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El rescate de un amigo

Roma, noviembre del 202 a.C.

Plauto se llevó un paño húmedo a la boca y la nariz. El aire era infecto, mucho más que en su última visita a la prisión de Roma. Debía de ser por el calor de aquel extraño y húmedo otoño de días bochornosos. Las paredes de la gruta rezumaban agua sucia procedente de la Cloaca Máxima de la ciudad, cuyo curso transcurría próximo a las galerías subterráneas de la cárcel y los dioses parecían haber encontrado un retorcido entretenimiento en añadir a los males de los presos el espeluznante olor del más antiguo alcantarillado de la ciudad. Y es que el cieno de Roma se filtraba por diminutas grietas y recovecos hasta alcanzar las paredes excavadas en las entrañas de la ciudad utilizadas como prisión para aquellos ciudadanos a los que la metrópoli condenaba a una muerte segura, toda vez que la prisión antigua, la de tiempos de Anco Marcio, se quedó pequeña para albergar a tantos prisioneros como Roma iba acumulando en sus guerras de expansión. Esa prisión más antigua, construida en el remoto pasado de la República y denominada Tullianum, era de condiciones aún más duras, pues en ella sólo se arrojaba a los prisioneros para morir de hambre y sed. En la nueva cárcel, la de los prisioneros de guerra, llamada Lautumiae, las condiciones no eran mucho mejores, y el olor a cloaca incluso peor, pero los que allí entraban tenían aún una mínima esperanza de salir con vida, si el destino y la diosa Fortuna se apiadaban de ellos. Era por las grutas de esta segunda cárcel por donde caminaba Plauto con su paño húmedo en la nariz, sudando, preguntándose en qué estado encontraría a su viejo amigo Nevio.

El legionario que acompañaba a Plauto se detuvo frente a una verja de hierro oxidado diferente a la de la vez anterior. El soldado golpeó el hierro con la espada y pequeños trozos de los barrotes cayeron al suelo encharcado. El chasquido metálico reverberó en las bóvedas de los pasadizos. Se escucharon gemidos de decenas de personas que venían del interior. Los presos, con frecuencia, perdían el sentido del tiempo y de la orientación y decían que muchos dejaban de hablar, limitándose a gruñir como animales. En ocasiones se mataban entre ellos por conseguir un poco más de comida, robándosela a otro preso que estuviera más débil o enfermo. Llegaron otros legionarios y se apostaron a ambos lados de la puerta mientras el primero de ellos hacía girar una rueda en la que engarzaba una gruesa cadena. El movimiento de la cadena tiraba de la parte superior de la verja y ésta se iba abriendo, chirriando por el desuso.

—¡Nevio, el poeta, que venga! —gritó el legionario una vez que terminó de abrir la verja—. ¡Tienes amigos poderosos, poeta! ¡Tienes más fortuna de la que mereces!

De entre las sombras del interior de la celda, un hombre encorvado por los años de encarcelamiento, con el pelo sucio y largo, barba espesa de meses y meses sin afeitado, el rostro pálido y el cuerpo esquelético por la malnutrición, se aproximó a la entrada de la celda. Miraba con los ojos nerviosos de un lado a otro, desconfiando.

—Soy yo, Nevio —dijo Plauto adelantándose a los legionarios que rodeaban la puerta en prevención de que el resto de los prisioneros intentara algún movimiento en falso.

Nevio llegó al umbral y miró a su viejo amigo. Había pasado año y medio desde su última visita y casi cuatro desde que lo encerraron.

—Plau... to... —acertó a decir Nevio con un endeble hilillo de voz.

—Vengo a sacarte, viejo amigo —dijo Plauto con la voz vibrante por la emoción contenida—, el general del que te hablé... derrotó a Aníbal y ha pedido tu liberación. Eres libre, Nevio, ven, ven conmigo. —Y le ofreció su brazo para que se apoyara en él al salir de la celda.

Nevio dudaba.

—¿Salir...?

Pero Plauto fue contundente: le tomó por el brazo y estiró de él hasta sacarlo por completo. Nada más salir de la celda, caminaron unos pasos y se alejaron de la entrada. A sus espaldas quedó la tumefacta verja que descendía lanzando sus aullidos estridentes al rozar las cadenas con la piedra húmeda de la prisión. Se oyeron gritos. Plauto se volvió hacia atrás y vio cómo varios presos pugnaban por salir de la celda. Los legionarios les contenían a empellones, mientras la verja descendía lenta y pesadamente. Demasiado despacio. Dos de los presos se hicieron un hueco y salieron de la celda. Plauto y Nevio se hicieron a un lado del pasillo. Llegaban más legionarios como respuesta a los gritos de sus compañeros atacados. Plauto temió que en medio del tumulto los recién llegados se confundieran y los atacaran también a ellos, pero el legionario que había abierto la puerta se les acercó y dio instrucciones a los nuevos soldados que se incorporaban al pasadizo.

—¡Éstos no! ¡Éstos son libres! ¡Los de la puerta! ¡Rápido, por Hércules! ¡Matad a todos los que salgan de la celda! —Y el oficial cogió a Plauto por el brazo y condujo a los dos escritores por las grutas mal iluminadas del Lautumiae, maldiciendo mientras se oían terribles gritos y golpes a sus espaldas. El oficial caminaba decidido y empezó a hablar en voz baja, como si su voz le acompañara en las entrañas de aquel reino subterráneo que le tocaba gobernar—. Siempre igual, siempre igual. Cada vez que sale alguien tenemos que matar a varios. —Y escupió en el suelo. Se detuvo a mitad de un nuevo pasadizo y señaló el final a Plauto. El escritor asintió y se encaminó hacia allí, ayudando al debilitado Nevio. El oficial dio media vuelta de regreso hacia el tumulto. Los alaridos y golpes habían cesado. Plauto caminó con Nevio hacia donde se le había indicado. Al final empezaba a distinguirse la claridad del exterior, pequeños rayos de sol que se colaban por la puerta de acceso a la prisión.

—Así que tu general ha derrotado a Aníbal... —comentó Nevio, que a medida que se alejaban de la celda parecía ir recuperando el sentido de las cosas.

—Así es.

—Eso es admirable... admirable... —continuó Nevio—. Es una paradoja del destino.

—¿El qué? —preguntó Plauto.

—Fui encarcelado por criticar a un patricio y es otro patricio el que me libera. —Y empezó a toser echando escupitajos de sangre por la boca.

—La vida es contradictoria, eso lo hemos hablado muchas veces —comentó Plauto deteniendo un momento la marcha para que su amigo se recuperara. El aspecto de aquella sangre salida de la boca de Nevio no presagiaba nada bueno. Reemprendieron la marcha.

—Es cierto, viejo amigo. Ha debido de costarte mucho rogarle por mí a ese noble de Roma. —Y Nevio calló y se detuvo una vez más, en parte para recuperar el aliento, en parte para observar los ojos de su salvador.

—Era la única forma de sacarte de aquí —se justificó Plauto.

—Y te lo agradezco. De veras.

—Pues sigamos caminando y lleguemos al final de este asqueroso pasadizo.

Nevio sonrió.

—Ha sido mi casa cuatro años, creo; deberías mostrar más respeto hacia mi humilde morada. —Y sonrió, aunque la tos volvió a apoderarse de él y tuvo que apoyarse en la pared una vez más.

Plauto se sintió feliz de ver cómo Nevio volvía a ser el Nevio de siempre, pero la preocupación por su estado físico era creciente. Al final de la oscura ruta, el demoledor impacto de la poderosa luz del sol hizo que Nevio se llevara las manos al rostro incapaz de mirar en medio de aquel resplandor.

—Deberás guiarme por las calles de Roma —dijo Nevio sin quitarse las manos de su cara—. Creo que seré ciego durante unas horas, al menos.

—No te preocupes —dijo Plauto.


Al cabo de unos minutos se veía a dos hombres cruzando el enfervorecido foro de Roma donde millares de personas celebraban las noticias de la victoria de Publio Cornelio Escipión. Uno vestía con dignidad y era el que ayudaba a otro que parecía un miserable ciego al que hubiera recogido en las peores calles de Roma. Era una pareja que cualquier otro día habría llamado la atención de los triunviros, lo que habría obligado a Plauto a tener que dar numerosas explicaciones y a mostrar el documento que certificaba la libertad de aquel preso. Pero en aquel momento de júbilo general, la extraña pareja pudo moverse por las tumultuosas calle de Roma sin ser molestada por nadie. Plauto había pensado en comentarle a Nevio que su liberación estaba condicionada a ser desterrado, probablemente a África, quizás a la recién conquistada ciudad de Útica, pues los Metelos habían aceptado liberarle pero bajo la premisa de que fuera alejado lo más posible de Roma, pero Plauto, viendo la debilidad de su viejo amigo, consideró mejor esperar unos días antes de comunicarle las condiciones de su liberación. Tenían una semana para sacarle de Roma. Lo importante ahora era que Nevio se recuperara lo suficiente como para poder emprender aquel largo viaje. La tos parecía haber remitido una vez que salieron del infecto ambiente de la prisión. Había esperanza. Quizás el aire fresco del mar y unos buenos alimentos fueran el camino de una lenta pero progresiva recuperación.

A su alrededor, la gente caminaba como poseída. Mujeres, niños, viejos y hombres de toda condición aclamaban a Publio Cornelio Escipión. Un hombre extraño, pensó Plauto. Un patricio que liberaba a uno de sus mejores amigos pese a que no se reconocía amigo de ellos, pero que decía apreciar sus obras. Un patricio peculiar que cumplía su palabra. Si Roma conseguía gobernantes como aquel hombre quizás algunas cosas pudieran cambiarse aún, pero la vida había hecho de Plauto un ser desconfiado por naturaleza. Aquella ciudad estaba creciendo demasiado y en demasiado poco tiempo y la victoria sobre Cartago parecía haber trastornado a todos. ¿Se contentarían los patricios, los senadores, con dominar África, Hispania, Cerdeña, Sicilia, toda Italia... o querría más? Siempre más.

Los dos escritores se mezclaron entre la multitud, dos pequeños y anónimos seres en medio de la efervescencia de la victoriosa Roma, cuya insignificante existencia habría pasado desapercibida para la posteridad de no ser porque sus palabras escritas sobrevivieron a los siglos que debían sucederles. No pudieron cambiar nada de lo que iba a ocurrir, pese a que lo intentaron, pero pudieron describirlo en sus obras para que otros pudieran entender mejor el pasado de la historia.

Las legiones malditas
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