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El manantial de Aretusa

Siracusa, invierno del 205 a.C.

Emilia se dejaba conducir por su marido. Éste la llevó por las estrechas calles de la Isla Ortygia, pasando junto a la imponente figura de las catorce gigantescas columnas laterales del templo de Atenea, hasta descender a la bahía del Portas Magnus, justo donde se encontraba el manantial de Aretusa. Emilia sabía que no era necesario pasar junto al templo de Atenea para alcanzar aquel manantial, pero a Publio le gustaba pasear por Siracusa, especialmente con ella, según decía siempre, y admirar los impresionantes edificios de aquella ciudad. Más de una vez, Publio se había entretenido en explicarle cómo para abrazar una de aquellas inmensas columnas jónicas se necesitaban al menos dos personas. Incluso hubo un día que, ante la mirada de sorpresa de los lictores y de los viandantes de la ciudad, el cónsul se empeñó en demostrárselo físicamente, haciendo que ella abrazara una de las seis columnas jónicas frontales por un extremo mientras él hacía lo propio por el otro lado. Acciones como aquélla eran las que habían dado pie a las críticas de los enemigos de su marido: se pasea por la ciudad como un viajero de visita en vez de ocuparse de la invasión de África, del adiestramiento de las tropas. Emilia sabía que su marido era capaz de atender a sus responsabilidades políticas y militares y, al mismo tiempo, apreciar la belleza de una ciudad griega, de una ciudad cuya cultura respetaba y admiraba, pero aquello era una actitud y un comportamiento demasiado complejos para ser bien interpretados por unos senadores manipulados por las informaciones de Catón y los discursos de Fabio. Y, sin embargo, su marido había sido capaz de revertir, una vez más, el curso de los acontecimientos y persuadir a la embajada del Senado de que todo estaba convenientemente dispuesto para invadir África. El pecho de Emilia estaba henchido de amor y respeto a partes iguales hacia su marido, alguien tan poderoso, tan ocupado y que, contrariamente a lo que pudiera esperarse, siempre la hacía partícipe de todo. Hubo un momento, poco después de su boda, cuando tuvo que luchar con él por que la dejara acompañarle a Hispania, pero al fin él cedió con rapidez. Desde entonces siempre había estado junto a él, en Roma, en Hispania y ahora en Sicilia, pero el silencio con el que ahora paseaba su marido junto a ella, una vez que había conseguido resolver el tema de la embajada de Roma era algo que le preocupaba.

Llegaron junto al manantial. El agua fresca del río, que emergía fundiéndose con la del mar en un escenario rodeado del frescor de las plantas verdes y exuberantes que circundaban el manantial, lo empapaba todo. Era una humedad embriagadora y dulce que se mezclaba con la brisa de sal del mar, un festín para los sentidos. Pese a encontrarse ya en el principio del invierno la temperatura era templada, agradable.

—¿Sabes por qué lo llaman el manantial de Aretusa? —preguntó Publio sin mirarla, con sus ojos puestos en el agua de aquella gran fuente natural.

—No, me has contado muchas cosas de Siracusa, pero ésta no me la has explicado.

Publio la miró y sonrió.

—Aretusa era una ninfa, una ninfa de la diosa Artemisa —empezó a contar Publio, despacio, sus palabras fundiéndose con el ruido del agua al correr hacia el mar—. Alfeo, un río del Peloponeso, en Grecia, hijo de Océano y Tetis como la mayoría de los ríos griegos, se enamoró perdidamente de esa joven ninfa, pero esto enfadó a Artemisa de modo que transportó a su ninfa hasta aquí, hasta la Isla Ortygia y, no contenta con alejarla de Alfeo, decidió convertir a su ninfa en un manantial, el manantial de Aretusa. Desde entonces están separados por esa distancia enorme. ¿Entiendes?

Emilia asintió despacio, pero no estaba segura de entender. Publio prosiguió con su relato cuando Emilia pensaba que ya había concluido.

—Pero convertir a Aretusa en manantial fue el gran error de Artemisa, pues dicen que desde entonces el dios Alfeo empuja sus aguas hacia el mar y viaja cada día hasta llegar aquí y mezclar su agua con la del manantial de su amada y así, al unir sus aguas, se aman eternamente.

Publio pronunció estas palabras mirando a los ojos de su mujer. Emilia no pudo evitar sonrojarse y bajó la mirada. Después giró la cabeza hacia el manantial primero y luego hacia el mar.

—Cuando te pones tan cariñoso es que me vas a decir algo que no quiero oír —dijo ella.

—¿Es que no soy atento contigo normalmente? —preguntó Publio sorprendido por la respuesta.

—Claro que lo eres, pero no así de especial. Así eres cuando me vas a decir algo que sabes que no quiero hacer.

Publio suspiró. A veces se le olvidaba hasta qué punto lo conocía su mujer.

—Seguramente tendrás razón.

—La tengo, para mi desdicha, la tengo —se reafirmó ella sin mirarle, observando el mar en calma de la bahía del Portus Magnus.

Publio se dio cuenta. No iba a ser fácil.

—Bien... en cuanto a África... —empezó el cónsul.

—Quiero ir, igual que te acompañé a Hispania o aquí en Sicilia. Siempre he estado junto a ti, no veo por qué ahora ha de ser diferente.

Publio guardó silencio un momento. Luego tomó la palabra con una decisión casi gélida que mostraba una determinación desconocida para su bella esposa.

—No, Emilia, por Hércules, esta vez sí es diferente. Cuando quise que te quedaras en Roma por primera vez me hiciste ver, y mi madre se alió contigo, que el sitio de una esposa está junto a su marido y así es, así es... pero en Hispania y también aquí, en Sicilia, siempre hemos viajado a territorio fronterizo, sí, pero conquistado, con ciudades fieles a Roma en donde podía darte una seguridad razonable, a ti y a los niños, primero en Tarraco y luego aquí en Siracusa. Pero África es distinto. En África no tenemos ciudades conquistadas, ni tan siquiera amigas.

—Está Siga, ¿no es ésa la ciudad en la que te entrevistaste con Sífax, el rey de Numidia? ¿No ha enviado Sífax embajadores hace unos días confirmando su alianza contigo? Allí podría estar segura.

Publio resopló. Tomó aire y decidió que no había margen para ocultar nada a su esposa. Si quería que entendiera la gravedad de la situación debía contarle la realidad tal cual era.

—La embajada númida no era para confirmar el pacto de Sífax, eso es lo que dije a todos, excepto a Lelio y Marcio, para que se extendiera ese rumor. Tampoco te lo dije a ti porque no quería que supieras del auténtico peligro de esta misión, no quería preocuparte tanto, pero no puedes acompañarme y si para eso he de hacerte ver lo terriblemente difícil de esta campaña, lo haré. Los embajadores númidas vinieron a comunicarme la defección de Sífax, y lo han hecho en dos ocasiones. Sífax no sólo se niega a apoyarme en la invasión sino que además se ha pasado al bando cartaginés y ha jurado a su mujer, Sofonisba, hija del general Giscón, que si tomo tierra en África, luchará junto a las tropas de Cartago para acabar conmigo. Ésa, ésa y no otra es la situación de la invasión de África: tengo tropas escasas, como en Hispania, pero a diferencia de Hispania, no tengo ni un puerto ni una ciudad amiga; quizá consiga ayuda ahora de Masinisa, el enemigo de Sífax, pero sus fuerzas son menores y tampoco es una alianza segura. No es que no quiera que me acompañes, es que no tengo un lugar seguro donde protegerte a ti y, además, ahora están los niños. Te preocupa la seguridad de ellos, en especial te preocupa la seguridad del pequeño Publio. Me hiciste jurar que acabaría con esta guerra y que evitaría que tuviera que enfrentarse a Aníbal, y así lo haré, pero ahora debes tú pensar en ellos y protegerles yendo a Roma. Podrías quedarte aquí, pero la situación de la guerra es tan volátil que prefiero que regreses a Roma y allí, junto con tu hermano y mi madre, estés con los niños, resguardada de los avatares de esta guerra. En África no tengo ni una bahía en la que atracar los barcos. Todo lo que obtenga tendrá que ser por la fuerza y no tengo ningún plan para tomar una ciudad en seis días como hice en Hispania. Todo será mucho más difícil, más costoso. Sólo cuento con la determinación de mis oficiales y de mis hombres y con la ayuda de los dioses si éstos quieren. En África debo derrotar a Sífax, a las tropas mercenarias que reclute Cartago, que serán muchas, a los generales púnicos que decidan convocar para detenerme, y si consigo superar todas esas pruebas, Emilia, que ya de por sí es muy difícil, los sufetes de Cartago llamarán a Aníbal. En esta campaña no tengo sitio para ti más que en mi corazón, Emilia. No hay otra posibilidad. Debes entenderlo y debes ayudarme protegiendo a los niños. Son nuestro futuro y son el futuro de Roma.

Emilia calló. Publio se quedó algo más sosegado. Al menos su mujer no replicaba. Era un progreso.

—Además —añadió Publio—, me gustaría que acompañaras a mi madre. He pedido a Lucio, mi hermano, que venga conmigo. Necesito de su ayuda, de la ayuda de todos en los que más puedo confiar, y tú puedes ayudarme cuidando de los niños y de mi madre.

Emilia permaneció aún en silencio.

—¿Volverás de África? —preguntó la joven romana al cabo de unos segundos donde el rumor del agua amortiguaba los pensamientos tristes de separación.

—No lo sé —respondió Publio, y con amarga sinceridad añadió—: no lo creo, la verdad es que no lo creo, pero debo intentarlo. Debo intentarlo.

—¿Y no hay otro camino, por Castor? ¿Otra forma de terminar esta guerra?

—Si lo hay no lo veo. Aníbal nunca abandonará Italia a no ser que le obligue su propio Senado y el Senado cartaginés no lo hará si no se ven en peligro inminente, y eso sólo lo puede crear una invasión como la que hemos preparado, incluso si ésta resulta infructuosa.

Emilia dudó antes de pronunciar las palabras que continuaron, pero al final lo hizo muy a su pesar. Estaba luchando por la supervivencia de su marido, de sus hijos, de su familia, de su vida.

—¿Y no sería mejor luchar en Italia, aunque eso sea lo que diga Fabio? ¿No podría tener razón?

Publio no se molestó. Entendía lo que empujaba a Emilia a ponerse incluso a favor, aunque tan sólo fuera por un momento, de las ideas de su mayor enemigo en Roma.

—Regresar a Italia —explicó Publio despacio— es dar agua y vida y tiempo a Aníbal. Es lo que llevamos haciendo durante catorce años sin conseguir derrotarlo. Y Aníbal no es el rey Pirro. Aníbal no cejará hasta que uno de los dos bandos sea derrotado. Aníbal puede seguir acechando a nuestros aliados en Italia durante años y Cartago, ya sea por el norte o por el sur, seguirá nutriéndole de refuerzos, quizá no todos los que Aníbal pide, pero seguirá proporcionándole más y más tropas. ¿Cuántos años más hemos de estar así? ¿Cinco, diez, veinte? Dijiste que no querías que tu hijo luchara contra Aníbal. Ésta es la única forma de evitarlo. Debes elegir entre la seguridad de tus hijos o la mía. No puedes tenerlo todo. No mientras Aníbal siga en Italia. Sé que parece injusto lo que digo, pero la vida, a veces, con frecuencia, es injusta. La diosa Fortuna nos ha sido propicia en innumerables ocasiones, pero esta vez debemos afrontar por separado nuestros destinos. Haré todo lo que esté en mi mano por regresar a Roma y volver a abrazarte. Te lo juro por todos los dioses y por nuestros hijos y por el amor que te tengo, pero ahora debes marchar con ellos a Roma y yo debo ir a África, con mis legiones y con mis oficiales y crear tal confusión en aquel territorio como para que Cartago reclame a su mejor general.

Cuando Emilia respondió, la resignación había germinado al fin en su voz.

—Si alguna vez eso ocurre, y espero que así sea, si alguna vez Cartago reclama a Aníbal, me alegraré porque sabré que has triunfado en la primera parte de tu plan, pero tendré entonces aún más miedo, porque Aníbal acabó con mi padre en Cannae y temo tanto que acabe contigo, lo temo tanto... —Y se echó a llorar. Publio la abrazó. Entre sus sollozos escuchó las últimas palabras que su esposa pronunció aquella tarde.

—Haré lo que dices, contra mi voluntad, pero haré lo que dices. Publio la apretó con fuerza.

—Por las noches, cuando estés en Roma, yo seré Alfeo, navegaré por el mar desde África y me uniré a ti a través del Tíber, en Roma. Piensa en ello por las noches, cuando todo sea temor y distancia piensa en ello, Emilia, y volveré a ti, volveré a ti desde el mismo corazón de África.

Las legiones malditas
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