48
Cayo Valerio

Oeste de Sicilia, finales de marzo del 205 a.C.

Cayo Valerio estaba nervioso, sudoroso, incómodo, mientras esperaba junto a los lictores que custodiaban la nueva tienda del praetorium que el cónsul había hecho levantar para reemplazar los harapos de tela que quedaban en pie del antiguo puesto de mando. Valerio paseaba de un lado a otro en pequeños pasos y meditaba qué decir al cónsul. ¿Por qué le había convocado tan pronto? Bien, era el primus pilus de la V y ante la ausencia de tribunos era el centurión de mayor rango. ¿Pero por qué le había citado a solas y no con Sergio Marco, el otro centurión primus pilus de la VI? Por lo que fuera, el cónsul quería verlo a solas, o, al menos, entrevistarse con cada centurión por separado. Estaría tanteando cómo estaban los ánimos. Sin duda. Más seguro, los pasos de Valerio se tornaron más amplios, pero de golpe le asaltó otro motivo para el nerviosismo: de su uniforme colgaban sus viejas faleras y torques, sus antiguas condecoraciones de guerra. En aquel sitio, en aquel destierro, parecían fuera de lugar. Veloz, Valerio se quitó todas las condecoraciones pero, ¿dónde guardarlas? Estaba aún pensando en ello cuando le llamó uno de los lictores.

—Centurión, ya puedes pasar. El cónsul te recibirá ahora.

Cayo Valerio apretó las condecoraciones entre los dedos de su mano izquierda y la puso detrás, a su espalda, mientras entraba en la tienda del nuevo praetorium. Valerio se encontró ante Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, pero no a solas, como había pensado, sino que el general estaba acompañado de varios de los oficiales que éste había traído consigo. Valerio aún no conocía sus nombres, pero junto al cónsul, sentado sobre un sencillo taburete, estaban, en pie, Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio Tala y Silano, los oficiales de más alto rango y de mayor confianza de Publio. Valerio, hombre experto en juzgar a oficiales, adivinó con rapidez que entre esos hombres y el cónsul había algo más que una relación militar. Debía ser cauto en sus palabras y no molestar a nadie de los presentes.

—¿Eres Cayo Valerio? —preguntó Publio Cornelio Escipión con voz grave—, ¿el primus pilus de la V?

—Así es, mi general.

—Eso, en las circunstancias en las que ha vivido la V en los últimos años es lo mismo que decir que eres el hombre que ha estado al mando de la V todo este tiempo, ¿no es así?

—Sí, mi general. Desde que Roma no envía nuevos tribunos, he estado al mando de la V.

—Entiendo —dijo Publio mirando fijamente a su interlocutor. Luego guardó unos segundos de silencio durante los que Valerio bajó la mirada al suelo y continuó hablando—. La situación de la V legión no es muy buena, y el estado general del campamento es deplorable.

Valerio fue a hablar, a decir que hacía años que no había reabastecimiento, que sin provisiones para el invierno habían tenido que cultivar ellos mismos o negociar con los granjeros de la región cuando no saquear como hacían los hombres de la VI y algunos de su propia legión a sus espaldas; pensó en decir que sin suministros y sin tribunos era imposible hacer más, que..., pero el cónsul levantó su mano derecha y Valerio se tragó todas sus explicaciones con su propia saliva.

—Pese a todo, centurión —continuó Publio—, te las has arreglado para que varias decenas de tus manípulos aún recuerden lo que es una formación manipular de la legión y que preserven también sus armas en buen estado. Eso te honra. Y me consta también que los hombres de esos manípulos son los que mejor reaccionaron a mi discurso de esta mañana. Todo eso te hace acreedor de cierta confianza por mi parte en tu capacidad de mando, aunque la desorganización general del campamento, la falta de guardias, los saqueos en la región, hacen patente que es necesario reconducir la disciplina de estas tropas y que nuevos mandos son necesarios, ¿estarás de acuerdo en eso? —Sí, mi general.

—Bien —respondió Publio con satisfacción en el momento en que una de las condecoraciones de Cayo Valerio se deslizó entre los sudorosos dedos de su mano izquierda cayendo sobre el suelo, tras su pies, produciendo un gran chasquido metálico. El centurión se quedó firme, pero ya todos habían advertido que algo había caído de su manos.

—¿Qué es eso que ha caído y que escondes tras tu mano izquierda? —preguntó Publio al tiempo que se alzaba y que Cayo Lelio, desenvainando su espada, se cruzaba interponiéndose entre el cónsul y el veterano centurión, pues el sonido era similar al que una daga habría producido al chocar con el suelo. Por su parte, Silano y Mario Juvencio se abalanzaron sobre Valerio y le asieron fuertemente de los brazos. Valerio comprendió que todos temían que se tratara de un puñal, de un intento de agredir al cónsul.

—¡No es nada, mi general, no es nada! —exclamó Valerio entre asustado y avergonzado—. ¡Son sólo mis faleras y torques! ¡Condecoraciones de otros tiempos!

Lelio enfundó la espada y recogió la cadena de oro del suelo.

—No miente —dijo—, y en la mano izquierda tiene varias más. Son sólo condecoraciones.

Todos se relajaron. Silano y Mario soltaron al confundido Valerio, que tomó de manos de Lelio su falera caída y la puso con las demás en su mano izquierda.

—¿Por qué escondes tus condecoraciones, centurión? —respondió Publio, más tranquilo, sentándose de nuevo.

—No sé, mi general, siempre las llevo puestas; más por imponer respeto a mis hombres que por otra cosa. Hace tiempo que perdí mi orgullo de soldado, lo admito. Son viejas condecoraciones ganadas contra los galos del norte y los piratas de Iliria, pero de eso hace ya tanto tiempo... y con el discurso de esta mañana, sabiendo de las carcajadas y risas de los hombres de Aníbal, me parecía fuera de lugar que alguien como yo se presentara luciendo condecoraciones, alguien que huyó como un perro de Cannae.

Cayo Valerio hablaba mirando al suelo, desolado, deseando que la tierra se lo tragara allí mismo.

—Yo también huí de Cannae, centurión de la V —respondió Publio Cornelio Escipión.

—Sí, pero por todos los dioses, como dijiste, nos salvaste a todos, nos guiaste, recompusiste nuestras filas para poder escapar. Eso tiene mérito en sí mismo, pero simplemente huir como hicimos los demás... y además, están todas las victorias que has conseguido en Hispania. Incluso aquí se sabe de la conquista de Cartago Nova o de las batallas de Baecula e Ilipa. Estoy ante un general temible, temido, y sólo soy un cobarde más de las «legiones malditas». Por eso escondía mis condecoraciones del pasado.

—Servid una copa de vino a este centurión —ordenó el cónsul dirigiéndose a un esclavo a sus espaldas—, y que traigan vino para todos. Escucha, Cayo Valerio, estos hombres que ves a mi alrededor, todos han sufrido derrotas contra los cartagineses, todos, y ahora, sin embargo, son mis mejores oficiales y creo que, por Castor y Pólux, tú puedes estar entre ellos; ¿te gustaría formar parte de ellos, Cayo Valerio? Veo que asientes, eso está bien. Bien, toma la copa que te ofrece ese esclavo y beberás conmigo, con nosotros, pero ahora necesito respuestas rápidas y sinceras. Sólo me vales si puedo fiarme plenamente de ti, ¿me entiendes?

Valerio volvió a asentir.

—Perfecto, dime, Cayo Valerio, ¿me puedo fiar de los hombres de la V? ¿Es la V una legión leal a Roma?

—Yo creo que sí, mi general. Están desmoralizados y descontentos, pero sólo con la comida que habéis distribuido con vuestra llegada ya tienen otra cara. Desean un general. Son hombres que quieren una oportunidad, sólo que hace tanto tiempo que rogaron por eso que ya no saben ni lo que quieren, pero el nombre del general inspira temor y respeto a la vez. La V será de nuevo una legión de Roma bajo el mando de Escipión. Puedo asegurarlo.

—Bien, Cayo Valerio, lo que me dices resulta muy alentador. La instrucción será dura, voy a imponer pena de muerte por cualquier acto de rebeldía o insubordinación, ¿crees que los hombres resistirán esas normas, esa rigidez?

—Pienso que si se les trata con justicia aceptarán todo.

—¿Y qué es justicia para el primus pilus de la V legión de Roma?

Aquí Valerio meditó un instante.

—Justicia, mi general, es un rancho decente, comida suficiente, ropa limpia, un lecho de paja seca donde dormir y quizás algo de vino de cuando en cuando y... —Aquí se detuvo el centurión.

—Habla, por Hércules, habla, centurión, he de saber qué es lo que hará que estos hombres sean leales legionarios de Roma.

—Bien... está el tema de las mujeres... alguna mujer de cuando en cuando también sosegaría a más de uno. Comida, algo de vino y alguna mujer. Con eso la V aguantará la instrucción más dura. Aguantarán que el que incumpla las normas sea castigado con toda severidad. Y más si saben que existe la posibilidad de poder combatir de nuevo para terminar con el destierro.

—Esa posibilidad existe, Cayo Valerio; esa posibilidad se la daré a todos los hombres de la V, así que difunde esa información entre tus hombres. Y también habrá comida y, ocasionalmente, vino y mujeres. Me ocuparé de ello, pero a cambio tus hombres deben serme fieles hasta el final.

Las últimas palabras las pronunció el cónsul con una intensidad especial en los ojos. Valerio se vio sorprendido por aquel fulgor y, una vez más bajó la mirada, pero se lo pensó dos veces antes de responder. El silencio se prolongó unos segundos.

—Hasta el final, mi general —confirmó en voz firme Valerio, alzando de nuevo la cabeza y devolviendo la mirada al cónsul.

—Bien, sea, entonces bebamos todos juntos por Cayo Valerio, primus pilus de la V legión de Roma, por todos nosotros y por África.

Todos los oficiales del cónsul bebieron, pero el cónsul no, pues se quedó esperando a que Cayo Valerio hiciera lo propio, pero éste, al escuchar el nombre de África, se quedó como petrificado.

—¿África? —preguntó en voz baja Valerio.

—África —repitió con voz potente, decidida, Publio Cornelio Escipión—, África, centurión, África.

Valerio asintió un par de veces despacio, se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo, dos. El vino estaba bueno. Cerró los ojos mientras la palabra África retumbaba en su mente entre trago y trago. La voz del cónsul le hizo volver a despegar los párpados y retirar la copa, ya vacía, de su boca.

—¿Y de la VI, Cayo Valerio, qué puedo esperar de la VI?

Valerio miró a su alrededor. Por un segundo se sintió atrapado, acorralado por todos aquellos poderosos oficiales y por el cónsul. Como si se tratara de una encerrona.

—¿La VI? —repitió dubitativo Valerio.

—Repetir mis preguntas, centurión, no es forma de responderlas. Has brindado con nosotros, eres uno de los nuestros, o vas a serlo pronto; ahora te pregunto por la VI y he de saber con precisión lo que puedo esperar de la VI. Quiero información, Cayo Valerio, la quiero clara, exacta y rápida y la quiero ahora mismo, centurión.

—Sí, mi general, sí... la legión VI, la legión VI es algo distinto... los hombres... los hombres de la VI son buenos hombres, pueden serlo, pueden combatir bien, pero allí la disciplina ha decaído aún más que en la V...

—¿Por qué o por quién, Valerio? —El cónsul interrogaba con tal velocidad que Valerio no veía otro camino que responder tal cual eran las cosas.

—Es Marco, Sergio Marco, el primus pilus de la VI, y Macieno, Publio Macieno, su centurión de mayor confianza...

—A Macieno lo conozco; háblame de Sergio Marco, centurión.

—Marco es un hombre vengativo, valiente, pero ha torcido su vida. Es él el que inició los saqueos de la región cuando los suministros empezaron a escasear, pero se hizo popular entre sus hombres y entre parte de los míos, lo he de admitir, sobre todo al principio, porque con los saqueos conseguía comida, provisiones, trigo y sobre todo vino y mujeres, mujeres que raptaba entre los granjeros, pero ahora todos los campesinos se han recluido en las montañas y en Lilibeo son pocos los que quieren comerciar con nosotros porque no tenemos dinero, de modo que Marco consiguió provisiones un tiempo, pero ahora todo está destruido alrededor de nuestro campamento, en decenas, centenares, miles de estadios entorno a nuestro campamento no hay un alma, ni comida. Marco, o Macieno, sólo consiguen nuevos botines ocasionalmente. Marco mantiene cierta popularidad entre los hombres de la VI, pero los de mi legión están resentidos con él.

—¿Se puede recuperar a los hombres de la VI para la guerra contra Aníbal?

—Es posible, sí, pero con Sergio Marco y Macieno al mando será muy complicado. En cualquier momento pueden montar una rebelión. Las normas estrictas, la pena de muerte por insubordinación pueden ser una forma de asustar a gran parte de los hombres de la VI, pero Marco y Macieno han vivido como reyes durante los últimos años. No creo que quieran volver a ser sólo centuriones. Lo harán de mal grado...

—Termina lo que estás pensando, Valerio.

—Quizá no esté bien... no me gusta criticar a otros... pero Sergio Marco y Macieno siempre han sido y siempre serán un problema, mi general. No son recuperables para la legión, pero... pero son los dos centuriones más antiguos de la VI. Sus hombres tampoco dejarán que se les sustituya por otros.

Publio, que había escuchado a Valerio con el cuerpo echado hacia delante, se retiró hacia atrás y suspiró despacio.

—Bien, Valerio, me has servido bien y me servirás mejor aún en el futuro. Espero grandes cosas de ti. Ponte tus condecoraciones y recupera el orgullo. Un oficial sin orgullo no es nada. Debes seguir como hasta ahora. Tus hombres tendrán el trato del que hemos hablado y a cambio tendré la lealtad de la V legión de Roma. Tenemos un pacto. Pareces hombre de honor. Confío en ti y en tu palabra, ahora retírate y cumple y haz cumplir mis órdenes en todo momento.

—Sí, mi general. —Y, tras llevarse la mano al pecho a modo de saludo militar, dio media vuelta, y Cayo Valerio, primus pilus de la V, salió de la tienda, se puso sus faleras y torques y se encaminó hacia los oficiales de la V que le esperaban ansiosos por saber de su entrevista con el cónsul de Roma.

Las legiones malditas
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