesto a ensartarlo como a un jabalí al que fuera luego a asar a fuego lento sobre una hoguera de brasas incandescentes.

El legionario ebrio echó entonces mano de su arma. La sacó de su vaina y la blandió torpemente. Fue entonces cuando un instante de lucidez le ayudó a reconocer las faleras de bronce y los torques de oro que colgaban del cuello de Cayo Valerio, el primus pilus, el primer centurión de los triari, el oficial de mayor rango de la V legión de Roma desterrada en Sicilia, quien, espada en ristre, se abalanzaba sobre él con la mirada envenenada, asesina. ¿Pero qué había hecho para que aquel centurión la tomara así con él? El legionario levantó la espada para frenar el primer golpe que se cernía sobre sus maltrechos huesos pero fue insuficiente para detener el pulso firme de su superior. El arma cedió al empuje del centurión y saltó por los aires sin apenas desviar el golpe certero que asestó el maduro oficial sobre el hombro derecho del legionario.

Un grito de dolor rasgó el amanecer en el campamento de las legiones V y VI de Roma junto a Lilibeo en la costa oeste de Sicilia. Una multitud de legionarios salió de sus tiendas para contemplar cómo el primus pilus escarmentaba a uno de los suyos con una saña fuera de lo común. Un centurión de menor rango se acercó a Cayo Valerio e intentó calmarlo.

—¡Es suficiente, Valerio! ¡Por Júpiter, vas a matarlo!

Valerio se revolvió como un felino.

—¡El muy insensato ha orinado sobre los estandartes de la legión!

Un silencio denso se apoderó de la muchedumbre de legionarios. El primus pilus estaba a punto de matar a uno de los suyos pero tenía razón: orinar sobre las insignias del ejército era un acto insólito y sacrílego.

—Estoy... borracho... y... aaggh... no sabía lo que hacía...

El legionario herido por Valerio gimoteaba e imploraba en el suelo, consciente a golpes y sangre de la terrible felonía que había perpretado. El primer centurión de la legión giró sobre sí mismo, lentamente, observando a todos los soldados que se habían arremolinado aquella mañana junto a los estandartes, en el centro del campamento. No había tribunos en aquel ejército desterrado, desarbolado, olvidado. Nadie más para imponer orden. En el rostro de los soldados el centurión comprendió que habían entendido la gravedad de la ofensa de su compañero. Nadie osaba interceder ya. Valerio se volvió de nuevo hacia su víctima y antes de que ningún otro oficial pudiera decir nada, ensartó de nuevo al borracho retorciendo su espada al sacarla, asegurándose de hacer el mayor destrozo posible. Un grito seco, ahogado, culminó la operación. El legionario había sido juzgado, condenado y ejecutado. El cuerpo inerme quedó encogido sobre el polvoriento suelo de Sicilia. Los soldados, poco a poco, fueron dispersándose. Era la hora del desayuno. Las cornetas no se hacían sonar ya entre aquellas tropas, pero los estómagos de todos sabían adivinar el horario de cada escasa comida.

Cayo Valerio se quedó a solas junto al muerto, al lado de los estandartes. Él era el centurión que había ordenado clavar aquellos estandartes en aquel lugar. Parecía que sus astas de madera se hundieran en las entrañas de la tierra. Allí, varados en el destierro, llevaban las insignias más de siete años, desde la terrible derrota de Cannae. Sí, ése era el secreto de aquel destierro, la mancha que impregnaba las almas de todos los legionarios de aquellas dos legiones: eran los supervivientes de la derrota de Cannae. Demasiado humillante para Roma verlos vivos. Su pena fue el destierro. Un castigo dictado por Quinto Fabio Máximo, cinco veces cónsul de Roma, una vez dictador. Una sentencia refrendada por el Senado reunido en la Curia. Los tribunos supervivientes que los sacaron de la masacre de Cannae fueron perdonados. Patricios como el propio hijo de Fabio Máximo, o el joven Publio Cornelio Escipión, su amigo Cayo Lelio y otros tribunos que el Senado perdonó, pero los legionarios y el resto de los oficiales fueron condenados a un ostracismo permanente: «¡Hasta que Aníbal fuera derrotado!», dicen que había sentenciado Fabio Máximo. Cayo Valerio se sentó junto a los estandartes. Estaba agotado. No del esfuerzo sino vencido en su ánimo. La indisciplina se apoderaba de todos sus hombres. Vino, mujeres traídas con dinero o la fuerza, saqueos en las poblaciones vecinas, hombres que no cuidaban las armas o las vendían por un trago de licor, legionarios sin uniforme, empalizadas troceadas para calentarse en invierno, guardias que no se cumplían. Apenas tenía un grupo de fieles que mantenía cierto orden dentro de aquel caos de deshonra y podredumbre. Y mucho peor era todo en la VI legión. Allí Marco Sergio y Publio Macieno, que ejercían como centuriones al mando, hacía tiempo que habían cedido a las presiones de sus subordinados y consentían el pillaje, los robos y las violaciones en toda la comarca. Más aún, ahora lideraban las salidas de saqueo y terror por toda la región. Por su parte, Valerio se esforzaba por mantener un ápice de orden y dignidad en la V, pero aquello ya no eran dos legiones de Roma, sino salvajes abandonados, sin esperanza ni jefes, aguardando a que el tiempo pasara. La guerra se desarrollaba a su alrededor pero nadie los reclamaba para ningún frente. En Hispania combatía el joven Escipión; en Italia, el hijo de Máximo luchaba contra el ejército de Aníbal, y lo mismo con el resto de los tribunos perdonados; todos parecían tener su oportunidad de redimirse, pero ellos no. Las legiones V y VI de Roma estaban condenadas a pudrirse hasta que todos les olvidaran. Rogaron en vano al cónsul Marcelo tras su conquista de Siracusa; creyeron ver en él a alguien que intercedería en su favor; y lo hizo: un general clemente que se apiadó de su lenta tortura, pero a quien Fabio Máximo denegó posibilidad alguna de perdón para aquellos soldados manchados de deshonra y cobardía, según dicen que había sentenciado el viejo senador. Desde entonces ningún otro general se había interesado por ellos. Roma ganaría o perdería aquella guerra, pero antes de recurrir a las «legiones malditas» la ciudad del Tíber había sacado de las cárceles a los reos de muerte o liberado y armado a los propios esclavos o a legionarios casi niños. Cualquier hombre por vil o inexperto que pudiera ser era mejor a los ojos de Roma que los legionarios de las «legiones malditas». Cayo Valerio sintió que algo le cegaba los ojos. Una de las faleras brillaba y reflejaba en su rostro curtido la luz del sol. El veterano centurión sonrió con lástima. De su pecho colgaban las viejas condecoraciones testigo de su valentía contra los piratas de Iliria o los galos del norte. Allí parecían fuera de lugar. Sin embargo, él, tozudo, se esmeraba en sacarles brillo cada mañana. Hoy acababa de matar a uno de sus hombres que de borracho que estaba no sabía ni lo que hacía. Aquello no tenía sentido. ¿Por qué albergar esperanza alguna de redención?

Cayo Valerio, sentado sobre la seca tierra de Sicilia, carraspeó con profundidad sonora. Escupió en el suelo. Cerró los ojos. Un legionario, dubitativo, se acercó al centurión. El soldado llevaba un cuenco con el rancho. Valerio olisqueó en silencio. Percibió el olor intenso de la pasta de algarrobas que tenían para desayunar. Llevaban varios días con la misma comida cada mañana. Era alimento para bueyes, pero los suministros de Agrigento o Siracusa se retrasaban sine die. Sus cartas de reclamación estaban sin respuesta. Valerio abrió los ojos, tomó el cuenco que le acercó el legionario y con la cuchara de madera que venía con el tazón empezó a comer con disciplina. No tenía hambre, pero debía dar ejemplo.

Las legiones malditas
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