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Una visita inesperada

Roma, enero del 205 a.C.

Emilia, ayudada por Pomponia, la madre de Publio, dispuso que en el atrio se distribuyeran divanes suficientes para acoger a su marido Publio, su cuñado Lucio, a su hermano Lucio Emilio, a Cayo Lelio y al resto de los oficiales amigos del cónsul. Como algo excepcional, permitió que la pequeña Cornelia de siete años y el benjamín de la casa, Publio hijo, de sólo cuatro, jugaran entre los amigos de su padre, junto al impluvium. Las obligaciones de su marido, siempre en campaña todos estos años y cuando estaba en Roma, siempre ocupado con el Senado y luego con los centenares de clientes plebeyos que se aproximaban a la casa de los Escipiones a pedir ayuda o consejo, no permitían que Publio pudiera disfrutar de un mínimo tiempo con sus hijos; por eso, siempre que éste estaba en casa, Emilia facilitaba que los niños permanecieran cerca de su padre, aunque eso implicara saltarse los horarios de dormir que, de otro modo, Emilia hacía que ambos, Cornelia y Publio hijo, cumplieran de forma escrupulosa. Los niños estaban encantados cuando su padre estaba en casa.

—Hay que acudir a los tribunos, no hay otra solución —comentaba Lelio con vehemencia.

Publio le miraba y asentía despacio pero era evidente que tenía grandes dudas. Miró a su hermano, reclinado en el triclinium a su derecha.

—No sé... —respondió Lucio dubitativo.

Publio miró entonces a su cuñado, Lucio Emilio Paulo, hermano de su esposa, hijo del gran cónsul Emilio Paulo, de quien siempre valoraba y mucho sus opiniones sobre las decisiones políticas, y aquélla, sin duda, era la decisión política más importante que debía tomar en su vida.

—Pienso como tu hermano, Publio —comenzó Emilio Paulo—; saltarse al Senado, retirando la moción ya presentada para acudir a los tribunos... será un enorme conflicto. Fabio Máximo puede echar mano incluso de las legiones urbanae, exigir una nueva dictadura para reinstaurar el poder del Senado si considera que se está vulnerando la capacidad decisoria del Senado en política exterior y asignación de legiones. Publio, el pueblo está contigo en su mayoría, pero a medida que Fabio Máximo recurra a más estratagemas políticas e incluso a la fuerza, el apoyo popular decrecerá. Y lo cierto es que ante Aníbal, necesitamos unión. Eso también lo valora el pueblo. Fabio Máximo hará correr el bulo de que sólo buscas poder y gloria a costa incluso de saltarte las leyes. Creo que es mejor dejar que la moción se vote en el Senado... tu discurso fue bueno y que aceptes someterte al Senado lo verán bien muchos de los senadores moderados y los predispondrás a tu favor. Pero la votación será complicada. ¿Alguien ha calculado cuántos votos...?

—Yo —dijo Lucio, el hermano de Publio—. Siendo optimista no tendremos más de ciento diez o ciento veinte. Máximo cuenta seguro con más de ciento cuarenta. Unos pocos más y tendrá el control completo. Y los indecisos caerán muchos de su lado. Es una votación perdida. África tendrá que esperar o tendremos que enfrentarnos con el Senado y...

—¿Y...? —preguntó Publio.

—No me gusta la idea —concluyó su hermano.

—A mí tampoco —confirmó Publio—. ¿Alguien tiene otra opinión?

Publio paseó su mirada entre sus oficiales. Lelio no dijo nada, pero ya había dejado claro que él estaba por la labor de no cejar en el empeño de invadir África. El resto, Marcio, Silano, Mario, Terebelio y Digicio, callaba. No sabían bien a qué atenerse. El poder del Senado era sagrado en cuestiones militares, pero ellos estaban con Publio hasta la muerte. Si Publio decidía enfrentarse al Senado le seguirían, pero no eran capaces de promover esa idea por sí mismos. Publio comprendía sus sentimientos y no les culpaba por sus dudas.

En medio del denso silencio, resonaron varios golpes secos y firmes sobre la gran puerta de la domus de los Escipiones en el corazón de Roma. Publio no le prestó mayor atención aunque los golpes se repitieron un par de veces más. Ya se ocuparían sus esclavos de deshacerse del inoportuno o inoportunos visitantes. Publio bajó la mirada mientras seguía meditando qué hacer. Todos callaban. Lelio bebía algo de vino aunque los nervios no le permitían degustarlo como acostumbraba. Lucio y Emilio Paulo tomaban algo de uva, más por entretener el paso de los segundos que por hambre, y Marcio, Silano y el resto de los oficiales no se atrevían ni tan siquiera a echar mano de la fruta que se les ofrecía. De pronto, uno de los esclavos de la puerta, el atriense, que en razón de su cargo era a quien le correspondía dirigirse al amo en aquellas circunstancias, apareció junto al impluvium donde los pequeños, ajenos a las pugnas políticas de Roma, jugaban con pequeños barcos de madera que habían confeccionado con su tío la tarde anterior, aunque percibían una sensación extraña diferente a otras reuniones que su padre había celebrado con todos aquellos hombres. Nadie reía.

Publio miró al atriense con claras muestras de irritación y es que, aunque el cónsul contuviera sus impulsos, estaba especialmente tenso aquella noche y cualquier desliz de un sirviente podía desatar su ira y a punto estuvo aquel esclavo de ser objetivo de la furia del cónsul, que se levantaba despacio, dispuesto a hacer azotar a aquel imbécil, cuando el sirviente se arrodilló y habló rápido mirando al suelo.

—Sé que habéis dicho que no se os moleste, lo sé, mi señor, pero es... Quinto Fabio Máximo. —Y el esclavo se arrodilló como un ovillo junto a los niños que lo miraban sorprendidos. Nunca habían visto a aquel hombre tan asustado. Miraron a su padre. El cónsul, en pie, reflejó en su faz un cambio de expresión: de la ira pasó a la confusión y de la confusión a su innata curiosidad. Todos le miraban.

—¿Le has dejado pasar? —preguntó Publio.

El esclavo respondía con su rostro hundido en el suelo.

—Está en el vestíbulo, mi amo, en el vestíbulo. —La voz le temblaba. Había incumplido la orden de su amo, pero no podía ser que su amo incluyera en su orden al propio princeps senatus.

Publio se sentó.

—Has obrado bien, atriense. Puedes estar tranquilo. El esclavo suspiró aún sin atreverse a mover un músculo de su encogido cuerpo.

—Hazle pasar —apostilló el cónsul, y el esclavo partió casi gateando desde el impluvium en dirección al vestíbulo de la casa. Publio no añadió más de momento y se limitó a mirar a su alrededor. Todos compartían la confusión y la incertidumbre en el rostro por aquella inesperada visita.

—No te fíes —le dijo su hermano Lucio al oído—. Máximo no dice dos frases seguidas que sean verdad. Publio asintió.

Con estudiada lentitud y paso en apariencia débil entró Quinto Fabio Máximo en el atrio de la casa del más mortal de sus enemigos políticos. Se acercó al impluvium y, al tener su mirada en alto, estudiando el cónclave de hombres allí reunidos, no vio al pequeño hijo de Publio con el que tropezó. El niño se apartó y se puso tras su hermana. El anciano senador trastabilló, pero con agilidad extraña para su edad se mantuvo en pie apoyado sobre su lituus, el viejo palo de augur que con frecuencia portaba consigo para recordar a todos su capacidad de leer el futuro. Máximo se detuvo y miró hacia el pequeño. Sin decir nada sonrió en lo que intentó que fuera una mueca afable y su boca exhibió una dentadura decrépita de dientes afilados por el uso y de su labio inferior emergió aún más su pesada verruga por la cual lo apodaban el Verrucoso. El pequeño Publio de cuatro años, en un gesto que conmovió a su padre, no se arredró ante aquel acontecimiento sino que reapareció de detrás de su hermana y se plantó ante ella, como intentando protegerla, recto en su escaso metro de estatura, tieso, serio. Máximo, que no vio su sonrisa correspondida, enarcó las cejas y se dirigió hacia el señor de aquella casa. A dos pasos de Publio, se detuvo y le saludó como correspondía a su condición.

—Te saludo, joven Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, y te pido disculpas por mi intromisión en tu vida familiar a estas horas de la noche y más aún después de una tan larga jornada en el Senado.

—Te saludo, Quinto Fabio Máximo. El princeps senatus es siempre bienvenido a esta casa —respondió Publio con cordialidad, al menos en la superficie de su expresión.

—Eso está bien —replicó Máximo—, que en esta casa se reconozca la autoridad del Senado y sus humildes representantes.

A nadie pasó inadvertida aquella indirecta. Lelio casi rompe la copa de apretarla con la mano. Máximo le dedicó una rápida mirada. Lelio bajó los ojos, pero el viejo senador ya había leído todo cuanto juzgaba necesario en la faz del veterano tribuno.

Por su parte, Marcio y el resto de los oficiales allí reunidos miraban a Máximo con desprecio que procuraban ocultar, pero todos reconocían que tenía agallas aquel viejo. Estaba allí solo, en medio de todos ellos, y, en apariencia, desarmado. Aunque seguramente tendría una poderosa escolta a la puerta, pero allí estaba solo. Claro que, ¿quién en Roma podría atreverse a tocar un solo pelo de aquel hombre? Un ataque a Fabio Máximo supondría una condena de muerte automática para todos los implicados, sin importar su condición. No, Máximo era valiente, pero no un loco. Sabía medir hasta dónde arriesgarse y, en cualquier caso, aquél era el mismo hombre que declaró la guerra contra Cartago hacía años en el mismo Senado de Cartago rodeado de centenares de enfurecidos senadores púnicos. No iba a tener miedo entonces de un puñado de oficiales romanos.

—He venido a advertirte, Publio Cornelio Escipión. —Máximo se irguió mientras hablaba—. No te atrevas a soslayar la autoridad del Senado. La moción sobre la invasión de África debe ser decidida en el Senado y sólo en el Senado.

—¿Es una amenaza? —preguntó Publio con frialdad.

—Es un consejo, cónsul de Roma, un consejo de un anciano augur...

—A mí me predijiste que Publio no volvería vivo de Hispania y aquí estamos todos —interrumpió Cayo Lelio, que tenía enquistado en las entrañas a Fabio Máximo desde aquella hostil entrevista en su villa de las afueras de Roma.

Fabio Máximo se giró y se encaró al veterano tribuno. Le respondió sin un ápice de nervios en su voz bien atemperada y controlada.

—Por lo que he oído, Cayo Lelio, poco faltó, muy poco, pero la diosa Fortuna decidió interceder y devolvernos a nuestro joven cónsul de las horribles manos de la enfermedad, de lo que me congratulo, pero mis augurios se cumplen y se mantienen en su sustancia. —Máximo examinaba una vez más el iracundo rostro del tribuno al tiempo que hablaba despacio. La mente de Lelio se había hecho más compleja, más proclive a la duda—. Quizás el cónsul haya regresado vivo, pero parece haber perdido la razón y querer llevarnos a todos a la muerte y la destrucción. Eso es casi como estar muerto —concluyó mirando ya a Publio.

La tensión se podía cortar con un cuchillo. La dulce y suave voz de Emilia emergió salpicando de calma la tempestad de sentimientos confrontados.

—El princeps senatus pensará que hemos olvidado nuestros modales romanos. ¿Puedo ofrecer algo de comer o de beber a nuestro insigne visitante?

Máximo se volvió hacia la señora de aquella casa y se inclinó levemente mientras le respondía.

—Veo que hay aquí quien mantiene el orden y la tradición romana y eso me hace albergar esperanzas de que la cordura pueda volver a reinar entre estas muy nobles y respetables paredes. Las de los Escipiones y los Emilio-Paulos son familias de gran renombre y linaje y sólo anhelo que reencontremos el acuerdo general para acabar con nuestro enemigo común: Aníbal.

Una pausa en la que Emilia hizo que un esclavo llevara algo de agua al viejo senador, la cual aceptó enjugando los labios y la prominente verruga en el líquido fresco y transparente que se le ofrecía en un cáliz de plata. En todo momento, los ojos de Publio seguían fijos sobre la figura de piel seca y arrugada por el tiempo que permanecía plantada ante él, en medio de sus amigos y su familia, como un espino incómodo que crece en el mejor de los jardines.

—Pasemos al tablinium —dijo Publio en pie señalando hacia la cortina detrás de donde se encontraba ubicado su triclinium—. Hablemos en privado.

Quinto Fabio Máximo volvió a mojar sus labios en el cáliz de plata. Necesitaba un segundo para pensar. Esa estrategia no la había esperado. ¿En privado? ¿Quería el cónsul decir cosas que no quería que ni los suyos oyeran? Eso podía ser bueno. Podía estar dispuesto a ceder. Eso le interesaba. Cuando alguien quiere retractarse es más fácil hacerlo en privado que ante familiares y amigos. ¿Quería atentar contra él y que no hubiera testigos? Improbable y absurdo y, sobre todo, eso pondría fin a todo plan de invadir África. Si así ocurría, al menos su muerte sería cumpliendo con el bien del Estado. Y Quinto Fabio Máximo no tenía miedo y mucho menos de un Escipión. Se palpó con la mano izquierda la daga que llevaba oculta bajo su toga, mientras que con la derecha depositaba su copa de agua en una bandeja que sostenía un esclavo.

—Sea. —Y Quinto Fabio Máximo, pasando entre Emilia y el triclinium vacío de su esposo, pasó siguiendo a Publio Cornelio Escipión que, apartando la cortina del tablinium, aguardaba la llegada del princeps senatus. El viejo senador entró en el despacho y tomó asiento en un sobrio solium junto a la mesa. Publio corrió la pesada cortina y ambos hombres quedaron a solas.

Pese a la quietud de aquella estancia, a través de la cortina llegaban los murmullos de los que habían quedado fuera, y más aún, se escuchaba el tumulto permanente de la noche romana.

—Te respeto, Publio Cornelio —empezó Máximo—, por mantenerte viviendo en el centro de Roma. A mi edad necesito reposo y mi sueño débil y demasiado ligero es incompatible con el ruido constante de las calles romanas por la noche. Por eso vivo en mi villa desde hace años. Algún día deberías venir y visitarme.

Publio se sentó en otro solium al otro extremo de la mesa, que, situada entre los dos, parecía representar el muro que separaba a ambos hombres, por muy educados que ambos quisieran mostrarse. El cónsul tardó en responder al comentario de su interlocutor y Máximo no mostró prisa alguna. Publio fue directamente al asunto.

—No quiero recurrir a los tribunos, pero lo haré si no me dejas otra opción.

—¿Y qué otra opción puedo dejarte, cónsul de Roma? —Máximo se echaba sobre la mesa al hablar—. No puedo permitir que por tu locura el Estado, en medio de esta cruenta y larga guerra, pierda dos legiones recién armadas y adiestradas, con todas sus tropas auxiliares y sus suministros, todo un ejército consular en una descabellada aventura cuyo único final es el mismo que padeció Régulo hace años: la aniquilación en África. Eso es lo único que hay en África.

Publio inspiró profundamente. Para conseguir el mando de la misión en Hispania ya tuvo que ceder ante Fabio Máximo. En aquella ocasión aceptó no ser nombrado procónsul y eso, aunque consiguió la victoria absoluta en la península ibérica, le privó del merecido triunfo por las calles de Roma. Publio veía que si quería conseguir que Fabio aceptara la idea de la invasión, una vez más, debería volver a ceder algo... ¿pero qué?

—¿Y si los ejércitos consulares se quedan en Italia, los dos, el de Licinio Craso y el que me corresponde? —preguntó Publio de forma enigmática—. ¿Permitirías entonces que se aprobara en el Senado mi moción de invadir África?

Fabio Máximo se reclinó hacia atrás. Aquello era absurdo.

—¿Y con qué, si puede saberse, con qué tropas invadirías África? ¿Tú solo? No te sabía tan fuerte. —Y sonrió con cinismo.

Publio no se arredró y mantuvo la compostura.

—Con voluntarios, con los que me quieran seguir, no reclutados por levas, sino sólo aquellos que me quieran seguir y con las tropas que ya tenemos acantonadas en Sicilia.

Fabio Máximo ponderó el asunto. ¿Cuántos voluntarios podría conseguir el cónsul para aquella empresa? No muchos. África inspiraba terror. Sólo los muy leales a los Escipiones le seguirían. Quizás unos pocos miles. Insuficientes para la invasión, una insignificancia, teniendo en cuenta que los cartagineses podían juntar con facilidad treinta mil o cuarenta mil hombres en pocas semanas y que podrían tener de su parte el poderoso ejército de Sífax, de más de cincuenta mil hombres. Eso para empezar. ¿Y en Sicilia, qué había?

—En Sicilia no hay tropas, más allá de pequeñas guarniciones para la defensa de Siracusa o Lilibeo y otras pequeñas ciudades —respondió Máximo a la conclusión de sus pensamientos.

—Están las legiones V y VI —dijo Publio y, nada más decirlo, su estómago se le hizo pequeño, como si al pronunciar aquel nombre estuviera ratificando un pacto secreto que lo acercaba más y más al reino de los muertos.

—Ésas son «legiones malditas». Son tropas que no existen, que no cuentan en esta guerra.

—Por eso —defendió Publio con vehemencia—. Si no cuentan para nadie, si Roma no las quiere, que Roma me deje usarlas. O hago de ellas tropas adecuadas para una invasión o moriré al poco tiempo con todos ellos nada más desembarcar en África. Cedo mucho, Quinto Fabio Máximo, cedo mucho, cedo todo mi ejército consular, pero no pienso ceder en la idea de la invasión de África. Es esto o los tribunos de la plebe.

Quinto Fabio Máximo se levantó despacio y le dio la espalda mientras pensaba. En aquel despacho sólo se veían rollos y más rollos con caracteres en griego. Tanto griego había hechizado a aquellos Escipiones. Los había trastornado por completo, corría en su sangre decadente, pero el pacto que le ofrecía el cónsul era bueno. Bastante bueno, aunque podía ser aún mejor. Podía ser perfecto. Máximo se giró ciento ochenta grados y volvió a sentarse.

—De acuerdo —empezó—, la senatum consulere será la siguiente —y calló un instante mientras ponía en orden sus palabras; Máximo había usado el término de senatum consulere en lugar de relatio, porque el segundo era genérico aplicable a cualquier moción presentada por el pueblo u otros magistrados, pero la relatio que se iba a votar era por petición de un cónsul y el término exacto era senatum consulere, y la precisión para Máximo era clave tanto en las formas como en el contenido, y el contenido era el que ahora buscaba su aún ágil mente—: sí... el presidente propondrá votar que se te conceda permiso para invadir África desde Sicilia con los voluntarios que consigas aquí en Roma y los recursos que obtengas sin tocar un solo as del tesoro público, lo que implica que tendrás que conseguir tu propia flota y armas para transportar a esos voluntarios hasta Sicilia y, eso sí, una vez en la isla podrás sumar a tus tropas expedicionarias las «legiones malditas» si tanto aprecio les tienes, pero no podrás sumar ni las guarniciones de las ciudades ni hacer levas en la isla. Eso y sólo eso estoy dispuesto a apoyar ante todos los senadores. Tú tendrás el camino libre a África y no presentarás la moción de hoy a los tribunos.

Publio tragó saliva. Decir que con aquella moción tenía el camino libre a África era una clara hipérbole, pero era eso o recurrir a los tribunos y generar una gran fractura social en Roma de consecuencias incalculables. Además, existía la posibilidad de que los tribunos se vieran tan presionados por Fabio y los suyos que, en el último momento, tampoco se atrevieran a apoyar la invasión y entonces lo tendría todo perdido. Sería cónsul para nada. Poco a poco Publio asentía aún sin decir nada, como para convencerse a sí mismo de que hacía lo correcto, mientras repasaba de cuánto dinero disponía su familia para poder costearse una flota y no terminaba de verlo claro, pero no había margen para la negociación.

—De acuerdo —dijo, cuando todavía no tenía bien hechos los cálculos, pero ya lo había dicho. Ya estaba.

Quinto Fabio Máximo se levantó satisfecho.

—Sea —confirmó el anciano princeps senatus—, sólo una condición más.

Publio le miró con incredulidad. No podía exigirle nada más. Fabio moduló su discurso. Era un buen pacto lo conseguido y tampoco quería estirar la cuerda más allá de lo necesario.

—Realmente no es una condición más, sino una forma en la que el Senado se asegure de que se cumplen las condiciones impuestas en el senatum consulere que aprobaremos mañana.

—¿Qué es...?

—El Senado nombrará al quaestor de la expedición, que ejercerá de quaestor de las legiones de Sicilia y de los voluntarios que alistes en Roma. Sólo así aceptaré que se apruebe la moción.

Ciertamente, no era una nueva condición, pero sí un inconveniente añadido. Un quaestor hostil a la idea de la invasión sería como intentar hacer avanzar un carro con palos entre las ruedas. Además, Publio ya había estado pensando en cómo saltarse alguna de aquellas limitaciones de la compleja relatio que había propuesto Máximo, pero si el quaestor era nombrado por el Senado...

—De acuerdo —aceptó seco, frío, ahíto de aquel hombre.

Quinto Fabio Máximo se irguió con su orgullo henchido. Otra victoria que sumar a su dilatada carrera política. Cuando se despidió de Escipión se contuvo, pero sentía que despedía a alguien que ya nunca más iba a volver a ver. Su intuición de augur así se lo dictaba. Y no solía equivocarse: Escipión había regresado en cuerpo con vida de Hispania, pero su mente estaba tan entregada a la locura, que aquel cónsul era sólo pasto para los buitres.

El cónsul, todavía sentado en su solium, vio salir a Máximo del tablinium, corriendo de un tirón la cortina, y cruzar entre sus invitados sin apenas entretenerse en los saludos reglamentarios. Publio se quedó con la extraña sensación de haber negociado mal. Más tarde, cuando, rodeado por todos, en medio del atrio, fue desglosando las condiciones del acuerdo, su intuición se vio ratificada por los rostros apesadumbrados de sus familiares y amigos, en especial la sombría faz de su madre, aunque Pomponia, siempre discreta, se cuidó mucho de criticar la estrategia de su hijo mayor, y menos aún en público.

Publio percibía que, pese a todo, muchos le seguirían en su epopeya a África porque le eran leales hasta el infinito, pero era evidente que nadie pensaba que aquella invasión pudiera tener éxito alguno, no sin un ejército consular, sin suministros apropiados y menos aún si el cuerpo central del ejército expedicionario tenía que ser las «legiones malditas».

Las legiones malditas
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