28
Un astuto consejo

Gades, Hispania, diciembre del 207 a.C.

Giscón, sentado frente a su tienda, meditaba. No estaba contento, pero tampoco se sentía derrotado. Orongis había caído y los iberos reclutados por Magón y el ejército del general Hanón habían sido masacrados por los romanos. El propio Hanón había sido apresado y en esas fechas ya debía de estar cubierto de cadenas en el fondo de alguna quinquerreme enemiga camino de Roma. Giscón sonrió. Eso por imbécil. Recién ascendido a general y recién llegado a Hispania, el impetuoso Hanón creía que acabar con el nuevo general romano era cosa de niños. Giscón dejó de sonreír. Eso sí, Magón, como su hermano mayor, se las ingeniaba bien para sobrevivir y escapar. Algo que no había conseguido su otro hermano, Asdrúbal. La derrota del Metauro era un duro revés para Cartago, pero era aún mucho peor para los Barca. Aníbal acababa de perder a uno de sus dos hermanos, los únicos generales en los que Aníbal confiaba realmente, junto con Maharbal. Pero Cartago era más que los Barca. Para empezar, estaba él mismo: Giscón. Pronto los romanos comprenderían que debían temer no sólo por Aníbal, sino por otro general púnico. Con Asdrúbal Barca muerto, su ejército aniquilado, con Magón retirado y casi sin tropas y con Hanón prisionero de los romanos, la lucha contra el joven Escipión en Iberia era cosa suya. Sin embargo, Giscón tenía dudas. Había recibido noticias de Cartago. El Senado púnico estaba dispuesto a realizar nuevas levas y enviar más tropas de refuerzo, esta vez ya sólo bajo su mando, pero aun así eso podía no ser suficiente para enfrentarse con un general romano que cada vez contaba con más y más apoyos entre los iberos. El general cartaginés Asdrúbal Giscón decidió hacer lo que hacía siempre que estaba confuso. Se levantó y fue directo en busca de la tienda de su hija.

Sofonisba le recibió envuelta en una fina túnica de lana blanca de Tarento inmaculada que contrastaba con el tono oscuro de su suave piel. Llevaba el pelo negro largo, recién peinado, liso, brillante. En el brazo izquierdo lucía la preciosa alhaja de oro y rubíes en forma de larga serpiente cobra retorciéndose alrededor de su piel. Masinisa estaría contento si la viera, pero Giscón sabía que su hija sólo se la ponía en privado y que en público, especialmente si el númida Masinisa iba a estar presente, nunca se ponía aquella joya. La joven gozaba aceptando los regalos del joven líder de los maessyli para luego despreciarlos en público. Gozaba torturándole.

—Mi padre busca consejo —dijo Sofonisba con una sonrisa de satisfacción mientras se estiraba entre los almohadones del suelo de la tienda donde yacía medio tumbada, medio sentada—. Me alegro, porque es tan aburrido estar aquí... sola...

—¿Cómo sabes que busco consejo?

—Porque, querido padre, sólo vienes a reñirme si me he exhibido en exceso delante de tus soldados o cuando buscas consejo. Y hoy no he salido. Estaba perezosa. Montar a caballo, el polvo de los caminos... demasiado esfuerzo.

Giscón se sentó en una pequeña silla frente a su hija.

—Sea. Busco consejo.

Sofonisba se incorporó y se sentó recta sobre los almohadones esparcidos por el suelo de la tienda.

—Te escucho, padre.

Giscón la miraba. Siempre se sorprendía de volver allí, a comentar a una joven de apenas diecinueve años, sus planes, sus dudas, pero Sofonisba, desde siempre, desde que era una adolescente, parecía tener un don para dar consejos, no importaba de qué se tratara, de estrategia militar o de política y su padre, hombre pragmático donde los hubiera, no tenía reparos ni sentía vergüenza en acudir a ella en busca de alguna idea. Y casi siempre salía de aquella tienda con alguna nueva forma de encarar sus problemas de la guerra, con algún plan en el que no había pensado. Así que Giscón descargó en su jovencísima hija todos los datos sobre la guerra con los romanos en Iberia: las legiones de las que disponía el general Escipión, el reciente desastre de la derrota de Hanón y Magón, la posibilidad de recibir más refuerzos de Cartago, la creciente popularidad del general romano entre los iberos...

—No hace falta que sigas, padre —le interrumpió Sofonisba al tiempo que se reclinaba de lado sobre los almohadones y se miraba distraída la valiosa joya regalo de Masinisa—. Está muy claro lo que debes hacer.

Giscón la miró incrédulo. Estaba acostumbrado a las burlas de su hija y a su constante aire de superioridad. Se lo tenía consentido y eso no le molestaba, pero lo que no veía era qué pudiera haber tan claro en todo aquello que él no acertara a detectar con tanta rapidez. Sofonisba continuó hablando. Sabía que su padre, como todos los hombres, como los niños, necesitaban que lo evidente les fuera explicado despacito.

—Tenías superioridad numérica frente al general romano, pero poco a poco la habéis ido perdiendo: primero se marchó Asdrúbal con gran parte del ejército, para hacerse matar en Italia, luego Magón y Hanón han mostrado su incapacidad y han perdido innumerables tropas, tú, padre mío, al menos, con tu cautela has preservado a gran parte de tu ejército y sobre eso debes fundamentar nuestra victoria. Pero es cierto que el romano es listo y ha sabido granjearse el favor de muchos de los pueblos iberos. Estáis igualados en tropas, aunque con las nuevas levas quizá le superes de nuevo, pero está claro que necesitas lo que él ha conseguido, padre.

Y Sofonisba calló. Giscón levantó las palmas de las manos hacia arriba y como su hija seguía distraída regocijándose en el brillo de su precioso brazalete, Giscón no tuvo más remedio que insistir.

—¿Y qué es lo que necesito?

—Necesitas, padre, más iberos. Tendrás igual o más soldados africanos que legionarios tenga él, pero no puedes permitirte presentarle batalla sin conseguir refuerzos de los iberos. Necesitas más iberos.

—Bien, eso ya lo había pensado yo —dijo un irritado Giscón, aunque no fuera cierto que hubiera concluido que ése pudiera ser su punto más débil—. La cuestión es cómo conseguir esos iberos.

Sofonisba le miró levantado las cejas y suspirando, como quien se esfuerza en ser infinitamente paciente.

—Pídeselos a Imilce, padre.

Giscón frunció el ceño y guardó silencio. Sofonisba apostilló unas palabras más.

—Llevas años cuidando de ella. Que te sea útil al menos una vez en su vida. Imilce es la esposa de Aníbal, Imilce es una princesa ibera, la hija del rey de Cástulo, o de eso se jacta. Si haces que les pida ayuda a sus padres, sus padres no se negarán. Tú no me niegas nada. Seguro que sus padres tampoco, si no por amor a su hija, por temor a ti y, si no, por un temor aún mayor.

Giscón la miró inquisitivo.

—Por temor a Aníbal —concluyó Sofonisba divirtiéndose al ver cómo aquellas palabras herían el amor propio de su padre. Pero Giscón era diestro, a fuerza de experiencia, en encajar las cada vez más hirientes indirectas de su hija sobre su menor valía con respecto a Aníbal. Lo fundamental era que Sofonisba, una vez más, tenía razón. Asintió y, sin decir más, se dirigió a la puerta de la tienda. Sofonisba se levantó entonces de un respingo, como una leona que teme un peligro inminente.

—Padre —dijo, y Giscón se detuvo sin volverse—, mis últimas palabras eran una broma. Pero sé que compararte con Aníbal es de las pocas cosas que te mueven a ser más valiente.

Giscón se volvió hacia ella y afirmó con la cabeza con una expresión algo más relajada. Sofonisba se quedó tranquila. Su padre salió y la dejó de nuevo a solas. La joven regresó a sus almohadones. Debía controlar sus ataques de desdén. A veces tenía miedo de tensar demasiado la cuerda.


Imilce escribía bajo la atenta mirada de Giscón. El general había insistido en que aquellos refuerzos eran fundamentales. En un principio, la joven princesa ibera pensó en resistirse, pero no veía con qué podía argumentar no pedir la ayuda que el general cartaginés le pedía. Giscón insistía en que pidiera aquellas tropas en nombre de Imilce y en nombre de su marido, Aníbal. La joven, al igual que Giscón, sabía que de ese modo sus padres no se negarían y enviarían a sus mejores guerreros y no sólo eso, sino que reunirían hombres de todas las ciudades y pueblos de alrededor. Lo harían por ella. Quizá todo fuera para bien. A lo mejor, aquellos refuerzos, junto con todas las tropas de los cartagineses, consiguieran al fin derrotar al joven general romano, como antaño hicieran, e Iberia estaría libre de los romanos, sometida a los cartagineses, eso sí, pero con su ciudad protegida por la alianza entre ella y su más poderoso general. Y, sin embargo... cuando Imilce alargó la mano con aquella tablilla de cera y vio cómo el general Giscón la tomaba en su mano, Imilce sintió miedo.

—Si no responden como deben lo pasarás mal.

Imilce no dijo nada. Se limitó a ver cómo el general salía de su tienda. De su cárcel. Imilce no temía por ella. Sabía que sus padres responderían con todo lo que pudieran y aún más. Traerían caballos, suministros, armas. Imilce temía por ellos, por todo su pueblo. Tenía la extraña sensación de no haber escrito una simple carta, sino de haber redactado una sentencia de muerte.

Las legiones malditas
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