53
El foro de Siracusa
Siracusa, mayo del 205 a.C.
Publio llamó a Emilia a cubierta. Su mujer, con el pelo recogido, apareció rodeada por varios legionarios que la escoltaban por órdenes expresas de su marido. Nadie osaría ni tocar ni tan siquiera dirigirse a la mujer del cónsul, pero Publio era meticuloso con la seguridad de su familia.
—¿Y los niños? —preguntó Publio.
—Duermen. Aún es temprano —respondió Emilia con el semblante relajado y radiante. Le encantaba que su marido, pese a estar absorbido por los complejos preparativos de su plan para invadir África, encontrara momentos para compartir con ella.
—¿Temprano? —Estaba amaneciendo, pero Publio repetía su pregunta—. ¿Temprano? ¿Estamos llegando a la gran Siracusa y los niños duermen?
—Cornelia tiene siete años y el pequeño Publio tan sólo cuatro. Dales tiempo a crecer antes de intentar enseñarles el mundo entero.
Publio sonrió.
—Puede ser. Es posible que lleves razón, pero mira. —Y el cónsul señaló al norte—. El Portus Magnus de Siracusa.
En el horizonte se divisaba la gran bahía de la capital de Sicilia. Un inmenso puerto natural para dar cobijo al ingente tráfico mercante de uno de los mayores puertos de todo el Mediterráneo. Emilia se quedó admirada ante la extensión de la bahía natural, el gran tamaño de aquel puerto, el enorme número de naves de todo tipo que acogía y las grandes murallas que rodeaban la ciudad.
—Impresionante, ¿verdad? —dijo Publio satisfecho de que su mujer apreciara el espectáculo.
—No pensé que fuera tan grande...
—Más grande aún que Roma y desde hace mucho tiempo. Marcelo tardó años en rendir esas murallas. En parte por su altura y en parte por las defensas que construyó Arquímedes para mantener a nuestros barcos alejados de la base de las murallas.
—Ya me has hablado de Arquímedes en más de una ocasión. Es ese filósofo griego, ¿no?
—Matemático, filósofo, un sabio. Lástima que uno de los estúpidos legionarios de Marcelo lo matara. Ahora habríamos tenido ocasión de hablar con él, de conocerle... —Publio hablaba con brillo en los ojos, imaginando lo que podría haber sido, pero que ya resultaba del todo imposible—. En cualquier caso —continuó—, he pensado en localizar a algunos de los discípulos de Arquímedes. Quizás uno de ellos podría actuar como tutor de los niños. Como el viejo Tíndaro conmigo y Lucio...
Emilia veía cómo su marido se retrotraía a su feliz infancia, bajo la vigilancia de sus padres, la instrucción militar de su tío Cneo y la tutela en filosofía, geografía, latín y griego del anciano Tíndaro.
—Me hizo aprender, el viejo Tíndaro —añadió Publio—, los nombres de todos los gobernantes de Siracusa... creo que aún me acuerdo: Gelo, Hierón I, Thrasybulus, un período de sesenta años de democracia y de nuevo los tiranos de Siracusa con Dionisio I y Dionisio II, Dion y de nuevo Dionisio II, Callipus, Hipparinus y Aretaeus, Nysaeus, Timoleón, veinte años de oligarquía, Agatocles, Icetas, Toimón, Sosistratus, el rey Pirro del Épiro que conquistó la ciudad y la retuvo bajo su poder un par de años y el gran Hierón II. Sí, es increíble lo de Tíndaro. Aún puedo recordar la lista entera. Luego de Hierón vinieron las luchas internas entre Hieronymus, Andranodorus, Hipócrates y Epycides, unos con la idea de apoyar a Cartago y otros a nosotros. Al final nuestra intervención con la conquista de Marcelo puso fin a todo aquello. La ciudad misma debe de ser aún más espectacular que su puerto...
Emilia escuchó con el interés de una alumna aplicada todas y cada una de las explicaciones de su marido. Si Publio sabía de estrategia militar tanto como de historia y geografía, su plan de África tendría éxito. Emilia mantenía una fe ciega en su marido, aunque por momentos su corazón se afligía cuando a su alrededor escuchaba los murmullos de los esclavos acerca de la imposibilidad de conquistar aquel territorio. Pero Publio seguía hablando.
—Lo primero que haremos será buscar una casa apropiada para ti y los niños en el centro de la Isla Ortygia. Es la zona más segura de la ciudad. Después me ocuparé de los asuntos militares.
—¿Como reclutar caballeros pese a la negativa del Senado?
Publio la miró con un atisbo de sorpresa. Emilia siempre se enteraba de todo, más tarde o más temprano.
—Entre otras cosas —respondió al fin Publio.
—¿Y Catón, y Máximo y el Senado?
Publio sonrió ante la insistencia de Emilia.
—Supongo que tendrán que fastidiarse o enviar una delegación entera de senadores para quitarme el mando.
—¿Y no temes que lo hagan?
—Bueno, es una posibilidad, pero a los senadores no les gusta viajar, y menos en tiempos de guerra. —Y se rió, y con su risa pasó una mano por la espalda de su mujer acariciándola suavemente, sin permitirse más muestras públicas de afecto para no despertar las críticas de sus oficiales más tradicionales.
La mañana siguiente, cercano ya el mediodía, Publio cruzaba la ciudad de Siracusa. Salió de la casa que el pretor de la ciudad le había cedido para él y su familia en el corazón de la Isla Ortygia. Iba acompañado por Marcio, Silano y Mario y escoltado por sus doce lictores y varios manípulos de sus mejores legionarios. Juntos cruzaron la Isla Ortygia de sur a norte. Atrás dejaron el templo de Atenea, el templo de Artemio y la ciudadela de Dionisio y pasaron así por el pequeño istmo que separaba el Puerto Pequeño del enorme Portus Magnus. Giraron entonces hacia el oeste y sus pasos les condujeron a la explanada del gran foro de Siracusa. Allí encontraron una multitud de soldados y de ciudadanos de Siracusa. Por un lado, en el lado norte del foro se encontraban dos mil hombres de las mejores tropas que el cónsul había traído consigo desde Roma y Lilibeo, frente a quienes se situaron Publio, Marcio, Silano y Mario y la escolta del cónsul y, tras ellos, unos trescientos soldados de los manípulos que habían acompañado al cónsul desde la Isla Ortygia y, tras estos últimos, dos mil hombres fuertemente armados de las tropas de voluntarios itálicos. Frente a ellos, en el lado sur del foro y por requerimiento expreso del cónsul de Roma, que ejercía de gobernador de la ciudad mientras permanecía en ella, por encima de la autoridad del pretor, se encontraban unos trescientos jinetes, a pie, junto a sus monturas, caballos hermosos, negros en su mayoría, jóvenes, recios, fuertes. Todos los jinetes eran caballeros de la mejor nobleza de Siracusa. Publio observó con detenimiento a hombres y bestias. Aquellos jóvenes caballeros habían acudido a su cita de forma puntual, tal y como se les había ordenado, y es que el joven cónsul había exigido que todos los nobles de Siracusa presentasen en el foro a uno de sus hijos equipado militarmente y con una montura para pasar a formar parte de su ejército expedicionario a África en calidad de cuerpo de caballería. Publio sabía que aquélla era una medida impopular, además de contraria a las directrices del Senado, pero necesitaba un contingente de caballería para la campaña africana y sabía que los nobles de Siracusa, tras siete años desde la caída de su ciudad en manos de Marcelo, sometidos a Roma y viendo que Aníbal no era capaz de doblegar las legiones itálicas, no se levantarían en armas contra esa orden, por muy terrible y mezquina que les pareciera. No obstante, como medida de seguridad, el cónsul había dispuesto docenas de arqueros y otros legionarios armados con pila por todos los sectores del foro, con la orden expresa de masacrar a los caballeros de Siracusa si éstos montaban en sus caballos y decidían cargar contra el ejército de voluntarios romanos e itálicos. Publio avanzó unos pasos por dos motivos: primero para hacerse visible a los ojos de los caballeros de Siracusa y del resto de los ciudadanos de aquella gran ciudad que se habían congregado en las inmediaciones del foro aquella mañana para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. En segundo lugar, Publio se adelantó para poder escudriñar las miradas de aquellos caballeros con mayor detenimiento. Entre ellos y el cónsul apenas quedaban cincuenta pasos.
Demasiada distancia para mirarles a los ojos. Acercarse más era peligroso, pero necesitaba leer las miradas de esos hombres. Publio se giró hacia sus lictores. No necesitó decir nada. Al instante sus doce escoltas estaban a dos pasos, tras él. Así, arropado por su guardia personal, el cónsul se aventuró a aproximarse a treinta, veinte, diez, cinco pasos de los jinetes de Siracusa. Ahora podía leer en sus rostros. No había miedo. Aquéllos serían excelentes en el campo de batalla si su ánimo les acompañara, pero en sus entrecejos se leía la sombra de la duda, el desprecio y la ira contenidas. Demasiado contra lo que luchar con tan poco tiempo para ganarse el respeto de aquellos hombres para convencerles de que lucharan en tierra extranjera, África, por una ciudad, Roma, que no era la suya, sino la que los tenía sometidos. Demasiado complicado. Pero aquéllos eran buenos jinetes, bien equipados y con excelentes caballos, fruto de los años de guerra en Sicilia y del poder y el dinero de los ricos nobles de la ciudad que habían sobrevivido al enfrentamiento primero contra Cartago, sus guerras civiles y luego al asedio de Roma. Algo distrajo la concentración del cónsul. Por el extremo norte del foro llegaba un pequeño grupo de legionarios protegiendo al quaestor de la V y la VI. Publio suspiró. Era de esperar. Marco Porcio Catón había llegado a la explanada del foro de Siracusa. Le había prohibido intervenir en sus acciones, pero era potestad del quaestor moverse con libertad y observar y, como sin lugar a dudas haría, remitir los informes que considerase pertinentes para el Senado de Roma. Publio regresó sobre sus pasos e, ignorando la mirada fija y cargada de ira del quaestor, se situó, de nuevo, al frente de sus tropas encarando a los caballeros de Siracusa. Inspiró despacio y, henchidos sus pulmones de fuerza y ansia a un tiempo, proclamó sus intenciones:
—¡Ciudadanos de Siracusa, caballeros de esta noble ciudad! ¡Habéis acudido aquí esta mañana por mandato mío y vuestra obediencia os honra! ¡Siracusa y sus ciudadanos han sido aliados de Roma legendarios y pese a nuestras diferencias recientes, Siracusa vuelve a estar en el centro de las alianzas de Roma, algo que honra a Roma y algo que repercutirá siempre en el bienestar de esta hermosa ciudad! —El desprecio que había leído en los ojos de los caballeros no descendía. Aquellas palabras de un cónsul romano sonaban a ironía y sarcasmo después de que Marcelo se llevara de Siracusa todas las estatuas de la ciudad para decorar las rústicas calles de Roma. Publio decidió ir al grano—. ¡Nobles caballeros de esta ciudad, os ofrezco la posibilidad de participar en el engrandecimiento de Roma y, por ello, de Siracusa también! ¡Como sabéis, estoy preparando una expedición a África con el fin de castigar a nuestro enemigo común más mortal: Cartago! ¡Cartago os ha atacado en el pasado y la alianza temporal con dicha ciudad os trajo desdicha, sufrimiento y derrota! ¡Ahora yo vengo a ofreceros que os cobréis esa deuda que Cartago os debe: marchad conmigo a África como cuerpo de caballería y allí tendréis derecho a participar del botín y del honor de nuestras victorias; vuestra alianza con nosotros será, como siempre lo fue en el pasado, origen de riqueza para vosotros y vuestra ciudad! ¡Ciudadanos de Siracusa: os ofrezco gloria y venganza bajo mi servicio, victoria y riqueza! ¿Qué decís a mis palabras, caballeros de Siracusa?
El cónsul calló y esperó respuesta, pero sólo obtuvo el silencio total de los caballeros salpicado de los murmullos que se extendían por la explanada del foro entre los ciudadanos que habían acudido a observar el desenlace de aquel reclutamiento forzoso. Publio sabía que sus palabras sonaban a huecas en los oídos de aquellos hombres. Lo había revestido todo de hermosos adjetivos, pero en la campaña de África habría combates terribles, dolor y muerte e, incluso si se conseguía la victoria, ¿cuántos de aquellos jinetes sobrevivirían para contarlo? No querían marchar a África a luchar en una guerra que no era la suya por una causa en la que no creían, bajo el mando de un líder que no era de los suyos. Pero necesitaba a aquellos caballeros, los necesitaba como el agua que bebía, como la lealtad de sus legiones. Publio estaba nervioso y el silencio perfecto de los caballeros de Siracusa, que, pudiera ser que le siguieran por miedo al castigo contra ellos mismos o sus familias si se negaban, era un aguijón en el ánimo del cónsul. ¿Cómo confiar la defensa de un ala en el campo de batalla a hombres tan indispuestos, tan poco proclives a la causa de luchar contra Cartago o, peor aún, poco estimulados para luchar a favor de Roma? Publio les dio la espalda. No quería que los caballeros de Siracusa leyeran en su rostro las facciones que la preocupación trazaba sobre su cara, pero al volverse se encontró con la mirada cínica de Catón, que sin hablar parecía unir su silencio al silencio de los nobles de aquella ciudad. Sabía lo que pensaba: «El Senado no te permite reclutar en Sicilia y aunque lo intentes, contraviniendo esas órdenes, nadie te seguirá a esa campaña de locura y suicidio.» Publio se revolvió de nuevo y se encaró a los nobles de Siracusa una vez más.
—¡Una cosa me queda por añadir! ¡No quiero conmigo a nobles asustados ni nostálgicos de su hogar que se pasen las noches de campaña añorando su amada Sicilia! ¡No quiero conmigo hombres que no estén seguros de querer luchar conmigo contra Cartago! ¡No quiero conmigo jinetes que duden en el campo de batalla! ¡Necesito saber si queréis realmente acompañarme o si sólo estáis aquí porque yo os lo he ordenado! ¡Por todos los dioses, maldita sea, por última vez, hablad, hablad y decid lo que pensáis! ¡Sois caballeros, tenéis valor, se os supone valientes, pues hablad, pues sólo los valientes se atreven a decir lo que piensan! ¿O es que acaso en Siracusa no queda ningún caballero con la osadía suficiente para decirle a un cónsul de Roma lo que realmente piensa? ¿Tan desarbolada, tan desasistida ha quedado la ciudad de Siracusa? ¿Tan cobardes son sus nobles? ¿Tanto miedo me tenéis?
Publio calló de nuevo. Esta vez respiraba de forma agitada y sentía cómo las gotas de sudor, fruto del calor del sol del mediodía y de la intensidad de su discurso, surcaban los pliegues suaves de su frente. El silencio de los caballeros parecía inquebrantable cuando uno de los nobles, joven, alto, moreno de tez y cabellos, con barba incipiente, avanzó unos pasos y habló alto y claro.
—¡El cónsul de Roma no está ante cobardes! —Publio fingió sorprenderse y retuvo en su interior la sonrisa que alimentaba su espíritu; su plan estaba en marcha; el cónsul avanzó hacia el joven caballero hasta situarse frente a él.
—Habla entonces, caballero de Siracusa, habla de una vez.
El joven, ante la presencia próxima del cónsul, sintió que su decisión inicial se debilitaba, pero en aquel momento ya era demasiado tarde para callar sin caer en el ridículo, y si había algo que no podía permitirse un noble era hacer el ridículo. Así que el joven retomó la palabra, con menos vigor que al principio, pero con firmeza.
—¡No somos cobardes...! ¡El cónsul pide nuestra opinión...! ¡Nosotros no... no... yo, al menos, yo, si se me permitiera decidir...! ¡Yo, al menos, no iría a África con el cónsul! ¡Y no sería ni por cobardía ni por falta de preparación! ¡Esta guerra entre Cartago y Roma es una guerra interminable y Siracusa está en medio y hemos sido y podemos volver a ser atacados por los unos o por los otros! ¡Somos vuestros aliados, eso es cierto, pero queremos estar junto a nuestras familias, en nuestra ciudad, para proteger mejor a los nuestros! ¡Os deseamos la victoria en África, pero yo, si pudiera elegir, me quedaría en Siracusa! —Y, bajando la voz, concluyó su diatriba—. Te he hablado con sinceridad porque me pareció que eso es lo que demandabas; ahora haz conmigo, cónsul de Roma, lo que tengas que hacer. Sólo te pido que respetes a mi familia y al resto de los nobles. He hablado por mí; por nadie más.
Publio Cornelio Escipión se mantuvo en pie, sin decir nada, unos instantes, frente a aquel joven noble; unos segundos que para el aristócrata parecieron años. Al fin, el cónsul de Roma respondió con tono sereno.
—¡Has hablado alto y claro y has hablado con sinceridad, como pedía y, con sinceridad, me has dicho que no, me has contrariado, pero has sido honesto y honestidad es lo que yo pedía ahora! —Publio elevó aún más su voz y se dirigió a todos los nobles a la vez paseando su mirada de este a oeste, por toda la formación de jinetes y monturas—. ¡Antes he dicho que con dudas y añorando vuestra casa no me valéis en África y así es, pero necesito un cuerpo de caballería y pienso tener un cuerpo de caballería de una forma u otra! —Entonces se centró de nuevo en el joven caballero que le había hablado y le hizo una propuesta—. ¡No quieres venir conmigo, de acuerdo, sea; acepto tu negativa: puedes quedarte en casa con tu familia y los tuyos para defender tu ciudad en caso de necesidad, pero a cambio te pido que tomes a uno de mis hombres, que lo acojas en tu casa, que lo instruyas en el arte de la caballería, que le enseñes a montar y a luchar como un auténtico jinete y que le entregues tus armas y que en tres meses me lo devuelvas hecho un perfecto guerrero, un caballero para mis legiones! ¡Acepta este pacto y te dejo marchar!
El cónsul se volvió y señaló a uno de los trescientos infantes que estaban tras la línea de lictores. El aludido avanzó hasta la línea de la guardia personal del cónsul que se hizo a un lado para dejarle pasar y, ante la insistencia del cónsul, el soldado se puso frente al caballero de Siracusa con el que Publio estaba negociando.
—¿Qué me dices, noble de esta ciudad, qué dices a mi propuesta? —preguntó de nuevo el cónsul
El joven no lo dudó. Había esperado la cárcel e incluso la muerte y todo lo que se le pedía era el caballo, las armas e instruir a un hombre. En su casa su padre tenía una decena de caballos más y docenas de armas. Era aquél un precio que su padre pagaría a gusto.
—Acepto, cónsul de Roma.
—Sea entonces, por Castor y Pólux. —Y se volvió hacia el resto de los trescientos infantes y les ordenó que avanzaran hasta situarse frente al resto de los caballeros de Siracusa.
—¿Qué me decís, nobles de esta ciudad, qué respondéis a mi propuesta? —gritó el cónsul, y para su sorpresa y alivio, con gran rapidez, uno a uno, los trecientos caballeros de Siracusa empezaron a responder «acepto», «acepto», «acepto», y Publio cerró los ojos y dejó que cada aceptación cayera sobre sus oídos como agua de lluvia tras una larga y penosa sequía de estío. Al cabo de unos minutos, todos los caballeros de la ciudad dejaron el foro, cada uno acompañado por uno de los soldados voluntarios de las tropas del cónsul; junto con ellos, los ciudadanos que habían venido a observar lo que presentían iba a ser un terrible enfrentamiento, se dispersaron relajados y contentos porque se había llegado a un acuerdo aceptable con el cónsul y la explanada del foro de Siracusa quedó en calma y sosiego, pero con la imponente presencia de los dos mil hombres del cónsul que, atónitos y felices, habían presenciado cómo su general en jefe había conseguido reclutar lo que debería ser en poco tiempo un eficaz regimiento de caballería de treinta turmae sin derramamiento de sangre y sin entrar en conflicto con los nobles de aquella ciudad. Estaban admirados y contentos y su interés por alcanzar África bajo el mando de aquel hombre no había hecho sino acrecentarse. Muy al contrario, Marco Porcio Catón caminó hacia el cónsul y una vez frente a él le acusó con más virulencia de la acostumbrada.
—Acabas de incumplir el mandato del Senado.
—No he incumplido nada, quaestor —respondió Publio, y mirando fugazmente a sus oficiales—, y tengo testigos que así lo ratificarán ante el Senado. —El cónsul observó cómo Marcio, Silano y Mario asentían—. No he reclutado a nadie de Sicilia, sino que he conseguido caballos, armas e instrucción apropiada para transformar a trescientos de mis voluntarios en un cuerpo de caballería de apoyo para las legiones. Eso es lo que he hecho y sin coste para el Estado. De hecho, creo que cuando informes al Senado, éste quedará contento de conseguir trescientos jinetes sin recurrir al tesoro.
—Les has engañado, les has hecho creer que podías llevártelos.
Publio dejó su tono irónico y respondió con más contundencia.
—He hecho, quaestor, lo que tenía que hacer y lo he hecho cumpliendo con el mandato del Senado. He aumentado la efectividad de nuestras tropas y eso es bueno para mí, para el Senado y para Roma.
—Escipión —respondió Catón saltándose el tratamiento de cónsul que le debía ante la sorpresa y el enfado de los oficiales y los lictores presentes testigos de aquel nuevo debate entre el cónsul y el quaestor—, te crees por encima de todos, te crees por encima del Senado y el Senado un día, un día el Senado acabará con tu soberbia y tus bravatas. El Senado está por encima de todos y tú te ríes de sus decisiones y las manipulas a tu antojo.
—El Senado existe porque existe Roma y Roma existe, quaestor, porque existen sus legiones y ahora yo y mis hombres somos sus legiones y haré lo que tenga que hacer para preservar a Roma y, con Roma, al Senado; incluso lucharé por preservarte a ti, porque eres parte de Roma, Marco Porcio Catón, quaestor de las legiones V y VI de Roma.
—Pensar que las legiones están en lo alto de la pirámide es el camino equivocado, Escipión, y me ocuparé de que más tarde o más temprano aprendas esa lección.
Publio se encaró entonces con el quaestor y llevó su rostro a un palmo del de Catón.
—A partir de ahora te dirigirás a mí sólo como cónsul y ahora márchate y desaparece de mi vista antes de que mi ira se desate y decida eliminar la vida de un quaestor impertinente bajo la excusa de insubordinación e intromisión en los asuntos que sólo competen a la autoridad del cónsul. Te mataría a gusto, Catón, aquí y ahora, y no me importaría luego tener que excusarme ante el Senado, ante Roma o ante los dioses, porque al menos ya no tendría que volver a aguantar tus impertinencias. Has acabado con mi paciencia y a partir de aquí sólo te queda conocer mi ira incontrolada que sólo reservo para el campo de batalla, pero que si he de usar la usaré contigo como lo hice con los hombres de Suero.
Catón dio un paso hacia atrás. Por primera vez en mucho tiempo recuperó una sensación que tenía olvidada. El miedo. Aquel hombre estaba tan loco, se creía tan superior, que muy bien podía acabar haciendo lo que anunciaba. Catón tragó saliva, dio media vuelta y, protegido por unos pocos hombres fieles a su causa, se adentró por el oeste del foro, en las calles de Siracusa.
—Ese hombre es peligroso —dijo Marcio en voz baja.
—Sin duda —confirmó Mario al tiempo que Silano asentía.
—Sí, pero debemos respetarle —añadió Publio con sosiego recuperado—. Me he dejado llevar. No debería haberle amenazado, pero su insolencia acaba con mi tolerancia. Pero no dejemos que sus palabras huecas nos agüen la fiesta que vamos a celebrar esta noche —continuó Publio con voz más alegre—. Lo esencial es que tenemos en marcha la creación de un buen cuerpo de caballería. La campaña de África cabalga.
Y el cónsul recibió las felicitaciones de sus oficiales mientras, sin poder evitarlo, y traicionando el sentido de las palabras que acababa de pronunciar, no podía evitar sentirse aturdido por la discusión con Marco Porcio Catón. Tendría que ver la forma de deshacerse de aquella nefasta compañía de algún modo, pero por mucho que lo pensaba, no veía cómo hacerlo. Una cosa era discutir con él, incluso amenazarle, pero no podía deshacerse de un quaestor nombrado por el Senado. No, Catón estaba allí para quedarse. Escupió en el suelo.