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La última carta de Publio
Roma, abril del 203 a.C.
Querida Emilia:
Sé que me has escrito pero creo que no han llegado todas tus cartas, algo demasiado frecuente en estos días, pero por uno de los correos oficiales que me han llegado a través de Lucio desde el Senado, sé que estás bien y que tenemos otra hija. Las dos cosas me hacen muy feliz. Dile al pequeño Publio y a Cornelia que los quiero mucho y que no me olviden. Diles que su padre piensa en ellos todas las noches.
La campaña de África, como supuse, no tiene nada que ver con la de Hispania. Vamos de un sitio a otro y nos vemos obligados a levantar campamentos en lugares casi impracticables, como cuando tuve que retirarme de Útica para protegernos del ataque del rey Sífax y las tropas de Giscón. Pero ahora ya todo eso pasó. No debes preocuparte por mí. Les hemos derrotado en varias ocasiones y hemos puesto en fuga sus ejércitos. Nuestra suerte cambió cuando incendiamos sus campamentos por la noche. Lelio y el rey de los maessyli, Masinisa, prendieron el campamento de Sífax, y yo mismo al mando de la V incendiamos el campamento de Giscón. Sé que no te gustan las descripciones bélicas, por ello no me alargo más en el asunto, pero baste con decir que derrotamos a sus ejércitos. Giscón, el general cartaginés, se ha tenido que recluir en Cartago y Sífax ha sido hecho prisionero por Lelio. Lelio, como tú misma vaticinaste, se ha mostrado más leal que nunca. De hecho todos los tribunos y centuriones están mostrando una gran lealtad, incluso en los momentos de mayor dificultad. Eso me da fuerzas para seguir: ver el rostro de todos esos oficiales atentos a mis órdenes y dispuestos para el combate en cualquier momento es la mejor de las energías. La moral está alta y sé que ahora podremos hacer frente incluso a Aníbal, cuando sea que el Senado de Cartago le reclame.
Te quiero cada día más y sueño con el día ya no tan lejano de mi regreso a Roma. Pronto estaré contigo y prometo no marcharme de tu lado en mucho tiempo. Regresaré, no lo dudes, y cada noche, cariño, recuerda lo que hablamos junto al manatial de Aretusa. En Siracusa pasamos días felices. Volverán.
Publio
Emilia caminaba orgullosa por el foro de Roma. Aún estaba asombrada del respeto que le mostraba todo el pueblo. Todos se hacían a un lado para dejarla pasar. Las victorias de su marido eran ya casi leyenda, aunque todos temían el desenlace final si Aníbal, por fin, era reclamado por Cartago para protegerles de los ataques de Publio. Pero Emilia sólo comprendió el auténtico alcance de la popularidad de su marido cuando una de las mismísimas vestales, al cruzarse con ella a la altura del templo de Saturno, se hizo a un lado para cederle toda la calle para ella. ¡Una vestal! ¡Una vestal a la que hasta los mismos magistrados, los propios cónsules de Roma, le ceden el paso, una vestal se había humillado ante la esposa de Escipión! Emilia, en un estado de euforia rayando la más pura vanidad, se encontró con su cuñado Lucio. El hermano de su esposo la saludó con aparente felicidad.
—Me complace verte ya tan recuperada después del parto —dijo él con afecto.
—Sí. Pomponia ha sido, como siempre, una gran ayuda; un gran apoyo.
—Es agradable escucharte siempre hablar tan bien de tu suegra. Por experiencia sé que nuestra madre puede ser algo... estricta.
—Pomponia es una gran matrona de Roma y la tomo como ejemplo, pero ¿sabes que recibí carta de Publio? Todo parece ir tan bien...
Lucio asintió sin añadir nada. Emilia detectó una sombra en su mirada.
—Porque todo va bien, ¿verdad, Lucio? —insistió Emilia.
—Yo también recibí carta y sí, todo va bien. —Pero entonces fingió tener prisa por llegar al Comitium—. Debo marchar a la Curia y velar por que Máximo no planee ninguna barbaridad.
Emilia le sonrió. Él se inclinó y partió en dirección al senaculum, donde se detuvo para saludar a varios senadores que se arremolinaban en torno a algún embajador extranjero que aguardaba turno para poder hablar ante el Senado. Emilia reemprendió la marcha, pero la alegría festiva que la había acompañado se había impregnado de incertidumbre.
Querido hermano:
Gracias por tus informes regulares sobre el Senado. De modo que Máximo se muestra indeciso sobre qué hacer con las legiones de África y no propone nada. Estará confuso y te aseguro que algo tengo que ver yo en su confusión, de lo que me enorgullezco enormemente, pero hay asuntos que es mejor no tratar por escrito.
La victoria sobre Sífax y Giscón en nuestro ataque nocturno fue total. Incendiamos sus dos campamentos y salieron huyendo unos pocos, pues a la mayoría los matamos allí mismo. Ha sido la mayor carnicería que he visto en mi vida, descontando Cannae. Espero no tener que ver nada igual en lo que dure esta guerra, pero quién sabe. A veces, hermano, me siento cansado y echo de menos nuestra infancia, ¿recuerdas? Cuando el bueno del tío Cneo nos adiestraba en el campo de Marte. A veces temo defraudarle, a él y a padre; pero de esto ni una palabra a Emilia. No quiero que se preocupe. Tengo escalofríos y no sé cómo dormir por la noche. El médico del campamento dice que son episodios de fiebre relacionados con la enfermedad que padecí en Hispania, pero parece que tomando mucha agua, manzanilla y otras infusiones me encuentro bien. No he dicho nada a los hombres, ni siquiera a Lelio. No quiero que piensen que tienen un general débil o enfermo. Pero me encuentro bastante bien.
Tras incendiar los campamentos enemigos, Sífax huyó, pero se alió con varios miles de celtíberos mercenarios que Cartago había hecho traer de Hispania y regresó para plantar batalla de nuevo. El rey de Numidia reclutó nuevas tropas y Giscón también. Nos enfrentamos en la región que llaman aquí las «Grandes Llanuras», Campi Magni. El enemigo posicionó a los celtíberos en el centro y en las alas se situaron Sífax con su númidas y Giscón con sus nuevos soldados. Las tropas de Sífax y Giscón eran campesinos unos y jóvenes sin experiencia los otros. Sólo los mercenarios de Hispania mantuvieron la línea. Es irónico: los pusieron en el centro porque tanto Sífax como Giscón temían que los iberos se retiraran y, sin embargo, fueron los que se mantuvieron más firmes. Si los hubieran situado en las alas, el resultado de la batalla podría haber sido diferente. Lelio machacó a los númidas y Masinisa hizo lo mismo con la falange de Giscón. Fue una gran victoria y lo celebramos por todo lo alto con los oficiales. Lucio, estos hombres, mis tribunos y centuriones, son los mejores del mundo: Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio y Valerio. Siento que con ellos todo es posible y espero que lo sea, porque sé que aún han de venir empresas más complicadas. Queda Aníbal.
Después de la batalla de Campi Magni ordené a Lelio y Masinisa que salieran en persecución de Sífax que, una vez más, como una anguila, se escabulló en medio de la derrota. No quería darle más oportunidades de rehacerse y volverse una vez más contra nosotros. Sé que Aníbal terminará regresando y sería terrible que cuando eso ocurriera, Sífax nos hubiera podido atacar por la retaguardia. Mientras tanto, hemos saqueado toda la región, sembrando un terror que sé que sacude las piedras mismas del Senado de Cartago. Me consta que ya han reclamado el regreso de Aníbal y también harán lo mismo con las tropas de Magón en el norte de Italia. Y eso es lo que me inquieta: no sé si tendremos fuerzas suficientes con estas dos legiones para enfrentarnos a las nuevas levas de Giscón, más los ejércitos de Magón y Aníbal juntos. Y el problema no será el número, eso lo sé, sino que Cartago ya no pondrá a Giscón a la cabeza de ese nuevo ejército, ya le he derrotado en demasiadas ocasiones, sino que darán el mando a Aníbal. Incluso si Aníbal tiene enemigos entre los senadores púnicos, él será el que comande ese nuevo ejército. He de reconocer que el nombre de Aníbal me quita el sueño. Y mis exploradores dicen que han visto a patrullas cartaginesas capturando elefantes salvajes. Ya sabes lo que eso quiere decir. Si le dan elefantes a Aníbal y tropas cuantiosas... Como te comenté antes, de esto ni una palabra a Emilia. La moral de los hombres es alta y el miedo de los cartagineses, cada vez mayor. Se nos han rendido infinidad de poblaciones con lo que no tenemos problemas de suministros. Los dioses parecen estar con nosotros. Hasta la propia Túnez ha caído, pero luego sufrimos un tremendo ataque de la flota cartaginesa. Desde las murallas de Túnez vi a todos los barcos enemigos saliendo de Cartago. Navegaban rumbo a Útica. Tuve que salir con las legiones a marchas forzadas para llegar a tiempo de preparar una defensa adecuada. Nuestros barcos de guerra no estaban preparados para una batalla naval, porque los habíamos cargado de materiales de asedio, torres, catapultas, y hasta teníamos algunos arrimados a las murallas de la ciudad allí donde éstas se hundían en el mar. La flota cartaginesa estaba a punto de llegar para intentar desbloquear nuestro interminable asedio de Útica, así que dispuse a todos los barcos mercantes en cuatro hileras, atados unos a otros, como una gran muralla, protegiendo a nuestras trirremes y quinquerremes de guerra. Los cartagineses atacaron con furia y consiguieron, mediante enormes garfios, desgajar varias decenas de barcos de transporte de la formación que habíamos establecido. También perecieron bastantes legionarios y marineros pero conseguimos dos grandes victorias morales: el ataque de la flota cartaginesa no consiguió que levantáramos el asedio de Útica y tampoco consiguió destruir nuestra flota militar, tan necesaria para mantener mis líneas de aprovisionamiento con Sicilia. Fue un empate, pero en tierra soy yo quien lleva la iniciativa.
Lelio y Masinisa cumplieron bien su misión y atraparon, por fin, a Sífax. En unos días me lo traerán cubierto de cadenas. Será un gran espectáculo para los hombres. Les animará aún más ver a uno de nuestros grandes enemigos arrodillado ante su general. Sólo hay algo que me preocupa de los númidas: Masinisa se ha casado con Sofonisba, la cartaginesa hija de Giscón, esposa de Sífax. Sé que no puedo permitir que esa mujer vuelva a poner en mi contra a otro rey númida, pero si Masinisa se ha casado con ella es porque el embrujo de esa cartaginesa le ha hechizado. Es como si ella fuera la reencarnación de la reina Dido.
He interrumpido la redacción porque ha llegado Lelio, que se ha adelantado a Masinisa. Ha confirmado mis peores intuiciones. Masinisa parece transformado por Sofonisba. Mañana llegará este nuevo Masinisa y me ocuparé de este asunto.
Pronto reunirán los cartagineses sus tres nuevos ejércitos: las nuevas levas de Giscón, con las experimentadas tropas de Magón y los veteranos de Aníbal. Yo, sin embargo, hermano, estoy intentando no perder el único aliado que tengo en la región. Si Masinisa nos abandona no tendré caballería y sin caballería no podré contrarrestar la caballería púnica y, peor aún, los elefantes que están entrenando para Aníbal. Te dije que la moral de mis hombres es alta y es cierto, pero porque creo que soy el único que realmente se da cuenta de que, pese a nuestras victorias, caminamos unidos hacia nuestra muerte. Si eso ocurre, querido hermano, te ruego que cuides de Emilia y los niños y de madre. Sé que lo harás. Sólo espero que mi muerte valga para debilitar a los cartagineses lo suficiente como para que Roma se imponga al final de todo. Te aseguro, por todos los dioses, que no me iré al Hades sin que mis legiones se lleven por delante al mayor número de cartagineses y númidas que consigan poner al mando de Aníbal, y te juro por Júpiter que no retrocederemos ante sus tropas. No habrá otro Cannae. Puede que nos masacren, pero no huiremos. Quizás ésta sea la última carta que escriba en mi vida. Quiero que sepas que has sido el mejor de los hermanos. El mejor.
Cuídate, Lucio. Tu hermano desde África,
Publio
Lucio Cornelio Escipión enrolló despacio el largo papiro en el que, de modo excepcional, le había escrito aquella larga carta su hermano Publio en lugar de recurrir a las habituales tablillas. Sin duda, la extensión de la misma requería el papiro para hacerla transportable por el mensajero que había traído el preciado documento. Lucio apretó el papiro contra su pecho. Estaba solo en el tablinium de su domus en medio de una noche ruidosa de Roma, cuyos sonidos de mercaderes, carros, borrachos y triunviros patrullando, penetraban por todas las ventanas de la casa. Lucio Cornelio Escipión, con el papiro apretado en su pecho, se encogió, sentado en aquel solitario solium del despacho y lloró en silencio. Lloró como no lo había hecho desde que dejara de ser niño.