9
El ejército de Asdrúbal
Campamento general de Asdrúbal
proximidades de Cástulo, Sierra Morena, Hispania
otoño del 209 a.C.
Los bramidos de los elefantes despertaron a Asdrúbal. Eran animales jóvenes que necesitaban adiestramiento. Aún no se habían aclimatado bien al clima más frío del centro de Iberia. El hermano de Aníbal se levantó y se vistió solo, sin ayuda de ningún esclavo. Le gustaba hacer las cosas por sí mismo. Tenía la teoría de que recurrir demasiado a los esclavos debilitaba el espíritu de un guerrero. Tenía una misión que llevar cabo, una promesa que cumplir: seguir la misma ruta que su hermano mayor y cruzar la Galia y los Alpes para lanzarse desde el norte contra Roma. Era el plan de su hermano. Era un buen plan. Como todo lo que ideaba Aníbal. Hacía un par de años había conseguido terminar con los dos generales romanos que impedían su avance hacia el norte. Todo estaba dispuesto para empezar el gran viaje cuando apareció un nuevo general, el hijo y sobrino de los que habían muerto. Un nuevo Escipión. Un joven guerrero que les había sorprendido con la toma de Qart Hadasht. Su primer impulso había sido el de salir a toda prisa y marchar contra la caída de Qart Hadasht, pero sus oficiales le hicieron ver que era mejor reagruparse primero, reunir a los tres ejércitos para de esa forma conseguir una superioridad numérica total, de modo que en una batalla en campo abierto pudieran masacrar a las dos legiones de ese nuevo e inoportuno general romano. Sus oficiales tenían razón. Aníbal siempre decía que tenía el temperamento demasiado caliente, pero había aprendido a escuchar. Lo que no podía evitar era estar nervioso. Hacía quince días que había remitido mensajeros hacia el sur y hacia el oeste. Su hermano pequeño, Magón, ya había enviado respuesta desde Gades explicando que en unas semanas se reuniría con él en Cástulo, pero, como siempre, no había llegado respuesta alguna de Giscón. Giscón siempre se hacía de rogar. Le gustaba desesperarle y por Baal y Tanit que lo conseguía.
Asdrúbal salió de su tienda y preguntó a los guardias apostados en la puerta.
—¿Ha llegado ya algún mensajero de Lusitania?
—Nada, mi general —respondió uno de los centinelas africanos mirando al suelo, temeroso de la reacción de su superior—. Lo siento.
Asdrúbal se contuvo. El Asdrúbal de unos años atrás habría arremetido a empujones con el pobre soldado. Ahora se limitaba a escupir en el suelo y maldecir entre dientes.
—Giscón miserable. Tendrás que venir aquí con tus hombres o iré a buscarte antes de emprenderla con el romano...
Asdrúbal añadió unas pocas palabras más, pero éstas ya resultaron inaudibles para los guerreros. El general estaba rabioso. Estaba irritable, tenso. La única ventaja era que todos sabían que pronto volcaría toda esa rabia contra el joven general romano, una vez que los tres ejércitos estuvieran reunidos. En el fondo de sus almas, todos los cartagineses acampados en Cástulo daban por muerto a aquel general romano.
Lusitania.
Campamento general de Giscón, otoño del 209 a.C.
Giscón era un hombre corpulento, tosco y decidido. Tenía un andar pesado, lento, pero que infundía temor con su mirada de ojos apretados, como estudiándolo todo para preparar un ataque. Giscón era desconfiado por naturaleza y por necesidad. Sólo él había podido abrirse camino con brillantez entre el dominio creciente de la familia de los Barca y sólo él había conseguido el mando de uno de los tres ejércitos de Hispania sin ser hermano del todopoderoso Aníbal. No, no lo había tenido fácil. Tampoco le importaba. Sólo pensaba en ello como quien constata un hecho. La densa barba y su frente arrugada resaltaban aún más la ferocidad del rostro y todos, oficiales, soldados y esclavos se guardaban de importunarle con preguntas irrelevantes. El problema era que para Giscón todo parecía ser irrelevante excepto tres cosas: primero, derrotar al nuevo general romano; dos, a ser posible, derrotarlo solo, sin colaborar con los Barca, para de esa forma superarles en prestigio y seguir en su ascenso al poder, y tres, su hija Sofonisba, una hermosa y particularmente inteligente hija. Giscón tenía planes y su hija era el eje mismo de todas sus maquinaciones, pero, al contrario que en la mayoría de los casos, la propia hija estaba al tanto y era favorable, más aún, parecía deleitarse en confabular con su padre, aunque en los planes se comerciara con ella misma.
El general terminó su paseo y se detuvo frente a las tiendas en donde se encontraban las dos mujeres a su cargo: por un lado Imilce, la mujer ibera de Aníbal que el propio Barca dejara atrás para marchar a Italia. El mismísimo Aníbal había insistido en que al final Imilce quedara a su cargo. En cierta forma pensaba que era un cebo que le tendían los Barca. Habían argüido hábilmente que era mejor distanciarla de su ciudad, Cástulo, para tenerla a modo de rehén y asegurarse la lealtad de aquella fortaleza próxima a las minas de oro y plata de Sierra Morena que explotaban los cartagineses dirigidos por Asdrúbal. Pero él sabía más. Estaba convencido de que Asdrúbal y Magón querían que picara, que se delatara causando daño a aquella mujer, pero Giscón hacía tiempo que había decidido cumplir su cometido de cuidar a esa esposa ibera de un poderoso marido ausente. Y no había que olvidar que Imilce representaba un lazo de unión con las tribus iberas y hacerle daño o humillarla sólo podía conducir a perder fuerza en Iberia, y eso tampoco le interesaba. Además, el propio Giscón se vio sorprendido al ver cómo aquella joven ibera se conducía con discreción, sin dar problemas y sin hacer requerimientos fastuosos o absurdos. No, aquella mujer era callada y sencilla. Salía poco por el campamento, lo cual era mejor, pues su belleza agitaba las filas de guerreros eternamente insatisfechos en sus apetitos carnales. No, Imilce no daba motivos para molestarla o para las murmuraciones. Giscón decidió recompensar esa discreción de Imilce tratándola con respeto y benevolencia. A fin de cuentas, ella no tenía culpa de estar casada con quien lo estaba. Había sido moneda de cambio en un mundo en guerra y había aceptado su papel con dignidad. Lo mismo que su hija, Sofonisba, dispuesta a seguir los planes en los que había estado trabajando durante los últimos años. Ahora bien, aquí Giscón suspiró con profundidad, allí donde Imilce se presentaba como discreta, su hija representaba el polo opuesto: altiva, independiente, decidida, saliendo por el campamento de día o de noche, haciendo que todos los soldados iberos, númidas o africanos dejaran de beber, comer, jugar, luchar o lo que fuera que estuvieran haciendo para observarla en un silencio babeante henchido de anhelo y puro deseo por poseerla. Sin embargo, como era lógico, nadie se atrevía a dirigirse a ella, pues todos sabían que una palabra de más significaría la muerte. Así, todos miraban y callaban. Todos menos uno. Giscón se giró hacia la tienda de su hija. Todos menos uno. Ése era un pensamiento que no podía quitarse de la cabeza. El general cartaginés Asdrúbal Giscón frunció el ceño y con esa expresión en el rostro entró en la tienda de Sofonisba.
La encontró sentada, de espaldas a la puerta, donde cuatro fieros africanos seleccionados por su padre apartaron las telas que aislaban a la joven de las miradas lascivas de todos cuantos la deseaban. Sofonisba dejaba que una esclava mayor le cepillara el pelo.
—¡Ay! —exclamó la joven—, ¡eres una bestia, por Tanit! ¡Sal de aquí y deja ya de torturarme, estúpida!
La madura esclava, delgada, casi escuálida, asustada, dejó el cepillo frente a la mesita de su ama y, aún más aterrorizada al ver la figura imponente del general Giscón en la puerta, se desvaneció entre reverencias por la cortina de entrada a la tienda.
—Si esta esclava no te satisface puedo traerte otras —dijo Giscón con lo que él entendía era ternura. Su hija se volvió.
—Todas son unas estúpidas, padre —respondió Sofonisba con lo que sí era una voz dulce y melosa, una voz que como la de las sirenas, hacía que los hombres que la escuchaban se sintieran honrados de que aquella voz se dirigiera a ellos—. Sólo tú, padre, eres capaz de entenderme y de tratarme, pero claro, no tienes tiempo para mí, siempre luchando, siempre combatiendo.
Giscón se sentó en una silla amplia de madera cubierta de pieles de lobo. El suelo estaba acolchado por tupidas pieles de oso y en una esquina ardía incienso en un pequeño cuenco, mientras que junto a su hija, en la mesita donde ésta se estaba aderezando, una lámpara de aceite completaba la fina luz del día que se filtraba por las rendijas de las cortinas de la puerta. Su hija estaba tan hermosa como siempre: piel oscura, casi de ébano, ojos grandes como dos lunas envueltas en una noche negra; una nariz pequeña, suave, redondeada; un pelo rizado y denso, espeso, que caía sobre unos hombros desnudos, curvos, incitantes. En ocasiones, para Giscón, Sofonisba sólo tenía un defecto: ser su hija.
—Estás enfadado, padre, pero no sé si es conmigo, con los romanos o con los Barca.
—¿Enfadado?
—Lo llevas escrito en la frente, padre.
Giscón relajó los músculos del rostro. Al menos, lo intentó.
—Todo un poco, supongo. Asdrúbal Barca me ha escrito para que prepare las tropas para unirnos a él, junto con Magón y atacar todos juntos a ese nuevo general romano.
—¿El nuevo Escipión? —preguntó la joven al tiempo que tomaba el cepillo y reemprendía la tarea que su supuestamente torpe esclava había dejado a medias por orden suya.
—Exacto.
—Pero, ¿cuántos son en esa familia? ¿No matasteis a dos hace unos años?
—Eran su padre y su tío.
—Por Tanit, parece que los Escipión se reproducen como los Barca.
Giscón sonrió ante el comentario de su hija; sin embargo, paseando la mirada por la estancia sus ojos descubrieron, en la mesita donde su hija se arreglaba, algo que le perturbó.
—¿Y eso? —preguntó señalando con un dedo acusador.
Sofonisba no se puso nerviosa. Ni tan siquiera se inmutó. Siguió cepillándose el pelo con cuidado de no hacerse daño. Realmente era difícil no tirar de él.
—Es un brazalete, padre —respondió sin añadir más.
Giscón se levantó y se acercó despacio. Era un brazalete que reproducía el cuerpo sinuoso de una serpiente con una cabeza ancha al final, como la cobra.
—Es de él, ¿verdad?
—Sí, padre, es del príncipe Masinisa, el jefe de la caballería númida, el único hombre, además de ti, que se atreve a dirigirse a mí en cuanto tiene oportunidad y que insiste en entregarme todo tipo de regalos.
Giscón se dio cuenta de cómo su hija se deleitaba en torturarle. Cualquier otro hombre habría sido atravesado por su espada, pero Masinisa era príncipe, o así gustaba considerarse, hijo de la reina Gaia, enfrentado al rey Sífax por el trono de Numidia. Masinisa insistía en que ese trono era suyo por linaje y sería suyo por la fuerza si era necesario. El rey Sífax, claro, era de opinión bastante opuesta.
—Es un príncipe sin reino —añadió su padre para humillar al autor de aquel regalo y así, aunque más toscamente, menospreciar ante su hija a quien le había entregado aquel presente.
—Lo sé, padre, pero él jura y perjura que Numidia será suya y que yo debo ser su reina. Es un osado y me gusta. Me sorprende que aún no le hayas castigado por las confianzas que se toma conmigo. Es más, yo diría que cada vez es más atrevido.
Pero la pasividad de su padre realmente no sorprendía a Sofonisba. Ella sabía, y su padre también, que la caballería númida que comandaba Masinisa era clave en todas las operaciones militares que se estaban realizando en Iberia. Si había un punto débil entre los romanos era la caballería y ya en Cannae se vio lo esencial que la caballería podía resultar. Giscón estaba atado de pies y manos en todo lo relacionado con ese maldito príncipe númida. Masinisa, bendecido por el Senado cartaginés desde que contribuyera a frenar un ataque de Sífax contra Cartago en el pasado reciente, era un protegido del poder púnico en África. En resumen: Masinisa era intocable. Y el muy cerdo lo sabía y se aprovechaba cortejando sin discreción a Sofonisba y, lo peor de todo, con la aparente connivencia de la joven. Pero la política de alianzas de Cartago con los reyes númidas era cambiante y quedaba por ver hasta cuándo perduraría la inmunidad de Masinisa.
—Sabes que es con Sífax con quien deberás casarte en el futuro, no con Masinisa. Ése es el plan.
Sofonisba se giró y sonrió a su padre. Le hablaba como quien hablaba a un niño.
—Lo sé, padre, lo sé. Y cumpliré con mi cometido y me casaré con ese viejo gordo y feo y bestia de Sífax si con ello te ayudo a ti y ayudo a Cartago, pero no veo por qué no puedo, al menos ahora, divertirme un poco y torturar a ese Masinisa al que tanto odias. Recibirle, escucharle, aceptar sus regalos le da esperanzas, eso acrecienta su deseo por mí y eso le hace sufrir aún más que si le hubiera despreciado desde un principio.
Su padre la admiró con los ojos bien abiertos. Nunca lo había pensado así. Por una vez veía que compartía algo con el presuntuoso de Masinisa: ambos amaban a Sofonisba y ambos, por motivos distintos, nunca podrían tenerla, sólo que el númida sufriría un extra por poder concebir esperanzas. Sí, su hija tenía razón, como solía ser el caso: hablando con Masinisa, dejando que la cortejara, agradeciendo sus atenciones, incrementando su deseo, sin lugar a dudas, su sufrimiento, su ansia se vería llevada a límites de angustia insospechados. Giscón vio cómo su hija se ponía el brazalete en su brazo derecho.
—Además, estimado padre, deberás reconocer que el regalo bien valía la pena —comentó Sofonisba exhibiendo su botín al estirar su brazo que, desde el codo hasta casi el hombro, quedaba cubierto por tres vueltas de aquella serpiente dorada. Giscón se acercó para examinar la alhaja con el detenimiento que merecía.
—Oro puro —comentó el general ensimismado—, y bien tallado. Cada escama está trazada con delicadeza y precisión, sobre oro reblandecido a golpe de martillo para hacerlo fino y flexible. Una obra excelente. Ese hombre te ama. No hay duda.
—Y no lo has visto todo —añadió la joven girando un poco su brazo para que su padre pudiera observar bien la cabeza de la serpiente que constituía el remate final del brazalete. Una cabeza de cobra, meticulosamente esculpida sobre el oro que le miraba con dos ojos brillantes aparentemente inyectados en sangre pues se trataba de dos resplandecientes rubíes igual de altivos que su hija o que el propio príncipe Masinisa.
—Veo que al fin he podido sorprender a mi padre. Creo que la joya merecía que la aceptara. Has de admitir que Masinisa me aprecia. Sí, seguramente me ama, como aman los hombres: me quiere poseer, pero ya le he dicho que sólo puedo ser del rey de Numidia.
—¿Y qué te ha dicho? —preguntó el general cerrando la boca que había tenido abierta no sabía bien por cuánto tiempo.
—Eso es lo curioso —continuó Sofonisba mirando y remirando su recién adquirida alhaja—, ha dicho que eso es algo que se arreglará a su debido tiempo... que eso es lo que seré, la reina de Numidia.
Giscón guardó silencio. Se despidió de su hija, no sin antes rogarle que procurara no exhibirse por el campamento cada noche, a lo que la muchacha respondió que intentaría ser más recatada en sus paseos, una respuesta apropiada de alguien que nunca hace lo que dice. Su padre suspiró y salió de la tienda. Algo que se arreglaría a su tiempo. Giscón volvió a fruncir el ceño. La seguridad de aquel joven príncipe le producía arcadas. Un pensamiento le tranquilizó por dentro: la guerra pone a todos en su sitio, especialmente a los soberbios.
Masinisa vio cómo el general Giscón salía de la tienda donde descansaba su hermosa y, también, terrible hija. Sofonisba le torturaba pero lo hacía con tanta gracia, con tal elegancia que le divertía y le encendía a la vez. Sí, estaba loco por ella y la codiciaba, pero había algo que todavía no había conseguido hacer entender a aquella joven caprichosa y mimada noble púnica de apenas dieciocho años: él la quería tanto en cuerpo como en alma. Ella sería una delicia con la que deleitarse en la cama tras un día de guerra o de caza o de viaje, pero algo le decía que más allá del fuego existía una llama más profunda en el espíritu de aquella mujer. Sofonisba había nacido para ser reina y él haría que aquellos designios de los dioses se cumplieran, pero él no se sentiría satisfecho con tan sólo poseer el cuerpo de la joven; no, él quería más, mucho más. Él lo quería todo: anhelaba los pensamientos y la voluntad de Sofonisba. Todos ansiaban su piel, sus brazos, sus senos, su boca. Él quería eso y también sus sentimientos más ocultos. Tanta frialdad, tanta risa frívola, tanto desdén para con todos, excepto para con su padre, no era más que una fachada en la que se protegía una mujer vulnerable como las demás, que se había construido una muralla de piedra helada para que ningún hombre, aunque la poseyera, pudiera tan siquiera atisbar el más mínimo recoveco de pasión auténtica, de ternura, de amor. Él, Masinisa, príncipe de los maessyli, hijo de la reina Gaia, y futuro rey de Numidia, pese a Sífax, pese a los cartagineses y a los romanos, él, sólo él conquistaría esas murallas y tendría el honor de contemplar su interior. Y no tenía miedo de hacerlo. Aquél era un asedio que le entretenía de modo sublime. Sofonisba creía que sabía tanto, que lo sabía todo de él, y, sin embargo, sabía tan poco de sus planes...
Imilce era una reina alejada de su reino, una esposa separada de su marido, una mujer distanciada del amor. Tuvo una infancia feliz, mimada por su madre y con un padre que le concedía todos los caprichos. Ahora, en sus largos días de soledad, se aferraba a aquellos recuerdos con la intensidad de la melancolía. No se consideraba desgraciada, pero ansiaba un retorno al pasado o, al menos, el regreso de su marido. Su relación con Aníbal fue muy breve. Él la tomó siendo casi una niña. La eligió porque era hija de los reyes de Cástulo y en Cástulo había minas de oro y plata. Imilce no era ingenua. Cedió al mandato de su padre porque, a fin de cuentas, qué otra cosa podía hacer. Había más de un joven guerrero ibero del ejército de Cástulo que la cortejaba y más de uno del agrado de la pequeña Imilce, pero tenía el deber de obedecer a su padre y quizá la falta de valor para oponerse. Aníbal, además, era el señor de toda Iberia, el hombre más poderoso de aquellos territorios. También el más temido. Imilce se entregó a aquel desconocido de veintiocho años que casi le doblaba en edad, pero aquel guerrero africano se mantenía fuerte y joven.
Imilce se sentó en la puerta de su tienda. Dejaba la cortina a medio cerrar y se entretenía en ver el ir y venir de los hombres de Asdrúbal Giscón. Sus ojos estaban allí, sobre aquellos soldados, pero su mente viajaba hacia el pasado. Aníbal se mantuvo distante y frío durante la presentación de Imilce por sus padres y también durante toda la larga ceremonia. Luego vino la temida noche de bodas. El gran guerrero africano estuvo comiendo y bebiendo horas enteras con sus generales y sus oficiales y con los padres de Imilce. Ella permanecía acurrucada, asustada, hecha un ovillo al pie del lecho nupcial. Pasó la medianoche y aquel inmenso hombre entró en la habitación. Dijo algo en su lengua e Imilce escuchó los guardias que custodiaban la puerta del dormitorio reír mientras se alejaban. Imilce se sentó en la cama. No quería mostrar todo su terror. Sintió la mirada de aquel hombre fija sobre su pequeño cuerpo apenas cubierto por una túnica fina de lana blanca, impoluta como su piel, como todo su ser. Aníbal dio un paso adelante y se detuvo contemplándola. Imilce recordaba cómo en aquel momento esperaba el dolor. Su madre le había dicho que había algo de dolor en la noche de bodas pero no le había explicado ni cómo ni cuándo. Imilce, en su desconocimiento, pensaba que la sola presencia de su marido traería el dolor pero, de momento, no pasaba nada. Aníbal le habló en su lengua, con acento extraño, pero le entendió.
—Ahora eres mi mujer.
Ella asintió sin decir nada.
—Soy hombre de pocas palabras, pero creo que debemos dejar algunas cosas claras desde el principio.
Imilce volvió a asentir sin abrir la boca.
—Veo que hablas poco. Eso es una virtud en cualquiera. Verás... —Y se sentó a su lado; la cama se dobló por el peso de Aníbal e Imilce se estremeció al recordar cómo su cuerpo cayó hacia el del gran guerrero, quien la asió pasando un poderoso brazo por su espalda sin hacer nada más, sólo sosteniéndola—. Sólo te pido —decía su grave voz— que seas fiel y que me des un hijo. Lo primero es fundamental, pues si me eres infiel eso se interpretará como que no me respetas y si no me respeta mi mujer nadie me respetará y tendría que renegar de ti. Lo segundo es importante porque necesito un heredero. Ésas son tus dos obligaciones. Por lo demás, yo cuidaré de ti. Sé que siempre has tenido de todo, eres hija de reyes y como tal te han tratado. Yo haré que no te falte de nada. Cuando quieras algo sólo tienes que pedírmelo. ¿Has entendido todo lo que te he dicho?
Imilce volvió a asentir sin decir palabra. Aníbal arrugó la frente.
—Esta vez no me vale tu silencio. Dime que has entendido todo lo que he dicho.
Imilce habló sin mirarle. Fue una frase corta y rápida, pero sencilla y clara.
—He entendido todo lo que has dicho, mi señor. Sé lo que tengo que hacer y lo que no puedo hacer. Y... Aquí la joven se detuvo.
—¿Y...? —inquirió Aníbal con el gesto ya más relajado.
—Y... gracias por cuidar de mí. No me hagáis mucho daño... por favor.
Aníbal la miró con detenimiento esta vez. Imilce sabía escudriñar la mirada de un hombre de reojo y adivinó en el semblante de aquel gran guerrero, su marido, un anhelo extraño que ya había visto en varios de los jóvenes que la habían cortejado aunque infructuosamente al encontrar la oposición de su padre.
—No te haré daño.
Imilce recordaba en silencio mientras la tarde se desplegaba sobre el campamento general de Asdrúbal Giscón. Aníbal no le hizo daño. Sólo sintió un tirón fuerte y seco en un momento, cuando estaba desnuda, debajo de él. Todavía se sorprendía de que aquel enorme hombre apenas le hubiera hecho daño. Ni aquella vez ni las siguientes en las que estuvo con él. Pero luego, de pronto, llegó la gran guerra y de la separación de sus padres y de su reino, pues Aníbal se la llevó a Qart Hadasht, pasó a la separación de su marido. Ahora Aníbal estaba en la lejana Italia, sus padres en Cástulo, Qart Hadasht había caído en manos de los romanos y ella estaba acogida en un campamento cartaginés en la remota Lusitania. Todo estaba del revés. Se sentía sola, pero, por algún extraño motivo, no se sentía abandonada. Oyó un relincho que le hizo sonreír. Aníbal, a la mañana siguiente de poseerla por primera vez, la condujo al campamento cartaginés acampado frente a Cástulo. La llevó hasta las tiendas que hacían de establo de los lustrosos y ágiles caballos africanos.
—Espera aquí —es todo lo que dijo. Y ella esperó. Aníbal desapareció en el interior de aquella gigantesca tienda y salió con una hermosa yegua negra azabache.
—Es del color de tu pelo, del color de tus ojos —le dijo Aníbal—. Tus padres me han dicho que te gusta montar. Es tuya. Es la mejor de mis bestias, con la excepción de Sirius, pero ése es un elefante y... —Pero Aníbal se vio sorprendido porque la muchacha tomó la yegua de las riendas, y sin saber muy bien cómo, la ágil muchacha, de un salto fruto de la experiencia, se montó sobre el animal.
—Es preciosa, mi señor —dijo Imilce sonriendo. Era feliz. Aníbal también sonrió y no lo hacía a menudo.
La yegua dejó de relinchar. Mañana saldría a dar un paseo con ella, caída la noche, escoltada por dos guerreros de Giscón, para evitar miradas inoportunas. A sus veintitrés años las miradas anhelantes de los hombres que la veían aún eran frecuentes. Imilce no había podido cumplir con la segunda de sus obligaciones: dar un hijo a Aníbal, pero tenía la firme decisión de cumplir la primera con exquisita pulcritud. Viviría sola, sería una reina sin reino, una esposa sin marido y una mujer sin pasión, pero sería fiel a Aníbal. No tenía nada más a que aferrarse. Sentía que mientras fuera fiel a aquel guerrero que tenía al mundo entero en guerra, tenía algo, algo fuerte y poderoso que era lo único que alimentaba su monótona existencia, algo que hacía que todos la respetaran y no quería hacer nada que pudiera alterar eso, su único tesoro.