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Los ejércitos de Aníbal

Zama,19 de octubre del 202 a.C, próximos al mediodía

Retaguardia cartaginesa

—Los romanos han sobrevivido a los elefantes, mi general —comentaba uno de los oficiales púnicos a Aníbal. El general no respondió inmediatamente. Estaba evaluando. Observó cómo aquellos animales que habían vuelto sobre sus pasos ya habían sido abatidos por jinetes de su caballería y por los guerreros de Magón, situados en la primera línea de ataque cartaginesa. Un precalentamiento para lo que les correspondería hacer a continuación. Por su parte, los romanos se las componían como podían para matar al resto de los elefantes. La maniobra de abrir pasillos en la formación de las legiones había dado unos resultados bastante buenos para sus enemigos. Los elefantes eran cazados entre dos fuegos interminables en largos pasillos mortales y, al final, en su mayoría perecían, pero no sin antes haberse llevado consigo cada bestia a varias decenas de romanos, no sin antes presentar una cruenta lucha.

—Sí, los romanos han sobrevivido a la carga de nuestros elefantes —respondió al fin Aníbal—, pero nuestro ejército está prácticamente intacto mientras el suyo ha sido más diezmado y los que han sobrevivido están extenuados. Cazar elefantes no es algo que se haga sin gran esfuerzo. Veremos hasta dónde llegan las energías de los romanos esta mañana. —Y miró hacia arriba—. El sol aún no está en lo alto. Quedan muchas horas de luz. Muchas. Y hemos de conseguir que sean demasiadas horas para los romanos. Demasiadas.

Otro oficial, sin decir nada, señaló hacia los extremos de ambos ejércitos: las caballerías habían entrado en acción. Primero Tiqueo se había lanzado contra los númidas de Masinisa y el joven rey exiliado había respondido con todos sus jinetes. Sólo el tiempo dictaminaría quién de los dos contendientes resultaría vencedor. En el otro extremo, la caballería romana había atacado a las fuerzas de Maharbal y éste, muy astuto, las combatía pero replegándose poco a poco, alejando a la caballería romana de la infantería de sus legiones. Aníbal sonrió felicitando mentalmente la destreza de Maharbal. Faltaba ver si Tiqueo estaría a la altura de las circunstancias. Para satisfacción del todopoderoso general cartaginés, los númidas de su propia caballería también se alejaban de la llanura arrastrando consigo a los ansiosos jinetes de Masinisa. Ansiosos por derrotar a sus compatriotas númidas. Ciegos, pensó Aníbal.

—Bien —dijo el general—. Por Tanit y por Baal. Dejémonos ya de prolegómenos. Que avancen los mercenarios de mi hermano pequeño. Veamos de qué son capaces esos mauritanos, galos y baleáricos juntos.

Retaguardia romana

—Que se reagrupen. Esto no ha hecho nada más que empezar —ordenó el procónsul de Roma. Las tubas y trompas transmitieron sus órdenes. A sus pies, en la llanura, sus oficiales repetían las instrucciones sin parar.

Vanguardia romana

—¡Reagrupaos! ¡Reagrupaos! —aullaba Quinto Terebelio a los legionarios de la VI con la flecha clavada en el hombro. Parecía que la exhibiera como un trofeo. El ardor parecía haber remitido, pero estaba más cansado de lo normal.

—¡Reagrupaos todos! ¡Por Marte, todos en formación! —gritaba Cayo Valerio, sudando, con sangre en manos y piernas; sangre enemiga, de modo que se movía con agilidad entre los hastati de la V.

Los romanos rehicieron sus filas, dejando pequeñas islas en medio de su formación, allí donde un gigantesco cadáver de elefante yacía inerme, coronado por los cuerpos sin vida de sus adiestradores y de los arqueros púnicos que hasta hacía unos minutos habían estado transportando. No había tiempo para retirar heridos, de modo que éstos buscaban refugio, los que podían arrastrarse, en esas pequeñas islas, junto a los gigantescos cuerpos de las bestias abatidas. Sus compañeros tendrían que luchar por ellos... y vencer, o luego serían rematados por los cartagineses victoriosos. Así era esa guerra. Atilio, el médico griego de las legiones de Publio, se movía de uno a otro de los grandes cadáveres de los paquidermos buscando a los legionarios heridos para intentar asistirles en lo posible. De momento se encontraba con heridos de flecha o lanza y, lo más horrible, con hombres con pies o piernas o incluso el pecho aplastado por el terrible pisotón de alguna de las bestias junto a cuyos cadáveres operaba sin ningún tipo de anestesia ni analgésico. Atilio ya estaba abrumado y sólo era el principio.

El ejército de Roma se reagrupó en pocos minutos. Por el otro lado de la llanura avanzaba hacia ellos un conglomerado de mercenarios que parecían venir de las más diversas regiones del mundo conocido. Eran los guerreros que Magón, el hermano pequeño de Aníbal, había ido reclutando durante años en un intento desesperado por reemplazar al ejército de Asdrúbal exterminado en el Metauro. Las legiones V y VI veían ahora cómo ligures del norte de Italia, galos del sur de la Galia, honderos baleáricos, fornidos mauritanos y hasta un importante contingente de soldados libios avanzaba hacia ellos. Los otros dos grandes cuerpos del ejército de Aníbal, los soldados cartagineses y africanos de Giscón y el cuerpo de veteranos de Italia, permanecían en la retaguardia cartaginesa sin intervenir de momento. Las trompas y tubas romanas resonaron de nuevo. El procónsul ordenaba enfrentarse a los mercenarios de Magón con todos los efectivos. Así, hastati, principes y triari avanzaron en busca de la primera embestida de la infantería enemiga.

El choque fue frontal, feroz, salvaje.

Retaguardia romana

Publio se percató de que tanto la caballería de Lelio como la de Masinisa se alejaban más y más. Parecía incluso que los númidas de Cartago y los jinetes africanos se batían en retirada y que tanto Masinisa como Lelio salían en persecución de cada uno de los regimientos de caballería que huían. Eso era bueno y eso era malo. Estaba bien que la caballería enemiga no pudiera repetir los movimientos de Cannae, desbordando las alas de la caballería romana para atacar por la retaguardia de las legiones, pero estaba mal que los propios jinetes romanos y númidas aliados se alejaran tanto que tampoco pudieran contribuir al combate que se estaba librando en la llanura. Publio comprendió en aquel instante que sería allí, en medio de aquella llanura, donde debería decidirse todo. Infantería contra infantería, cuerpo a cuerpo. Apretó los dientes y su mano, de modo instintivo, se deslizó hasta la empuñadura de su espada. Se contuvo. El general en jefe no debía entrar en combate. No en una batalla de aquella magnitud. Debía mantenerse en su posición para poder dar las órdenes necesarias. Eran sus hombres los que tenían que luchar, por él, por Roma. Tenía los mejores oficiales. Quinto Terebelio, Cayo Valerio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Lucio Marcio, Silano. Era su turno. Ellos debían combatir. Él había pasado días, semanas, años, diseñando aquella batalla. Él había reunido los recursos necesarios y él había hecho posible que aquella batalla tuviera lugar y, pese a todas las maquinaciones de Máximo y de Catón, que esa batalla tuviera lugar en África. Ahora debían combatir sus hombres. Sus hombres.

Primera línea de combate romana. Ala izquierda

Cayo Valerio aguardó hasta que sus hastati de la V se encontraran a un centenar de pasos de los mercenarios enemigos.

—¡Ahora! ¡Lanzad! ¡Lanzad!

Y todos los legionarios a una arrojaron una andanada de pila. Por respuesta recibieron una tanda similar de jabalinas de todas las formas y dimensiones acompañada de decenas, centenares de piedras de los honderos baleáricos. Piedras y jabalinas golpeaban los cascos y escudos de los romanos, y, con demasiada frecuencia, se colaban entre los resquicios de las armas defensivas y se clavaban en rostros, muslos, hombros... Los gritos de dolor emergían por todos lados, pero pronto ya no hubo espacio entre romanos y mercenarios de Cartago. Los diez mil guerreros del antiguo ejército de Magón impactaron contra la línea de hastati. Los romanos interpusieron sus escudos contra el empuje de los bárbaros venidos de mil regiones distintas, adiestrados por Cartago para, una vez más, derrotarles, como en Cannae, pero los legionarios de la V y la VI y los voluntarios itálicos del procónsul no estaban dispuestos a dejarse barrer con tanta facilidad. Los romanos, no obstante, tenían un enemigo adicional con el que no habían contado: el agotamiento. Mientras aquella línea de combate enemiga llegaba fresca, sin prácticamente haber combatido, ellos, sin embargo, habían tenido que vérselas con la carga de los ochenta elefantes, perdiendo a muchos compañeros y, lo peor en aquel instante de reanudación de la batalla, sintiendo ya muchos de ellos el agarrotamiento fruto del cansancio.

Cayo Valerio pinchó por el lateral de su escudo a un mauritano que tenía enfrente. Apartó el escudo un segundo y clavó su espada en el hombro del enemigo, éste se hizo a un lado y el primus pilus de la V aprovechó para empujarle con su escudo y avanzar; entonces otros dos mauritanos vinieron para sustituirle. El centurión planta de nuevo su escudo en el suelo y se refugia tras él. Caen los golpes. Pincha de nuevo por debajo, emerge, clava, empuja, hiere, vuelve a empujar y prosigue con su avance. Con el rabillo del ojo controla sus flancos. Los legionarios le siguen, pero muy a duras penas. Se frena o se quedará solo rodeado de enemigos.

—¡Avanzad, por Júpiter! ¡Avanzad y mantened la formación! —grita sus órdenes en los momentos en los que se refugia tras el escudo. Sus hombres redoblan sus esfuerzos por seguir atacando, pero después de la carga de los elefantes muchos están extenuados y no ha habido tiempo para recuperarse. Valerio ve cómo en lugar de seguirle los hastati empiezan a ceder terreno.

—¡Maldita sea! —dice, y cede terreno a la par con sus hombres. Quedarse solo allí es una locura sin sentido. ¿Por qué no le sustituyen los principes? La segunda fila de manípulos romanos sufrió menos que los hastati durante la embestida de los elefantes. El general debería ordenar ya la sustitución de los unos por los otros. Ya.

Nuevos golpes caían sobre su escudo.

Primera línea de combate romana. Ala derecha

Quinto Terebelio se protegía de la ferocidad con la que combatían los galos, medio desnudos, pintados de azul, gritando todo el tiempo. Había matado a dos o tres y herido a varios, pero la flecha del hombro había sido golpeada por la espada de uno de sus enemigos y se había movido en su interior desgarrándole algo, no sabía bien qué, pero apenas sí podía sostener el escudo y si lo soltaba era hombre muerto. Los hastati de la VI se estaban comportando con honor, pero se les veía que no habían tenido tiempo para recuperarse del ataque de las bestias africanas y ahora la furia de aquellos galos y ligures traídos del norte de Italia les hacía retroceder. Terebelio lo veía cuando miraba hacia abajo. Palmo a palmo perdían terreno y lo seguirían perdiendo si los principes no entraban a reemplazarles en primera línea. No era cobardía. Nadie podía acusarle de cobardía. Era necesidad. ¿Por qué el procónsul no ordenaba que les sustituyeran ya?

—¡Aaahh! —Le habían alcanzado por un lateral con una espada. No sostenía bien el escudo por la flecha clavada y eso había permitido que un galo le sorprendiera por atrás. En un ataque de furia producido por una adrenalina suplementaria que su cuerpo generó en aquel instante, Quinto Terebelio empujó con su escudo con bestialidad. Derribó a dos, tres enemigos, bajó la defensa, golpeó, clavó y pinchó con su espada e hirió mortalmente a varios de aquellos galos, luego retrocedió varios pasos para reintegrarse con sus hombres, que parecían retroceder cada vez más rápido. Quinto Terebelio, primus pilus al mando de los hastati de la VI, sangraba por delante y por detrás de un hombro destrozado. Le costaba respirar. Tenía que dar órdenes pero le faltaba fuelle para gritar. Inhalaba aire a espasmos. Escupió en el suelo y vio que por su boca salía sangre. Y los galos no cejaban en su empuje.

—Mierda de batalla —dijo en voz baja, atragantándose con su sangre, que le supo buena. Tenía sed.

Retaguardia romana

Publio Cornelio Escipión veía cómo los hastati retrocedían ante los diez mil mercenarios de la primera línea cartaginesa. Al hacerlo, los manípulos de principes y triari de las líneas dos y tres de combate romanas cedían terreno de forma similar para evitar quedar todos atrapados en una maraña sin formación ni maniobrabilidad. En eso, Digicio, Mario, Marcio y Silano estaban trabajando bien. Era la línea de hastati la que debía oponer más resistencia, pero se veía que no podían. Debía dar orden de reemplazarlos y dar paso a los principes, algo más frescos y menos agotados por la carga de los elefantes, pero Publio se resistía a ordenar aquella maniobra. Aníbal sólo estaba empleando su primera línea de combate mientras preservaba las otras dos de refresco, intactas: diez mil guerreros africanos más en la segunda línea y luego sus veinte mil veteranos. Él no podía cometer la insensatez de emplear todas sus tropas para responder a la embestida de la primera línea púnica, pero los hastati cedían y cedían. Se pasó la palma de la mano por la barba rasurada e, inconscientemente, apretaba unos dientes contra otros. Sentía las miradas de los lictores en su cogote y del pequeño grupo de veteranos legionarios que le acompañaban a modo de guardia personal y de los soldados con las tubas y trompas que debían transmitir las órdenes del procónsul de Roma. Publio se debatía en una tempestad de dudas. Mientras, en primera línea, morían sus hombres. Morían. Y él lo sabía.

Primera línea de combate romana. Ala derecha

Quinto Terebelio veía cómo los legionarios de la VI no podían más. Así no podían seguir o aquello se convertiría en una huida en toda regla. Inspiró aire con todas sus fuerzas y luego soltó un potente alarido.

—¡Mantened la formación! ¡Por Hércules, no se retrocede! ¡No se retrocede! —Y se alzó cubierto de su propia sangre para asomarse por encima del escudo, donde una piedra arrojada por un hondero balear le pasó rozando, pero sin darle. Avanzó hacia dos galos que le encaraban y les atacó con la desesperación de quien se sabe malherido. El súbito cambio de actitud, de retroceder a embestir, sorprendió a los guerreros galos y para cuando quisieron reaccionar se encontraron con la espada de Terebelio seccionándoles la garganta, pero nuevos galos vinieron a remplazarles. Quinto Terebelio se batía como un jabato con la espada. Asestaba golpes a derecha e izquierda y se protegía frontalmente con el escudo sostenido en alto por un brazo entumecido que no sentía, pero no veía lo que pasaba tras de sí. Los hombres de la VI habían intentado responder a las demandas de su centurión pero tras una breve reacción inicial, volvían a perder terreno abandonando a su primus pilas a su suerte. Quinto Terebelio sintió cómo le hendían un hierro, podía ser una espada o una lanza, justo en el vértice de su espalda y sintió algún hueso crujir. Comprendió entonces que estaba rodeado. Se volvió ciento ochenta grados y con su espada atravesó el corazón del galo que acababa de herirle traicioneramente, hecho que los galos de la línea de ataque cartaginesa aprovecharon para abalanzarse sobre él. Un Quinto Terebelio fresco y sin heridas habría salido de allí a mandobles, empujones y golpes, luchando como una fiera, pero estaba extenuado por el combate y por la sangre que llevaba perdiendo toda la mañana. Quinto Terebelio sólo acertaba a dar golpes defensivos y a mantener pegado su escudo a su cuerpo. Seis galos le rodeaban.

—¡A mí, la VI! ¡A mí, la VI!

Fue el último grito del primus pilus que sobrevoló la línea de enemigos que le había rodeado y llegó a oídos de los hastati que seguían en retirada. Fuera porque ya no era una orden, sino que eran palabras de un romano agonizando, o porque la llamada de auxilio de su superior les avergonzó, los hastati de la VI legión de Roma reaccionaron y embistieron a plomo a sus enemigos. Éstos se vieron sorprendidos por aquella súbita reacción y cedieron unos pasos, los suficientes como para que los legionarios pudieran recuperar el terreno perdido y alcanzar la posición donde Terebelio estaba luchando, pero para cuando los hastati llegaron allí, su centurión estaba arrodillado en el suelo. Tenía la flecha clavada en el hombro, heridas en brazos y piernas y una lanza que lo atravesaba de parte a parte entrando por su espalda. A su alrededor había cinco galos muertos y uno malherido que enseguida fue abatido por los legionarios y todo era sangre, sangre y más sangre. El centurión les miró con los ojos muy abiertos.

—Mirad que os cuesta cumplir una orden —les dijo al tiempo que salía más sangre por su boca—. Mantened la posición... mantened la posición... —Y cayó de bruces sobre su propias babas y sangre. Dos hombres dieron la vuelta a su cuerpo con cuidado, mientras una docena de legionarios mantenía la línea de combate alejada del centurión. Quinto Tereblio les miraba sin cerrar los ojos y sin parpadear, con la boca entreabierta por la que no dejaba de manar más sangre. Los dos hastati se miraron entre sí y depositaron con cuidado el cadáver del primus pilus de la VI en el suelo, sobre aquel creciente charco de sangre.

Retaguardia romana

Marco señaló el ala derecha de la formación romana. El procónsul asintió. Ya lo había observado. La línea de hastati de la VI había reaccionado y dejaba de retroceder, lo cual era positivo. Cosa de Terebelio, el Terebelio de siempre, el de Cartago Nova, el de Baecula, el de tantas otras batallas, seguro, pero la V seguía cediendo terreno, de modo que toda la línea de combate romana corría el riesgo de dislocarse, de segmentarse en dos. Eso era inadmisible.

—¡Ahora! —espetó el general con rapidez. Todas sus dudas se despejaron ante el peligro de ver la línea de su ejercito partida en dos. No tenía sentido reservar tropas si la batalla se perdía desde el principio.

Las tubas y las trompas resonaron en la llanura.

Segunda línea de combate romana avanzando hacia la primera

Mario Juvencio Tala, al frente de los principes de la V, y Sexto Digicio, al mando de los principes de la VI, ordenaron el avance de sus hombres. Entraban en combate. Digicio miraba y remiraba entre los hastati que, ensangrentados y aturdidos, se replegaban de la primera línea y no veía lo que buscaba. Tomó entonces a uno de los legionarios que se replegaban por el brazo y lo retuvo un momento.

—¿Y Terebelio? —preguntó Sexto Digicio—. Quinto Terebelio, el primus pilus de la VI, ¿dónde está?

El legionario sacudió la cabeza cabizbajo. Digicio le dejó marchar. Su rostro serio palideció. Llevaba combatiendo con Terebelio desde la primera campaña en Hispania. De eso hacía ya siete años. Siete años. Tantas batallas. Quinto Terebelio había caído. No se lo podía creer. Terebelio era para él, para muchos, casi inmortal. ¿Qué batalla era esa en la que se encontraban ahora donde hasta el mejor centurión que nunca había conocido era abatido por el enemigo?

—¡Adelante, por Roma, por el general, por la victoria! —gritó Sexto Digicio a sus hombres. Sus ojos estaban inyectados en una mezcla de furia, rabia y dolor—. ¡Y por Quinto Tereblio, por el mejor centurión de Roma!

La voz había corrido por los manípulos de principes. Quinto Terebelio, el que abrió las puertas de Cartago Nova hacía siete años, había muerto. Su sangre clamaba venganza. Su sangre pedía, exigía sangre enemiga, ríos de ella. Mario Juvencio reafirmó la pasión ciega de aquel odio entre las filas de sus legionarios de la VI a medida que éstos se aproximaban a la primera línea.

—¡Por Terebelio, por Quinto Terebelio, por los dioses y por su memoria!

Mario había conocido a Quinto Terebelio incluso antes que Digicio, antes de que el general llegara a Hispania. Mario lo conoció combatiendo con él bajo el mando del padre y del tío del procónsul y con él aprendió que tenerlo a tu lado en el campo de batalla era garantía de seguridad. Ahora había caído. Mario Juvencio Tala había contemplado derrotas funestas en el pasado, como cuando el abandono de los aliados iberos provocó la muerte tanto del padre como del tío del procónsul. La muerte de Terebelio le traía a su memoria los peores recuerdos, sólo que allí, en medio de aquella llanura africana, no había lugar donde huir. Sólo quedaba la muerte o la victoria. Eso había dicho el procónsul y eso era lo que había. Mario Juvencio desenvainó la espada. Tenía ganas de matar. Como todos sus hombres. Sólo querían matar.

Primera línea de combate cartaginesa

Mauritanos, libios, iberos, galos y ligures tomaron un respiro henchido de gloria al ver a los legionarios hastati retirándose. Los galos dieron saltos y los mauritanos vociferaban. Los libios, más sobrios, aprovechaban para recuperar el aliento, y los baleáricos, cautos y pragmáticos, recargaban sus hondas. Los ligures secaban sus espadas de sangre para evitar que se les resbalaran. Venían más romanos, pero ya habían hecho retroceder a una de sus líneas. Vieron llegar a los principes con el escudo en alto para guarecerse y los pila elevados a la altura del pecho. Cada manípulo era como una tortuga repleta de pinchos en su caparazón. Los mercenarios de Cartago arrojaron algunas jabalinas y muchas piedras. La mayoría golpeaba los escudos sin alcanzar los objetivos de carne y hueso que perseguían. Aquellos legionarios parecían algo más experimentados. Seguían avanzando. Los galos fueron los primeros en arrojarse desnudos como estaban, lanzando alaridos mortales contra aquellas formaciones del enemigo. Muchos cayeron ensartados por las lanzas romanas, pero su empuje irracional consiguió abrir las protecciones cerradas de la conjunción de cientos de escudos como melones que se abren al caer al suelo. El resto, mauritanos, ligures y libios, aprovecharon la ocasión para entrar en batalla cuerpo a cuerpo mientras los honderos, ahora sí, con los romanos luchando ya con sus gladios, lanzaban andanada tras andanada de piedras mortales a velocidades de vértigo. Estaban todos ellos seguros de repetir el mismo éxito y con la misma facilidad que con la línea romana anterior, pero aquellos legionarios que les habían sustituido combatían con un plus de furia que los distinguía de los anteriores. Tenían algo. Tenían odio en las venas. Pero los mercenarios tenían el mismo odio, insuflado en los galos y ligures por siglos de lucha contra el poder de Roma, y en los iberos, mauritanos y libios por la codicia, pues entre las promesas de grandes recompensas de los cartagineses y ellos sólo se interponían aquellos legionarios. Había que acabar con ellos.

Primera línea de combate romana

Digicio y Mario luchaban con destreza, ferocidad y tesón y sus hombres les imitaban. El choque fue bestial y siniestro, por los gritos de sus enemigos en media docena de lenguas diferentes, por el odio con el que todos se atacaban, por la sangre sobre la que se combatía. En un primer momento, los principes de las legiones V y VI de Roma no sólo consiguieron detener el paulatino retroceso en el que la pérdida de fuelle de los hastati había sumido al ejército romano, sino que además consiguieron recuperar diez, veinte, treinta, cincuenta, casi cien pasos, pero llegados casi una vez más al centro de la llanura, la contienda pareció igualarse y los mercenarios de Cartago parecían más dispuestos que nunca a combatir hasta la mismísima aniquilación. Los principes que, aunque no sufrieron tanto la embestida de los elefantes como los hastati, también tuvieron que emplearse a fondo en la exterminación de las gigantescas bestias enemigas, empezaron a acusar el cansancio. La necesidad de un nuevo relevo era creciente.

Retaguardia romana

La muerte de Quinto Terebelio llegó a oídos del general mientras éste contemplaba cómo los principes conseguían recuperar algo del terreno perdido. Publio sabía que Terebelio había caído por sus dudas, por haber alargado demasiado el relevo de la primera línea de combate, pero es que las legiones V y VI seguían aún combatiendo tan sólo contra el primer cuarto del ejército de Aníbal. ¿Qué iba a necesitar? ¿Todos sus hombres, sus tres líneas para hacer retroceder a esos mercenarios? ¿Con qué combatiría luego si empleaba todas sus tropas en aquel primer embate?, que, claro, no era realmente el primero, pues los elefantes habían desgastado las energías de todas sus líneas con aquella terrible carga inicial. Los elefantes habían hecho mucho más daño del que había pensado en un principio. Mucho más.

—¿Y de la caballería, qué se sabe? —preguntó el procónsul.

—Nada, mi general —respondió Marco con cierta impotencia—. Sólo que se han alejado. Luchan detrás de las colinas, más allá de la posición de la retaguardia cartaginesa.

—Necesito saber qué pasa con la caballería —insistió el procónsul algo exasperado.

—Enviaremos mensajeros, mi general.

Publio asintió y volvió a concentrarse en lo que ocurría en la llanura. Los principes se habían estancado y ya no avanzaban más. Necesitaban un nuevo relevo. Podría reutilizar a los hastati, pero éstos debían de estar aún extenuados y desmoralizados con la muerte de Terebelio. No. Lo tuvo claro. Tendría que utilizar a todos sus hombres ya. Acabemos primero con estos mercenarios y luego con lo que venga. Aquella batalla había que lucharla paso a paso. Eso sí, ver a los soldados africanos de la segunda línea cartaginesa, tan tranquilos, y, lo peor de todo, a los temidos veteranos de Aníbal, en la tercera y última línea, asistiendo como espectadores de lujo a aquella mortal contienda, irritaba y aterraba al procónsul. Pero no había más que hacer. Aníbal llevaba la iniciativa desde el principio. Un pensamiento cruzó su mente que lo hizo sudar. ¿Sería capaz Aníbal de aniquilarlos sin tan siquiera utilizar sus veteranos?

—Los triari. Ya. Por Castor y Pólux y todos los dioses. Los triari —ordenó el general en jefe de las «legiones malditas».

Última línea romana entrando en combate

Tanto Lucio Marcio Septimio como Silano recibieron la orden de pasar al ataque con cierta perplejidad. Quedaban más de dos tercios del ejército púnico sin entrar en combate y emplear todos los recursos parecía algo descabellado, pero las órdenes las daba Publio Cornelio Escipión y con él habían conquistado Cartago Nova y toda Hispania para Roma y con él habían salido vivos de la carga de los elefantes. No era un procónsul cualquiera el que daba las órdenes allí. Era un general invicto que nunca había sufrido una derrota en campo abierto estando él al mando.

Marcio se ajustó el casco y Silano escupió en el suelo. Los triari de ambas legiones se lanzaron al ataque. Pasaron entre los manípulos aún algo descompuestos y repletos de heridos de los hastati, que medio sentados, medio de pie, intentaban recuperarse del feroz combate y llegaron hasta las últimas filas de principes. Éstos, al verlos, abrían grandes pasillos, por donde dejaban que los legionarios más experimentados y veteranos de las legiones V y VI de Roma avanzaran. Los principes los miraban agradecidos al procónsul y en sus ojos podía leerse: «A ver si vosotros podéis con estos mercenarios, por los dioses, a ver si vosotros podéis ya con ellos.»

Los triari no eran legionarios normales. Avanzaban protegidos por sus escudos semiovalados de 120 por 75 centímetros que sostenían con el brazo izquierdo al tiempo que con el otro mantenían en alto, punzante y retadora, sus largas lanzas de tres metros. En su formación manipular, eran como pequeñas falanges, similares a las africanas o las macedonias, pero más móviles, dispuestas para maniobrar sobre el terreno con mayor agilidad. Llevaban además varias lanzas cortas para usar como armas arrojadizas en caso necesario y una espada que el procónsul había procurado que en el caso de los triari fuera para todos de doble filo y terminadas en punta a modo y semejanza de las temibles espadas iberas. Eran los triari en suma los mejor armados, los más duros, los más expertos en el campo de batalla. Por norma general, un general los reservaba para el final, pero el empuje bestial de los mercenarios traídos por Cartago y el agotamiento acumulado en las líneas de hastati y principes por la carga de los elefantes primero y el combate posterior sin pausa alguna, había hecho que su presencia fuera requerida antes de tiempo. Eso a los triari no les concernía. Seguían las órdenes con más disciplina que ningún otro cuerpo y entre sus filas no existían legionarios que cuestionaran las órdenes y menos las órdenes de un procónsul de Roma. Éstos fueron los primeros en recuperar su orgullo de soldado romano al ser rescatados por Publio Cornelio Escipión de su destierro y eran los primeros en querer corresponderle. Las victorias de la campaña africana se debían, en gran medida, a ellos, y lo sabían. Los triari eran los mejores, tal es así que eran menos en número que los legionarios de las otras dos categorías. Eran menos pero conseguían mejores resultados. Eso acrecentaba aún más su orgullo, incluso su vanidad, pero una vanidad ganada a pulso entre ríos de sangre enemiga era una vanidad que pocos criticaban. Por eso, porque esas tropas eran las mejores, Publio puso a sus tribunos de mayor rango y experiencia al mando: Marcio, al frente de los triari de la V, había combatido junto a su padre y a su tío y fue quien contuvo a los cartagineses en Hispania tras la muerte de ambos; era un veterano oficial respetado y admirado por todos los legionarios, y Silano, a cargo de los triari de la VI, más sobrio, casi distante, era gélido en el campo de batalla y de una disciplina tan férrea que nadie osaba hacer bromas ante su presencia.

Mauritanos, baleáricos, ligures, galos y libios vieron cómo habían conseguido poner en fuga a una nueva línea del enemigo. Su moral no podía estar más alta, aunque cierto agotamiento se hacía notar en sus brazos entumecidos de tanto propinar mandobles mortales a diestra y siniestra. Algunos miraron atrás, pero no había señales en la formación de su ejército, con sus hileras de africanos primero y de veteranos de Italia después, inmóviles todos, que hiciera presagiar ningún tipo de reemplazo en la primera línea. Daba igual. No les necesitaban. Pero se habían distraído.

Los triari irrumpieron con sus largas lanzas atravesando a decenas de mercenarios antes de que éstos pudieran tan siquiera rozar a uno solo de aquellos nuevos legionarios. Los mercenarios se afanaban por intentar hacer pedazos aquellas largas picas para así poder llegar a aquellos que las empuñaban con tanta fiereza contra ellos. Apenas si les quedaban armas arrojadizas, de modo que sólo podían usar sus espadas para cortar las lanzas y no era tarea fácil, sobre todo cuando desde las líneas enemigas, mientras unos les atacaban con aquellas malditas lanzas, otros les arrojaban jabalinas ligeras que caían sobre ellos hiriendo y matando. Mauritanos, iberos, ligures, galos y libios no resistieron más allá de unos minutos a los triari. El curso de la batalla cambiaba por completo. Los veteranos de la V y la VI, reforzados por triari del cuerpo de voluntarios que se trajo el procónsul consigo de Italia, recuperaban terreno mientras los mercenarios del maltrecho ejército de Magón se batían en una retirada cada vez más desordenada, lo cual, además, proporcionaba una ventaja adicional a la capacidad de lucha y destrucción de los triari. Y es que, al conseguir hacer retroceder a los mercenarios ya no luchaban en la mitad de la llanura próxima a las posiciones iniciales romanas, que era donde más sangre, cadáveres y fango se acumulaba, sino que ahora los veteranos de las legiones, con su empuje y destreza, habían desplazado la línea de combate justo a la mitad de la parte de la llanura más próxima al ejército de Aníbal. De esa forma, cuando la mayoría de las largas lanzas ya no era útil porque los mercenarios corrían en desbandada, los triari, casi a la carrera, se abalanzaban sobre ellos desenvainando sus espadas de los tahalíes que colgaban sobre sus muslos derechos y pinchaban, cortaban y herían con saña a todos cuantos encontraban en su camino.

—¡Masacradlos, por Júpiter, Juno y Minerva, masacradlos a todos! —gritaba Silano, en medio de aquel campo de batalla eterno, el único lugar donde su fría personalidad dejaba entrever un atisbo de pasión.

Marcio hacía lo propio, conminando a los triari de la V a ejecutar a la mayor parte posible de mercenarios.

—¡El que matéis ahora ya no se revolverá contra vosotros! ¡Herid y matad! ¡Matad!

Retaguardia cartaginesa

Los oficiales púnicos miraron a su líder. Aníbal sacudió la cabeza negativamente. En aquella batalla ninguna retirada era aceptable.

Primera línea cartaginesa

Los mercenarios corrían en busca de la segunda línea cartaginesa para refugiarse entre los africanos del antiguo ejército de Giscón, pero para su sorpresa, a medida que se acercaban, en lugar de encontrar pasillos por los que situarse tras esa segunda línea para descansar y recuperarse, los soldados africanos levantaron sus escudos y sus lanzas largas y avanzaron contra ellos. Mauritanos, libios, galos, baleáricos y ligures se encontraron no con amigos en esa segunda línea del ejército cartaginés, sino con un nuevo enemigo que se echaba contra ellos para embestirles, como si no existieran, en el avance de la segunda línea cartaginesa contra los triari romanos que les perseguían. Algunos mercenarios no daban crédito a lo que ocurría y pensaban que en el último momento, los africanos abrirían su falange para poder pasar a la retaguardia o para poder incorporarse a ella, pero para su mala fortuna sólo encontraron su muerte en las largas picas de aquella temible línea de soldados africanos. Aníbal había ordenado que se avanzara sin aceptar el ingreso de los que se retiraban. Así se inició una lucha entre la primera y la segunda línea del ejército púnico, entre los que huían del contraataque romano y los que marchaban contra él. Los mercenarios, como esperaba Aníbal, perdieron el pulso en poco tiempo y tras caer por docenas ante los que debían ser sus propios aliados, daban media vuelta y buscaban la única salida que les quedaba: volver a enfrentarse contra los romanos. Parece que ésa era la única ruta que Aníbal les permitía. Si querían sobrevivir a aquella batalla debía ser desbaratando las líneas romanas. En un acto de desesperación límite, los mercenarios supervivientes, toda vez que asumieron el implacable mensaje de Aníbal, se revolvieron una vez más contra los triari.

Avance de la vanguardia romana

Marcio observó el repliegue fallido y el regreso de los mercenarios. Ordenó entonces detener el avance de la V a la vez que resonaban las tubas de la retaguardia indicando tal instrucción. Silano hizo lo propio con los veteranos de la VI. Estaba claro que venía un nuevo ataque cartaginés y era conveniente recibirlos como correspondía.

—¡Picas al suelo! —gritó Lucio Marcio—. ¡Tomad las lanzas cortas! ¡Apuntad, apuntad y por Hércules esperad mi orden!

Los triari abandonaron en el suelo, junto a ellos, las picas largas cogiendo cada uno una lanza corta de las que aún llevaban consigo.

Los mercenarios enemigos, desperdigados y en completo desorden, se acercaban de nuevo tras haber sido repelidos por su segunda línea.

—¡Ahora, lanzad, lanzad, lanzad!

Una lluvia mortal de hierro sembró de muerte la última carga de los mercenarios.

—¡Picas en alto! ¡Por Hércules, firmes con ellas! —Marcio miraba a un lado y a otro. Tenían que repeler no ya a los masacrados mercenarios sino a la segunda línea, la de los africanos, que se les venía encima.

Los pocos mercenarios que quedaban hundieron sus tripas en las picas de los manípulos romanos y los triari, rehuyendo tomar la espada aún, aguardaron tensos, sudorosos, ensangrentados, el nuevo choque.

El impacto contra la falange de los africanos de la segunda línea del ejército púnico fue descomunal. Algunos triari cayeron de espaldas con la pica en alto llevándose consigo a más de un enemigo ensartado. Las lanzas largas no aguantaban la presión y se partían por centenares, por miles. Era el fin de las picas de los triari. Ya no dispondrían de ellas para nuevos embates.

—¡Desenvainad! —aulló Marcio—. ¡A muerte con ellos! ¡A mí la V legión!

Sin picas el combate era cuerpo a cuerpo. Los africanos llegaban frescos, resueltos, pero los triari estaban enardecidos, borrachos de victoria tras haber destrozado la primera línea enemiga de mercenarios. El combate empezó igualado, pero los africanos eran nuevas levas hechas con las prisas de la necesidad y no eran especialmente hábiles en el combate cuerpo a cuerpo. Los triari, aun cansados por el esfuerzo denodado, los mantenían a raya con cierta seguridad, pero, por su propio agotamiento, eran incapaces de ir más allá y ganar terreno. Una vez más, la tierra de aquella llanura empezó a impregnarse de sangre romana y africana, mezclándose en charcos pegajosos, creando un fango espeso sobre el que resultaba complicado luchar.

Las tubas resonaron una vez más, y los triari, con cierto alivio, vieron cómo eran reemplazados en primera línea por las fuerzas combinadas de los hastati y principes que habían dispuesto de un pequeño descanso que les había permitido recuperar algo el resuello. Los africanos veían cómo los romanos sustituían una línea por otra, turnándose en el combate, mientras que ellos no tenían apoyo de la línea final de su ejército, la conformada por los veteranos de Aníbal quienes, sin haber intervenido aún en la batalla, seguían expectantes, pero relajados y frescos, el desarrollo de aquella sangría salvaje.

Tras los hastati y los principes, de nuevo los triari, con renovado ánimo y furia. Las legiones V y VI hacían maniobrar sus manípulos como una inmensa y bien engrasada máquina de matar; se reemplazaban unos a otros, varias veces, y comenzaron a ganar terreno. A la hora del choque inicial y tras dos reemplazos en las líneas romanas donde unos legionarios sustituían a los otros, los africanos comprendieron que su lucha no tenía más finalidad que la de agotar al enemigo, pues seguía sin llegarles apoyo alguno de los veteranos de su retaguardia. Los africanos iniciaron una retirada a toda velocidad y, como antes intentaron los mercenarios que ahora yacían muertos por el valle, los africanos a su vez pugnaron por ser admitidos en las filas de los veteranos de Aníbal. No se sorprendieron demasiado cuando ante ellos no encontraron pasillos para incorporarse a la retaguardia de su ejército, sino las lanzas y los escudos de aquellos veteranos que con indeferencia a sus penalidades, les cortaban el paso a toda huida. Algunos se atrevieron a intentar penetrar en aquella muralla de lanzas, resquebrajando sus carnes contra las picas y siendo rematados por espadas gélidas, mientras que la mayoría, más sensatos, buscaron refugio huyendo por los extremos de ambos ejércitos, corriendo hacia el desierto, alejándose de aquella batalla. Eran africanos y tenían amigos, casas, haciendas, pueblos donde refugiarse, no como los romanos que combatían en territorio enemigo. Así los africanos supervivientes del antiguo ejército de Giscón, rechazados por las filas romanas y despreciados por los veteranos de Aníbal, se desperdigaron por aquellas tierras para no volver nunca ya a aquella llanura maldita.

Los romanos detuvieron su avance y gritaron de júbilo. No era para menos. Habían masacrado a los diez mil mercenarios y habían puesto en fuga a los diez mil soldados africanos. Sólo quedaban los temidos veteranos de Aníbal: veinte mil hombres más, los más terribles, los más fieros, pero todos, incluso cuando sabían que aún les queda lo más difícil por hacer, necesitaban encontrar regocijo en una pequeña victoria, aun cuando en el fondo de sus corazones sabían que dicha victoria podía quedar en nada, pues lo peor aún estaba por venir. Pero así es el ser humano. Así vivieron aquel momento los legionarios de las legiones V y VI de Roma. Estaban malditos, sí, desterrados, sí, pero al menos en medio de aquella batalla, estaban victoriosos, con orgullo, con sus sandalias hundidas en la sangre de sus enemigos y de sus amigos. Pisando un fango de muerte como nunca antes habían conocido.

Retaguardia romana

—¿Cuántos hombres crees que hemos perdido, Marco? —preguntó el procónsul.

—No lo sé. Varios miles... el valle... la tierra... está todo rojo. Es un mar de cadáveres, mi general.

Publio Cornelio Escipión asintió. Era difícil saberlo. Podían haber caído entre cinco mil y seis mil hombres, eso le dejaría con unos veinticinco mil efectivos, quizá más, para luchar contra otros veinte mil soldados enemigos, pero con una diferencia. Sus soldados estaban exhaustos: habían librado ya tres batallas, contra los elefantes, contra los mercenarios y contra los africanos. Era cierto que estaban con la moral alta porque habían ganado los tres episodios, pero Publio tenía la oscura sensación de que no llevaba para nada la iniciativa en aquel combate. Estaba seguro de limitarse a seguir un plan definido con precisión por Aníbal. Jugaban a su juego, seguían sus normas. Tenía que encontrar la forma de quebrar eso.

—¿Y de la caballería, sabemos algo? —preguntó el procónsul buscando con qué sorprender a su enemigo.

—Los exploradores dicen que siguen combatiendo más allá de las colinas. Que al principio los nuestros parecían llevar las de ganar, pero que ahora la lucha parecía más indecisa.

Publio asintió una vez. Era el plan de Aníbal: lo único en lo que eran superiores, en la caballería, lo había alejado de allí. Si quería derrotarle tendría que hacerlo allí mismo, en la llanura, con una infantería brava, valiente, pero agotada. Publio Cornelio Escipión apretó los labios antes de volver a hablar.

—Que abran las líneas, Marco, que se extienda la formación. —El general se agachó y dibujó con su dedo sobre el polvo del suelo—. Así, que los nuestros desborden su formación por las alas. Hemos de envolverles. Sólo así, si conseguimos atacarles por los flancos, sólo así venceremos. Envía mensajeros a Marcio y Silano. Ellos lo entenderán enseguida. Y que en primera línea empiecen los principes con Mario y Digicio. Los hastati serán pan comido para esos veteranos de Aníbal. Sí, primero las fuerzas de Mario y Digicio. Luego los hastati, con Cayo Valerio... Maldita sea, por todos los dioses, qué lástima no tener ahora a Terebelio con nosotros... —el general parecía aturdido, seguía agachado, y dejó de hablar unos instantes, pero al segundo recuperó el aliento—, Valerio detrás, sí, y los triari una vez más en reserva. Que los mensajeros insistan a Marcio y Silano en lo de los flancos. Eso es vital. Sin desbordar su falange, no habrá nada que hacer. ¿Entiendes, Marco? ¿Entiendes?

—Sí, mi general, sí.

Publio se levantó de nuevo y empezó a rezar a Marte. 

Avance de los veteranos de Aníbal

Los veteranos de Aníbal, una vez que los africanos que habían intentado penetrar en sus filas ya corrían por el campo alejándose del combate, cargaron sus escudos y emprendieron el avance como quien se pone a andar después de haberse sacudido unas molestas moscas que lo importunaban. Eran hombres fríos. La muerte era su ambiente natural, las batallas su vida, la guerra su condición. Entre ellos los había que no habían hecho otra cosa en toda su existencia más que combatir y matar y siempre al servicio de su único general. Con él habían luchado en Hispania y la habían conquistado, con él habían arrollado a cuantas tribus en la Galia intentaron impedirles el paso y con él habían cruzado los Alpes en medio del más crudo de los inviernos. Con él habían asolado Italia durante años y con él habían derrotado una tras otra a decenas de legiones romanas. Ante ellos sólo tenían dos legiones más. Era lo acostumbrado. Era su trabajo. Avanzaban con las lanzas en alto y los escudos protegiéndoles el cuerpo. Cuando entraban en combate era sólo para arrasar. Entre ellos había también otros incorporados en las últimas campañas de Aníbal en el sur de Italia, venidos sobre todo del Bruttium, algo menos diestros, pero a quienes parecía habérseles impregnado la destreza militar de sus compañeros más experimentados. Todos ellos juntos, veinte mil guerreros, eran el arma más mortífera del mundo conocido y lo sabían. Lo sabían. Ese conocimiento los dotaba de un aplomo que congelaba el alma de sus enemigos. No conocían la derrota. Sabían lo que era retirarse a tiempo, porque su general fue especialmente cauto en las últimas campañas de Italia por la falta de provisiones y suministros, pero no conocían lo que era morder el polvo en el campo de batalla. Sólo sabían que si luchaban y luchaban, al final, sus enemigos siempre morían, caían con los ojos abiertos y sorprendidos ante los filos de sus espadas. Así era siempre. Se ajustaban los cascos, caminaban firmes, una falange final. Sus enemigos, además, estaban agotados. Era cuestión de dedicarle unas horas más a matar a quien ya estaba muerto sin aún saberlo.

Vanguardia romana. Ala derecha

Digicio estaba plantado al frente de los principes de la VI. Miró a derecha e izquierda. Los legionarios de sus manípulos estaban dispuestos. Miró al frente. El ejército de veteranos de Aníbal estaba a cincuenta pasos. Era el momento de lanzar armas arrojadizas, pero apenas les quedaba un pilum. Digicio observó hacia su izquierda y vio que los de la V tampoco tenían mucho que lanzar. Estaban, como ellos, esperando el choque final. Por el contrario sus enemigos detuvieron un momento su avance a tan sólo cuarenta pasos, tan seguros estaban de no recibir jabalinas, para arrojar las suyas.

—¡Escudos en alto! ¡Escudos en alto, por Júpiter! —gritó Sexto Digicio a sus hombres. Los legionarios aún se encontraban alzando sus armas defensivas cuando varias toneladas de hierro afilado cayeron sobre ellos y los diezmaron.

—¡Por Neptuno! —aulló el veterano marinero Digicio cuando su escudo fue atravesado por una jabalina enemiga. Pero no había tiempo para ni tan siquiera evaluar los daños en la formación. Los veteranos, casi al mismo tiempo que sus lanzas, estaban allí mismo. Digicio intentó protegerse de los golpes con su escudo ensartado, pero la jabalina enemiga le impedía manejarlo con soltura, de modo que, como muchos de sus hombres de primera línea, tuvo que soltar el escudo. Sin el arma defensiva quedaba más accesible para recibir los golpes de los veteranos del ejército púnico. Digicio paró dos, tres, cuatro golpes, antes de poder asestar su primer mandoble mortal que, a su vez, fue detenido por un escudo enemigo y entonces, por debajo del escudo, le pincharon en la pierna. Asestó como reacción un golpe con su espada hacia el suelo en busca del brazo enemigo que le había herido, pero al inclinarse fue atacado por arriba, no por uno, sino por dos enemigos que le hundieron sus armas uno cerca del omoplato y el otro en medio de la espalda seccionando parte de su columna vertebral. Este último fue el golpe más doloroso, aunque en ese instante no alcanzó a comprender la gravedad de lo que le había ocurrido. Digicio se revolvió y acertó a herir a ambos con sendos golpes surgidos más de la adrenalina del momento que de la fuerza auténtica que tenía. Los enemigos cayeron hacia atrás pero fueron sustituidos por otros dos. ¿Y sus hombres? ¿Por qué no le apoyaban? Digicio, con el rabillo del ojo, se percató de que se batía solo. A derecha e izquierda sólo quedaban cadáveres romanos casi en su totalidad. Los principes estaban siendo barridos. Los nuevos enemigos le embistieron sin contemplaciones. Uno le clavó la espada en la garganta y el otro en el pecho. Digicio nunca comprendió por qué sus brazos no respondían y por qué sus piernas temblaban. Los enemigos volvían a clavarle sus armas sin que él se defendiera. Sus músculos no respondían pero sentía cómo los rasgaban los filos de las espadas cartaginesas. Vio incluso cómo uno de aquellos soldados limpiaba su puntiaguda arma en su uniforme desgarrado. Luego recibió un puntapié y cerró los ojos. Decenas de hombres armados pasaban por encima de él. La posición estaba perdida. Era cosa ahora de los hastati y, sobre todo, de los triari. Sólo un pensamiento le animó mientras perdía definitivamente el sentido: se iba a reunir con Terebelio en el Hades muy pronto. Aquello le alegró. Cuando encontraron su cadáver vieron que, en medio de aquel charco de sangre, Digicio sonreía.

Vanguardia romana. Ala izquierda

Mario aún estaba ocupado en que se realizara bien la maniobra de abrir los manípulos para poder rodear en los extremos de la formación cartaginesa cuando llegó la lluvia de jabalinas. Al igual que Digicio y los suyos, no les quedaba mucho con lo que responder, de modo que resistieron la andanada lo mejor que supieron y luego entraron al combate directo.

Mario Juvencio Tala combatía con pasión, pero mantenía fijos sus ojos en sus flancos para mantenerse a la altura de sus hombres. Lamentablemente, éstos perdían terreno ante el empuje de los veteranos de Aníbal. Mario no tenía el escudo inutilizado, gracias a los dioses, por ninguna jabalina, y eso le permitía protegerse de los espadazos del enemigo con cierta efectividad, pero la posición se perdía, se perdía...

Retaguardia romana

—Han de entrar ya los hastati, mi general —insistía Marco, junto a Publio Cornelio Escipión—. Los principes solos no tienen nada que hacer.

—De acuerdo —concedió el procónsul de Roma—. Los hastati al frente y enseguida los triari. Y que sigan intentando superarles por las alas. Hemos de atacarles por los flancos. En el cuerpo a cuerpo son superiores. Nos masacrarán si no conseguimos esos flancos.

—Sí, mi general.

Segunda línea de combate romana. Ala izquierda

Cayo Valerio estaba ocupado en procurarse cualquier tipo de lanza que pudiera usarse para responder al enemigo. Todos sus hombres andaban entre los muertos del medio de la llanura arrancando jabalinas y pila de entre las entrañas de los cadáveres de uno y otro bando, cuando la orden de avanzar y reemplazar a los principes resonó en las tubas romanas.

Cayo Valerio se puso el casco que se había quitado para intentar refrescarse. El sol implacable tampoco concedía descanso alguno.

—Vamos allá —dijo el primus pilus y, junto con sus legionarios, inició el avance para reemplazar a los principes. No hubo que andar mucho, pues los soldados de Digicio y Mario habían perdido tanto terreno que el frente de batalla estaba, una vez más, en medio de la llanura, sobre el mayor lago de fango rojo que Valerio hubiera visto en su larga vida como soldado de Roma.

—¡Ahora! —ordenó el centurión jefe de la V, y sus soldados arrojaron todas las lanzas que habían podido recuperar de entre los muertos. Esta andanada sirvió para cubrir la retirada de los principes y para frenar el constante avance de los veteranos. Éstos, no obstante, aún disponían de lanzas suficientes para responder a aquel ataque de igual forma. Y lo hicieron. Los hastati sufrieron una nueva lluvia de hierro mortífero y, una vez más, hubo decenas de heridos y muertos.

—¡Vamos allá! —repetía una y otra vez Cayo Valerio—. ¡Vamos allá! —Estaba cansado de matar y matar, pero aquello parecía no haber hecho más que empezar. Ahora entendía lo que el general quiso decir cuando les dio la bienvenida al infierno. El Hades debía de ser un remanso de paz al lado de aquello. Allí estaban al fin: frente a los victoriosos cartagineses de Cannae, frente a los que les hicieron retroceder y huir y caer en la humillación y el destierro y el olvido—. ¡Vamos allá! —repetía una vez más Cayo Valerio, y con su espada en ristre entró en medio de la línea de enemigos, los mejores soldados de Aníbal —¡Vamos alláaaaa! ¡Por los dioses, por Roma, por el general!

Sí, por el general. Todos combatían por el general que les había devuelto el orgullo. No tenían la experiencia de aquellos enemigos, máquinas perfectas de matar, pero luchaban con un extra de motivación: los veteranos de Aníbal lo habían demostrado todo, eran los mejores, los más fuertes, los más temidos, y también los más soberbios, los que más menospreciaban a sus enemigos romanos, pero ellos, los legionarios de la V y la VI no eran nada, sólo eran los perdidos, los humillados, la vergüenza de Roma, las «legiones malditas». Bien, pues eso se había acabado: muerte o victoria, como dijo el procónsul.

—¡Muerte o victoria! —gritó Cayo Valerio.

—¡Muerte o victoria! —respondieron al unísono decenas, centenares de gargantas de los manípulos de Valerio y todos al tiempo irrumpieron en el combate con tal potencia que los veteranos de Aníbal, por primera vez en años, cedieron unos pasos al empuje del enemigo.

Ultima línea de combate romana. Alas derecha e izquierda

Más atrás, Silano y Marcio hacían avanzar a los triari para reforzar y dar apoyo a la carga de los hastati, quienes, al haber entrado con tanto vigor y ganar unos metros, estaban permitiendo que varios manípulos de los veteranos de la V y la VI pudieran iniciar la maniobra de superar las líneas enemigas para intentar el ataque por los flancos.

Retaguardia cartaginesa

Aníbal Barca, general supremo de los ejércitos cartagineses en aquella guerra eterna, sabía leer una batalla mejor que ningún otro hombre en el mundo.

—Nos van a desdoblar por los flancos —dijo señalando a sus oficiales varios manípulos de triari que intentaban envolverlos—. Hay que evitarlo a toda costa. —Y miró a su alrededor, pero los oficiales no sabían qué decir—. ¡Mi casco! —gritó Aníbal, y un soldado ibero le trajo su casco rematado en un llamativo penacho rojo sangre. Aníbal se ajustó el yelmo protector, lo abrochó mientras no dejaba de mirar hacia ambos flancos de su ejército e hizo lo que llevaba años sin hacer: empezó a andar, bajó de la tarima de madera desde la que había estado dirigiendo la batalla, los oficiales se apartaban sin entender bien qué ocurría, pero le seguían apresurados, hasta que, al ver a su general caminando hacia el centro de la batalla, comprendieron que el mayor general de Cartago, el mejor estratega de todos los tiempos, entraba en combate.

Aníbal alcanzó el centro de la batalla escoltado por su pequeño regimiento de veteranos de Italia que cubrían todos sus movimientos. Fue entonces hacia el ala derecha a paso rápido y, después de hablar con uno de los oficiales que estaban en el corazón del combate y al que ordenó dirigirse al otro extremo de la formación, Aníbal aceleró aún más la marcha, no sin antes proferir órdenes bien precisas.

—¡Oficial, ve al otro extremo de la formación con un regimiento del centro de la batalla y aplasta a esos romanos que nos están desbordando en aquel flanco! ¡Yo me ocuparé del otro flanco!

El oficial aludido partió raudo acompañado de tres centenares de hombres fornidos y ensangrentados por la encarnizada lucha que habían estado librando hasta ser reemplazados por nuevos veteranos.

Aníbal se dirigió al ala derecha de su ejército. Su llegada fue sentida por sus veteranos como un refuerzo extraño: un gran apoyo porque el que les daba ahora las órdenes directamente era el mejor general posible, extraño porque hacía muchos años que Aníbal no descendía a primera línea. En las últimas campañas en Italia, Aníbal se había preservado y rehuyó el combate en primera línea. Nadie tomaba aquella actitud como cobardía, pues todos sabían que de la buena salud del general dependía la victoria en aquellas temibles campañas en territorio itálico. En cualquier caso, ahora, en África, en medio de la batalla de Zama, los gritos del general reavivaron el empuje de sus soldados y éstos, para infortunio de los romanos, con renovadas energías, recuperaron la iniciativa en el combate.

Combate en las alas y en el centro de la formación

Silano y Marcio, en los extremos de la formación romana, intentaban denodadamente que algunos de los manípulos de triari desbordaran al ejército cartaginés, pero aquellos guerreros estaban reaccionando con una fortaleza implacable y los mismísimos triari, los mejores legionarios de las legiones, volvían a ceder terreno. En el flanco izquierdo, Lucio Marcio se adelantó para ponerse al frente de sus hombres y dar ejemplo. Un hispano que llevaba más de quince años combatiendo para Aníbal emergió de entre la formación enemiga directo hacia el experimentado tribuno, que se defendió con el escudo de dos golpes rápidos del ibero. Pero aquel guerrero no cejaba. Lucio Marcio Septimio dio un paso atrás, dos, tres. Para mantenerse vivo tuvo que hacer lo que hacía el resto de sus hombres: retirarse. Resultaba imposible desbordar al enemigo y atacar por los flancos.

A Silano le ocurría lo mismo en el otro extremo y no sólo por el empuje de los cartagineses, sino porque sus dos mejores oficiales, Terebelio y Digicio, habían caído, dejando a toda la VI bajo su mando único y el de los centuriones de segundo rango. En el centro, en una maraña de hastati y principes, Cayo Valerio y Mario Juvencio se esforzaban por mantener la formación, pero, al igual que en las alas, seguían perdiendo terreno y más aún en la medida en la que los triari parecían haber concentrado sus energías en atacar por los extremos de la formación del ejército.

—¡Mantened la formación! —Cayo Valerio se desgañitaba—. ¡Prietas las filas, por los dioses!

Pero todo se desbarataba. Los hombres de Aníbal, los que les habían derrotado en Cannae, iban a conseguirlo una vez más.

Retaguardia romana

Publio Cornelio Escipión empezó a considerar con seriedad la posibilidad de ordenar una retirada en dirección a Útica. Podían intentar alcanzar la ciudad y refugiarse tras sus murallas reconstruidas. Eso suponiendo que quedara caballería para protegerles en el repliegue, un asunto sobre el que continuaba sin información alguna. Pasó así un eterno minuto de duda, hasta que el procónsul de Roma, en un repentino ataque de furia y rabia, desdeñó la idea, escupió al suelo y pidió el casco. Un lictor se lo pasó a Marco y éste, rápido, se lo dio al general. Publio se ajustó el casco en la cabeza. Las legiones perdían terreno sin remedio aparente y la maniobra envolvente estaba siendo desmontada por la intervención del propio Aníbal, que había descendido hasta el corazón mismo de la batalla. ¿Qué debía hacer él, quedarse de brazos cruzados, como un cobarde?

—Tendremos que hacer lo mismo, ¿no crees, Marco? —dijo el general mientras se aseguraba que la coraza estuviera bien abrochada y se tentaba la empuñadura de la espada envainada en su tahalí—. El procónsul de Roma tendrá que entrar en batalla —continuaba, y desenvainó su espada de doble filo y la hizo girar en el aire 360 grados con un ensayado giro de muñeca que le enseñara su tío Cneo en el pasado.

Era la señal que le había enseñado su tío Cneo cuando apenas podía coger un arma, cuando le adiestraba en las praderas del campo de Marte, en aquellas lejanas mañanas de las primaveras de su adolescencia. Publio Cornelio Escipión trazó el giro de muerte con su espada y empezó a descender desde el altozano en busca no ya de la batalla, sino del propio Aníbal. Tras él, los doce lictores, que habían dejado sus fasces y empuñaban también espadas afiladas, y el pequeño grupo de veteranos legionarios de las campañas de Hispania. Un total de unos cincuenta hombres escoltando al procónsul de Roma. En un minuto, alcanzaron el pie de la llanura y pasaron entre los inmensos cadáveres de los elefantes abatidos, pequeñas montañas con docenas de lanzas clavadas sobre la piel dura y gris de los paquidermos, algunos aún agonizantes, resoplando muerte y sufrimiento. El procónsul siguió caminando y empezó a pisar el fango espeso de la roja sangre esparcida por la arena de la planicie: sangre romana, cartaginesa, ibera, baleárica, mauritana, númida, libia, ligur, gala, sangre de una decena de pueblos arrastrados todos por aquella guerra interminable al corazón de una batalla desgarradora. Publio caminó con complicaciones por aquel barro denso y pegajoso, hundiéndose sus sandalias hasta que la sangre le llegaba a los tobillos y salpicaba sus piernas en su constante avance. Entre los cadáveres el procónsul encontró a un hombre sin ropas militares doblado sobre un grupo de legionarios agonizantes. Publio reconoció enseguida la figura de Atilio, el médico de las legiones, intentando cerrar alguna de las miles de heridas abiertas aquella mañana, ya mediodía. No, miró a lo alto. El sol había empezado a descender y seguían luchando. El procónsul llegó a las primeras filas de retaguardia romana, donde grupos de hastati y principes habían buscado refugio para recuperar el aliento. La mayoría estaban doblados, de rodillas o sentados, pero, al ver la figura del general acercarse, todos se erguían e intentaban ponerse firmes y sacar pecho. El procónsul no tuvo que avanzar más. Las legiones habían retrocedido tanto que, en medio de la llanura, Publio Cornelio Escipión encontró la línea de combate. Ante el general sus hombres se separaban y se abría un pasillo por el que el procónsul, arropado por los lictores y su pequeña guardia, pasaban en busca de lo que sólo el general sabía. Y llegaron frente al enemigo. Docenas, centenares de veteranos de Aníbal luchaban, golpeaban, cortaban, empujaban, rajaban con espadas, lanzas, dagas... El procónsul entró en la lucha como uno más. Empujó con su escudo, se hizo sitio a golpes de espada. Tajó a un ibero y luego a dos itálicos renegados. Consiguió avanzar y recuperar unos pasos de terreno y, apoyado por su pequeña guardia, parte del centro de la formación romana empezó a recuperar terreno.

Combate en las alas

En las alas, Silano y Marcio, espoleados por la intervención del propio procónsul, intentaron revertir el retroceso de sus manípulos. Silano se puso una vez más al frente de los triari y lo mismo hizo Marcio, pero ni uno ni otro contaban con el apoyo de una pequeña pero especialmente efectiva guardia personal, como el procónsul, y el apoyo de sus hombres, agotados por las horas de lucha, no fue el mismo. Silano recibió un corte en el bajo vientre y retrocedió herido, sangrando, aturdido. Y fue afortunado, porque Lucio Marcio Septimio, tribuno de la V legión, centurión que defendiera la Hispania romana de los ataques cartagineses tras la caída del tío y el padre del procónsul, vio cómo una espada le cortaba a la altura de la garganta y cómo, igual de rápido que vino aquel filo, el hierro volvía hacia atrás. Ésa fue la peor parte. Al entrar, el filo sólo había hecho un pequeño corte, pero al retirarlo, el guerrero cartaginés se aseguró de hacerlo apretando hacia el cuello de su contrario. Lucio Marcio Septimio fue a gritar pero la voz apenas podía salir y, sin embargo, la sangre brotaba entre sus palabras mudas y entrecortadas. Lucio Marcio Septimio, tras una decena de años al servicio de los Escipiones, cayó de rodillas. Los triari intentaron cubrir al tribuno, pero decenas de veteranos de Aníbal, encorajinados por los gritos de su mismísimo general, se abalanzaron sobre el indefenso Marcio y lo acuchillaron con saña mortal. Lucio Marcio Septimio cayó muerto y su sangre se mezcló con la del resto de los muertos de aquel día luminoso y caliente, de luz cegadora que Marcio parecía mirar sin ya parpadear, con la boca torcida y su mano, fuerte aún, empuñando la espada.

—Por Roma... por el general... —dijo entre tragos de su propia sangre, y el sol quemó las retinas de sus ojos; pero eso ya no importaba, porque en su cuerpo ya no latía el corazón.

Las legiones malditas
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