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Los últimos preparativos

Norte de África, campamento general romano en las proximidades de Zama,
18 de octubre del 202 a.C.

El procónsul caminaba entre sus tropas en silencio, conocedor de que todos sus legionarios observaban sus movimientos con extraordinaria atención. La batalla definitiva iba a tener lugar en pocos días, quizás en pocas horas, y la expectación creciente entre los soldados se concentraba en la figura de su general. Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma con mando de general para las legiones expedicionarias en el norte de África, era consciente de los miles de ojos que analizaban sus movimientos. Y sentía el temor y la duda, el ansia y la expectación, y las decenas de diferentes sentimientos que, intensamente entremezclados, embargaban el ánimo de sus tropas. Por ello, el general caminaba despacio, seguro, firme, invitando a la confianza en sus gestos, al sosiego y a la seguridad de que todo estaba bajo control. Ante ellos, después de casi tres años de campaña en África y después de dieciséis años de guerra o, lo que era más importante para aquellos legionarios, catorce años después de la derrota de Cannae, tenían al fin su oportunidad contra el ejército de Aníbal. La noticia, no por esperada, había dejado de ser recibida con gran sobresalto. Aníbal el invencible, conquistador de ciudades, que había atravesado los Pirineos, el Ródano, los Alpes y asolado durante años Italia, Aníbal, el destructor de decenas de legiones romanas, el verdugo de cónsules y procónsules, y decenas de senadores y tribunos, Aníbal, el mayor enemigo de Roma, estaba allí. De nuevo. La historia se repetía. La mayoría de los legionarios al mando del procónsul ya se habían enfrentado al general cartaginés, y habían sido derrotados. Y de nuevo Aníbal se cruzaba en su camino. El recuerdo de Locri, con la retirada del general púnico, animaba un poco sus corazones, pero todos sabían que en África los extranjeros eran ellos y que Aníbal no se mostraría tan cauteloso en su patria. Todos sabían que lo de Locri no se repetiría y que Aníbal no se desvanecería entre la bruma de un amanecer extraño. No, Aníbal no se retiraría, no, sino que plantaría cara en una batalla feroz, cruenta, inmisericorde. Sí, Publio percibía el temor en sus hombres. Todo se repetía igual que hace catorce años con dos diferencias: el general al mando de los romanos era otro y ahora se encontraban en África. Por eso los legionarios no quitaban la mirada de su general en jefe. ¿Sería este nuevo general más astuto, más valiente, más inteligente que Aníbal? ¿Será este general el primero con el que consigan la victoria frente a Aníbal?

Estaba a punto de amanecer y, sin embargo, hacía calor pese a ser entrado el mes de octubre. Publio se detuvo en un puesto de guardia y pidió agua a uno de los legionarios. Enseguida se le trajo un vaso y se sirvió agua de un odre de piel de vaca. El general bebió mientras contemplaba desde el puesto de vigía a la entrada del campamento la disposición, a unos diez mil pasos de distancia, de los primeros puestos de avanzadilla que el general cartaginés había dispuesto para vigilar los movimientos de los romanos. Eran pequeños grupos de tropas esparcidos en el horizonte. Nada hacía presagiar un ataque inminente. Aníbal, al igual que él, esperaba el momento oportuno de avanzar con todo el ejército.

Publio volvió sobre sus pasos y se adentró de nuevo por el campamento romano que gobernaba. Las miradas de los legionarios le siguieron mientras su séquito de lictores observaba a su alrededor. Así, acompañado por su escolta, el general llegó a la tienda del praetorium, en el centro del campamento. Dos legionarios descorrieron las cortinas de acceso a la tienda para facilitar la entrada a su general. En el interior le aguardaba reunido todo su alto mando, cuando un joven legionario entró en la tienda escoltado por dos de los lictores que vigilaban en el exterior del praetorium.

Los tres soldados apenas dieron un paso en el interior de la estancia y se detuvieron. El silencio se apoderó de todos los presentes: Cayo Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio, Cayo Valerio, el resto de los tribunos y centuriones de la V y la VI, los seis praefecti sociorum de las tropas auxiliares, el rey Masinisa, que a los ojos de todos había respondido, sin ilusión pero con disciplina, a la llamada del procónsul, y los decuriones de la caballería romana, que se miraron entre sí sorprendidos. ¿Cómo se atrevían esos soldados a interrumpir el cónclave del estado mayor cuando el procónsul organizaba el ataque contra Aníbal? Sólo Publio Cornelio Escipión permanecía impasible con su mirada detenida sobre los planos de la región que le habían proporcionado sus informadores de África, sin aparentemente prestar mayor atención a los legionarios. Pasó así medio minuto de silencio intenso que nadie se atrevía a romper, ni los soldados recién llegados ni los tribunos y centuriones que rodeaban, a la espera de su reacción, a su líder. Por fin, sin despegar la mirada de los planos, Publio Cornelio Escipión hizo una pregunta.

—¿Qué ocurre?

Fue una pregunta breve, en la que no había nada sobreañadido, pero en cuyo tono seco se percibía una contenida irritación del general en jefe de las tropas alimentada por el cansancio y, también, por la tensión de la última campaña y las recientes confrontaciones con los cartagineses que se negaron a dejar recuperar la flota de abastecimiento encallada en la bahía de Cartago. Un tono que, junto con esas dos palabras, dejaba entrever a los legionarios que más les valía que tuvieran una muy buena excusa para interrumpirle esa mañana; una excusa como que un incendio estaba devastando el campamento o que el general cartaginés había lanzado un ataque por sorpresa aprovechando la endeble luz del alba. Cualquier otra explicación sería insuficiente para mitigar la incipiente ira del general romano.

El legionario más joven avanzó dos pasos hasta quedar a tres metros de distancia de la mesa que rodeaban sus superiores y, dirigiéndose con voz clara pero respetuosa a su general, arguyó el motivo de su en apariencia inoportuna entrada.

—Tenemos unos emisarios de los cartagineses en la puerta del campamento. Dicen que deben entrevistarse con nuestro general. Les hemos dejado pasar desarmados y les hemos dicho que tenían que esperar, a lo que han respondido que traían un mensaje urgente de Aníbal para el procónsul; les hemos insistido en que aun así tenían que esperar; entonces nos han dicho que Aníbal solicitaba una entrevista personal con Publio Cornelio Escipión, general en jefe de las tropas romanas en África y que necesitaban llevar una respuesta a Aníbal esta misma mañana. Hemos dudado, mi general, y hemos pensado que lo mejor era comunicar el mensaje inmediatamente para que se decida si hay que transmitir respuesta rápida o no.

El legionario inspiró aire una vez terminada su explicación y se retiró dos pasos atrás hasta quedar en línea con los otros dos soldados que habían custodiado su entrada en el praetorium. El procónsul de Roma, que había escuchado la explicación del legionario sin levantar la mirada del plano que estaba consultando y sobre el que se había permitido hacer un par de marcas en diferentes lugares mientras escuchaba al soldado, levantó por fin la mirada y exhaló un profundo suspiro. Por un momento había temido seriamente que algún desastre realmente grave hubiera acontecido, algo que desbaratara sus planes. Pero no era así. Aníbal deseaba hablar con él. Aníbal, el general invicto del imperio cartaginés, la joya del poder militar del norte de África, el general que había derrotado en sucesivos combates a los romanos y que había eliminado de la faz de la tierra a más de una docena de legiones de Roma, deseaba, por primera vez, entrevistarse con un general romano. Inaudito.

—Legionario, has hecho bien en transmitir este mensaje. Regresa donde están esos emisarios de Aníbal y diles que esperen. En breve les daré una respuesta que llevar a su general.

—Sí, mi general —dijo, y salió de la tienda. Los tribunos que rodeaban a Publio Cornelio Escipión esperaron una señal del procónsul para hablar.

—¿Y bien? —preguntó Publio—. ¿Qué creéis que debemos hacer?

Lelio, como oficial de mayor edad, incluido el propio procónsul, el lugarteniente del general, el único entre los presentes que le conocía desde su primera batalla en suelo italiano, que lo había acompañado en sus campañas en Hispania y con quien más batallas victoriosas y momentos difíciles había compartido, fue el primero en dar su parecer.

—Puede ser una trampa. Puede que no y que Aníbal desee realmente entablar conversaciones y, si así fuera, lo más posible es que desee negociar un posible tratado de paz. Pero puede ser una trampa para que, o bien pensemos que están pensando en la paz más que en la guerra, para que así nos relajemos y luego atacarnos por sorpresa, o bien... —Pero Lelio no concluyó su frase. Dudó.

—¿O bien? —preguntó Publio.

—O bien es una trampa que persigue el asesinato de nuestro procónsul. Con Aníbal, cualquier cosa es posible.

Los demás oficiales, animados por la intervención de Lelio, aportaron sus opiniones. Marcio, Silano y Mario se inclinaban por la idea de que se trataba de una maniobra de distracción, mientras que Terebelio, Digicio y Valerio estaban persuadidos de que era una conspiración para asesinar al general romano que tanto temían los cartagineses.

—Bien —habló de nuevo Publio tras escucharlos a todos—. Lelio ha resumido con claridad las opciones. A decir verdad, es difícil saber cuál es la correcta. Es difícil... necesitamos saber más. Que den orden de traer a esos emisarios; lo mejor será saber de su boca qué es lo que exactamente entiende Aníbal por una entrevista, las condiciones de ese posible encuentro.

Cayo Valerio salió de la tienda y se le escuchó dar las órdenes oportunas. Publio, entretanto, se sentó en la sella curulis junto a la mesa y volvió a observar con detenimiento el plano. Señaló las marcas que había trazado sobre el mapa y preguntó a Lelio directamente:

—¿Cuál de estas dos colinas crees mejor para un ataque con la caballería númida?


El joven legionario que había interrumpido el cónclave del estado mayor en el praetorium, tras atravesar las interminables hileras de tiendas del campamento romano, llegó a la porta praetoria de la empalizada que protegía al ejército acampado en África. Allí estaban los tres emisarios cartagineses. Eran hombres altos y robustos, de tez oscura. Uno de ellos era, sin duda, el líder; su uniforme de campaña iba cubierto por un manto rojo oscuro, seguramente, un centurión o algún otro importante oficial del ejército de Aníbal. El legionario se dirigió directamente a este hombre.

—Seguidme.

Los cartagineses asintieron en silencio y caminaron siguiendo los pasos del legionario. Unos quince soldados romanos escoltaron a los emisarios púnicos en su recorrido por el campamento. La voz de que Aníbal deseaba entrevistarse con el procónsul ya había corrido por todos los rincones del cuartel. Era un acontecimiento que suscitaba sorpresa y curiosidad, y también un cierto orgullo, ya que nunca antes Aníbal había considerado importante entrevistarse con ningún otro cónsul o procónsul de Roma. Algo estaba cambiando. También había miedo. Muchos de aquellos soldados que ahora veían pasar la comitiva cartaginesa de emisarios de Aníbal habían formado parte de las legiones arrasadas por el cartaginés en Italia. Muchos de esos soldados habían sido ya derrotados por Aníbal y saber que el general cartaginés, al mando de un poderoso ejército, se encontraba a apenas unas millas de distancia, no les resultaba nada tranquilizador. Pero precisamente por eso habían venido. Los soldados de las legiones V y VI estaban allí precisamente por eso, para vengarse, para luchar, para vencer... Y Locri, pensaban, en Locri los cartagineses se esfumaron, se retiraron.

Los tres mensajeros de Aníbal entraron en la tienda del procónsul.

—Cualquier emisario en son de paz es bien recibido en este campamento. Decid esto a vuestro general cuando regreséis —les dijo Publio con estudiada seguridad—. Y ahora decidme, ¿qué es lo que exactamente propone Aníbal, vuestro general?

El oficial cartaginés al mando se adelantó un paso y transmitió el mensaje de Aníbal.

—Aníbal Barca, general en jefe de las tropas de Cartago, desea una entrevista con el procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, en un lugar conveniente claramente visible para ambos ejércitos desde la distancia. Mi comandante propone que la entrevista tenga lugar mañana al amanecer, pero está dispuesto a considerar otras opciones. También propone que el encuentro sea entre el procónsul y él mismo a solas, con la única presencia de los intérpretes.

Y guardó silencio. Lelio, Masinisa y el resto de los tribunos y oficiales romanos volvieron sus miradas sobre Escipión. Éste no lo dudó e inmediatamente dio respuesta al mensaje.

—Bien, oficial, dile a tu general que Publio Cornelio Escipión, en calidad de procónsul de Roma, acudirá a esta entrevista con Aníbal Barca, general en jefe del ejército cartaginés, mañana al amanecer; para ello propongo que ambos avancemos nuestras tropas a lo largo del día de hoy hasta quedar a unas seis o siete millas de distancia y que justo en el punto central de mayor altura, que sea visible desde ambos lados, nos reunamos. Yo acudiré escoltado por una turma de jinetes, treinta hombres a caballo y sugiero que él haga lo mismo. Una vez que estemos a quinientos pasos de distancia el uno del otro, cada uno de nosotros abandonaremos nuestra escolta y sólo acompañados por un intérprete nos encontraremos. ¿Has entendido bien este mensaje, oficial?

—Sí, y así lo transmitiré a Aníbal.

—Bien —y dirigiéndose a los legionarios que custodiaban a los emisarios cartagineses—, que escolten a estos hombres hasta la entrada del campamento y hasta mil pasos de distancia. Que no se les moleste y que se les permita ir en paz sin sufrir daño alguno. Y que se les dé de beber y comer antes de partir, si lo desean.

Tanto los soldados cartagineses como los legionarios se retiraron. Publio quedó de nuevo con sus oficiales.

—Lelio —continuó el procónsul—. Levantamos el campamento y avanzamos hasta esta posición, junto al río —dijo, y señaló en el plano una de las marcas que había realizado—. Acamparemos allí al atardecer. En cualquier caso, que se tomen todas las medidas defensivas necesarias, tanto en el avance como en el nuevo campamento, como si Aníbal pudiera atacarnos en cualquier momento. Y creo que con esto terminamos por esta mañana. Ah... que las tropas coman bien antes de avanzar. Por si acaso... ¿Alguna pregunta?

Se hizo el silencio. No era frecuente plantear dudas al procónsul más victorioso de Roma, pero el cauto Marcio comentó algo.

—Con el debido respeto, mi general, pero ¿es razonable trasladar treinta y cinco mil hombres y un campamento entero para acudir a una entrevista? ¿No sería quizá mejor eludir este tema por completo y concentrarse en la batalla que seguro se cierne sobre nosotros?

Publio Cornelio Escipión se sentó nuevamente, despacio, en su sillón, junto a los mapas. Comenzó a hablar con un tono tranquilo.

—Marcio, sé que me eres leal, lo fuiste con mi padre y con mi tío en Hispania y, desde entonces conmigo, pero estoy cansado de pensar y de meditar. Ha llegado el momento de las decisiones y, Lucio Marcio Septimio, he dado una orden. Cuando digo si hay alguna pregunta me refiero a si hay algo de lo que he ordenado que no se ha entendido bien, no lo digo para que se cuestione esa orden.

Marcio guardó silencio e inspiró aire. Tragó saliva. Miró al suelo. El procónsul estaba más serio que nunca.

—Espero —continuó el procónsul— que eso quede claro para el futuro. —El general hizo una pausa mientras observaba al tribuno y luego uno a uno al resto de los oficiales reunidos en la tienda, deteniéndose en particular sobre la figura del rey Masinisa. Entonces continuó, con el mismo tono tranquilo y pausado—. En cualquier caso, que Aníbal quiera hablar por primera vez con un procónsul de Roma es excepcional y, en circunstancias excepcionales, son aceptables preguntas que en otros momentos no lo serían.

Marcio pareció suspirar lentamente algo aliviado, pero muy en silencio, aún sin levantar la mirada. Se concentró en escuchar al general, que continuó hablando.

—Si el general cartaginés desea hablar conmigo no seré yo quien me niegue, y si para que Aníbal y un procónsul de Roma hablen se han de mover de lugar a treinta y cinco mil hombres y un campamento entero, pues se mueven. Tengo interés personal y, aún más importante, no dudo que es en el interés general de Roma y del pueblo romano, escuchar a Aníbal directamente, sin que su opinión nos llegue filtrada a través de emisarios. No obstante, no vamos a dejar arrastrarnos a una trampa. Como observaréis, en el lugar que he indicado en el plano, nos situaremos muy próximos al río, lo cual nos facilitará el acceso al agua durante el tiempo que estemos acampados allí y durante la duración de la batalla, si ésta tiene al fin lugar. En este avance vamos a mejorar nuestra posición actual si tiene lugar el enfrentamiento. Incluso si Aníbal no quisiera hablar, este movimiento sería indicado, pero aprovecharemos la excusa de la conferencia para que los cartagineses no sospechen que nuestra aproximación al río y a esta posición tiene otros fines que no sean los de parlamentar. En fin, ésa es la explicación. Como he dicho, no suelo extenderme tanto cuando doy una orden pero esta vez quizá sea conveniente. —Se levantó y volvió a dirigirse a todos los presentes—. ¿Hay pues alguna pregunta?

Esta vez el silencio fue completo. Marcio levantó la mirada del suelo pero ya no preguntó nada más. Todos los tribunos y el resto de de los oficiales y el rey Masinisa abandonaron la tienda. Todos a excepción de Cayo Lelio.

—¿Sí? Queda algo, por lo que veo —comentó Escipión.

—Sí —se explicó Lelio—, los dos exploradores que avanzaron para espiar el campamento cartaginés anoche han regresado hace una hora y están esperando para informar. ¿Les hago pasar? He pensado que preferirías recibir su información sin la presencia del resto, por si acaso.

—Sí, sí, Lelio, has pensado bien; que pasen, que pasen. Veamos qué tienen que contarnos.

Publio volvió a reclinarse sobre la sella curulis. Lelio sonrió, se dio la vuelta, salió y dio la orden de que trajesen a los exploradores. Volvió a la tienda.

—¿Te dejo a solas con ellos?

—No, no. Siéntate, Lelio. A ver qué nos comentan los exploradores. Necesitaré tu opinión.

Cayo Lelio se sentó en una sella junto a su comandante. Los exploradores entraron en la tienda. Ya habían oído el rumor que se había extendido por el campamento romano: Aníbal quería hablar con su general, con Escipión. Los legionarios estaban admirados del interés del general cartaginés y, en cierta forma, el suceso no había hecho sino acrecentar la leyenda del procónsul. Aníbal hasta la fecha se había limitado a entrar en combate —y derrotar sistemáticamente— a las legiones romanas. Ahora quería hablar. En ese contexto los exploradores sabían que toda la información que traían para el procónsul de Roma en África era de extraordinario valor. Se sentían importantes y también especiales por la confianza que el general había depositado en ellos. Ya habían servido en operaciones anteriores similares, pero espiar al propio Aníbal había sido, sin duda, su más importante misión. El primero, un legionario romano de la V seleccionado por Valerio, y el segundo, un itálico que se había distinguido en las campañas de Hispania por su valor y que el procónsul se había traído como voluntario para esta nueva aventura militar. Ambos tenían unos veinticinco años, pero por su experiencia pasada, eran de plena confianza. El legionario romano es el que comenzó la explicación de lo que habían visto.

—Mi general, el ejército cartaginés es numeroso; sin duda, mayor que el nuestro. A las tropas cartaginesas venidas de Italia y sus mercenarios iberos, se han unido los libios y cartagineses que ha reclutado Giscón; y a éstos se han añadido los soldados del general Magón junto a más mercenarios ligures, otros venidos de la Galia y hemos visto también honderos baleáricos. Tienen caballería cartaginesa y númida. En total calculo que serán unos cuarenta mil.

Publio y Lelio escuchaban en silencio. El procónsul le pidió con un gesto a su lugarteniente que le pasara un ánfora de vino que tenía al lado de su asiento. Lelio se la pasó y el procónsul se sirvió un vaso sin mirar a los soldados. El legionario se iba sintiendo cada vez más pequeño, menos importante, pese a lo clave de su misión y la sin duda gran relevancia de sus informaciones. Estaba ante el procónsul de Roma y su lugarteniente. El procónsul apenas tendría tres o cuatro años más que el propio legionario, pero en su rostro se adivinaba la huella de innumerables batallas, del sufrimiento de una guerra prolongada en la que había visto perecer a su padre y a su tío; el soldado se daba cuenta de que sólo de él dependía la victoria o la derrota y quizás el futuro de Roma; prosiguió con su relato.

—Bien, nuestro ejército son unos treinta y cinco mil soldados, contando con los aliados...

—Soldado, sé cuántos legionarios y tropas aliadas tengo a mi cargo. Limítate a informar del ejército, o ejércitos, de Cartago —interrumpió el procónsul mirando el fondo de su copa.

—Por supuesto, sí, mi general... la caballería cartaginesa es escasa, inferior en número a la nuestra y, yo diría, que menos experta.

—Bien —comentó Lelio—. No parecen noticias preocupantes. Un poco más de infantería pero les dominamos en la caballería. Al final nos saldrá bien eso de tener de aliado a Masinisa. Es un poco el mundo al revés...

Publio levantó la mano y Lelio calló en seco. Con frecuencia Lelio hablaba de más y ésta habría sido una más de esas ocasiones. En cualquier otro, eso habría tenido alguna repercusión. Pero Publio volvía a ser indulgente con los deslices de su general. Eran infinitos años juntos, desde su primera batalla, en la que Lelio, por órdenes del padre de Publio, se cuidaba de que no le pasara nada al joven hijo del cónsul de las legiones, en la batalla junto al río Tesino. De algún modo todo aquello parecía tan lejano. Y la discusión de Baecula parecía haber quedado definitivamente enterrada tras varios años de campaña en África. Publio volvió a beber un sorbo de su copa. Lo que le preocupaba es que presentía que quedaban más cosas que los exploradores aún no habían contado. Había aprendido que los soldados se sentían intimidados por su presencia y siempre eran cautos cuando presentaban sus informes, especialmente con relación a las malas noticias. Las malas noticias siempre llegaban al final. Siempre. Inexorablemente. Y estaban por llegar. El procónsul dejó su copa en la mesa.

—¿Y bien? ¿Algo más que decir, legionario?

El soldado inspiró profundamente y continuó.

—Sí, mi general. Los cartagineses han traído elefantes consigo. Nuevos elefantes que han unido a los que ya tenían... son muchos, mi general...

Lelio iba a interpelar al legionario y preguntarle cuántos son muchos: ¿veinte, treinta, cuarenta quizá? Pero el soldado anticipó la respuesta.

—Hemos contado hasta ochenta elefantes —dijo, y calló y se quedó mirando al suelo.

Lelio levantó las cejas en señal de sorpresa. Ochenta elefantes. Nunca antes habían juntado tantos elefantes los cartagineses. Nunca antes se había combatido contra tantos elefantes. Al menos no en esa guerra. Esto era grave, muy grave. Aunque tuvieran mayor caballería, los elefantes la contrarrestaban de largo. Si Aníbal lanzaba una carga inicial con ochenta elefantes podría destrozar a la infantería ligera de los velites, a la primera línea de los hastati y quizás incluso la segunda de los principes. Si se salvaban los triari como reserva ya sería un éxito. Luego Aníbal lanzaría su infantería sobre las desordenadas líneas romanas. No, el asunto pintaba mal. Tres ejércitos de cartagineses y mercenarios, superior en número a los romanos y ochenta elefantes. No podrían vencer sólo con la caballería, ni aun con toda la ayuda de los cuatro mil jinetes que el rey Masinisa había traído para cumplir con su juramento de fidelidad a Escipión.

El procónsul miró fijamente al legionario y, sin inmutarse ante la información recibida, con una inmensa paciencia, volvió a preguntar.

—¿Algo más que informar?

El legionario, sin levantar la mirada, negó con la cabeza al tiempo que respondía.

—No, mi general; eso es todo.

El procónsul volvió entonces sus ojos sobre el itálico. Este también miró al suelo. Había algo extraño en el gesto, pero el general no sabía bien qué era exactamente.

—Bien, salid y esperad fuera.

Los soldados se volvieron y se dirigieron hacia la puerta de la tienda, pero cuando estaban a punto de salir, el itálico se paró, dudó y por fin giró sobre sí mismo y se dirigió al procónsul.

—Hay una cosa más, mi general...

Publio miró fijamente al soldado.

—¿Y bien...? Adelante, ¿qué más?

El soldado ibero por fin se aventuró a continuar.

—Yo diría que nos vieron algunos centinelas del campamento cartaginés, pero que nos dejaron ir, como si tuvieran la orden de no molestarnos. Es sólo una sensación; no tengo nada para probar lo que digo y mi compañero no está seguro, por eso no lo hemos comentado antes, pero pese a todo yo quería decirlo.

—¿Cuánto tiempo llevas al servicio de Roma, soldado? ¿Seis años?

—Casi siete, mi general; desde sus campañas en Hispania.

—Sí, así es. Y siempre has servido bien como explorador —concluyó Publio—. Has hecho bien en comentar tus sensaciones. A veces la intuición es tan importante como la información cierta. Podéis marchar. Habéis hecho bien vuestro trabajo. Uno de los lictores os conducirá a una tienda. Allí esperaréis nuevas instrucciones.


Una vez solos, Publio y Lelio prosiguieron dialogando y compartiendo vino.

—Estos dos hombres deben permanecer aislados. El resto del ejército no debe conocer nada de los elefantes, o al menos el número exacto, hasta que yo lo decida. ¿Está claro?

—Por supuesto. Me ocuparé de ello.

—Los legionarios esperan encontrar elefantes —continuó explicándose Publio—, pero no esperan ese número. Ochenta elefantes. Eso puede infundir temor en el ejército y eso es lo primero que debemos evitar.

—Aníbal habrá dado orden de que no se moleste a los posibles exploradores que enviáramos. Quiere que se sepa, quiere que nuestras tropas sepan el enorme número de elefantes que ha reunido para la guerra.

—Sí, Lelio; seguramente ése es su objetivo.

—Nos paga con la misma moneda. Nosotros permitimos que sus exploradores de hace unos días entraran en el campamento; eso tuvo gracia; cuando diste órdenes de que los exploradores cartagineses que habían apresado las tropas de la V legión fueran dejados en libertad y que así visitaran el campamento, para que luego se les dejara regresar sin un rasguño.

—Sí; en cierta forma nos paga igual, pero no exactamente. Nuestra estrategia era la de transmitir a los cartagineses nuestra gran confianza y esperar que esa sensación de gran confianza y seguridad en nuestras fuerzas infundiera temor; también quería desinformar, ya que hace unos días aún no habíamos recibido el refuerzo de la caballería de Masinisa y de sus infantes; quería que Aníbal pensara que no disponíamos de esas tropas, pero el combate no se ha producido de forma tan inminente como esperaba; el efecto de esa desinformación puede haberse perdido ya, pues no sabemos si otros espías cartagineses han detectado la llegada de los efectivos del rey númida. Y ahora Aníbal juega a infundir temor con algo mucho más tangible que la sensación de confianza de unos soldados; los elefantes no entienden de sutilezas.

Hay que admitir que en esta partida el general cartaginés nos ha ganado. Además, es muy posible que él también haya aislado a sus exploradores para que no informen de lo ocurrido en su misión. No, Aníbal nos ha ganado en este juego. —Publio, contrario a su costumbre, echó un largo trago de vino y prosiguió—. Ahora nos resta la negociación de mañana. Y más aún, la batalla que seguramente seguirá a la entrevista, pues no creo que podamos alcanzar acuerdo alguno. Es ahí, al final de todas las cosas, donde tenemos que ganar.

—Y ahí al final estarán los ochenta elefantes y sus tres ejércitos, el de Cartago y Libia de Giscón, el de los mercenarios de Magón y el de los veteranos de Italia de Aníbal.

—Y allí estaremos nosotros, Lelio, no lo olvides; allí estaremos nosotros.

—Sin duda. Allí estaremos todos, con las «legiones malditas», las tropas auxiliares, los voluntarios, la caballería de Roma y la que reclutaste en Siracusa poniendo rojo de ira a Catón —y Lelio soltó una pequeña risa—, y las tropas del rey Masinisa. Y todos bajo tu mando. Y siguiendo tus órdenes venceremos a Aníbal. Aunque...

—¿Aunque... qué?

—Aunque hay que reconocer que no nos habrían venido nada mal esos refuerzos que traía el cónsul Tiberio Claudio Nerón. Ya sé, ya sé —dijo rápidamente Lelio viendo la mirada seria de Publio— que a fin de cuentas venían enviados por Catón y que Catón nunca haría nada por ayudarte si no fuera para un objetivo superior que desconozco, pero, qué se yo; con esos elefantes, yo me habría alegrado si esas tropas estuvieran ahora aquí y no junto con las cincuenta quinquerremes que se hundieron en el mar.

—Bueno, Neptuno no quiso que llegaran —dijo Publio, y fue él quien en ese momento sonrió levemente, de forma un poco malévola.

—En fin, quizá fuera el deseo de Neptuno y es curioso, porque siempre te fue propicio.

—Y quizá lo siga siendo, quizá lo siga siendo. Sin esas tropas, si vencemos, el triunfo será nuestro, no de Catón y su jauría de senadores ambiciosos y cobardes. Y, desde luego, ya no estará allí Quinto Fabio Máximo para negárnoslo.

—Eso seguro. Bebamos a la salud del viejo augur, princeps senatus, y todo lo demás.

—Bebamos.


Y bebieron, pero aquí Publio ya sólo tomó un sorbo, un poco por moderarse, un poco por superstición. No pensaba que beber celebrando la muerte de un ex cónsul de Roma fuera algo que trajera buena suerte. Incluso si ese ex cónsul era el que había sido su declarado enemigo durante años y años. Enemigo de su padre, de su tío y luego acérrimo látigo y oposición de todos sus proyectos.

—Bueno, pero dejemos de hablar de política —dijo Lelio—. Ya sabes que yo de política prefiero no hablar. En fin, en cualquier caso, como bien decías, allí estaremos y allí lucharemos y bajo tus órdenes venceremos. Como en tantas otras ocasiones.

—Lelio, se agradece tu infinita confianza, pero me pregunto si no será que el vino te anima quizá ya algo en exceso.

—Sí, eso es posible. Pero no dudo en que, nuevamente, nos llevarás a la victoria, como en otras ocasiones. Insisto. No tengo ni idea de cómo lo harás porque a mí no se me ocurre la forma de resolver este problema de elefantes y tres ejércitos combinados, pero bebo tranquilo porque sé que, o bien ya sabes cómo hacerlo, o bien se te ocurrirá algo esta noche. O...

—¿O...? —preguntó Publio entre divertido e intrigado por las elucubraciones de su fiel y veterano tribuno.

—O será una batalla hermosa y una compañía inmejorable para morir —dijo Lelio, y alzó su copa; a lo que el procónsul respondió con una sonrisa y levantando la suya.

—Por la victoria o la muerte. Lo que los dioses nos concedan —exclamó Escipión.


Así Cayo Lelio, el oficial más veterano de las tropas romanas expedicionarias en África, y el joven general en jefe, procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, al abrigo de aquella tienda de campaña y de la amistad que les unía, forjada en decenas de batallas y que había superado la intriga y la traición, celebraron lo que debía ser la futura victoria o la próxima muerte de ambos frente al mayor enemigo de Roma. Aníbal Barca ya estaba allí. Ya estaba allí con todo su ejército. Y Zama no sería Locri. No lo sería. Y los dos lo sabían.

—Claro que... —continuó Publio después de dejar su copa a un lado, en el suelo—, siempre nos queda la posibilidad de Útica.

—¿Útica? —inquirió Lelio intrigado.

—Sí, si la batalla va mal, siempre pensé que podríamos replegarnos hacia Útica y hacernos fuertes allí hasta que Roma tuviera a bien enviarnos ayuda —aclaró el procónsul.

De pronto, Lelio abrió los ojos de par en par.

—Por eso insistías tanto en el maldito asedio de Útica, para tener un refugio, por eso era. —Lelio dio una palmada con su mano derecha en su muslo—. Y pensar que todos creíamos que te empecinabas en el asedio por demostrar a las legiones V y VI que había que acabar lo que se empieza...

—Bueno —respondió Publio—, en parte era eso, pero lo esencial, lo estratégico, era tener un lugar adecuado donde refugiarse para resistir si Aníbal sale tras nosotros. Aníbal no se detendría en una mera fortificación improvisada como la que llamasteis todos Castra Cornelia, como hicieron Sífax y Giscón.

—Por eso ordenaste que se reconstruyeran las murallas y las puertas de Útica.

—Por eso —confirmó Publio—, para tener un refugio, para usar Útica como Cartago Nova en Hispania, sólo que allí la conquistamos en seis días y aquí hemos tardado dos años, pero es algo bueno para tener en reserva.

—Sin duda, sin duda. —Lelio le miraba como un niño henchido de admiración. Publio percibió demasiada ilusión por parte de su tribuno.

—Pero Lelio, hay que pensar dos cosas: primero, que los hombres no deben saber nada de esta idea, pues deben acudir al campo de batalla como si no hubiera marcha atrás posible y, en segundo lugar, la derrota puede ser tan brutal que no podamos ni llegar a Útica. Eso también es posible.

—Sí —concedió Lelio algo menos agitado—, sí, lamentablemente, ésa es una posibilidad.

Los dos hombres se quedaron juntos, compartiendo el silencio de dos guerreros antes del combate.

Campamento general cartaginés junto a Zama

Aníbal estaba revisando las condiciones de sus tropas cuando los emisarios que había enviado al campamento romano regresaron con una respuesta. El general cartaginés estaba junto a un grupo de cinco elefantes que estaban perfeccionando su adiestramiento. Los mensajeros se aproximaron hasta quedar a unos pasos de su general. Aníbal se volvió para mirarles. Una de las bestias bramó con inusitada fuerza. Los emisarios y la mayoría de los soldados se estremecieron por la potencia de aquel salvaje grito del gigantesco animal. Aníbal, sin embargo, permaneció en pie, erguido, sin moverse un ápice de su posición, esperando las explicaciones de sus emisarios. Aquellos elefantes le recordaban a Sirius, el elefante sobre el que cruzó las grandes zonas pantanosas del norte de Italia. Aquellos bramidos le traían recuerdos de pasadas gestas.

—El general romano acepta —comenzó al fin uno de ellos—. Mañana aproximarán su ejército para parlamentar.

Y continuó detallando el resto de las especificaciones que había dado Publio Cornelio Escipión para que el encuentro tuviera lugar. El general cartaginés escuchó en silencio, atento a cada palabra, buscando descifrar en ellas el carácter de aquel nuevo general romano que se había atrevido a llevar la guerra a África, el mismo que se le escapara en Tesino y en Trebia y en Cannae y que luego derrotara a su hermano Asdrúbal en Hispania. Parecía que al fin los romanos habían dado con un general diferente. La entrevista, si bien pudiera ser que no valiera para conseguir evitar la batalla, sobre todo a la luz del poco margen que el Senado de Cartago le había dado para negociar, resultaría al menos un debate interesante. Uno de los elefantes volvió a rugir con fuerza. Aníbal se alegró, mientras sus propios soldados se estremecían. Ese temor, ese tremendo miedo que inspiraban aquellas bestias podría decidir la batalla final. Debería hacerlo. Y si no, claro, como en tantas otras batallas, lo harían sus veteranos. Tenía varias armas y las pensaba utilizar todas.

Campamento general romano

Aquel mismo día, por la tarde, tanto las tropas romanas como cartaginesas avanzaron sus posiciones según lo acordado. Publio dirigió sus legiones y las tropas de Masinisa hasta llegar junto a Naraggara, situando el campamento próximo al río que por allí transcurría. Aníbal emplazó su campamento a cuatro millas de distancia, en lo alto de una colina, en una excelente posición, pero algo lejano del suministro de agua que proporcionaba el río. Publio supervisó personalmente el asentamiento del nuevo campamento. Caminaba entre sus tropas siempre seguido por los lictores de su escolta. Éstos le habían ofrecido un caballo, pero el procónsul, fiel a su costumbre, prefirió desplazarse andando entre sus tropas. Era un pequeño esfuerzo adicional, un poco de cansancio extraordinario al tener que desplazarse de una punta a otra del campamento en varias ocasiones, pero era un agotamiento que lo aproximaba a sus soldados. Los legionarios veían a su general en jefe sudando, dando órdenes, apreciando el trabajo bien hecho en las fortificaciones cuando así era o corrigiendo errores y defectos que debían subsanarse en otros momentos, y se sentían próximos a él. Cada soldado sabía que su general estaba allí, al mando de todos ellos, pero con todos ellos, no por encima, no sobre ellos. Y todos sentían, como el propio Cayo Lelio, que en aquella tierra extraña, con su mayor enemigo apenas a unas millas de distancia al mando de un inmenso ejército, que su mejor aval para salir con vida de todo aquello era seguir al detalle las instrucciones de aquel general que tantas victorias había dado a Roma.

Las legiones malditas
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