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La retirada de Giscón
Ilipa, primavera del 206 a.C.
Los romanos, tras la obligada retirada que forzó aquel gigantesco aguacero, no cejaban en su empeño y atacaban a diario y, sin dejar tiempo para el descanso, por la noche lanzaban flechas incendiarias que mantenían a todos los cartagineses e iberos del campamento de Giscón ocupados en apagar los fuegos que prendían por todas partes. Ése era el modo en el que llevaban luchando varios días. Los cartagineses estaban agotados, pero no vencidos. Giscón tenía que admitir que Magón había supervisado con notable éxito el refuerzo de las fortificaciones del campamento, lo que, unido a la posición en alto en la que estaba levantado, hacía del mismo una plaza difícil de conquistar; no obstante, los ánimos entre los mercenarios hispanos estaban calientes y las dudas impregnaban sus corazones siempre vacilantes.
Magón Barca entró en la tienda del general Giscón con aire cansado por las tareas interminables de defensa. Giscón le invitó a sentarse en una silla frente a él. Magón aceptó de la misma forma en la que aceptó el agua que le ofrecía un esclavo. Saciada su sed, empezó a hablar.
—La situación no es buena, Giscón, pero el problema no es ése; podemos aguantar así unos cuantos días, quizá semanas. Tenemos suministros abundantes. El problema es que irá a peor. Los iberos están recelosos. Han empezado las deserciones. De momento en pequeña escala, pero cada vez temo más que amanezca un día y que miles de ellos nos hayan dejado solos. En el campamento corre el rumor de que el general romano perdona a todos los iberos que nos abandonan.
—¿Y qué quieres que hagamos?
—Atacar ahora que aún están con nosotros —respondió Magón rápido.
—Cuando ordené el ataque te oponías, querías que nos mantuviéramos en las fortificaciones, y ahora que estamos dentro, quieres atacar —espetó Giscón desairado.
—Sí, está claro que tú y yo no compartimos cuál es el momento para el ataque y cuál es mejor para defenderse.
Tras el último comentario de Magón el silencio se apoderó de la estancia. El viento soplaba y agitaba la tela de las paredes de la tienda. En el exterior se oían algunos gritos. Había anochecido y los romanos volvían a arrojar flechas que prendían en diferentes puntos del campamento.
—Creo que es mejor que te ocupes de las tareas de defensa —dijo al fin Giscón— y que me dejes a mí la estrategia.
Magón sonrió con desprecio al tiempo que negaba con la cabeza. Se levantó y salió sin decir nada. Giscón se quedó a solas engullendo el menosprecio de su colega en el mando. No podía matarlo porque era un Barca y Aníbal era aún muy poderoso, pero en aquel momento se juró a sí mismo que si la guerra no acababa con aquel joven orgulloso bárquida, sería él quien maquinaría su muerte.
Giscón se levantó a su vez y salió de la tienda. Al salir se le unieron un pequeño grupo de guerreros africanos, su escolta personal, que lo acompañaron en su paseo por un agitado campamento donde brotaban pequeños incendios en distintos lugares mientras centenares de soldados corrían de un lugar a otro dando voces. Aquello era un desatino. Los romanos estaban jugando a volverlos locos y por Baal que iban por el buen camino. Giscón pasó por delante de la vigilada tienda de Imilice pero pasó de largo y continuó caminando unos pasos más hasta plantarse frente a la puerta de la tienda de su hija. Los guardias de la misma le apartaron la cortina de acceso y el general entró en el interior. Sofonisba estaba en una esquina entretenida en leer, a la luz de varias velas, un rollo que parecía escrito en caracteres griegos.
—¿Qué haces? —preguntó su padre mientras se sentaba en una pequeña butaca en el otro extremo de la tienda.
Sofonisba respondió sin mirarle, sin apartar sus hermosos grandes ojos negros del rollo que sostenían sus manos.
—Leo... una comedia de Aristófanes... sobre cómo unas mujeres son capaces de detener una guerra...
Su padre hizo una mueca de desdén que no pasó desapercibida para Sofonisba. La muchacha apartó el rollo y lo depositó sobre el suelo.
—Estoy de acuerdo contigo, padre, en que es una tontería —dijo sonriendo de forma malévola—. Sería mucho más entretenido si esas mujeres manipularan para iniciar una guerra.
Giscón había hecho aquel gesto de desprecio porque no entendía qué utilidad podía tener la lectura de viejos rollos en lenguas extrañas, aunque toleraba aquellas extravagancias de su hija porque la mantenían alejada de pasearse por el campamento exhibiéndose tentadora a los ojos de todos sus hombres. Sofonisba continuó hablando.
—Aunque, padre, con todo ese tumulto constante ahí fuera, es difícil poder leer con tranquilidad.
Giscón se encogió de hombros. Su hija sabía que aquel gesto no era de indiferencia, sino de impotencia. La joven frunció un suave ceño entre sus depiladas cejas y apretó los carnosos labios antes de volver a separarlos para hablar.
—Los iberos nos van a abandonar, padre. Lo leo en sus ojos cuando pasan por delante de mi tienda. Es duro lo que voy a decirte, padre, pero has perdido la guerra en Iberia. ¿Quieres que te diga lo que yo haría?
Su padre asintió despacio.
—Yo me escaparía con el ejército africano, el más capaz, el más leal a ti y, bueno, los iberos que aún quieran seguirnos... siempre hará falta carnaza para ir entregando a ese romano..., pero lo esencial, padre, es que debemos regresar a Gades y abandonar este país. Hay que preparar África para que cuando la guerra llegue allí, estemos en posición de ganarla. El general romano está envalentonado, pero África no será Hispania, no si consigues, si conseguimos a Sífax y los sesenta mil hombres de su ejército númida. Con Sífax a tu lado, el Senado te respetará, ganarás la guerra allí en África, Cartago te reconocerá como su mayor general, podremos reconquistar Iberia y, bien... yo seré reina de Numidia.
Su padre la miraba entre incrédulo y atónito. Era duro, como había dicho ella, aceptar que todo se había perdido en Iberia pero, en el fondo de su ánimo, estaba de acuerdo. Y siempre era mejor una huida ordenada y a tiempo que ser lentamente aniquilado por el enemigo. Asdrúbal Barca optó por la huida tras Baecula y fue capaz de recomponer un gran ejército y poner en peligro a Roma, aunque finalmente la incapacidad de poder comunicarse entre él y Aníbal le llevó a la muerte. Él podía optar por una retirada similar y recomponer su ejército no en el norte de Liguria y la Galia como hizo Asdrúbal, sino en África, con el superpoderoso Sífax. Quedaban, no obstante, un par de cabos sueltos.
—¿Y Magón? ¿Y Masinisa? —preguntó Giscón.
Sofonisba no tenía dudas.
—Llévalos contigo. No hay que confesarles todo lo que tenemos planeado, pero a los enemigos es mejor tenerlos cerca. Así siempre sabes lo que van a hacer.
Cuando Publio Cornelio Escipión fue informado de que Giscón abandonaba el campamento con el ejército que aún poseía, no tuvo dudas y, al contrario que en Baecula, ordenó la persecución de las tropas enemigas. Desde el praetorium dio las primeras instrucciones de forma apresurada, pero no eran órdenes que diera sin haber meditado. Llevaba días, desde que Giscón se encerrara en el campamento cartaginés, ponderando cuál debía ser su reacción en caso de que los púnicos intentaran replegarse en dirección a Gades.
—Que Silano tome el mando de la caballería y que ésta les acose y les salga al paso, que los entretenga —y mirando directamente a Silano—, debes hacer que el ejército cartaginés se detenga o que al menos ralentice su marcha para protegerse de las cargas de la caballería. Eso dará tiempo a las legiones. —Ahora miraba a Marcio, Terebelio, Digicio y Mario—. Avanzaremos a marchas forzadas para cogerles por la espalda y allí donde les encontremos, los masacraremos. Sin cuartel. Si la marcha dura días no levantaremos campamentos fijos por las noches sino que usaremos las tiendas pequeñas de campaña y antes del alba reemprenderemos la marcha para seguirles.
Todos asintieron. Los preparativos de la caza se pusieron en funcionamiento. Publio se quedó frente al praetorium con los brazos en jarras. Aquello no era Baecula: Giscón no era Asdrúbal, no tenía otros ejércitos que pudieran acudir en su ayuda, los iberos empezaban a estar más de parte romana... qué lástima que Lelio no estuviera allí para verlo todo.