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Una gran celebración

Tarraco, noviembre del 209 a.C.

En la residencia de Publio Cornelio Escipión en Tarraco todo era un ir y venir de esclavos, un continuo trasiego de personas cargadas con platos, vasijas, ánforas, vasos, cacerolas y todo tipo de viandas: carnes, pescados, frutas. Los primeros invitados estaban llegando y eran recibidos por tres esclavas que arrodilladas les limpiaban los pies y los perfumaban, mientras les retiraban las togas de modo que todos quedaran simplemente con su túnicas, más cómodos y libres para poder disfrutar de los diversos manjares que se estaban preparando para su deleite. A la invitación del joven Publio habían venido sin falta todos sus oficiales, Marcio Septimio, Sexto Digicio, Quinto Terebelio, Mario Juvencio, en su mayoría solos, excepto el primero, pues Marcio, que era el que más tiempo llevaba en Hispania, había hecho traer a su familia de Roma para que estuviese con él. Claudia, su esposa, era una matrona de aspecto frágil y delicado y actitud discreta con la que Emilia Tercia, la mujer de Publio, gustaba de conversar. Acudieron más oficiales y también representantes de las autoridades de la ciudad de Tarraco así como incluso algunos líderes iberos con los que los romanos tenían relaciones particularmente buenas. Publio no desperdiciaba ocasión para mostrar a los iberos de la región su interés por mantener con ellos la mejor de las amistades y ahondar así aún más en las lealtades que intentaba cultivar para asegurarse el dominio, primero al norte del Ebro, y luego del resto de Hispania.

Publio recibía a sus invitados en el atrio de la domus cuya edificación iniciara su tío Cneo y que luego, bajo la supervisión de Emilia Tercia, se había transformado en una residencia razonablemente confortable para una familia patricia romana obligada por las circunstancias de la guerra a residir fuera de la capital durante un largo periodo de tiempo. Emilia, además de añadir varias estancias, había insistido en hacer construir un gran horno fijo en un lateral de la casa, aprovechando la ladera natural, excavando debajo del suelo de la propia domus, para que así el calor de la leña quemada en aquel horno se distribuyera por toda la residencia, pasando por espacios que abrieron entre los tabiques y por debajo mismo de los suelos. De esa forma, la mujer del general había conseguido un sistema de calefacción similar al de las grandes residencias patricias de Roma y aunque se aproximara ya el invierno, todos los invitados podían sentirse confortables sin necesidad de tener que arroparse con pesadas túnicas.

Publio era un mar de confusos sentimientos. Se sentía orgulloso de lo que había conseguido, la conquista de Cartago Nova, un gran triunfo para Roma en una Hispania esencialmente púnica, feliz por tener ya un heredero pero, a la vez, le habían llegado rumores de mercaderes que trataban con Roma sobre la decisión del Senado de no enviar más refuerzos a Hispania. Los mercaderes seguían con atención estas decisiones, pues el establecimiento de más legionarios en Tarraco sería algo muy positivo para sus negocios centrados en su mayoría en ser los proveedores oficiales de todo tipo de recursos para unas insaciables tropas de guerra; pero de igual forma, con frecuencia, sus informaciones llegaban deformadas por sus intereses económicos y bien pudiera ser que Lelio hubiera conseguido algunos refuerzos pero no tantos como los mercaderes deseaban y eso bastaba para que se propagase el rumor de la ausencia de tropas de apoyo para las campañas romanas en Hispania.

El banquete empezó con una larga serie de aperitivos con lechuga, menta, puerros y atún fresco, para pasar luego a la prima mensa donde se sirvieron habas y albóndigas, luego, como secunda mensa, pollo y jamón, y así varios platos más con tordos, col, salchichas sobre gachas blancas y judías con magro, para al fin llegar al fundamentum cenae, el plato fuerte de la noche, tres enormes cabritos servidos en una riquísima salsa de aceite de oliva y vino. Todo acompañado por los mejores caldos que Publio había podido encontrar en la región junto con las ánforas que había conseguido traer desde Roma. Se sirvió uva, peras, manzanas e higos para terminar presentando largas bandejas repletas de bellaria, un amplio surtido de dulces de confección ligera para no indigestar más a unos ya completamente saciados invitados. Entraron entonces flautistas y músicos que acompañaron durante media hora el final de la cena, hasta que, bien entrada la noche, éstos se retiraron para dejar que una larga sobremesa, la comissatio, tuviera lugar, durante la que uno a uno, todos los oficiales de Publio alzaron sus copas y ofrecieron brindis en honor del recién nacido vástago de la familia Escipión.

Publio y Emilia se acostaron cansados pero felices. El joven general en jefe de las tropas romanas desplazadas a Hispania encontró en el sopor del vino y el mulsum descanso para sus preocupaciones sobre la guerra durante gran parte de la noche pero, al amanecer, sus sueños se tornaron turbulentos, agitados por su persistente preocupación por la necesidad de refuerzos para conseguir sobrevivir en aquel lejano y complejo país rodeados por indígenas de lealtad difusa y siempre acosados por los pertinaces enemigos cartagineses que, con toda seguridad, debían de estar preparándose para contraatacar y devolver el golpe recibido en Cartago Nova.

Las legiones malditas
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