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Ilipa

Primavera del 206 a.C.
Campamento general romano

Faltaban aún dos horas para el amanecer, pero Publio Cornelio Escipión ya había desayunado y sus hombres debían de estar terminando. El general observaba el movimiento de los legionarios yendo y viniendo con los preparativos que había ordenado. Lelio no estaba con ellos. Una vez más había dispuesto otra tarea para él: entrevistarse con el rey Sífax de Numidia, mientras él y Silano reclutaban tropas iberas en ruta hacia al sur para enfrentarse a Giscón; pero el encargo de entrevistarse con Sífax era una misión importante aunque la mirada de decepción con la que Lelio recibió aquella orden mostraba a las claras que el veterano tribuno no lo percibía así. Publio quería ir preparando el camino para la guerra en África. Puede que Giscón le derrotara aquella mañana, pero si no era así y él vencía, tenía que ir poniendo en marcha todas las alianzas necesarias en África. Luego, con el seguro enfrentamiento en el Senado de Roma, no tendría ni el tiempo ni las manos tan libres para establecer esas negociaciones. Los dioses decidirían al final del camino si estaba acertado o equivocado.

Publio sostenía aún su cuenco donde había terminado su doble ración de gachas de trigo con leche de cabra. También había tomado carne de jabalí seca y queso y pan y había sido meticuloso en dar instrucciones para que todos, desde los tribunos hasta el último de los legionarios de la infantería ligera, comiera un desayuno similar. Necesitaba hombres fuertes y bien nutridos, en especial aquel día. Llevaban una semana en aquellas lomas que los iberos de la región denominaban Pelagatos, acampados frente al cuartel general de las tropas cartaginesas concentradas por Giscón en las proximidades de Ilipa. Varios días en los que no pasaba nada que pudiera hacer avanzar la contienda de Hispania. A media mañana, Publio hacía salir a sus soldados, con las legiones en el centro y los aliados iberos en las alas y, como respuesta, Giscón hacía salir a sus soldados púnicos, también en el centro, y en las alas sus mercenarios hispanos. Ambos generales situaban sus respectivas fuerzas de caballería detrás de la infantería de cada ala, y a esto Giscón añadía unos pocos elefantes, insuficientes para desequilibrar un posible combate, en ambos extremos de su formación, pero luego no pasaba nada. Los ejércitos permanecían el uno frente al otro durante el resto del día sin que ocurriera nada. Eso iba a cambiar con el nuevo amanecer. Los legionarios estaban terminando el desayuno y empezaban a salir hacia el exterior del campamento. Primero cada manípulo formaba en la calle central o principia, justo frente al gran praetorium, bajo la atenta mirada de su general, para luego girar noventa grados hacia la derecha y encaminarse hacia la porta principalis dextera. Escipión había conseguido reunir unos cuarenta y cinco mil hombres, al sumarse a sus cuatro legiones diversos contingentes de tropas iberas, en su mayoría guerreros de infantería, pero también un regimiento de quinientos jinetes hispanos. Sin embargo, los cartagineses habían podido sumar hasta setenta mil hombres al reunir las tropas de Giscón junto con las nuevas levas llegadas de África y un elevado número de hispanos llegados de todas aquellas poblaciones donde el poder púnico aún ejercía una notable influencia, muchos procedentes de Cástulo.

Publio estiró su mano y un calón le retiró el cuenco vació y lo sustituyó por un cáliz de plata lleno de agua fresca. Nada de vino o mulsum. Eso llegaría a la noche si es que sobrevivían a lo que debía acontecer aquel día. Silano y Marcio llegaron, cada uno desde un extremo opuesto del campamento. Marcio fue el primero en informar al general.

—Todo estará dispuesto en poco tiempo. Los iberos ya han salido y las legiones lo están haciendo ahora. ¿Es seguro lo del cambio en la formación, mi general?

Publio asintió dos veces, con seguridad, y luego subrayó su voluntad con palabras.

—Atacaremos primero y atacaremos con una formación diferente a la que esperan. Llevaremos la iniciativa dos veces. Son más. Hemos de ser mejores, más fuertes, más inteligentes. Y estoy cansado de esperar. Vamos allá. —Y echó andar hacia la porta principalis dextera sin esperar respuesta alguna. Silano y Marcio se miraron levantando ambos las cejas y, sin dudarlo, siguieron a su general. A medio camino entre el praetorium y la porta principalis, Publio retomó la palabra.

—Yo dirigiré el ataque desde el ala derecha; vosotros conduciréis el ala izquierda y los iberos del centro serán dirigidos por sus jefes. Desde el centro, les resultará difícil abandonar la formación y huir. Por si acaso he ordenado a la caballería que vigile que no retrocedan. —Publio vivía con temor la reacción de los aliados iberos. El abandono de éstos en los ejércitos que comandaban su padre y su tío años atrás fue el factor decisivo que terminó con ellos muertos sobre las praderas de Hispania. Por eso los quería ahora en el centro, donde no pudieran escapar con facilidad. La clave, sin embargo, estaba en las alas. Siguió explicándose—. Les envolveremos. Hemos de doblegar sus flancos.

Campamento general cartaginés

Con la primera luz del amanecer, el general Giscón salió de su tienda. Hacía algo de fresco y se veía alguna nube oscura en el horizonte, pero en aquella parte del mundo aquello podía significar cualquier cosa. Igual podía llover torrencialmente durante horas, como despejar a lo largo de la mañana y hacer un sol radiante. Era un clima extraño el de aquel país. En las hogueras próximas a su tienda veía cómo se estaba calentado comida para el desayuno que aún no se había empezado a distribuir. No había prisa. Hasta el mediodía el romano no desplegaba sus tropas. Tenía sed.

—Traed agua —dijo, mientras un esclavo le traía su coraza y otro se situaba a su espalda para ayudarle a ajustarla bien al pecho anudando con firmeza las correas, cuando desde el ala este del campamento llegó un soldado corriendo a toda velocidad. Se detuvo en seco frente a él y entre grandes aspavientos para recuperar el resuello anunció su mensaje.

—Mi general... los romanos... todos... han formado ya... las cuatro legiones y sus aliados... y avanzan... avanzan hacia nuestro campamento en formación de ataque. Están a sólo cinco mil pasos...

Giscón abrió bien los ojos. Se zafó del esclavo que seguía ajustando las cinchas de su coraza y rechazó el agua que le ofrecía otro sirviente.

—¿Estás seguro?

—Sí, mi general. Todos sus hombres... y avanzan hacia nosotros. Es un ataque en toda regla.

Giscón salió en dirección a la empalizada del campamento cartaginés y a buen paso, en menos de un minuto, se encaramó a lo alto de la fortificación. Allí se topó con Magón Barca, quien advertido por sus propios oficiales, había acudido al igual que él, a comprobar que los romanos estaban realmente lanzando un ataque en toda regla. El soldado no había exagerado. Allí, ante los ojos de ambos generales púnicos, a menos de cinco mil pasos, en una progresión lenta pero constante, avanzaban todas las legiones de Roma desplazadas a Hispania. Giscón se pasó el dorso de su mano por sus labios resecos de la noche y, sin bajar de la fortificación y sin consultar a Magón, se dirigió a sus oficiales que se habían congregado a sus pies, debajo de la empalizada, en la parte interior del campamento.

—¡Que salga todo el ejército! ¡Ya! ¡Ya! ¡Por Baal, no tenemos un minuto que perder o no podremos ni usar los elefantes y la caballería! ¡Sacadlos a todos ya! —terminó gritando y levantando sus brazos. Los oficiales de Giscón desaparecieron y el campamento cartaginés se transformó en un torbellino de ir y venir de hombres y bestias.

Magón le cogió por el brazo y apretó con fuerza. Algunos de los oficiales leales a Magón dudaban en cumplir las órdenes de Giscón sin recibir confirmación del más joven de los Barca, y más aún ante la actitud tensa de su jefe que, en voz baja, discutía con Giscón.

—La formación romana no es la habitual —dijo Magón—. No sabemos lo que está planeando el general romano. Quiere que salgamos. Es mejor quedarse. Defendiendo el campamento desgastaremos sus tropas. Se retirarán y mañana tendremos oportunidad de atacarles sin haber sufrido apenas bajas.

Giscón negaba con rotundidad sacudiendo la cabeza con furia. Si por él fuera, habría arrojado a Magón Barca por encima de la empalizada. Dos razones de peso le hacían controlar sus impulsos: no estaba bien dar una imagen de división ante las tropas y, aunque le dolía admitirlo, no tenía claro que fuera capaz de realizar semejante empresa; no parecía fácil doblegar al joven Magón Barca, el pequeño de los hermanos de Aníbal.

Magón veía cómo era imposible razonar con aquel ofuscado Giscón. Apretó los dientes y, mirando a los oficiales que aun dudaban qué hacer, asintió una sola vez, con claridad y decisión. Lo único que compartía Magón con Giscón era la seguridad de que no podían dar órdenes contradictorias, no podían sacar medio ejército y dejar medio dentro. Eso era suicida. Toda vez que Giscón había puesto en marcha la maquinaria del inmenso ejército cartaginés en Hispania, Magón ya no podía hacer otra cosa sino seguir la corriente y rogar a Baal por su ayuda en medio de aquella vorágine.

La salida del ejército de Giscón y Magón aquella mañana no fue ejemplar, pero sí efectiva. En poco menos de media hora todas las tropas estaban formadas frente al campamento. No tuvieron problemas durante su despliegue por dos motivos: porque formaron a sus tropas de la misma forma que los días anteriores, con los iberos en las alas y los africanos en el centro, sin introducir variaciones. Giscón aún no se había percatado con claridad del cambio en la formación romana al que había aludido Magón, donde las legiones estaban en las alas y los iberos en el centro; y, en segundo lugar, porque salieron a toda prisa sin ni siquiera perder tiempo en distribuir el alimento del desayuno. Además, para sorpresa de todos, el general romano ordenó detener el avance de las legiones cuando éstas se encontraban a tan sólo mil pasos de distancia, aun cuando podría haberse aprovechado del cierto desorden que todavía reinaba entre la formación cartaginesa que no se había podido constituir aún en todas sus unidades. Una decisión la del romano que Giscón juzgó absurda pero que agradeció sobremanera. Los dioses cartagineses estaban con él aquella mañana. Así Giscón, en la retaguardia del centro de su gran ejército, sonreía entre confuso y satisfecho. Les habían intentado sorprender pero habían reaccionado con rapidez, pese a la estúpida duda de Magón, y, para mayor alegría, al final, en el momento clave, el general romano había tenido miedo y había detenido el ataque dando un respiro a sus hombres que ahora ya sí habían podido formar todas sus unidades y regimientos, dispuestos todos para la contienda. Aquel romano no sabía lo que hacía. Peor aún: no sabía ni lo que quería hacer. Igual ni siquiera habría combate. Giscón no tenía prisa alguna. Su ejército estaba muy bien abastecido y los lugares de aprovisionamiento eran ciudades cercanas amigas a su causa, mientras que el ejército romano combatía lejos de su área de mayor influencia, al norte del Ebro, y, si se dilataba la espera antes del gran combate, sus líneas de aprovisionamiento se debilitarían por la larga distancia entre Ilipa y Tarraco. Por eso Giscón no pensaba tomar la iniciativa. Sólo le fastidiaba no haber podido desayunar. La noche anterior cenó mal y bebió algo de más y un buen desayuno siempre le ponía el cuerpo a tono, pero aquello eran minucias que se solventarían en unas horas, cuando el romano volviera a retirar sus tropas, como ayer, como anteayer y como todos los días que habían precedido a aquella mañana.

Ala izquierda del ejército romano

Llevaban una hora en formación de ataque. Silano y Marcio se miraban de cuando en cuando y no decían nada. Volvían entonces sus ojos al otro extremo del ejército, en busca de la figura del general. Éste permanecía quieto, impasible, sin dar la orden de ataque. Ambos tribunos esperaron con paciencia media hora más antes de que Silano se atreviera a plantear una pregunta a Marcio. Silano dudaba porque era un recién llegado; sólo llevaba una campaña bajo el mando del joven general Escipión, mientras que Marcio había luchado varios años primero bajo las órdenes del padre y el tío del nuevo general y luego había estado a su lado en la toma de Cartago Nova y en la victoria de Baecula. Silano temía que su pregunta pareciera inoportuna o fruto de la inexperiencia.

—¿A qué esperamos?

Lucio Marcio Septimio se volvió hacia Silano, le miró un segundo sin decir nada, luego se giró hacia el general y de nuevo miró a Silano.

—No lo sé —dijo Marcio.

Y es que ninguno de los dos tribunos terminaba de entender bien a qué venía tanta prisa para levantarse si luego, una vez todos dispuestos, el general había detenido el avance, dando así tiempo a los cartagineses a ponerse en formación, para terminar luego permaneciendo, como cualquier otro día, allí, detenidos, como pasmarotes.

Pasó una hora más. Dos horas. Tres horas. Cuatro horas. Silano y Marcio dieron orden de que se distribuyera agua con frecuencia entre los hombres. El sol del mediodía caía de plano. Fue entonces Marcio el que tomó la iniciativa y se dirigió a Silano mientras montaba en un caballo que había mandado traer.

—Voy un momento a hablar con el general. Voy a preguntarle qué espera para atacar.

Silano asintió.

Retaguardia del ejército cartaginés. Alto mando púnico

Asdrúbal Giscón se quitó el casco y dejó que el aire envolviera su cabeza, pero el viento estaba detenido y el sol pegaba con tal fuerza que chorreaba sudor por los cuatro costados de su ser. Era desagradable aquella espera. Para no hacer nada sería más lógico que el romano hubiera salido al mediodía a formar su ejército y no hacer ese avance que parecía un ataque antes del amanecer. Definitivamente aquel general romano no sabía cómo llevar una guerra. Aquél era un día de sufrimiento inútil para todos.

Ala derecha del ejército romano

Marcio desmontó de su caballo en cuanto llegó a la altura del general. Lucio Marcio estaba sudoroso, como todos, y cubierto por el polvo que su montura había levantado al galopar. Publio Cornelio Escipión no pareció sorprendido de su llegada.

—Mi general —preguntó Marcio—, por todos los dioses, y con el debido respeto, ¿a qué estamos esperando?

El joven Publio le miró y le respondió con concisión.

—A que tengan hambre. —Y señaló a los cartagineses.

Marcio empezó a comprender. Asintió despacio, pero aún tenía dudas.

—Pero, mi general, nuestros hombres también llevan horas sin probar bocado...

—Es cierto —le interrumpió el general de forma tajante—, pero ¿cómo está tu estómago, tribuno?, ¿realmente estás muerto de hambre o puedes aguantar?

—Puedo aguantar, general, y supongo que el resto de los hombres también.

—Bien, porque ellos llevan desde la noche anterior sin comer nada y el sol es igual de implacable para todos. Pronto empezarán a querer distribuir comida. Entonces atacaremos con todo lo que tenemos. Ataque frontal con los iberos y con las legiones haremos una maniobra envolvente. Quiero rodearlos. Sus elefantes son pocos y los han puesto en los extremos, rodeados de iberos que les tienen tanto o más miedo que nosotros. Nuestras legiones, con el apoyo de la caballería, deberán acabar con elefantes e iberos. Ésas son las órdenes.

Marcio se llevó el puño derecho cerrado al pecho.

—Sí, mi general.

Retaguardia del ejército cartaginés. Alto mando púnico

Magón Barca llegó junto al general Giscón y le propuso repartir comida entre los hombres.

—Llevan demasiadas horas sin comer. Si hay combate estarán agotados —dijo con aire de preocupación.

Giscón no odiaba nada tanto como tener que dar la razón a un miembro de la familia de los Barca, pero el hermano pequeño de Aníbal tenía razón, así que asintió sin decir nada. Magón partió para poner en marcha el avituallamiento de las tropas. A los pocos minutos se abrían las puertas del campamento general cartaginés para que esclavos y siervos de los púnicos llevaran cestas con comida a las diferentes unidades diseminadas por la llanura. Los soldados se alegraron al ver llegar los primeros cestos con pan, carne seca, queso y algunas frutas, pero apenas habían iniciado las unidades de la última línea a hincar el diente en algún pequeño pedazo de pan cuando las cuatro legiones de Roma y sus aliados iberos empezaron a avanzar de nuevo, a buen paso, haciendo que sus espadas golpearan los escudos hasta transformar todo el valle en un ensordecedor trueno de ruido y alaridos de guerra.

Asdrúbal Giscón montó en un caballo y ordenó que se interrumpiera el reparto de comida. No había ya tiempo para eso.

—¡Al ataque! ¡Avanzad! —aulló con todas sus fuerzas; sabía que éste era el choque definitivo; eran más, casi doblaban en número a los romanos. Acabarían con ellos—. ¡Por Baal, por Cartago! ¡Al ataque! ¡Exterminadlos! ¡Que no quede un romano vivo en toda la región!

Ala derecha del ejército romano. Vanguardia

Quinto Terebelio comandaba a los triari de la tercera línea de combate. Éstos permanecían inactivos mientras los hastati de primera línea arremetían contra el gigantesco tumulto de iberos, acompañados de unos quince elefantes, que se les echaba encima, pero los hispanos no estaban acostumbrados a combatir con aquellas bestias entre sus filas y, en ocasiones, entorpecían los movimientos de los paquidermos, anticipándose a ellos, interponiéndose en su camino, o los confundían con su mar de voces guerreras que inundaba todo lo que les rodeaba con la pretensión de infundir temor entre sus enemigos. El resultado era que para cuando los iberos al servicio de los cartagineses llegaban a confrontarse con los hastati, los hispanos de Cartago debían luchar a un tiempo contra los romanos y contra alguno de los elefantes que, en su locura, se había vuelto contra ellos. Por el contrario, los elefantes que sí habían alcanzado a los romanos antes de que se les interpusieran los iberos eran recibidos con diferentes andanadas de armas arrojadizas de todo tipo y, si bien alguno de los elefantes embistió a varios manípulos de la formación romana, en su mayoría fueron repelidos y puestos en fuga con dirección hacia los iberos del ejército púnico. Al cabo de media hora, todos los elefantes habían perecido, unos a manos de los romanos y otros por las lanzas de los mercenarios cartagineses que se defendían de aquellas bestias que no hacían más que impedirles combatir contra las legiones de Roma.

Retaguardia romana, ala derecha

Publio observó cómo se había conjurado el peligro de los dos pequeños grupos de elefantes, no sólo por la confusión de los animales al ser ubicados por Giscón entre los inexpertos iberos, en lugar de con la experimentada falange africana del centro, donde habrían sido más hostiles y operativos, sino porque, además, el terreno en los extremos de la formación de ambos ejércitos era más abrupto y, en consecuencia, menos conveniente para los propios elefantes. Otra cosa hubiera sido si Giscón hubiese dispuesto no de unos veinticinco elefantes, sino de cincuenta o sesenta pero, pese a aquella victoria parcial, el enemigo aún le superaba en número y los hastati habían sufrido ya mucho en aquel choque inicial. Publio hizo una señal con su mano derecha a sus oficiales.

—Que entren en combate los principes —dijo, con serenidad, sin gritar. Las trompas y tubas de las legiones empezaron a sonar y el general vio cómo en el campo de batalla, sus manípulos obedecían con férrea disciplina, retirándose los hastati y dejando que las unidades de principes los reemplazaran. De ese modo, los soldados que recibían a los iberos de Cartago, que aún estaban aturdidos por el fiasco de los elefantes, eran legionarios frescos y, también, mejor alimentados en las últimas horas que los propios iberos, a quienes los estómagos vacíos empezaban a crujirles en las entrañas. El general dio una orden más.

—Que la infantería ligera de ambas alas rodee al enemigo y ascienda por los extremos apoyados por la caballería. Quiero que empiecen a atacar a esos iberos por los flancos.

Ala izquierda del ejército púnico

Los iberos de Cartago estaban hambrientos, sin embargo, tenían un orgullo guerrero que les hacía combatir con furia; pero los romanos iban sustituyendo las unidades de primera línea por nuevas unidades de refresco de forma continuada, mientras que ellos se veían obligados a combatir a destajo sin una organización similar que les permitiera intercambiarse unos por otros. En su lugar, los iberos de primera línea combatían hasta la extenuación o, en muchos casos, hasta que caían heridos por el enemigo, y entonces eran reemplazados por los que estaban detrás. No era un sistema tan eficaz como el romano, pero aun así podrían haber mantenido las posiciones durante mucho tiempo de no ser porque por su flanco izquierdo llegaron nuevas tropas del enemigo, respaldados por una poderosa carga de la caballería romana. Las bajas en aquel extremo fueron incontables y la confusión inicial entre los iberos sobre el resultado final de aquella batalla empezó a tornarse en profundo temor.

Centro de la batalla. Retaguardia cartaginesa

Giscón contemplaba cómo su bien organizada falange africana contenía a los aliados hispanos de los romanos, aunque aquéllos tampoco cedían demasiado terreno. En cualquier caso estaba satisfecho. Con los iberos siempre era así: resistían una o dos horas y luego empezaban a ceder terreno. Era cuestión de tiempo. Un jinete, escoltado por varios númidas, se acercó hacia la posición del alto mando. Giscón reconoció la inconfundible silueta de uno de los Barca sobre aquel caballo y sabía que si había abandonado su posición en una de las alas de la formación era porque traía malas noticias.

Magón desmontó de su caballo y se dirigió con vehemencia hacia Giscón.

—Hay que replegarse al campamento y atrincherarse allí. Las alas ceden. Los romanos nos sobrepasan por ambos flancos. Algunos iberos comienzan a huir del campo de batalla. Si nos replegamos los mantendremos con nosotros, pero si no, corremos el riesgo de una desbandada general.

Giscón le escuchó sin mirarle, concentrado como estaba en contemplar cómo su falange africana mantenía bien el tipo en el corazón de la batalla. Magón comprendió que Giscón estaba ofuscado.

—¡Lo que tienes delante de tus ojos es sólo un espejismo! —le gritó Magón—. ¡La batalla se está decidiendo en las alas, pero, por Baal, aún podemos evitar el desastre y dejarlo todo en un desenlace confuso! ¡Además, nuestros hombres, incluidos la falange, empezarán a dar signos de agotamiento por la falta de comida antes que los suyos! ¡Hay que retirarse!

Giscón se resistía a dar su brazo a torcer, pero los dioses iban a decidir por ellos. El cielo, que en la última hora de aquella tarde se había ido llenando de nubes, se rasgó en sus entrañas con un potente trueno que estalló encima de cartagineses, númidas, iberos y romanos, ajeno a sus pasiones, a sus odios y a su guerra. El agua se desparramó sobre guerreros y caballos, sobre heridos y cadáveres como un torrente inundándolo todo en cuestión de minutos.

Ala derecha romana. Alto mando

Publio Cornelio Escipión estaba calado hasta los huesos. Con una mano protegiéndose los ojos, apenas si alcanzaba a ver cómo las unidades de primera línea pugnaban por continuar con el combate en medio del fango mezclado con agua y sangre que lo empapaba todo y en donde las sandalias de los legionarios se hundían dificultándoles toda maniobra útil. En los extremos, los caballos, molestos por la intensa lluvia, perdían reflejos y resultaban menos combativos. Publio levantó la cabeza. Quería ver el cielo, buscar si había claros, pero ni tan siquiera pudo abrir los ojos de tanta agua como caía sobre él. Aquello no era lluvia, sino un diluvio brutal. Publio apretó los dientes con rabia. Suspiró y dio una patada en el suelo. Levantó su brazo derecho y bucinatores y tubicines tocaron retirada general. La victoria absoluta había estado tan cerca, tan cerca. No era momento para aflojar. Se retirarían al campamento y atacarían de nuevo en cuanto escampara.

Las legiones malditas
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