90
Aníbal y Escipión, cuerpo a cuerpo

Zama,19 de octubre del 202 a.C, primeras horas de la tarde

Retaguardia cartaginesa

Los oficiales de Aníbal le hicieron ver que el procónsul, el general de los romanos, estaba luchando en el centro de su formación y que su presencia parecía haber frenado el avance de las tropas. Aníbal, próximo al lugar donde un tribuno romano acababa de ser destrozado por las espadas de sus guerreros, se giró despacio.

—¿El procónsul? ¿Estáis seguros?

—Sí, mi general.

Aníbal Barca enfundó su espada y empezó a caminar en dirección al núcleo mismo de la batalla campal que se libraba desde el amanecer. Varios oficiales y dos docenas de veteranos le seguían de cerca. Por todas partes se combatía cuerpo a cuerpo... hasta la muerte.

El centro de la batalla. Ejército romano

Publio Cornelio Escipión veía con orgullo cómo con su presencia se había recuperado la iniciativa en el choque, pero de nuevo todo parecía haberse estancado. De la caballería ya ni se acordaba. En el centro mismo de aquella vorágine la caballería parecía algo ajeno, lejano. Toda su fuerza y su mente estaban concentradas en conseguir detener el avance del ejército púnico, allí mismo, en la llanura empantanada de sangre. De pronto los soldados de Cartago que tenía ante sí se retiraban. Se retiraban. Publio iba a lanzar un grito para que sus hombres aprovecharan y se lanzaran contra el enemigo aún con más energía, pero tras replegarse una parte de los cartagineses de primera línea, emergió la silueta de un oficial púnico con coraza, espada enfundada y un casco rematado en un penacho rojo inconfundible: Aníbal.

El centro de la batalla. Ejército cartaginés

El general cartaginés inspiró aire con profundidad. Por fin tenía ante sí, en un campo de batalla, a su merced, al que cortó las sogas del puente del río Tesino, al que rescató a aquel cónsul en el norte de Italia, al que salvó dos legiones en Cannae, al que había destruido su poder en Hispania, al que le había arrebatado Locri... ahora, por fin, era suyo, por fin, por fin... sabía que el general romano no era el causante directo de la muerte de sus hermanos, pero, sin duda, las acciones de Escipión habían provocado la cadena de acontecimientos que condujo a su desaparición y la muerte de ambos brilló en sus recuerdos, y con esa imagen en su cerebro, Aníbal Barca se abalanzó sobre su enemigo.

En el centro de la llanura, en el corazón mismo de aquella guerra

Publio no lo dudó y avanzó hacia aquella figura. Aníbal le esperó. Publio Cornelio Escipión caminó hasta quedar a tan sólo tres pasos de distancia. Vio cómo Aníbal se llevaba entonces su mano derecha, cubiertos tres dedos por los anillos consulares de Emilio Paulo, Cayo Flaminio y Claudio Marcelo, hasta la empuñadura de su espada. También seguía allí el cuarto anillo misterioso que lucía el general púnico en su dedo meñique, de oro y plata, rematado con una piedra preciosa azul que, decían, era donde Aníbal guardaba una dosis de veneno para suicidarse antes de ser apresado por los romanos. El filo del arma del general cartaginés chirrió al brotar de la vaina de hierro y bronce. Publio miraba la mano que sostenía aquel arma. Uno de los anillos consulares era de su suegro, caído en Cannae. Debía recuperarlo. Pensó en hablar, en decir algo, a fin de cuentas no hacía ni cinco horas que había estado departiendo con aquel imponente enemigo, como hombres libres, racionales, juiciosos, pero Aníbal no venía ya para conversar. Al joven Publio le tocaba conocer ahora el otro Aníbal, el guerrero feroz, implacable, mortal. Así, Aníbal Barca, como sus propios veteranos, entró en lucha con rapidez, sin preámbulos de ningún tipo. Publio tuvo el tiempo justo de levantar su escudo y detener el tremendo mandoble de Aníbal. No fue aquél un golpe normal. El escudo crujió y el brazo del procónsul sufrió por dentro, como si se rompiera, pero Publio observó que sólo era dolor lo que sentía y que el brazo seguía respondiendo. Vino otro golpe más y Publio retrocedió, como habían hecho sus legionarios ante los veteranos de aquel general de generales enemigo. Alrededor de ambos, de Publio y Aníbal, los legionarios y los veteranos guerreros de Cartago se tomaron un respiro para contemplar la pugna directa entre sus generales. Cayo Valerio y Mario Juvencio, próximos al centro de la batalla, asistían también como testigos privilegiados a aquel episodio del combate.

El procónsul reaccionó y lanzó un golpe que Aníbal detuvo sin tan siquiera moverse de su sitio. El cartaginés avanzó y volvió a atacar con su espada en alto, momento que Publio quiso aprovechar para pinchar por debajo, pero en su camino se cruzó el escudo del general de Cartago, y tras el escudo llegó la espada de Aníbal que el propio Publio desvió con su escudo. Empatados, pero el procónsul de Roma se daba cuenta de que había vuelto a dar un paso atrás y Aníbal uno más hacia delante. No sólo la batalla; toda la guerra parecía detenida. Publio escuchaba el sonido entrecortado de su propia respiración. Necesitaba oxigenarse. La espada de Aníbal voló cerca de su casco, pero se agachó a tiempo. La espada enemiga regresaba y la frenó con la suya. El ruido de las dos espadas al chocar resonó en los tímpanos de los guerreros de ambos bandos. Aníbal empujó con fuerza y Publio cayó de espaldas. El cartaginés avanzó y asestó un golpe hacia abajo en busca del pecho de su oponente, pero Publio rodó por el suelo y Aníbal sólo alcanzó a que el filo de su arma cortara a la altura de una espinilla. Las grebas de hierro y bronce protegieron al general romano, que salió indemne de aquel ataque. Publio Cornelio Escipión se levantó y empuñando su espada con la punta hacia Aníbal mantuvo a raya a su atacante unos segundos más. Pensó en cómo poder acercarse a su oponente. Ni tan siquiera le había rozado con su espada. Aníbal permanecía quieto ante él, respirando con sosiego, esperando un error. Publio giró entonces sobre sí 360 grados para sorprender al cartaginés por un flanco y clavar su espada. Fue rápido, veloz, pero cuando, una vez hecho el giro, buscó a su enemigo para herirle no había nadie. Y sin saber cómo, Aníbal emergió por su espalda y apenas hubo tiempo para levantar el escudo. La espada de Aníbal fue medio desviada, pero no del todo y su punta penetró en el muslo izquierdo del procónsul de Roma desgarrando la piel.

—¡Aaaggh! —gritó Publio, y una vez más se hizo hacia atrás. Aníbal le contemplaba sin decir nada. El general romano apoyó con fuerza su pierna izquierda. Aún tenía dominio sobre la misma. La herida física no debía de ser tan profunda como la herida en su orgullo, pero aun así sentía el calor líquido de su propia sangre lamiendo la piel del muslo, la rodilla y rotando despacio, acariciando su gemelo desnudo. Cojeaba un poco pero podía moverse bien. Un ruido le sorprendió. Un ruido que era como muchos ruidos juntos. Publio comprendió que a su alrededor la batalla se reiniciaba. Vio a Aníbal alzando su brazo derecho en alto, al máximo, con la espada manchada de sangre del procónsul de Roma, manchada con su propia sangre, resbalando por el filo hasta mezclarse con los anillos consulares de las poderosas nobles y patricias víctimas que antes habían caído bajo aquella espada púnica. Publio se reincorporó con ánimo de contraatacar y fue a por Aníbal, pero la figura de éste desapareció tras un regimiento de guerreros enemigos que avanzaban contra él, contra el procónsul que ahora sabían herido por su general, los veteranos de Aníbal como buitres ávidos de comer la carroña despedazada, de nuevo, avanzaban contra las legiones. Publio, retrocediendo ante el avance del enemigo, vio el penacho del general cartaginés y aquella espada que lo había cortado en alto y escuchó unas palabras en griego provenientes de aquella garganta que comandaba el más temido ejército del mundo.

—¡Eres hombre muerto, romano! ¡Todos estáis muertos!

Publio no tuvo tiempo de responder. Movido por su instinto de supervivencia retrocedió unos pasos más para reintegrarse con los manípulos de hastati y principes al mando de Mario Juvencio, que era el oficial más próximo al lugar donde había acontecido aquel épico duelo.

—¡Hay que mantener esta línea sin ceder más terreno! —espetó el procónsul a Mario, y este asintió, preocupado, mirando la pierna del general.

—Estoy bien. Es sólo un rasguño —dijo Publio de forma tranquilizadora, aunque su cojera era evidente y el dolor también, pero el enemigo ya estaba allí. Ante los ojos del propio procónsul, dos veteranos iberos sorprendieron a Mario Juvencio Tala y le clavaron una lanza por el costado que lo atravesó de parte a parte. El general asestó con su espada un tajo a la lanza, partiéndola en dos, y revolviéndose hirió a un ibero en el rostro y al otro lo aplastó primero con el escudo y luego le clavó la espada, recién sacada de la destrozada boca del otro hispano, y la hundió en el pecho de quien aún sostenía la mitad desgajada de la lanza que había atravesado a Mario. Los lictores se hicieron con la posición y protegieron al general mientras éste intentaba asistir al tribuno, que se retorcía en el suelo. Había caído boca abajo y no podía respirar. Estaba ahogándose en el fango de sangre. Publio le dio la vuelta y Mario escupió sangre y arena y pudo respirar durante un segundo hasta que sus pulmones partidos por la punta de la lanza dejaron de funcionar.

—Mi general... —dijo Mario Juvencio Tala—, suerte... mi general... —Y dejó de retorcerse en el suelo. Publio le cerró los ojos.

—Hay que retroceder, general... hay que retroceder —era Marco, el proximus lictor, a su espalda—, son demasiados... los hastati y los principes no resisten, y tenemos los triari en las alas; sin su apoyo no podemos...

Publio dejó el cuerpo del tribuno en el suelo. Estaba herido en el muslo, cojeaba, acababa de ver morir a uno de sus mejores oficiales y otros habían caído ya, Terebelio y parecía que Digicio y quién sabe si alguno más. No sabía nada ni de Marcio ni de Silano ni de Valerio. Publio Cornelio Escipión estaba en estado de choque, perplejo, ausente. Los lictores lo tomaron por los brazos y se lo llevaron medio a rastras hacia posiciones más seguras mientras que una desordenada formación de hastati y principes mantenía una línea que permitía cierto orden en aquel repliegue. De pronto un rayo de sentido común invadió la mente del procónsul.

—¿Dónde está la caballería, Marco?

—No sabemos nada de la caballería y no hay exploradores ya a los que recurrir. Los últimos que enviamos para saber de Lelio o Masinisa no han regresado.

El procónsul parecía hundido. Sin la caballería la batalla estaba perdida. Todo perdido. Publio Cornelio Escipión pensó en su padre y su tío y pensó en cuando éstos cayeron en Hispania. ¿Sintieron la misma impotencia, la misma vergüenza? Todo perdido... sólo quedaba el honor...

Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma cum imperio en la expedición de África, general en jefe de las legiones V y VI, las «legiones malditas», enfundó su espada. Con ambas manos se quitó el casco y sacudió la cabeza. No había viento pero la sensación del aire envolviendo toda su cabeza fue gratificante. Respiró hondo. Para reincorporarse al combate no tendría que avanzar; sólo esperar que el repliegue de los manípulos de sus legionarios llegara hasta donde él se encontraba. Volvió a ponerse el casco. Se lo abrochó con firmeza. Desenfundó su espada. Se pasó el dorso de la mano izquierda por la barbilla sudorosa. Tragó saliva. Los hastati y principes estaban llegando a su altura. El general se quedó firme, plantado en la tierra, como una efigie. Dos signifers pasaron a su lado con las insignias de la VI legión. Retrocedían. Los lictores le protegieron para que los hastati y los principes se percataran de su presencia y se replegaran rodeándole. Y tras los legionarios, de nuevo, el enemigo. El general encaró a los guerreros púnicos una vez más, pero ya no había furia, sino contención. Paró golpes y junto a sus lictores se puso al frente de la formación de la VI. Preguntó por Silano, y alguien comentó que estaba herido en la retaguardia. Tomó entonces el mando de toda la VI, confiando en que Valerio o Marcio siguieran aún vivos y reorganizaran las filas de la V.

—¡En formación! ¡Reagrupad los manípulos! —aulló con energía y, para su sorpresa, los legionarios respondieron. Las filas manipulares se rehacían mientras se contenía el avance enemigo, pero siempre cediendo, poco a poco, más y más espacio. Eso parecía ya una constante inevitable en aquel combate. En aquella derrota.

—¿Y la V? —preguntó el general

—Retrocede a la par que nosotros —respondió Marco—. Cayo Valerio está al mando.

—Bien —respondió Publio asimilando lo que eso implicaba: Marcio también había caído—. Resistamos entonces. Resistamos con todas nuestras fuerzas.

Y recibiendo golpes, lanzas que caían intermitentemente, levantando los escudos para frenar las espadas enemigas, intentando detenerse en ocasiones, pero siempre retrocediendo, las «legiones malditas» caminaron hacia atrás, desandando todo lo andado aquella mañana, pasando por encima de los cadáveres del enemigo y por encima de los compañeros muertos o agonizantes. Siempre retrocediendo, siempre hacia atrás. Resistiendo. Perdiendo. Siendo derrotados poco a poco, una vez más por los mismos soldados que ya los derrotaron en Cannae, sintiendo una humillación parecida y un temor aún mayor, pues aquella tarde ya no había adonde huir. En Cannae pudieron escapar y buscar refugio en ciudades amigas, pero allí, en el corazón de África, todo eran enemigos. Útica quedaba demasiado lejos. Para llegar a Útica habrían necesitado el apoyo de la caballería. Sin Lelio y Masinisa huir era morir, o algo peor: caer preso y ser torturado durante días. Era mejor permanecer allí, prietas las filas manipulares, y morir en pie, con el resto de los compañeros. Quizá todo habría sido más sencillo si eso fuera lo que hubieran hecho en Cannae. Resistir hasta morir. Se habría evitado tanto sufrimiento... pero pensó en Emilia y en los niños y, de pronto, dio por buenos aquellos años de prórroga, pero como todas las prórrogas, también aquélla llegaba a su fin.

El general dejó de dar órdenes. No había nada ya que decir. Habían resistido a los elefantes, habían derrotado al ejército de Mágon y luego al de Giscón. Aquellos hombres habían ganado ya tres batallas, pero cómo pedirles que ganaran una cuarta batalla más en un mismo día y contra el mayor y más intrépido de sus enemigos. Aníbal había jugado bien sus bazas. Era sólo cuestión de tiempo. Aquellos veteranos itálicos, iberos, galos, africanos que constituían aquel último ejército de Cartago luchaban con disciplina y tesón. Pensaban masacrar a todos los que tenían enfrente, pero no tenían prisa. No habían entrado en combate hasta hacía apenas una hora, mientras que sabían que los romanos llevaban todo el día luchando.

Publio pensó reconocer en aquel instante el momento en el que su vida llegaba a su fin.

Ala izquierda. La V legión

Al frente de la V legión, Cayo Valerio mantenía la formación en línea, cediendo terreno, siempre sus ojos fijos en la VI, donde el procónsul había tomado el mando. Haría lo que hiciera la VI. Un enemigo se acercó demasiado y Valerio retrocedió como asustado, pero cuando el cartaginés empezaba a sonreír, Valerio detuvo su retroceso y le clavó una daga que empuñaba con la mano del brazo con el que sostenía el escudo. Era un ardid fruto de la desesperación, pero que había dado sus resultados en varias ocasiones aquella mañana. Cayo Valerio tenía los músculos entumecidos y tenía hambre y sed y ganas de orinar. Recordó cómo había matado a uno de sus legionarios por hacer sus necesidades sobre las insignias de la legión. De eso hacía tanto tiempo que parecía otra vida. Ahora las insignias eran las mismas que retrocedían a sus espaldas. Recordó el olor de las algarrobas de los desayunos en el destierro siciliano y las recordó con nostalgia. Iban a morir todos. Mario y Lucio Marcio, los tribunos de su legión, habían caído ya, pero, pese a todo, Cayo Valerio estaba agradecido al general que los había conducido allí: aun en medio de la más terrible derrota, el general había devuelto el orgullo a aquellos hombres olvidados y menospreciados. Puede que fueran a caer todos allí aquella tarde, pero antes habían derrotado a los cartagineses en Locri y frente al mar, cerca de Útica, cuando arrasaron los campamentos de Asdrúbal y Sífax por la noche, y en Campi Magni, y habían capturado al rey de Numidia y conquistado ciudades por toda África, habían hecho varias campañas épicas y su muerte iba a ser ante las tropas de Aníbal... mil veces mejor aquel destino que olvidados en Sicilia, sin provisiones ni suministros, peleando entre ellos, orinando sobre sus propios estandartes.

Ala derecha. La VI legión

Los legionarios de la VI seguían retrocediendo. Publio pasó a las líneas de retaguardia para descansar un poco mientras los manípulos de primera línea continuaban la lucha. Tenía que reponer fuerzas. Si él se sentía así, cuando apenas había comenzado a combatir hacía una hora, ¿cómo estarían de extenuados sus hombres? El sentido de la batalla estaba decidido. Pensó en algún plan de huida, pero no lo había, no sin el auxilio de la caballería. Todo era desierto o territorio enemigo o ambas cosas a la vez y Útica quedaba demasiado lejos ya para unas tropas agotadas. Habían saqueado la región para generar tanta desdicha que al final Cartago reclamara a Aníbal y lo habían conseguido, pero ahora no tenían un solo lugar donde refugiarse de la embestida bestial de las tropas del general cartaginés. Caerían todos. Debería haber buscado combatir junto a Útica. Ése había sido un fallo imperdonable, pero su vanidad y su orgullo le cegaron: en el fondo de su ser pensaba que podría derrotar también a Aníbal. Ahora comprendía lo que quedaba: una muerte gloriosa, unas legiones que compartirían el destino de las legiones de Régulo en el pasado, destrozadas, aniquiladas por Jantipo.

Publio Cornelio Escipión dio media vuelta encarando de nuevo la línea de combate. Principes y hastati seguían replegándose. Él, de modo instintivo, también daba pequeños pasos hacia atrás. Estaba recuperando el resuello. Pronto volvería a entrar en la primera línea... Chocó con algo duro. Como una pared, como una gigantesca roca en medio de la llanura y perdió el equilibrio, pero sin soltar la espada paró la caída con sus manos. Se dio la vuelta. Había tropezado con uno de los enormes elefantes muertos. Allí, a gatas, en medio de la vorágine de la más bestial de las batallas, Publio se percató de que habían retrocedido tanto que ya estaban donde las legiones se habían enfrentado con los elefantes. Habían perdido toda la llanura. Le faltaba el aire. Estaba agotado, de rodillas, cubierto de sangre y sangrando él mismo. Era la derrota absoluta. Era el final. En un arranque de rabia el procónsul de Roma volvió a levantarse y a ponerse el casco, lo ajustó y, cojeando por la herida en su pierna, se reintegró entre los hastati de primera línea.

—¡No se retrocede más! ¡Muerte o victoria! —gritaba con toda la fuerza de su espíritu y con toda la potencia que sus pulmones le ofrecían—. ¡Muerte o victoria! ¡Esto es el infierno! ¡Vamos a la gloria! ¡Por Roma, por los dioses! ¡Por los caídos en Cannae! ¡Por los caídos en esta batalla!

Y el general embistió como un toro bravo a un brucio que llevaba años con los cartagineses. El brucio recibió un enorme empellón con el escudo del general y para cuando quiso reaccionar, la espada del procónsul le había atravesado la garganta de parte a parte. El filo del arma salió y la sangre salpicó un metro alrededor del brucio, que dejó espada y escudo para llevarse las manos a la garganta en un desesperado intento por frenar la hemorragia letal. Para entonces el general ya le había superado y, sin preocuparse de si le seguían o no sus legionarios, al igual que hiciera en Tesino, fue directo a por más enemigos, como en Tesino, como en Tesino pero... ¿dónde estaba Lelio, Lelio?

Tras el cónsul, los lictores y su pequeño grupo de veteranos abrieron una brecha en el enemigo y como por simpatía, toda la legión VI reaccionó con furia superando el agotamiento total en el que estaban sumidos.

Ala izquierda. La V legión

En el ala izquierda de la formación romana, Cayo Valerio se percató del avance de la VI.

—¡Maldita sea! ¡Por Hércules! ¡Hay que recuperar terreno! —Pero sus legionarios no parecían estar por la labor—. ¡Nenazas! ¿Vais a dejar que los de la VI nos digan luego que los de la V no sabemos luchar? ¿Vais a pasar por eso? —Y no mentó ni a los dioses, ni a Roma, ni la gloria. No hizo falta. Los hastati, principes y triari de la V vieron cómo los de la VI recuperaban varios pasos de terreno y, como movidos por un resorte desconocido e invisible, clavaron sus talones en el fango rojo de la sangre de la llanura, plantaron sus escudos, pusieron sus espadas en ristre y, a una, empujaron contra el enemigo. La V volvía a avanzar.

Retaguardia cartaginesa

—Resisten, mi general —comentó un oficial púnico a Aníbal.

El general cartaginés observaba aquella reacción desde la retaguardia, donde se había vuelto a ubicar para volver a tener una visión de conjunto de la formación de ambos ejércitos. No parecía preocupado por aquel nuevo embate de las legiones. Había visto decenas, centenares de ellos.

—Es el último estertor —dijo—. Los moribundos, antes de morir, tienen a veces un último arranque de rabia. Contenedles y luego... exterminadlos a todos.

El oficial asintió con una sonrisa. Se oyeron entonces los cascos de un caballo. Aníbal se giró. Un jinete de la caballería de Maharbal venía hacia ellos. Aníbal frunció el ceño y borró la sonrisa de su rostro.

Las legiones malditas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
libro1.xhtml
001.xhtml
002.xhtml
003.xhtml
004.xhtml
005.xhtml
006.xhtml
007.xhtml
008.xhtml
009.xhtml
010.xhtml
011.xhtml
012.xhtml
013.xhtml
014.xhtml
015.xhtml
libro2.xhtml
016.xhtml
017.xhtml
018.xhtml
019.xhtml
020.xhtml
021.xhtml
022.xhtml
023.xhtml
libro3.xhtml
024.xhtml
025.xhtml
026.xhtml
027.xhtml
028.xhtml
029.xhtml
030.xhtml
libro4.xhtml
031.xhtml
032.xhtml
033.xhtml
034.xhtml
035.xhtml
036.xhtml
037.xhtml
038.xhtml
039.xhtml
040.xhtml
041.xhtml
042.xhtml
libro5.xhtml
043.xhtml
044.xhtml
045.xhtml
046.xhtml
047.xhtml
048.xhtml
049.xhtml
050.xhtml
051.xhtml
052.xhtml
053.xhtml
054.xhtml
055.xhtml
056.xhtml
057.xhtml
058.xhtml
059.xhtml
060.xhtml
061.xhtml
062.xhtml
063.xhtml
064.xhtml
065.xhtml
066.xhtml
067.xhtml
libro6.xhtml
068.xhtml
069.xhtml
070.xhtml
071.xhtml
072.xhtml
073.xhtml
074.xhtml
075.xhtml
libro7.xhtml
076.xhtml
077.xhtml
078.xhtml
079.xhtml
080.xhtml
081.xhtml
libro8.xhtml
082.xhtml
083.xhtml
084.xhtml
085.xhtml
086.xhtml
087.xhtml
088.xhtml
089.xhtml
090.xhtml
091.xhtml
092.xhtml
093.xhtml
094.xhtml
095.xhtml
096.xhtml
097.xhtml
098.xhtml
099.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
apendices.xhtml
1_glosario.xhtml
II_arbol_escipion.xhtml
III_mando_cartagines.xhtml
IV_consules_roma.xhtml
V_mapas.xhtml
batalla_baecula.xhtml
batalla_ilipa.xhtml
campanas_africa.xhtml
batalla_zama_inicial.xhtml
batalla_zama_carga_elefantes.xhtml
batalla_zama_enfrentamiento_infanterias.xhtml
batalla_zama_fase_final.xhtml
VI_bibliografia.xhtml
agradecimientos.xhtml
proaemium.xhtml
dramatis_personae.xhtml