57
Fantasmas entre la niebla
Locri, sur de Italia, verano del 205 a.C.
El amanecer fue lento. Una espesa niebla acompañaba los primeros brillos de un sol al que parecía costarle mostrarse por encima de las colinas. Desde lo alto de la muralla de la ciudadela, cada centinela se concentraba en ser el primero en poder transmitir al resto los movimientos de las tropas cartaginesas. El cónsul había ordenado que se distribuyera un rancho una hora antes del alba y que cada manípulo, según terminara el desayuno de gachas de trigo con leche y pan, saliera para formar en el exterior de la fortaleza. Así, con el nuevo día aún anunciándose en el horizonte, las legiones V y VI ya estaban de nuevo en formación preparadas para recibir el embate de los temidos hombres de Aníbal. Publio, fiel a su costumbre, se situó al frente, pero protegido de cerca por sus oficiales más leales y por los doce lictores de su escolta. Hacía fresco en aquel amanecer, pese a estar en junio, y el cónsul, de pie, se ajustaba el paludamentum de modo que le tapara bien brazos y muslos.
—No se ve nada —comentó Silano, junto al general. Alrededor estaban, como de costumbre, Lelio, Marcio y Mario como tribunos de confianza del cónsul y Sergio Marco quien, recordando el pasado enfrentamiento con Aníbal en Cannae, pensó que era mejor estar próximos a Publio Cornelio Escipión. Terebelio y Cayo Valerio estaban ubicados comandando la V. Digicio, por expresa voluntad del cónsul, había marchado junto a Publio Macieno en el otro extremo de la formación para supervisar el mando de la VI. Pleminio se había mantenido al lado del cónsul y había enviado a un subordinado a encabezar a sus tropas de Rhegium.
Las palabras de Silano fueron sólo respondidas por el silencio de los demás. Todos miraban hacia delante. ¿Qué habría detrás de aquella espesa niebla? Todos temían a esa densa blancura que más de una vez había sido aprovechada por Aníbal para masacrar a los romanos en el pasado, como ocurrió junto al lago Trasimeno. Todos compartían ese mismo temor, pero ninguno se atrevía a expresarlo, al menos no delante del cónsul, quien, impasible, permanecía junto a ellos, oteando como uno más el horizonte en busca de respuestas.
—Que avancen los velites —ordenó Publio—. Si Aníbal piensa atacar aprovechando la confusión de la niebla quiero que se encuentre con el obstáculo de nuestra infantería ligera antes de lo que tenía pensado.
Cayo Lelio miró a Publio.
—Cuando avancen les perderemos de vista —dijo Lelio poniendo en su boca las mismas dudas que tenía el resto.
—Lo sé —respondió Publio—, pero si ataca Aníbal, sus gritos servirán de aviso para las legiones. Sabremos por dónde atacan, si por el flanco derecho, el izquierdo o... por todas partes. Además, esta espera es peor para los hombres. Su miedo no hace sino crecer. Y que vaya Cayo Valerio al frente. Es el más experto en el combate cuerpo a cuerpo de la V, el primus pilus, el hombre al que más respetan. Lo quiero al frente de la formación. Aunque no le vean, su voz se hará sentir por encima del fragor de la lucha cuando ésta empiece. Que Terebelio, Digicio y Macieno permanezcan retrasados.
Lelio iba a seguir con sus dudas, aunque lo que decía Publio tenía sentido, cuando un explorador enviado a la ciudad de Locri a recabar información llegó hasta el puesto de mando. Detuvo su caballo, bajó de su montura y, cruzando entre los lictores, llegó hasta el cónsul.
—Te escucho, soldado —dijo el cónsul.
—He cabalgado siguiendo la formación de nuestras tropas, mi general. La niebla espesa es tan densa que en la ciudad apenas si se ve de una casa a otra. Todos los ciudadanos están encerrados en sus casas. Dicen que los cartagineses de la otra ciudadela bajaron ayer por la noche y saquearon algunas granjas próximas a la ciudad y que incluso intentaron apropiarse del tesoro del templo de Perséfone, pero un grupo de ciudadanos armados lo impidió. Los cartagineses se retiraron riendo diciendo que ya regresarían al amanecer para coger toda la plata y el oro del templo, violar a las mujeres y matar a todos los hombres por haber hecho venir a nuestras tropas. Decían que al amanecer atacaría Aníbal y eso sería el fin de los romanos y luego de todos ellos, mi general, eso es lo que dicen en la ciudad.
Silano y Mario contenían la respiración. Lelio miraba de nuevo hacia la espesa niebla pero sin conseguir ver nada. Sergio Marco empezaba a considerar la posibilidad de huir. Pleminio apretaba los labios y ponderaba algo similar. Podría decir que va junto a los suyos y luego escabullirse entre la misma niebla. Era una buena idea. Una vez muertos todos los legionarios de la V y la VI y el propio cónsul no quedarían testigos para hablar de su traición, pero, claro, ¿dónde esconderse de Aníbal y sus mercenarios? La misma duda le mantuvo junto al resto de los oficiales.
—¿Has hablado con alguien más de esto? —preguntó el cónsul al explorador.
—No, mi general. Mis órdenes decían que debía informar sólo al general de lo que averiguara.
—Has hecho bien, por todos los dioses. Tu servicio tendrá recompensa. Ahora te ordeno que te quedes aquí, junto a mis oficiales —añadió Publio mirando a sus lictores para asegurarse de que éstos harían cumplir aquella orden en caso de que el joven explorador tuviera dudas al respecto en medio del fragor de la batalla o, peor aún, antes de que ésta comenzase. El soldado se alejó unos pasos, de modo que el cónsul pudo quedar de nuevo a solas con sus tribunos para deliberar sobre cómo plantear la batalla.
»Ahora ya no debe haber dudas —insistió el cónsul mirando a Lelio—. Que avancen de una maldita vez los velites, por Castor y Pólux, y que los dioses nos amparen y que guíen a Cayo Valerio en la espesura de la niebla.
Lelio no replicó más y asintió. No quería repetir el enfrentamiento de Baecula. Además, en Baecula discutió con Publio después de una victoriosa batalla, no antes. Discutir antes era minar la autoridad del cónsul y eso era algo que no quería hacer y que no interesaba y menos con Aníbal a mil o dos mil pasos de distancia. Quién sabe si menos. Lelio abandonó la posición del puesto de mando y mandó mensajeros a Terebelio y Valerio en la V y a Digicio y Macieno en la VI para que hicieran avanzar la infantería ligera al mando de Cayo Valerio.
Valerio recibió las instrucciones con cierta sorpresa, pero su rostro no lo desveló. Con la disciplina forjada en la derrota y el destierro, aceptó sin discusión la misión y su voz resonó imperiosa en aquella mañana de luz filtrada entre una niebla densa que los abrazaba como si quisiera estrangularlos.
Los velites avanzaron despacio. Eran los soldados más jóvenes e inexpertos, los primeros en entrar en combate, los primeros en caer. Sin embargo, en las «legiones malditas», tras once años de destierro, muchos de los velites tenían casi treinta años. Eso hacía de aquella infantería ligera un cuerpo especial entre las legiones romanas. De hecho la V y la VI estaban constituidas por tropas entre los veinticinco y los cuarenta y cinco años. Muy distintas a las nuevas legiones de esclavos, libertos y jóvenes, a veces casi niños, que Roma había tenido que ir alistando para sustituir a las tropas que iban sucumbiendo ante las fuerzas de Aníbal y sus hermanos.
Cayo Valerio gritó entre las nubes de vapor de agua.
—¡Avanzad, malditos, avanzad, por Roma, por el cónsul! ¡Avanzad!
Los velites de la V y la VI avanzaban con cinco lanzas atadas a la espalda y la sexta fuertemente asida por sus manos apuntando hacia delante para protegerse de una posible carga de la invencible caballería númida. Cada legionario buscaba clavar aquella hasta velitaris en un enemigo invisible que se ocultaba tras aquella tupida y húmeda niebla que parecía ascender desde el reino de los muertos. ¿Acaso no se adoraba a Perséfone, la diosa reina del Hades, en aquella ciudad por la que estaban luchando? ¿Se había aliado Perséfone con los cartagineses? Si así era, estaban perdidos.
La infantería ligera de la V y la VI había avanzado casi cien pasos sin encontrar oposición alguna, más allá de la bruma que los envolvía ahora ya por completo. Algunos miraban atrás y su terror aumentaba: ya no veían a sus tropas. Estaban solos. Mirar a los lados era algo más reconfortante, ya que podían ver hasta dos, tres, casi cuatro legionarios más como ellos, avanzando, todos sosteniendo el hasta velitaris con tensión. Algunos la agitaban, otros la mantenían firme, quieta, preparada, y algunos la retiraban hacia atrás y luego la lanzaban hacia delante como si quisieran pinchar a una sombra que creían haber vislumbrado ante ellos.
Cayo Valerio, en medio de aquella formación de fantasmas empapados de agua y terror, blandía su espada en alto y, como un espectro, repetía las órdenes recibidas con su voz atronadora e inmisericorde.
—¡Avanzad, avanzad, por Hércules! —¡No os detengáis o yo mismo ensartaré con mi espada a los rezagados!
Luego miró a su alrededor. No podía saber si había quien se hubiera quedado atrás. Siguió avanzando con su espada en alto. Elevó su escudo para protegerse. También podían llover flechas.
—Les hemos perdido de vista —dijo Lelio, subrayando lo evidente.
—Los hombres se detendrán en cuanto se den cuenta de que han perdido contacto visual con el resto del ejército —comentó Silano—, aunque las órdenes sean que sigan avanzando, se detendrán. Cayo Valerio no podrá ver nada. No sabrá qué ocurre a su alrededor.
Publio se volvió y miró a Silano.
—Es posible que tengas razón —dijo el cónsul—. ¡Que hagan sonar las tubas con la orden de avance! ¡Eso reforzará la orden!
Los velites estaban nerviosos. La formación parecía romperse en su lento avance pues los había que se habían detenido al perder de vista las tropas de retaguardia. Ahora, al mirar a ambos lados, en ocasiones veían a otros legionarios con sus lanzas en ristre al igual que ellos, pero los había que se veían completamente solos. De forma intermitente se escuchaban los gritos de los centuriones azuzados a su vez por la voz de Cayo Valerio, el primus pilus al mando.
En ese momento de confusión se escucharon las tubas. Avanzar. Avanzar. Ésa era la única orden que las enormes trompetas de la legión repetían una y otra vez. El sonido era transportado despacio entre la densa niebla que les rodeaba, pero no dejaba lugar a dudas.
Los velites de las «legiones malditas» avanzaron a ciegas, alejándose cada vez más de las legiones a sus espaldas, seguros de caminar hacia su muerte. Cien pasos, ciento cincuenta, doscientos pasos, doscientos cincuenta, trescientos pasos, trescientos cincuenta, cuatrocientos pasos... Y seguían, seguían...
—¿Qué distancia habrán recorrido ya los velites? —preguntó Publio.
—Cuatrocientos, quizá quinientos pasos algunos —afirmó Lelio con rotundidad—. Las líneas siempre se rompen en la niebla y unos andan más rápido que otros.
—¿Quinientos pasos? —preguntó de nuevo el cónsul, pero esta vez en voz baja, como si más que hablar, mascullara entre dientes sus pensamientos—. Deben de estar ya a mitad de camino entre sus tropas y nuestra formación... —Entonces elevó el tono de voz—. ¡Que las tubas hagan sonar el tono de alto! ¡No deben alejarse más!
Las tubas resonaron una vez más, pero esta vez con una música diferente.
Cayo Valerio aulló traduciendo el mensaje para los torpes o los
sordos por el miedo que embotaba sus mentes.
—¡Alto, malditos! ¡Alto! ¡Por Hércules y todos los dioses, deteneos todos! ¡Firmes en vuestra posición! ¡Deteneos!
Los velites frenaron su avance de pesadilla. Cayo Valerio escuchaba atento. Podía llegar una nueva orden, quizá de repliegue, pero no se oía nada. Sólo un silencio tan espeso como la misma niebla que parecía haberlos engullido a todos en aquel amanecer inhóspito y despiadado. Cayo Valerio bajó la mano derecha con la que empuñaba la espada y, sin soltarla, con el dorso de la propia mano se secó el sudor que fluía por su frente. De nuevo iban a luchar contra Aníbal y una vez más iba a ser a ciegas, sin ver el rostro de los enemigos, como en Cannae. Allí fue el viento que los cegaba al arrastrar consigo la arena de la tierra seca de Apulia. Aníbal aprovechó el viento aquella vez, ahora empleaba la niebla. Las «legiones malditas» parecían estar condenadas a no poder nunca ver a su enemigo cara a cara. Así era imposible luchar. De pronto una ráfaga de viento y un sonido metálico. Cayo Valerio se sobrecogió, pero al momento se dio cuenta de que el ruido provenía de sus torques y faleras, sus condecoraciones del pasado, que, agitadas por la inesperada racha de aire, se habían movido y chocado entre sí. En la densa niebla su sonido se había amplificado hasta parecer el golpe de una espada contra otra. Aún no se había repuesto, cuando nuevas ráfagas de viento se levantaron a su alrededor. La niebla se movía deprisa y enormes masas de vapor de agua se acercaban a él como si quisieran atropellarle como un carro de caballos desbocados en el campo de Marte, pero era sólo viento y niebla y ni lo uno ni lo otro hería su cuerpo. El miedo, no obstante, permanecía con él igual que con el resto de los velites de aquella irregular formación que el cónsul había hecho adelantar. Cayo Valerio sabía que estaban allí para avisar a las legiones de cuándo empezaría el combate. El viento crecía en fuerza y la niebla desfilaba ante ellos como una gigantesca alma que ascendiera desde el Hades en busca de venganza mortificando a los pobres infantes de las «legiones malditas». Pero el viento, al fin, levantó la niebla y tras ella apareció ante Cayo Valerio huecos vacíos de nubes en donde se veía... en donde se veía... nada. Nada. No había nada que ver. Valerio dudó y mantenía su escudo en alto, su rostro tras él y la espada desenvainada y preparada para la lucha. Así durante medio minuto hasta que, al fin, relajó los músculos. La niebla se disipaba por la fuerza de la brisa que entraba desde el mar. No había nadie contra quien luchar. El campamento cartaginés se levantaba apenas a mil pasos más de distancia, pero allí ya no había nadie. Sólo hogueras apagadas, basura y otros pertrechos abandonados por viejos o inútiles. Nada. Nadie.
—Aníbal se ha ido —dijo Lelio.
—Y a lo que se ve se ha llevado todos sus hombres y también los de la ciudadela cartaginesa —precisó Silano—. Hasta han dejado las puertas abiertas.
—Se han ido a lo largo de la noche —concluyó Mario—. Se han ido sin más.
El cónsul permanecía callado. Sergio Marco no cabía en sí de alegría.
—Aníbal ha tenido miedo y se ha ido —comentó—. Aníbal ha tenido miedo de las legiones V y VI. Se ha ido. Se ha ido. —Marco parecía tener que repetirlo una y otra vez para convencerse de que el todopoderoso general cartaginés había dejado de asediar Locri—. Me marcho a hablar con mis hombres... me marcho... si al cónsul le parece bien...
La victoria, o más bien, la ausencia de lucha con la retirada de Aníbal había transformado a Marco en un aparente fiel oficial. Publio le miró sin relajar los músculos de su rostro, aún en tensión por los momentos vividos esperando la anunciada carga del ejército púnico y sus mercenarios. El cónsul asintió y Sergio Marco se alejó en dirección al flanco donde estaba en formación la VI legión de Roma.
—Imbécil —dijo Lelio mientras lo veía distanciarse.
Publio lo observó también unos instantes y luego se pronunció.
—Bueno, si cree que Aníbal se ha ido por miedo a nuestras legiones, está bien que difunda esa idea entre los legionarios. Eso les subirá la moral. De hecho esperaba que el asedio de Locri y su conquista sirviera de revulsivo para su mermada moral tras once años de destierro, pero esto es mucho mejor. Inesperado, pero mejor. Los dioses han estado con nosotros esta mañana. Ojalá sean siempre compañeros tan leales. —Y miró al cielo unos segundos.
—¿Y por qué se ha marchado Aníbal si no es por miedo a nuestras legiones? —preguntó Pleminio.
Publio dejó de mirar al cielo y fijó sus ojos en aquel veterano oficial que parecía haber dejado de sudar.
—Aníbal no se ha ido por miedo a las legiones V y VI. Aníbal se ha ido por miedo a las nuevas legiones de Craso y Metelo. Y masacrar nuestras legiones no le ha parecido un premio que mereciera el riesgo de un combate que le retrasara en su necesario repliegue hacia el norte antes de que Craso y Metelo le corten el camino de regreso a alguna de las ciudades que controla. Aníbal se ha retirado porque no considera Locri importante. Pero lo que es peor y lo que no debemos olvidar —y aquí el cónsul miró al resto de los oficiales y no sólo a Pleminio—: se ha retirado porque tampoco nos considera importantes. Nadie considera importantes a las «legiones malditas». Antes pensábamos que era Roma, con Fabio Máximo a la cabeza, los que menospreciaban a estas legiones, ahora sabemos que no es así. Ahora sabemos que ni el propio Aníbal nos considera valiosos como trofeo. Es como si fuéramos un venado enfermo que no interesa a los cazadores. —El cónsul hablaba con cierta desesperanza, lo que contrastaba con el ambiente de felicidad que parecía extenderse entre los legionarios que empezaban a gritar «victoria, victoria, victoria». Publio se volvió hacia ellos antes de continuar—. Cantan victoria y ni siquiera fueron capaces de tomar la ciudadela defendida por los cartagineses, y ahora se creen que Aníbal se ha ido por miedo a ellos. —El cónsul suspiró—. En cualquier caso, eso es parte de lo que buscaba. Ya no dudarán en seguirme. Vosotros, sin embargo, si lo hacéis, será por lealtad.
—Bien, y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Lelio.
—¿Ahora...? —Publio se quedó pensativo unos segundos. De pronto no se encontraba bien. Cerró los ojos un instante y los volvió a abrir para responder a Lelio—. Ahora nos marchamos. Tenemos que invadir África. —Todos asintieron levemente. No parecía dejar el cónsul demasiado tiempo para saborear la retirada de Aníbal y, como si Publio hubiera leído en sus mentes, se volvió hacia ellos para añadir unas palabras—. Pero antes celebraremos un banquete en Siracusa. Lo de hoy, da igual el motivo de la retirada de Aníbal, debe celebrarse. Y el avance de Cayo Valerio en medio de esa niebla... eso ha sido épico.
—La retirada de Aníbal hay que celebrarla, sí —subrayó Silano.
—No —le contradijo el cónsul—. Lo que hay que celebrar es que Aníbal nos haya permitido seguir con vida... una vez más. Eso, por Júpiter, merece un buen brindis y una buena comida a la que invitaremos a todos los dioses.
Y con esas palabras el cónsul se encaminó hacia la ciudadela escoltado por los lictores, no sin antes cruzar su mirada con la de Lelio. Sí, quizá sólo Lelio había podido entender su discurso hasta el final. Una vez más. Aníbal les había dejado con vida una vez más. Publio caminaba despacio mientras repasaba sus recuerdos. Se escaparon de Aníbal en Tesino y luego en Trebia, y en Cannae y ahora en Locri. Aníbal les concedía de nuevo más tiempo, pero ¿hasta cuándo sería Aníbal tan generoso con ellos? De súbito, Publio se detuvo y con él su escolta. El cónsul se giró y miró a su espalda, hacia el horizonte, allí donde hasta hacía sólo unas horas se había encontrado el ejército completo de Aníbal. No había nada. Nada. Por un momento temió que el repliegue del general cartaginés sólo hubiera sido una maniobra más de distracción, para que se confiaran, para engañarlos, pero no. Era lógica la retirada por temor a la llegada de los refuerzos de Craso y Metelo. Ellos sí que habían ganado aquella batalla y sin presentarse. Era a ellos a los que Aníbal temía. Nunca nadie había ayudado tanto sin tan siquiera moverse. El cónsul reemprendió la marcha, pero los mareos volvieron. No se asustó. Era una desagradable sensación la que invadía su cuerpo, pero eran unos síntomas conocidos. Las fiebres de Hispania parecían atenazarle con intermitencia. Quizá después de la tensión de aquella mañana se cebaban en él con algo más de fuerza que la usual. El cónsul, no obstante, siguió caminando sin detenerse. Debía descansar. Por la tarde llamaría a Atilio, el médico de las legiones. Miró de reojo a los lictores. Nadie parecía haber notado nada. Mejor así.
Al día siguiente Publio se encontró mejor. Una noche de sosiego, durmiendo bajo el techo de una amplia casa de una ciudad conquistada y segura y unas infusiones aconsejadas por Atilio restablecieron sus fuerzas. Se levantó con la energía propia de su edad y decidió primero visitar la ciudad y luego hacer los correspondientes sacrificios públicos a los dioses como señal de agradecimiento. En su visita por los alrededores de la ciudad le acompañaron Silano y Mario. Cayo Lelio permaneció en la ciudadela con la misión de organizarlo todo para reembarcar las tropas y regresar a Siracusa en un par de días. Al mando de Locri quedaría Pleminio, el pretor de Rhegium con algunos manípulos de los legionarios que se trajo desde su ciudad, apoyado por Sergio Marco y Publio Macieno con un contingente de tropas de la VI. Ninguno de sus oficiales, empezando por el propio Lelio, pareció entender el interés del cónsul en dejar a Marco y Macieno con aquellos manípulos de la VI en Locri, pero en los últimos días, el cónsul se mostraba oscuro y reacio a compartir sus planes con nadie. Además, Sergio Marco y Publio Macieno recibieron con gran agrado aquella orden y era ya entonces de difícil revocación. Y es que tanto Marco como Macieno no veían grandes horizontes de riqueza en la campaña de África y sí, en cambio, muchos peligros, de modo que la posibilidad de poder quedarse en una ciudad conquistada en el sur de Italia, donde si bien podía regresar Aníbal, siempre había legiones a las que pedir ayuda, les parecía algo mucho más gratificante que adentrarse en el territorio completamente hostil y mortífero de África.
Silano y Mario acompañaron al cónsul con la idea de asistirle en los sacrificios a los dioses, pero Publio les llevó antes de visita por los alrededores de Locri para poder entrar en el gran teatro griego de aquella ciudad por la que habían estado combatiendo. Y es que Locri, como tantas otras ciudades griegas, poseía un imponente teatro de piedra levantado en la ladera de una de las colinas que rodeaban la ciudad. No era tan grande como el de Siracusa, pero seguía su modelo y daba cabida a cuatro mil quinientas personas. Lo impresionante era ver cómo parte del teatro estaba excavado en la misma roca, en las mismísimas entrañas de la montaña, algo sorprendente teniendo en cuenta que aquella obra civil tenía más de un siglo de antigüedad.
—Hemos reconquistado no sólo una ciudad, sino un lugar de renombre en el mundo griego —les explicó el cónsul a Mario y Silano, que le escuchaban con admiración. No podían entender cómo alguien tan joven para ser cónsul, además de haberse ganado el puesto por méritos propios con su hábil estrategia militar, podía además ser un hombre tan culto en literatura, historia, filosofía...—. Locri es la ciudad de Zaleuco, el gran legislador que empezó a poner por escrito normas que evitaran la arbitrariedad de los jueces, para evitar que un día dictaminaran en un sentido y otro día en otro. Y en Locri nació el filósofo Timeo o la poetisa Nosis, a la que llegaron a llamar la competidora de Safo, por sus preciosos epigramas, ¿cómo era...? Sí:
Nada excede al amor en dulzura, y no hay dicha alguna que aventajarle pueda, ni la miel en la boca.
O aquel otro...
Aquí está Melina en persona; mirad qué bonita su faz, que contemplarnos dulcemente parece; ¡Qué fielmente la niña a su madre aseméjase en todo! ¡Qué bien, cuando los hijos reflejan a sus padres!
Pero veo que os aburro...
—No, no... —respondieron los dos oficiales al unísono.
El cónsul sonrió. Parecía feliz.
—Bueno, pues sabed también que los ciudadanos de Locri también consiguieron grandes victorias en los juegos olímpicos con Euthymus y Hagesidamus. Euthymus consiguió la victoria como púgil en tres ocasiones seguidas, eso quizá sea más de vuestro interés. En Locri se sabe luchar. No, no hemos conquistado un sitio cualquiera. Y también hemos quitado un puerto donde Aníbal podría recibir refuerzos desde Cartago. Pero basta de cháchara y vayamos a ofrecer nuestros sacrificios a los dioses y hagámoslo en grande que grande ha sido, sin duda, su ayuda.
De allí el cónsul dirigió los pasos de sus oficiales y de los lictores, al centro de Locri. En el sur de la Magna Grecia era frecuente la adoración a Perséfone, pero en Locri era donde quizá se venerara con mayor pasión a la reina del Hades, aunque allí, según el dialecto local, la llamaban Proserpina, de donde los propios romanos habían adoptado el nombre de la diosa. En el centro de la ciudad se levantaba un inmenso templo jónico, que en tiempos sustituyó a otro de planta más antigua. El nuevo templo tenía una imponente estampa con sus doce metros de altura, sus seis gigantescas columnas jónicas en la parte frontal y sus diecisiete columnas en cada lateral. Publio había elegido aquel templo por ser uno de los más adorados en la ciudad y ante sus puertas hizo los sacrificios para que pudieran asistir a los mismos todos los ciudadanos de Locri que así lo desearan, además de un gran número de soldados de sus legiones y de las tropas de Pleminio. El cónsul elevó sus plegarias a Júpiter y Marte y luego las hizo extensivas a Proserpina para congraciarse con los ciudadanos de la ciudad, cuyos sentimientos estaban aún dispersos entre las simpatías de los unos con los romanos y las preferencias de algunos otros por los cartagineses. Al hacer los sacrificios en el exterior del templo evitó también que sus oficiales y cuantos le acompañaban aquella mañana vieran en detalle las riquezas que los ciudadanos de Locri habían ido depositando a lo largo del tiempo en aquel lugar. El tesoro de Proserpina era legendario, pero de igual forma, aquella riqueza era sagrada para los ciudadanos de Locri. Por eso la defendieron a muerte cuando los cartagineses, en su huida, intentaron entrar en el templo. Y el caso es que ni él mismo pudo dejar de pensar en todo aquel oro, plata y piedras preciosas que se ocultaba tras aquellas inmensas columnas. Ése sería un buen complemento para financiar su campaña en África, pero ya había ejecutado demasiadas acciones sin permiso del Senado como para incrementar aún más los informes que Catón estaría enviando sin descanso hacia Roma. No, lo mejor era dejar el tesoro de Proserpina con su gente, en su ciudad, en su templo. Además, aunque Publio, en lo más profundo de su ser, no tuviera claros sus sentimientos religiosos, no podía dejar de pensar que robar a la reina del Hades, a la reina del reino de los muertos, debía traer consigo alguna temible maldición con la que prefería no tener que luchar.
Aquella tarde todos se retiraron temprano a descansar. Lelio dejó centinelas junto a los barcos ya preparados para el embarque de las legiones, mientras que pequeños grupos de legionarios, a modo de triunviros, patrullaban la ciudad nocturna. Los ciudadanos, que habían visto su población caer en manos púnicas y ahora regresar al poder romano, se cobijaron en sus casas confiando en que su amada diosa los protegiera de la interminable avaricia de los unos y los otros y les concediera un ansiado tiempo de paz.
Al amanecer, Publio, Lelio y las legiones V y VI, excepto unos pocos manípulos que quedaron al mando de Sergio Marco y Publio Macieno en Locri, junto con Pleminio y su pequeño destacamento, partieron de regreso a Siracusa.