49
Campamento general de las legiones V y VI

Sicilia, principios de abril del 205 a.C.

Pasados unos días, Publio paseaba entre las hogueras del campamento. Los lictores le seguían, pero a una distancia de diez pasos, de modo que la silueta del general vestido con el paludamentum resultaba bien visible para los legionarios de la V y la VI. El cónsul quería que quedara plasmado en la mente de aquellos hombres que, de nuevo, después de once años de destierro, volvían a tener un general, un general que les ordenaba, que les exigía, que era duro, intransigente, pero que a la vez les había devuelto la dignidad, un rancho abundante, bueno y pequeñas recompensas en forma de vino, sobre todo. Sabía que si se dejaba ver a menudo, pronto todos asumirían la existencia del líder al que ahora debían lealtad, una obediencia que unos seguirían por convencimiento y otros por imperiosa necesidad ante los temibles castigos impuestos a los que se rebelaran. Publio no estaba cómodo en aquella situación, pero no había tiempo para dudas. Tenía apenas unos meses para recuperar aquellas dos legiones, para conseguir una flota de más de trescientos barcos y transportes y necesitaba más hombres. Más hombres. Pero el Senado, instigado por Fabio Máximo, había sido contundente: dispondría de las fuerzas desplegadas en Sicilia, excepto las guarniciones para proteger las ciudades, es decir, disponía sólo de las «legiones malditas», y no podía hacer nuevas levas. Tenía sus siete mil voluntarios y las legiones V y VI. Publio se detuvo a veinte pasos de una de las hogueras donde varios de sus oficiales se arremolinaban en medio de la noche. Un pensamiento le amargaba en particular: no tenía caballería, y sin caballería no tenía nada. En Cannae Aníbal destruyó sus flancos, primero el ala defendida por Emilio Paulo y luego la caballería de Terencio Varrón, que, al huir, los dejó desguarnecidos por la retaguardia. El resto fue pura masacre. Publio no podía quitarse esa imagen de la cabeza. No podía permitir que aquello se repitiera, que lo mismo volviera a ocurrirles a los mismos hombres. No, la V y la VI deberían tener un cuerpo de caballería aliada y otro de caballería romana. Sólo así podría tener sentido iniciar la campaña de África. Publio se acercó a los oficiales. Los lictores se mantuvieron a distancia. Alrededor de la hoguera estaban Cayo Lelio, Lucio Marcio, Mario Juvencio, Cayo Valerio y Silano. Terebelio y Digicio estaban comprobando que todos los puestos de guardia tuvieran a los centinelas en posición y despiertos. Desde que se ejecutó a dos legionarios que no habían entregado sus tesserae a la turma de caballería nocturna encargada de recogerlas como modo de comprobar que cada centinela estaba despierto en su puesto de guardia nocturna, no había más incumplimientos, pero tanto Terebelio como Digicio estaban muy interesados en que aquello no volviera a repetirse, especialmente en la VI, y aunque confiaban, como el cónsul y Cayo Lelio, en Valerio y sus hombres, no tenían la misma seguridad con Sergio Marco y los suyos.

—¿Dónde andan Terebelio y Digicio? —preguntó el cónsul acercándose a la hoguera con las manos extendidas. Los oficiales le hicieron sitio.

—Se están asegurando del cumplimiento de las guardias —comentó Lelio.

El cónsul asintió. Un tiempo de silencio siguió en el que todos escucharon cómo chisporroteaban las ramas de olivo y ciprés seco mientras se retorcían en el centro de la hoguera. Algunas pavesas saltaban al aire y ascendían en zigzag hasta desvanecerse en la negrura de la noche.

—Mañana me voy a Siracusa —dijo el cónsul, frotándose ambas manos próximas a las llamas.

Todos le miraron. Lelio asintió. El cónsul añadió algunas explicaciones y órdenes concretas.

—He de preparar una flota adecuada para embarcar las tropas. En Lilibeo tomaré la flota que nos trajo y tantos transportes como pueda reunir. Iré en barco, bordeando la costa norte para evitar encuentros con los cartagineses. Luego está el asunto de la caballería. —Aquí el cónsul calló unos segundos que todos respetaron; el chisporroteo de las pavesas volvió escucharse en el corazón de aquel círculo de hombres—. Por Castor y Pólux, necesito... necesitamos un cuerpo de caballería —insistió el cónsul, y Cayo Valerio asintió con decisión, pero observó que el resto de los oficiales no hacía gesto alguno; más bien parecían sorprendidos. El cónsul los miró a todos de uno en uno, como escrutando sus pensamientos—. ¿Alguien tiene alguna pregunta?

El silencio salpicado por el resplandor de las llamas fue su respuesta.

—Bien. —Publio se giró y volvió sobre sus pasos. Los lictores le siguieron y su figura se perdió entre las temblorosas sombras de las tiendas del campamento.

Cayo Valerio fue el que primero comentó las palabras del cónsul.

—A mí me parece bien lo de la caballería. En Cannae no tuvimos suficientes turmae y eso fue un desastre.

El veterano primus pilus de la V había esperado conseguir un consenso general hacia su comentario, pero en su lugar se encontró miradas de confusión y extrañeza. El resto se miraban unos a otros hasta que al fin Marcio se aventuró a responder a Cayo Valerio.

—El Senado prohibió terminantemente al cónsul hacer levas o reclutar efectivos nuevos en Sicilia. Sólo puede disponer de nosotros, el ejército de voluntarios que consiguió en Italia y de las legiones V y VI.

—Así es —añadió Mario—. El cónsul se está buscando un problema.

—Pero es cierto que necesitamos la caballería, en eso Valerio tiene razón —confirmó Marcio—. El problema será cuando Catón se entere de su intención al viajar a Siracusa para reclutar hombres.

—Y se enterará —continuó Mario—. Últimamente parece como si el quaestor tuviera oídos en todas partes.

—Eso no es difícil en este campamento —explicó Valerio—. Macieno tiene una red de informadores por toda la VI legión y todo lo que sabe se lo pasa a Sergio Marco y creo que Marco a ese quaestor del que habláis, Catón; he observado que han hecho buenas migas, Marco y el quaestor.

Todos, menos Lelio que permanecía callado con su mirada fija en el fuego, miraron hacia sus espaldas. No se veía a nadie, pero las sombras espesas les rodeaban. ¿Podía alguien haber escuchado aquella conversación entre el cónsul y sus oficiales?

—¿Qué piensas de todo esto, Lelio? —preguntó Marcio una vez que todos se volvieron una vez más hacia el corazón de fuego de aquel cónclave.

Lelio parpadeó un par de veces, como si se despertara. Miró a Marcio y luego a las llamas, mientras hablaba.

—El cónsul me ha conferido el mando de la V y la VI, me lo ha comentado antes de que viniera aquí a hacer público lo de su viaje a Siracusa, y tengo obligación de recuperarlas para el combate. Pensaba en la mejor forma de hacerlo y hacerlo rápido. Tú, junto con Mario y Silano, marcháis a Siracusa con él. Aquí me quedarán Valerio, Terebelio y Digicio. De lo que vaya a hacer el cónsul en Siracusa, nada que decir. Él está al mando. Ya tengo bastantes preocupaciones. Si Catón tiene algo que decir ya le responderá el propio cónsul.

Marcio pensó en insistir. Tenía curiosidad por saber qué pensaba realmente Lelio sobre la intención del cónsul de contravenir las instrucciones del Senado, pero desde Baecula, Lelio se pensaba mucho antes de opinar sobre cualquier decisión de Publio. Lelio, desde aquella batalla, se había tornado algo distante y frío, no sólo para con el propio cónsul, sino incluso entre ellos. Todos sabían que la relación entre el cónsul y Lelio no era la misma desde la discusión tras aquella batalla, pero estaban sorprendidos de que el enfriamiento se hubiera estigmatizado, y eso que todos vieron cómo el propio Lelio fue el que más sufrió cuando el cónsul cayó enfermo en Hispania. No obstante, nadie cuestionaba que Lelio era el más veterano de entre todos ellos y el segundo en el mando, especialmente en tiempos de crisis, y toda aquella campaña de Sicilia y África parecía una continua y eterna crisis militar. Silano, Mario y Valerio se despidieron para acostarse. Marcio miró un instante a Lelio. Quizás ese distanciamiento le permitía a Lelio cumplir las órdenes con su acostumbrada precisión, mientras que los demás se implicaban tanto emocionalmente con el cónsul que siempre padecían por todas sus decisiones, en particular cuando éstas podían entrar en conflicto con los mandatos del Senado. Sacudió la cabeza.

—Buenas noches, Lelio —dijo Marcio—. Que los dioses estén contigo.

—Buenas noches —respondió Lelio sin dejar de mirar el fuego—. Que los dioses estén con todos. Nos hará falta.

Marcio asintió y desapareció entre la oscuridad. Cayo Lelio, ahora tribuno al mando de las «legiones malditas», se quedó solo y solo era como se sentía. Publio marchaba hacia Siracusa con expresa intención de contravenir las instrucciones del Senado, que es lo mismo que decir Fabio Máximo. Máximo se enteraría, para eso estaba allí Catón. Las dudas de Lelio se agitaban en su mente al igual que las llamas bailaban en la hoguera. ¿Tendría razón al final aquel viejo y obstinado senador, ex cónsul y ex dictador? ¿Se creía Publio por encima del Senado? ¿Estaba loco? Si el Senado se enteraba de que pensaba reclutar hombres en Sicilia le depondrían del mando de aquella provincia y la campaña de África sería, una vez más, fulminada de los planes de Roma. Quizás eso fuera lo mejor. Lelio suspiró. Tenía un nuevo encargo de Publio: tenía que recuperar la V y la VI para el combate y tenía que hacerlo rápido. Ésa debía ser su preocupación y no otra. Siempre le había ido bien obedeciendo órdenes y era ya demasiado mayor para cambiar de forma de ser. Tenía alguna idea. Hablaría con los legionarios una vez que se hubiera ido el cónsul y precisaría cuál iba a ser el día a día en aquel campamento hasta que estuvieran preparados para embarcar hacia Siracusa. O marchar a pie.

En los ojos de Lelio resplandeció un fulgor profundo. Netikerty entró en su memoria. Ante sí tenía una noche de placer. Esa intimidad, esas caricias, era todo lo que le quedaba.


Cayo Valerio entró en su tienda. Hacía frío, pero la paja del lecho estaba seca. Se quitó la coraza, las grebas y las sandalias, pero se dejó el resto de la ropa. Se acurrucó entre la paja y cerró los ojos. Así que el cónsul iba a reclutar caballería en contra de las órdenes del Senado. Estaba claro que esos senadores no iban a combatir contra los cartagineses en África. Valerio esbozó una sonrisa mientras buscaba el refugio del sueño. Ese cónsul era un rebelde. Si alguien podía liderar aquellas tropas tendría que ser alguien como ese cónsul: dispuesto a todo. Al final se sabría todo en el campamento, como siempre, y los hombres de la V y la VI, en el fondo, lo comentaran en alto o no, agradecerían al cónsul que buscara un cuerpo de caballería que cubriera las alas en los próximos combates contra el enemigo. Pudiera ser que eso irritara al Senado pero, sin duda, encantaría a los legionarios de las «legiones malditas».

Las legiones malditas
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