3
El amigo de Plauto

Roma, septiembre del 209 a.C.

Tito Macio Plauto había decidido cruzar el foro. Era más frecuente que rehuyera aquella ruta y que bordeara el centro de la ciudad, pero era temprano y pensó que apenas habría gente. Entró al foro desde el norte, atravesando las tabernae novae donde los carniceros y pescadores empezaban a exponer su mercancía. El olor a carne cruda y pescado fresco era penetrante, pero a Plauto aquello no le molestaba. Ahora era un reconocido autor de teatro, de comedias, como les gustaba enfatizar con cierta ironía despechada a algunos de sus colegas escritores, autores de tragedias, de teatro serio, digno, eso decían. Pero Plauto creció entre las penurias y la miseria y el olor a plebe no le asustaba. Esa gente que trasladaba jabalíes abiertos en canal y colgaba pollos ensartados en grandes ganchos de hierro era la misma que le aclamaba las tardes de teatro, la que le alimentaba, la que había hecho que su vida cambiara. Dejó las tabernae novae y cruzó el foro en perpendicular. En el centro de la gran explanada tuvo que rodear un nutrido grupo de libertos que se arremolinaban ya en las primeras horas del día en torno a la estatua de Sileno o, como el pueblo la llamaba, el Marsias. Los esclavos que eran manumitidos y aquellos que conseguían comprar su propia libertad seguían la tradición de visitar el cercado que rodeaba la estatua, y pasando junto a la vid, el olivo y la higuera que crecían junto a la misma, aproximarse hasta tocar el pileus, el gorro frigio de aquel ser de piedra que simbolizaba la libertad recién obtenida. Desde que la ciudad se veía obligada a recurrir a esclavos para completar sus ejércitos en la interminable guerra contra Aníbal, los desfiles de libertos frente a aquella estatua se habían quintuplicado. Plauto siguió avanzando y llegó al lado sur del foro. Allí, en las tabernae veteres los cambistas abrían sus pequeños comercios, mirando con ojos nerviosos a un lado y a otro, siempre distantes, siempre temerosos del hurto o del engaño. Plauto había saboreado el amargo negocio de sus actividades prestatarias cuando en el pasado dependió de ellos para su fracasado intento de comerciar en telas. Los puestos de los cambistas habían crecido en número con la ampliación de los dominios de Roma, y aún ahora, en medio de la guerra contra Aníbal, sus servicios de cambio de moneda y créditos varios eran más necesarios que nunca.

Plauto paseaba despacio, en parte porque el peso de sus cuarenta y un años se dejaba notar y en parte porque estaba tranquilo. Roma ya no era aquella urbe cruel con él, que le despreciara, una ciudad en la que antaño se arrastrara mendigando limosna o algo para comer. Todo aquello había pasado. Qué diferentes parecían las cosas ahora. Y, sin embargo, aquella guerra amenazaba con llevárselo todo por delante. Nueve años de combates. Batallas en las que él mismo se vio involucrado para poder subsistir. Se sonrió con pena al recordar su paso por el ejército de Roma como miembro de las tropas auxiliares que salieron junto con las legiones hacia el norte para detener el avance de Aníbal. De aquel tiempo sólo recordaba con añoranza la amistad del joven Druso. Su único amigo de verdad. La guerra era cruel y fría. Ni siquiera tuvieron tiempo de ver de dónde venía el enemigo, entre aquella densa niebla, aquel fatídico amanecer, junto al lago Trasimeno. Los legionarios siempre estaban en manos de patricios aventureros que arriesgaban las vidas de los soldados sin conocimiento ni justificación. Eran más de una decena las legiones que habían ido cayendo ante Aníbal y varios los cónsules muertos. Cayo Flaminio o Emilio Paulo eran los caídos más renombrados, pero junto con ellos habían perecido decenas de senadores. Eso le hizo sentir un poco mejor a Plauto mientras seguía esperando junto a las tabernae veteres la llegada de su nuevo amigo: Nevio.

Cneo Nevio era un escritor de tragedia y poesía épica algo mayor que él y que había disfrutado del éxito desde hacía más tiempo. Plauto le apreciaba porque era de los pocos escritores que veían en sus comedias algo más que un mero pasatiempo para el populacho. Plauto vio la figura gruesa de Nevio coronada con su cabeza casi sin pelo y su andar pesado cruzando el foro desde la explanada del Comitium, abriéndose paso entre el tumulto de libertos arremolinados junto al Marsias y alcanzando los puestos de los cambistas. Plauto cruzó la explanada del foro y le sorprendió por detrás mientras Nevio observaba a los libertos haciendo cola frente a la estatua del guerrero frigio.

—Se les ve felices —dijo Plauto.

Nevio reconoció la voz de su amigo. Le respondió sin sobresalto, con una voz pausada y manteniendo su mirada fija en los esclavos recién manumitidos.

—Pobres libertos. No saben que van a algo peor que la esclavitud.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Plauto.

Nevio se volvió hacia su amigo.

—Tú, tú más que otros deberías saberlo: antes eran esclavos y malvivían, eso es cierto, pero ahora son sólo carnaza para esta guerra inacabable, tropas auxiliares, primera línea de combate, los primeros en caer heridos o muertos.

Plauto asintió. Rememoró sus tiempos en el ejército. Trató de borrar los funestos recuerdos sacudiendo la cabeza.

—Es contradictorio, pero tienes razón, Nevio: mejor esclavo que legionario. Claro que hay algo peor.

—¿Algo peor? —Esta vez era Nevio el confundido.

—Sí, por todos los dioses: ser calón, esclavo de un legionario.

Nevio rió a carcajadas lanzando su cabeza hacia atrás.

—Cierto, cierto, por Júpiter, Plauto, siempre te superas. No es extraño que triunfes en Roma con tus comedias. Esclavo de un legionario, las dos desgracias juntas, no lo había pensado.

Plauto miró a su alrededor con el rabillo del ojo. Su amigo seguía riendo y había levantado demasiado el volumen de su voz.

—Quizá no debiéramos hablar de estas cosas en público...

—Muy al contrario —intervino Nevio con rapidez—, deberíamos hablar mucho más de estas cosas y siempre en público, incluso deberíamos mencionar estos asuntos frente a nuestro público, en nuestras obras.

Plauto vio acercarse una patrulla de triunviros que rondaban a esa hora por el foro. Habían aparecido girando por el templo de Castor y estaban cruzando el foro en diagonal marchando directos hacia ellos. Plauto miró nuevamente a su alrededor. ¿Les habría delatado alguien? ¿Tan rápido?

—Estamos en guerra y criticar al ejército es peligroso, Nevio —dijo Plauto sin dejar de vigilar la ruta de los triunviros.

El aludido asintió, pero se rebeló en sus palabras.

—Es peligroso vivir, querido Plauto. Y sí, es especialmente peligroso criticar al ejército y a los senadores y a los patricios y los cónsules. Nadie relacionado con el poder puede ser criticado porque estamos en guerra. Es un magnífico orden de cosas... para los que mandan. Y, sin embargo, querido amigo, en tu última obra, y no lo niegues porque lo recuerdo perfectamente, dices: opulento homini hoc servitus dura est, hoc magis miser est divitis servos. [¡Qué duro es ser esclavo de un poderoso! ¡Qué terriblemente desgraciado es el esclavo de un rico!]

—Ya. Dudé antes de ponerlo. Y sigo preocupado desde que se estrenó la obra. A veces siento que me vigilan. —Y señaló hacia la espalda de Nevio—. Los triunviros... vienen hacia aquí.

Nevio se volvió despacio. Los soldados se acercaban con paso firme. Ambos amigos contuvieron la respiración. Los legionarios pasaron ante ellos con paso veloz sin detenerse. Se dirigían a la Curia Hostilia, donde se reunía el Senado de Roma.

—¡Al final conseguiste que me pusiera nervioso yo también, por Júpiter! —exclamó Nevio dejando salir el aire contenido en sus pulmones durante unos segundos—. Eres un loco y además te crees el centro del mundo: ¿acaso crees que los triunviros no tienen otra cosa de qué preocuparse que de lo que tú escribes en tus obras?

—Lo siento, pero a veces pienso que jugamos con fuego. Tengo dudas sobre esta reunión.

Nevio abrazó a su amigo por la espalda.

—Nadie dice, querido Plauto, que no sea peligroso, pero debemos hablar, primero entre nosotros, entre los que sabemos en esta ciudad y luego, una vez que estemos de acuerdo, debemos hablar en público, al público. No podemos quedarnos de brazos cruzados esperando que toda Roma termine como cadáveres en los campos de batalla. Al principio de la guerra había casi doscientos cincuenta mil ciudadanos romanos. Hoy apenas son doscientos mil. ¿Cuál es el límite?

—Visto así... supongo que necesitamos preservar a nuestro público, no podemos perderlos a todos o nadie vendrá a nuestras obras.

—Eso es bueno —Nevio volvió a reír—, eso no lo había pensado: si todos mueren nos quedamos sin público; espera que se lo cuente a Livio: eso sería quizá lo único que le persuada. Seguro que no lo ha pensado. Anda, vamos, acompáñame y, por todos los dioses, alegra esa cara. Pareces culpable de algo, de todo, y ya sabes que en Roma lo que importa son las apariencias.

Plauto intentó relajar un poco la adusta expresión de su rostro, irguió su espalda y se alejó del foro caminando junto a su amigo. Cruzaron el foro transversalmente, dejaron a su derecha las tabernae veteres y bajaron por las calles que discurrían paralelas a la Cloaca Máxima en dirección al Foro Boario, donde a esas horas se compraba y vendía el ganado. El hedor de la gran cloaca de Roma y la imagen de los corderos en venta para ser sacrificados se mezclaron en su mente de forma convulsa. Eso era Roma: hedor y ganado con el que comerciar. Y, sin embargo, había empezado a amar a esa misma ciudad que tanto le había hecho sufrir. Las ideas de Nevio, no obstante, proponían alterar este inicio de paz y estabilidad que su vida había encontrado en Roma. Tenía, una vez más en su agitada existencia, miedo. Sentía que de nuevo se estaba metiendo en problemas pero, como en otras ocasiones, se dejaba llevar por los acontecimientos pese a sentir presagios nefastos. Además estaba seguro de que Casca, su protector y el que financiaba sus obras, no estaría nada contento si se enteraba de su amistad con Nevio.

—¡Cuidado!

Plauto sintió que Nevio le cogía por la espalda. Un carro tirado por caballos pasó casi al galope y tras él un segundo vehículo. Plauto no tuvo tiempo de ver quién iba en el primero, pero el segundo parecía llevar a un oficial del ejército. Estaban en la intersección entre el Vicus Tuscas y el Clivus Victoriae.

—Aquí siempre hay que ir con mil ojos —añadió Nevio—. Y tú, mi querido Plauto, siempre tan distraído.

Plauto asintió.

—No deberían permitir esos vehículos y a esas velocidades por el centro mismo de la ciudad —dijo el comediógrafo.

—¿A Catón, protegido de Quinto Fabio Máximo? —Nevio hablaba entre risas—. Yo sólo quiero poder hacer públicas mis críticas a esta guerra y tú ya quieres prohibir circular por Roma a uno de sus hombres más poderosos. Por cosas como ésta me encanta hablar contigo.

—¿Estás seguro de que era Catón? —preguntó Plauto en voz baja.

—El mismo —aseveró su amigo Nevio—, pero tranquilo, que a esa velocidad no pueden oír cómo les critica el pueblo.

Siguieron caminando. Nevio dio unas palmadas en la espalda de Plauto y se adentraron entre los puestos de ganado del Foro Boario, el cual cruzaron rápido, molestos entre otras cosas por el mal olor de los animales hacinados y el gentío que se arremolinaba en cada esquina. Siguieron hacia el sur, dejando a su izquierda el gran altar, el Ara Máxima Herculis Invicti, en honor del todopoderoso Hércules. Tras él, ambos amigos sabían que se encontraban las cárceles del circo de Roma, un lugar desagradable del que era mejor alejarse, aunque todos sabían que más horribles eran las mazmorras de la cárcel subterránea excavada en tiempos arcanos junto a la plaza del Comitium, lejos, al norte, en el foro, desde donde habían empezado su caminata en busca de la casa del poeta Ennio. Entraron así en las callejuelas del Aventino y ante sus ojos desfilaron los templos que los antiguos reyes y cónsules levantaran en aquel viejo barrio de la ciudad hacía decenas de años, en algunos casos siglos: el templo de Diana y el templo de la Luna, erigidos ambos por el rey Servio Tulio; el templo de Minerva, y luego el de Juno Regina, cuya construcción fue ordenada por el cónsul Camilo tras los acontecimientos del asedio de Veyes y, finalmente, el moderno templo de Iuppiter Libertas, levantado por mandato de Sempronio Graco no hacía ni veinte años. Plauto no pudo evitarlo.

—Tanta religión, tantos templos levantados en honor de tantos dioses y qué poco se acuerdan ellos de nosotros.

—Te equivocas, querido Plauto, ahí te equivocas. Se acuerdan cada día y cada noche de nosotros. Es sólo que los dioses se regocijan mortificándonos. Por eso esta guerra, por eso tanto sufrimiento.

Plauto pensó en argumentar sobre la sacrílega sentencia de su amigo, pero, examinando su vida, aquella visión de Nevio sobre los dioses era, a fin de cuentas, la que mejor explicaba la mayor parte de las cosas que le habían sucedido. Un pensamiento le atemorizó: ahora que le iba tan bien y que era un escritor respetado y amado por el pueblo de Roma, ¿sería que los dioses se habían olvidado de él? Mejor así. Se encogió de hombros sin decir nada y siguió a su amigo. Estaba cansado. En casa de Ennio habría buena comida y bebida. Carpe diem.

Llegaron en pocos minutos. La casa del poeta era una pequeña domus, sin apenas vestíbulo, de modo que en cuanto un esclavo les abrió la puerta y les dejó pasar, Plauto y Nevio se encontraron en medio del atrio de la casa. Allí les recibió con afecto Ennio, el joven poeta que había aceptado la propuesta de Nevio de acoger a todos los escritores importantes de la ciudad para debatir sobre política. Eso era lo mismo que decir que quería cuestionar el actual curso de los acontecimientos, pero dicho de un modo más suave. Ennio se había esmerado: en los diferentes divanes que conformaban el triclinium ya se encontraban otros escritores, entre los que destacaba la vieja figura del respetado Livio Andrónico: el más veterano de todos ellos, también el más conservador. Plauto recordó las palabras de su amigo Nevio al describir a Livio: «un hueso duro de roer, mejor dicho, un hueso viejo y duro de roer, mejor aún, un hueso del que apenas queda ya nada por roer». La carcajada de Nevio retumbaba aún en la mente de Plauto, pero en aquel momento, al ver al viejo escritor allí reclinado, comiendo aceitunas en espera de la comida que había organizado el joven Ennio, aquel anciano no parecía alguien tan temible. Y, sin embargo, el desenlace de la velada no hizo sino confirmar los temores de Nevio.

Se sirvió lechuga y atún de entrantes, pollo de plato principal y uva de postre. Con los postres comenzó la larga comissatio o sobremesa en la que Nevio no tardó en exponer sus ideas: había que hacer ver al pueblo la sangría que estaba suponiendo aquella guerra sin fin; lo mejor era intentar detener aquella locura, incitar al Senado para que pactara una paz con Cartago, sembrar ese mensaje en sus obras, difundirlo en cada representación hasta que calara en el pueblo. Plauto apoyó a Nevio como pudo. Sentía sus palabras torpes al lado de la depurada retórica de su colega. Ennio aludió a su condición de anfitrión para proclamarse neutral en el debate y se limitó a invitar a que el resto participara en la discusión con sus opiniones, pero todos callaron y miraron a Livio Andrónico. El viejo escritor era para los poetas y dramaturgos de Roma lo que Fabio Máximo representaba para los senadores y demás políticos, por eso, cuando carraspeó antes de hablar, todos dejaron de comer fruta, de masticarla e incluso, algunos, hasta dejaron de respirar unos instantes.

—La guerra es una sangría, sí —empezó Livio Andrónico—. Eso es un hecho incuestionable, pero esta guerra la empezó Aníbal. Roma se defiende. Eso también es un hecho irrefutable que ni vuestras palabras ni las mías podrán cambiar. Ese argumento tan sólo, en manos de un senador mediocre, será suficiente para diluir cualquier idea en el sentido de alcanzar una paz con Cartago y, en manos de alguien como Fabio Máximo, la idea de que Roma tan sólo se defiende será un arma tan poderosa que, si nos oponemos abiertamente a luchar, nos barrerá de un solo soplido. Somos sólo escritores, poetas. Entretengamos los unos al pueblo, como hace nuestro amigo Plauto con tanto acierto, y cantemos las hazañas de nuestros héroes, como tan bien sabe hacer nuestro anfitrión. —Y miró a Ennio, que le respondió con un cabeceo de asentimiento—. La guerra es inevitable, su final, incierto. Roma, amigos míos, es un enigma que se encuentra en una encrucijada. Hemos perdido cincuenta mil ciudadanos en esta guerra. Nevio pregunta cuántos más habrán de morir antes de que esta contienda concluya. Yo os responderé: tantos como haga falta hasta que se derrote a Aníbal y todos, incluidos nosotros, si es él el que nos vence. Las palabras tienen cierto poder, pero el de las armas es muy superior y el tiempo de las palabras se desvaneció cuando Fabio Máximo declaró la guerra ante el mismísimo Senado de Cartago. Me sorprende aún que los cartagineses le dejaran salir con vida de allí, pero divago... ésa es otra historia. Mi respuesta, en conclusión, a lo que propone Nevio es que no seré yo quien empiece a cuestionar a los cónsules y a los senadores sobre el modo de conducir esta guerra. En mi caso me limitaré a escribir, a asistir a vuestras obras cuando éstas se representen y a cenar con vosotros cuando me invitéis. Para eso me tendréis siempre, para lo otro nunca. —Con esto se levantó y se dirigió hacia Ennio—. Y debéis perdonarme, pero mi edad me obliga a retirarme temprano. Espero que paséis una hermosa velada. Con permiso de nuestro anfitrión os dejo. Que los dioses os sean propicios.

Livio se levantó, saludó a Ennio y se despidió de todos sin decir más. Plauto observó la decepción anclada en el rostro de su amigo Nevio, que le musitó un comentario en voz baja.

—Valiente mentiroso está hecho. Se va pronto porque se va de putas. Y encima dice que es viejo. Sólo para lo que le interesa.

Y Nevio tenía motivos para su desilusión. A los pocos minutos, el resto de los invitados fue desapareciendo. El intento de Nevio por alimentar la rebeldía entre sus colegas había quedado en nada. Plauto no pudo evitarlo: en el fondo se sentía más tranquilo. Ya había padecido hambre, miseria y esclavitud en el pasado y tenía pavor a revivir una situación similar. A fin de cuentas, quizás el propio Livio tuviera razón. En cualquier caso, Plauto se sintió mal por su pobre amigo. Nevio estaba desolado. Por un momento, Plauto temió que su amigo estuviera tramando alguna insensatez.

Las legiones malditas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
libro1.xhtml
001.xhtml
002.xhtml
003.xhtml
004.xhtml
005.xhtml
006.xhtml
007.xhtml
008.xhtml
009.xhtml
010.xhtml
011.xhtml
012.xhtml
013.xhtml
014.xhtml
015.xhtml
libro2.xhtml
016.xhtml
017.xhtml
018.xhtml
019.xhtml
020.xhtml
021.xhtml
022.xhtml
023.xhtml
libro3.xhtml
024.xhtml
025.xhtml
026.xhtml
027.xhtml
028.xhtml
029.xhtml
030.xhtml
libro4.xhtml
031.xhtml
032.xhtml
033.xhtml
034.xhtml
035.xhtml
036.xhtml
037.xhtml
038.xhtml
039.xhtml
040.xhtml
041.xhtml
042.xhtml
libro5.xhtml
043.xhtml
044.xhtml
045.xhtml
046.xhtml
047.xhtml
048.xhtml
049.xhtml
050.xhtml
051.xhtml
052.xhtml
053.xhtml
054.xhtml
055.xhtml
056.xhtml
057.xhtml
058.xhtml
059.xhtml
060.xhtml
061.xhtml
062.xhtml
063.xhtml
064.xhtml
065.xhtml
066.xhtml
067.xhtml
libro6.xhtml
068.xhtml
069.xhtml
070.xhtml
071.xhtml
072.xhtml
073.xhtml
074.xhtml
075.xhtml
libro7.xhtml
076.xhtml
077.xhtml
078.xhtml
079.xhtml
080.xhtml
081.xhtml
libro8.xhtml
082.xhtml
083.xhtml
084.xhtml
085.xhtml
086.xhtml
087.xhtml
088.xhtml
089.xhtml
090.xhtml
091.xhtml
092.xhtml
093.xhtml
094.xhtml
095.xhtml
096.xhtml
097.xhtml
098.xhtml
099.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
apendices.xhtml
1_glosario.xhtml
II_arbol_escipion.xhtml
III_mando_cartagines.xhtml
IV_consules_roma.xhtml
V_mapas.xhtml
batalla_baecula.xhtml
batalla_ilipa.xhtml
campanas_africa.xhtml
batalla_zama_inicial.xhtml
batalla_zama_carga_elefantes.xhtml
batalla_zama_enfrentamiento_infanterias.xhtml
batalla_zama_fase_final.xhtml
VI_bibliografia.xhtml
agradecimientos.xhtml
proaemium.xhtml
dramatis_personae.xhtml