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El final de una guerra
Cartago, noviembre del 202 a.C.
Aníbal llegó a las puertas de Cartago en la muralla del istmo bordeando el lago de Tynes en el sur. Llegaba arropado por sus más fieles oficiales. Maharbal cabalgaba junto a él y, al igual que el resto, iba cabizbajo. Todos tenían aún manchas de sangre en sus uniformes. La estancia en Hadrumentum no había servido ni para recuperar la moral ni para reequiparse con nuevas ropas. Sólo para guarecerse de las crecidas y envalentonadas «legiones malditas». Al abrirse las puertas de la ciudad, Aníbal desmontó.
—Iremos andando. Tengo ganas de dar un paseo —dijo mirando a Maharbal. Éste asintió e imitó a su general y lo mismo hicieron el resto de los oficiales y soldados que le acompañaban.
Eran unos doscientos guerreros, la mayoría cartagineses y africanos, leales a los Barca desde tiempos de su padre Amílcar. Habían combatido con aquel primero y luego con su hijo Aníbal en Hispania, la Galia, Italia y ahora en África, compartiendo las más espectaculares victorias y las más dolorosas derrotas. Siempre con Aníbal, allí donde él decía que se debía acudir, aquellos hombres le seguían, como ahora lo hacían en la más dura de las retiradas, en su propia patria, con los romanos siguiéndoles los talones, tras haber perdido todo un ejército apenas a un par de días de marcha de Cartago. Entraron en la ciudad por la puerta de Thapsus y, a buen paso, cruzaron la urbe desde la muralla del istmo hasta el puerto comercial y luego la impresionante bahía militar semicircular de Cartago. Dejando a sus espaldas el monte Tofet, alcanzaron la gran plaza del agora, a los pies de la colina Byrsa, donde se levantaba el Senado de Cartago.
El edificio donde se reunía el Senado de la ciudad estaba custodiado por un centenar de soldados púnicos. Aníbal los miró y sacudió la cabeza. Eran jovenzuelos inexpertos incapaces ni siquiera de sostener las lanzas rectas. Estaban orgullosos pero también asustados. El general los veía con los ojos nerviosos fijos en las corazas ensangrentadas de sus veteranos. Aníbal empezó a ascender por la escalinata seguido por sus guerreros. Una docena de aquellos jóvenes guardias se interpuso ante el general justo frente a las grandes puertas de bronce que daban acceso a la sala donde permanecía reunido el Senado de la ciudad. Aníbal se detuvo. Escuchó cómo sus hombres desenvainaban las espadas; entonces levantó su brazo derecho y todos sus veteranos volvieron a envainar las armas. Los jóvenes guardias del Senado apretaron los labios. Sudaban. Había un silencio tenso. Aníbal no tenía prisa por hablar. Al fin, uno de los jóvenes centinelas se decidió a dirigirse a él.
—El Senado de Cartago está reunido. Nadie puede entrar.
Los doce guardias mantuvieron su posición frente al gran general púnico. Aníbal respiró un par de veces, con calma, en sosiego. Los malos momentos los había pasado en el desenlace de la batalla. Ahora vivía en una calma fría que en situaciones tensas le hacía moverse despacio, hablar despacio, respirar despacio.
—¿Tú sabes quién soy yo, soldado? —preguntó Aníbal.
El aludido asintió un par de veces antes de responder.
—Aníbal Barca.
—Bien. Pues ahora apártate y preserva tu sangre para derramarla por la patria, pues tu patria pronto te lo pedirá. —Y antes de que el guerrero pudiera reaccionar, lo apartó con su poderoso brazo derecho, haciéndolo a un lado y alcanzando así las puertas de bronce. El resto de sus hombres le imitó y en un par de segundos los jóvenes guardias rodaban por las escaleras. Aníbal y Maharbal empujaron las pesadas puertas del Senado de Cartago y éstas cedieron a su fuerza. Las bisagras chirriaron como si de ratas asustadas se tratara. La luz iluminó una amplia estancia en penumbra y de entre las sombras empezaron a dibujarse las siluetas de decenas de senadores sentados a ambos lados de aquella gran sala. Aníbal miró hacia atrás y sus hombres comprendieron. Sólo el general y Maharbal cruzaron el umbral. Ambos pasearon con lentitud entre los sorprendidos senadores de Cartago hasta detenerse al fondo de la estancia, frente a dos hombres de mayor edad, sentados en dos grandes butacas de piedra. Los sufetes. Uno de ellos, el más anciano, grueso, pesado y lento se alzó indignado.
—¡Por Baal, nadie puede interrumpir una sesión del Senado de Cartago! ¿Cómo te atreves?
—Vengo a informar al Senado de una derrota importante —respondió Aníbal sin enfado, sin alegría, casi sin sentimiento.
—Que has sido derrotado en Zama es algo que ya sabemos. Ahora debemos decidir cómo continuar la lucha, cómo defender la ciudad, así que sal de aquí y espera órdenes —replicó el sufete.
Aníbal vio cómo sudaba por las sienes. Hablar debía de ser ya en sí un gran esfuerzo físico para aquel obeso gobernante. El general cartaginés no se movió del lugar que ocupaba en medio del edificio del Senado de Cartago. Maharbal, sin embargo, había iniciado un prudente retroceso que refrenó al escuchar de nuevo la voz de su general, pero no podía evitar sentirse incómodo enfrentándose al Senado de su ciudad.
—¿Seguir la lucha? —preguntó Aníbal en tono normal al sufete, y luego repitió la pregunta elevando la voz y dirigiéndose a todos los senadores—. ¿Seguir la lucha? ¡Por Baal y Tanit y todos los dioses! ¿Cómo, con qué ejército, con qué generales?
El sufete comprendió que Aníbal no sería persuadido a salir con una simple orden. Como hábil político, decidió cambiar de estrategia y ganarse el favor del general, llevarlo a su terreno, al menos en aquella situación. Luego, ya se vería. Ya se vería.
—Tenemos todo el dinero del mundo, oro y plata; en Cartago hay jóvenes dispuestos a luchar y el oro y la plata atraerán a mercenarios a nuestras filas. Tenemos barcos, una poderosa flota. Cartago es fuerte y... y... y tenemos el mejor general. Tenemos a Aníbal.
Aníbal se volvió de nuevo hacia él. Sonrió con despecho.
—¿Tenéis dinero?
—Sí —reafirmó el sufete con seguridad—. Todo el que haga falta.
—Y tenéis jóvenes dispuestos a luchar, como los guardias de las puertas del Senado, ¿es eso lo que me dice el sufete de Cartago?
—Así es.
—Y barcos —repetía Aníbal.
—Sí. La lucha puede seguir.
Aníbal le dio la espalda, puso los brazos en jarras y suspiró. Por un breve instante estuvo a punto de atravesar con su espada a uno de los sufetes de Cartago. Por respeto a la memoria de su padre, siempre fiel a las instituciones y a su lenta y complicada forma de gobierno, se contuvo. Con parsimonia se giró de nuevo hacia el sufete y le habló con decisión pero con una voz vibrante que no podía ocultar su emoción.
—¿Y teniendo dinero, no me enviasteis el suficiente para satisfacer las pagas de mis hombres en Italia, y teniendo barcos no me proporcionasteis bastantes transportes para traer todo mi ejército a África? Unos barcos más, unos barcos más y habría podido embarcar a todos mis veteranos, los mejores guerreros del mundo, los más fieles, los más feroces en el campo de batalla; tuve que licenciar a centenares, a miles allí, abandonarlos a su suerte, para que fueran devorados por las legiones de Roma y su venganza. Unos barcos más, unos pocos barcos más y habría podido embarcar toda mi caballería y, sin embargo, tuve que sacrificar a centenares de caballos porque no tenía suficiente espacio en las bodegas de los transportes que me enviasteis. Y en Zama he perdido porque la caballería de nuestro enemigo era más numerosa. Unos pocos barcos más y habríamos derrotado entre todos al general romano que ahora es dueño y señor de África. —Hizo una pausa; el sufete fue a decir algo, pero Aníbal, mirando al suelo, levantó su mano y el sufete se detuvo sin atreverse a decir nada. Aníbal continuó con su discurso moviéndose por toda la sala, bajo la atenta mirada de todos los senadores de Cartago—. ¿Seguir la lucha? Dices que tenéis jóvenes dispuestos a continuar la lucha. Si son como los guardias de las puertas del Senado Escipión los tomará como desayuno y luego vendrá a por vosotros como postre. Un ejército no se forja de un día para otro. Yo tenía las mejores fuerzas del mundo en Italia, pero ni me disteis los suficientes suministros ni el suficiente dinero para tener satisfechos a mis mercenarios. Tenía que combatir y al mismo tiempo autoabastecerme en gran medida y ahora resulta que aquí hay todo el dinero del mundo; pues escuchadme bien, escuchadme muy bien todos y atended al significado de mis palabras: ya es tarde. ¡Es tarde! ¡Tarde, tarde, tarde! Publio Cornelio Escipión ha forjado su propio ejército con veteranos de sus campañas en Hispania, con veteranos de la guerra de Italia, con los que ha conseguido victorias en Hispania, la propia Italia y ahora aquí en África. Esos jovenzuelos que tenéis apostados como centinelas por las murallas de nuestra ciudad no son enemigo para esas legiones. Los legionarios de Escipión han resistido una carga de ochenta elefantes en estampida, por todos los dioses, ochenta elefantes, ¿entendéis bien lo que os digo? Han masacrado vuestras nuevas levas y sólo han cedido terreno ante mis veteranos, pero claro, si no tengo suficiente caballería para guardar mis flancos, porque mis caballos yacen sacrificados por vuestra avaricia en las costas del sur de Italia, yo solo no me basto para detener a la caballería romana y númida. Y dices que tenéis el mejor general. —Aníbal volvió a sonreír lacónicamente—. Eso son halagos tardíos también. Vuestro Aníbal no tiene ejército y los romanos, además de su ejército, han encontrado en Publio Cornelio Escipión su propio Aníbal. Y me decís que podemos recurrir a más mercenarios. ¿Dónde, pregunto yo? En dos años de campañas, Escipión ha arrasado a todas nuestras tribus y poblaciones aliadas y nuestro gran aliado, el rey Sífax, está expuesto, cubierto de cadenas frente a la tienda del general romano. Son los romanos los que ahora, por medio del maessyli Masinisa dominan y controlan Numidia. Y no sólo eso. Incluso si conseguimos traer alguna ayuda de Hispania o de Grecia o de Asia o de donde sea, Aníbal ya no está en Italia y, sin mí acosándoles allí, ya no tienen motivo para no desplazar a África a todas sus legiones. Y son muchas, más de dos decenas. Y no veo qué fuerza podamos reunir ahora para oponernos a la potencia descontrolada de la venganza de Roma. Sólo nos resta una salida. —Aníbal ignoraba al sufete y sólo se dirigía ya a los senadores—. Sólo os resta negociar una paz lo menos dolorosa y humillante posible para salvar la ciudad. Luego el tiempo deberá ser, una vez más, nuestro aliado. Habéis de negociar una paz que nos dé una posibilidad en el futuro. Ahora ya no se puede luchar. No se puede luchar.
El sufete dio un par de pasos y se puso junto a Aníbal. Estaba especialmente indignado por que Aníbal hubiera decidido ignorarle mientras terminaba su discurso.
—Pues debes luchar y harás lo que el Senado de Cartago te ordene.
Aníbal se volvió hacia él.
—Lo he hecho durante dieciséis años, he perdido a mis dos hermanos en el campo de batalla y no he conseguido la victoria. Quizá la estrategia del Senado no sea la mejor para derrotar a Roma.
—No importa lo que pienses. Eres un general y debes lealtad a este Senado y harás lo que el Senado te ordene.
Aníbal, en pie, bajó la cabeza y negó un par de veces antes de volver a hablar sin mirar a nadie. Era como si, más que contestar, hablara consigo mismo.
—No, gran sufete de Cartago, no. Aníbal está cansado. Estoy cansado. Primero todas las campañas en Hispania para conquistar un imperio que luego Cartago no supo mantener y después dieciséis años luchando contra las legiones y los cónsules de Roma. No. Estoy cansado. No tengo ejército y no hay propósito en continuar la contienda. Aníbal, gran sufete, se va a descansar. —Y les dio la espalda a todos y se encaminó algo abatido, pero con paso decidido, hacia las puertas abiertas donde sus hombres le esperaban ansiosos.
—¡Detente, Aníbal! —le espetó con furia el sufete—. ¡Debes luchar!
Y Aníbal se detuvo. Dio media vuelta y retornó sobre sus pasos. Maharbal vio cómo Aníbal desenvainaba su espada y temió que el general se condenara allí mismo ante todos los senadores de Cartago. Fue a intervenir, pero el veterano general era ágil como una gacela y para cuando el jefe de la caballería púnica quiso moverse, Aníbal ya estaba con la espada en ristre frente al sufete. El gobernante caminaba hacia atrás sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Tropezó al retroceder y cayó al suelo. Los senadores se levantaron de sus asientos. Aníbal se abalanzó sobre el sufete, estiró el brazo izquierdo y ayudó a levantarse al grueso y horrorizado sufete. A continuación lanzó su espada al aire, ésta giró y Aníbal la tomó por la punta acercando él la empuñadura hacia el sufete, que no entendía lo que sucedía.
—Aníbal no piensa luchar —dijo el gran general ofreciendo su espada por el mango—, pero aquí tienes mi arma. Es una buena espada. Quizá te ayude. Ha matado a muchos romanos, incluso cónsules. Quizás encuentres en ella la capacidad para enfrentarte a los romanos, aunque lo dudo. No retrocedas más. Tómala. Tómala. —El sufete cogió la empuñadura y Aníbal soltó el arma. El peso de la espada, inesperado para el nervioso sufete, hizo que ésta cayera al suelo resonando con un golpe metálico por toda la sala—. Vaya, por todos los dioses —continuó Aníbal sonriendo—, quizá la espada pesa demasiado para nuestro gran sufete. Es una auténtica lástima. Combatir es fácil, mentecato, es fácil cuando uno está en su propia casa, engordando con festines y banquetes, pero cuando se trata de blandir una espada, las cosas son algo diferentes; pero no es tan complicado, pequeño y gordo sufete de Cartago: basta con esgrimir la espada de uno con más fuerza que el odio del enemigo, basta con blandir la espada con más agilidad, basta con usar la espada con más rapidez. Eso es todo lo que tienes, lo que tenéis que hacer. Yo, ahora, me retiro a mi casa a descansar. —Y Aníbal se dio media vuelta y no parecía ya que ningún senador fuera a interponerse en su camino, cuando de entre las sombras emergió la figura del general Giscón que, en calidad de senador de Cartago, había acudido a aquella sesión. Aníbal, al verle, se detuvo, sin ocultar su sorpresa.
—¡Y por Baal, aquí está el general Giscón! Te felicito, general, éste es sin duda un buen lugar donde esconderse.
Giscón se situó frente a Aníbal.
—Debes escuchar a los sufetes, al Senado, Aníbal, y obedecer y luchar y...
—Yo no recibo más órdenes estúpidas —le interrumpió Aníbal visiblemente enojado—. Y tampoco voy a escuchar a un mal general que perdió primero Hispania y luego África y que lo único que ha sabido hacer es vender a su hija para conseguir poder, un padre que fue tan inútil que hasta eligió mal a la hora de entregar a su hija. —Y Aníbal se acercó hasta poner su frente junto al agrio y torcido rostro de su interlocutor—. Giscón, debiste casar a tu preciosa hija con Masinisa y no con Sífax. Hasta en eso Escipión supo elegir mejor.
Giscón, humillado, quedó sin palabras y no reaccionó cuando Aníbal reemprendió la marcha hacia las puertas del Senado. No había esperado ese ataque tan mordaz y despectivo. Aunque quizá no fuera ni el mejor general ni el mejor padre, había sentido la muerte de su hija y su aflicción le reconcomía las entrañas. Fue allí mismo, en ese mismo instante, cuando juró vengarse de Aníbal. Los romanos ya no importaban.
Al salir, descendiendo las escaleras del edificio del Senado, Aníbal habló a Maharbal en voz baja.
—Vamos a mi casa. Voy a descansar. Allí pueden pernoctar los oficiales y tú ocúpate de que los veteranos tengan alojamiento adecuado en la ciudad, ¿lo harás?
—Por supuesto, mi general.
—Bien, ah, y procúrame otra espada. En esta ciudad de ladrones no es sensato moverse desarmado.
Maharbal reclamó un arma para el general y varios veteranos ofrecieron la suya. Aníbal tomó un gladio de doble filo que le ofrecía un ibero y el hispano se llenó de orgullo. El regimiento de ensangrentados soldados púnicos y mercenarios desapareció por las calles de Cartago en dirección a la residencia de los Barca.