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El rey de Siria

Bosques de Daphne a las afueras de Antioquía, Siria, finales de noviembre del 202 a.C.

Aquella luminosa mañana el rey Antíoco III de Siria paseaba por los bosques de Daphne, cuatro millas al sur de Antioquía, un espacio idílico donde parques, lagos y arroyos se entremezclaban en un paisaje de ensueño. Olía a pino y a agua fresca y clara y el aire era puro y cristalino. Era el lugar donde al rey le gustaba recogerse para reflexionar. Allí mismo fue donde planeó su ataque contra el reino de Egipto para recuperar la Celesiria, y así recuperar las antiguas salidas al mar del viejo imperio, pero aquella guerra fracasó. Egipto se defendió y Antíoco III sólo consiguió recuperar Seleucia de Pieria, el puerto marítimo de Antioquía. Fue algo importante, pero no el objetivo de aquella guerra. En cualquier caso, Antíoco pareció conformarse ante los ojos de los gobernantes ptolemaicos de Egipto y dejó de luchar contra ellos.

Pensó que era mejor que, por el momento, se olvidaran de sus pretensiones. Ya llegaría el día de volverse hacia occidente. Y es que el rey Antíoco III de Siria, señor de todo el antiguo imperio seleúcida, tenía un sueño: recomponer bajo su gobierno el antiguo imperio de Alejandro Magno. Era más que un sueño: era el anhelo vital que le guiaba en todas sus acciones. Después, también en aquel paraje de bosques y lagos fue donde comprendió que lo que debía hacer primero era asegurar el oriente, reconstruir sus fuentes de suministros ancestrales, recuperar todos los territorios desde Siria hasta el río Indo, como hiciera Alejandro, y luego ya volvería hacia occidente y se las vería, de nuevo, con los egipcios. Antíoco planeó entonces su anábasis, su gran marcha hacia el oriente, no sin antes masacrar a sus enemigos en el norte de Asia Menor aliándose con el rey Atalo I de Pérgamo, otro contra el que debería enfrentarse, pero que en aquel momento fue un aliado interesante. Con Asia Menor controlada, a medias por él y por Pérgamo, Antíoco partió hacia oriente: desde el 212 hasta el 205 luchó contra Eutidemo, que se hacía llamar rey de la antigua satrapía bactriana, hasta que el propio Eutidemo aceptó rendir vasallaje a Antíoco. Después, el rey sirio, al igual que Alejandro, marchó hasta el Indo, donde consiguió que el emperador indio de la dinastía Maurya le hiciera entrega de una incalculable cantidad de oro y de un no menos estimable numerosísimo contingente de elefantes asiáticos perfectamente adiestrados para la guerra. Una vez acordado con el reino indio un pacto de comercio que beneficiaría al reino sirio-seléucida del paso de las mercancías de la India con dirección a Egipto, Macedonia, Pérgamo y el occidente del Mediterráneo, Antíoco III organizó su regreso hacia el corazón de su imperio, hacia Babilonia, y decidió hacerlo, una vez más, emulando a Alejandro Magno, por mar, navegando por el Golfo Pérsico. Y después, desde Babilonia, pasando por Seleucia, la impresionante capital oriental de sus reinos, retornó a Antioquía. Había reproducido lo que Alejandro consiguió en oriente, pero para llegar a ser como el gran rey macedonio debía de nuevo reconquistar Egipto, Pérgamo, Macedonia y Grecia. Todo se andaría. Una cosa detrás de la otra.


El rey, escoltado por un nutrido grupo de guerreros sirios, se detuvo ante la entrada del gran templo de Pythian Apolo, levantado en medio de aquel precioso bosque por su antepasado Seleuco I, general que fuera de las míticas tropas del propio Alejandro. Antíoco se adentró en el templo, solo, y se arrodilló ante la hermosa estatua del dios esculpida por el legendario Bryaxis, escultor que antaño trabajara en los monumentos de Atenas. Ante la estatua, atendido por dos sacerdotes y un par de esclavos del templo, el rey Antíoco realizó varios sacrificios y lanzó sus plegarias al dios Apolo. Una vez que hubo cumplido con los ritos ancestrales preservados por su dinastía, salió de nuevo al exterior.

La estancia en el templo parecía haberle ayudado a clarificar su modo de ver las cosas. Lo primero debía ser recuperar las salidas al mar: Celesiria y Fenicia. Ésa era una cuenta pendiente. Luego debería venir la conquista de Grecia, aunque eso conllevara el enfrentamiento con el rey Filipo V de Macedonia, pero así debía ser si quería conseguir su sueño, si quería que todos le recordaran como la reencarnación del propio Alejandro. Antíoco III sonrío con una mueca cínica: paradójicamente había planeado aliarse primero con Filipo para atacar Egipto y recuperar la Celesiria y Fenicia. Hacía semanas que había enviado una embajada a Pella, la capital de Macedonia, para proponer un audaz pacto al rey macedonio y la respuesta debía de estar a punto de llegar; de hecho, mientras caminaba de regreso adonde tenían los caballos, junto a un riachuelo del bosque de Daphne, llegó un mensajero al galope por el camino de Antioquía. Era uno de sus oficiales de confianza, que descabalgó al instante y se postró de rodillas ante su rey.

—Habla, oficial, ¿a qué tanta prisa por verme?

—Ha llegado la respuesta de la embajada al rey de Macedonia, pero, tal y como les instruisteis, los embajadores sólo hablarán ante el rey de Siria y todos los reinos orientales. Esperan en el palacio imperial de la isla.

Antíoco III se volvió hacia el templo de Apolo e inclinó levemente su cabeza. Había que reconocer el trabajo de los dioses y, en especial, cuando éste era tan rápido.

—Vayamos al palacio, por Apolo, y vayamos veloces como el viento.


Y el rey montó sobre su caballo, al que golpeó en los costados con sus talones para obligarle a partir al galope, en dirección al norte, por el mismo camino por el que había venido el mensajero de la capital. Al cabo de unos minutos de galopar, el rey avistó las murallas de Antioquía y redujo la marcha de su caballo a un intenso trote. Antioquía, la capital del imperio seléucida era la segunda ciudad más poblada del mundo conocido, sólo superada por Alejandría, la Alejandría de un Egipto decadente, pensó Antíoco, de modo que eso de ser la segunda ciudad del mundo pronto dejaría de ser así. Antioquía sería pronto el centro de todos los reinos y ciudades, desde Grecia hasta la India, un nuevo renacer de los territorios que Alejandro puso bajo un único gobierno. A medida que se aproximaban a la ciudad, decenas, centenares de soldados apostados en campamentos alrededor de la ciudad, se acercaban al borde del camino real para saludar a su señor. Miles de soldados de todas las regiones del imperio, allí, reunidos, esperando una señal para lanzarse a nuevas conquistas. Desde el regreso de la expedición a oriente, todos aquellos soldados anhelaban nuevos desafíos, nuevas oportunidades donde alcanzar gloria y riquezas y todos sabían que su rey estaba preparando nuevas empresas, nuevas conquistas, hacia Egipto, hacia el Egeo, pero sólo Antíoco III sabía adonde sería el próximo lugar hacia el que marcharía su inmenso ejército. Al pie de las murallas de la ciudad, el propio rey tuvo que detenerse, pues una manada de treinta elefantes cruzaba el camino real conducidos por adiestradores indios que hacían marchar a las bestias gigantes a diario para mantenerlos en forma y dispuestos para el combate. Ése era uno de los diversos regimientos de elefantes que había reunido el rey en sus conquistas de Oriente. Antíoco III no se sintió molesto por tener que esperar: aquellos elefantes, todo aquel tremendo ejército, eran los símbolos nítidos de su enorme poder y gozaba viéndolos marchar ante sí o, en el caso de los miles de soldados, viendo cómo éstos le saludaban y le aclamaban.

Una vez que los elefantes cruzaron el camino, la comitiva real reemprendió la marcha y, una vez más al trote, entraron en la ciudad por la puerta de Daphne cruzando la primera de las murallas defensivas, para al poco tiempo cruzar una segunda muralla por una segunda puerta tras la cual se accedía al corazón de la gran Antioquía: en el interior de aquel complejo de murallas defensivas, macedonios, griegos de diferentes procedencias, muchos de ellos atenienses traídos desde la próxima Antigonia, nativos de la región, muchos judíos y gentes venidas de todas las esquinas de las posesiones del gran Antíoco III caminaban por la gran calle central porticada en ambos lados, quedando a la derecha de aquellos impresionantes soportales la ciudadela levantada en la ladera del monte Silpius y, un poco más hacia el norte, en el mismo lado oriental de la gran avenida, el magnífico teatro griego. Al lado occidental de la avenida, tras los pórticos, se alzaba la vieja muralla que Seleuco I hiciera construir para proteger los antiguos límites de la ciudad, una urbe que había crecido desde los quince mil habitantes de antaño hasta el medio millón de pobladores venidos de todos los rincones del imperio seléucida, una ciudad diseñada por Xenarius imitando los planos de la legendaria Alejandría, urbe a la que cada vez se aproximaba más en esplendor y poder; de hecho, Antioquía era ya conocida como la ciudad dorada, por la enorme cantidad de oro y otras riquezas que fluían por sus calles y avenidas. El rey llegó a una gran plaza, el Nymphaeum, donde giró hacia el noroeste marchando por otra gran avenida que le condujo hasta un puente que cruzaba el río Orontes. Tras el puente estaba la isla: un pequeño islote vadeado por el río Orontes por el sur y por el norte, que el rey Seleuco II Callinicus había empezado a amurallar para anexionar a la ciudad y cuya fortificación había sido terminada por el propio Antíoco III, aprovechando lo inexpugnable de aquel enclave para ubicar en esa misma isla su palacio imperial, al que llegó tras cabalgar por las calles de la isla, donde se levantaban toda clase de edificios para la administración del imperio o para el solaz del rey, como los gigantescos baños reales.

A las puertas de la escalinata del palacio imperial, Antíoco III desmontó de su corcel, y andando, escoltado por sus guardias, entró en el palacio a toda velocidad; ante el rey de Siria las puertas se abrían como por ensalmo ante su presencia, empujadas por esclavos bien adiestrados y temerosos de no estar atentos a las idas y venidas de su amo. Llegó al fin, Antíoco III, a su salón del trono, se sentó en su gran butaca de oro y bronce y, a sus pies, de rodillas, esperaban los embajadores que había enviado a parlamentar con el rey Filipo V de Macedonia. Antíoco III hizo una señal con un dedo y uno de los embajadores, el más mayor, un hombre de casi sesenta años, que doblaba al rey en edad, empezó a hablar con una voz suave, propia del diplomático en el que había convertido toda su persona.

—Gran Rey de Antioquía, Siria y todos los reinos del imperio seléucida, mi señor y dueño...

—No he venido cabalgando al galope desde Daphne para oír mis títulos y tus palabras de adulador profesional. Epífanes, habla y responde tan sólo a esta pregunta: ¿ha aceptado el rey de Macedonia mi propuesta?

Epífanes llevaba toda la vida sirviendo a Antíoco III y antes a sus predecesores. No se sorprendió por ser interrumpido ni se lo tomó a despecho. Respondió a lo que se le preguntaba con precisión.

—El rey Filipo V ha aceptado, mi señor.

—Bien, eso está muy bien, por Apolo y todos los dioses del Olimpo, eso está muy pero que muy bien. Epífanes, tendré al final que recompensarte por tus buenos servicios. —Y el rey bajó de su trono. No tenía ganas de escuchar más por el momento. Ya hablaría más tarde con Epífanes sobre todo lo que se hubiera hablado con el rey de Macedonia. Lo esencial ahora era que Filipo V había aceptado. Egipto iba a ser troceado en pedazos. Las islas del Egeo, de momento, para Filipo, y Celesiria y toda Fenicia para él mismo: su imperio tendría las amplias salidas al mar Mediterráneo que necesitaban para atacar toda Grecia por mar, a la vez que atacaría Asia Menor por tierra. Su ejército tenía ya trabajo. Mucho trabajo por hacer. Una inexorable gran guerra de gloria, riquezas ilimitadas y poder se avecinaba sobre el mundo y nadie podría detenerle. La aquiescencia de Filipo en sus primeros movimientos le permitiría posicionarse dominando las costas de Asia y para cuando Filipo quisiera plantarle cara, su poder sería ya demasiado grande, demasiado inesperado, demasiado irrefrenable. No podrían detenerle, ni Filipo, ni ese niño de seis años, Ptolomeo V, llamado a ser el último rey de la dinastía lágida en Egipto. Y de premio colocaría en una pica la cabeza del tutor de Ptolomeo V, ese astuto Agatocles. Agatocles recurrirá a Roma, le avisaban algunos consejeros, incluso el propio Epífanes, pero otros consejeros menospreciaban a esa desconocida Roma, una ciudad bárbara en el extremo occidental del Mediterráneo que, además, llevaba años y años en una tremenda guerra de desgaste con Cartago. No. Era el momento del gran Antíoco III: Filipo V engañado, Ptolomeo V y su tutor cogidos por sorpresa y las ciudades del occidente enfrascadas en sus propias guerras, agotadas, exhaustas, necesitadas de paz. No le atacarían. No socorrerán a Egipto, porque necesitan reponerse de sus pérdidas, de sus muertos, y para cuando Cartago o esa desconocida Roma quieran reaccionar, si es que alguna vez se atrevían a tanto, sus elefantes, su flota, sus ejércitos, estarán avanzando ya contra ellos. Pronto el mundo entero le rendiría pleitesía. Antíoco III, más grande aún que Alejandro. ¿Qué rey, qué general podía oponérsele?

El rey había regresado paseando hasta las puertas de su gigantesco palacio imperial y se detuvo en lo alto de la escalinata. Desde allí podía observar su hermosa ciudad que se extendía en un diámetro de tres millas entre el río Orontes y el monte Sulpius. Antioquía. El centro de la tierra, sólo que reyes y gobernantes de algunas regiones aún no lo sabían. Habría que hacer entrar en razón a todos con una nueva y definitiva guerra. Eso era: para alcanzar sus objetivos necesitaba un mundo en guerra. Sus tropas necesitaban una guerra, sus consejeros alentaban una guerra, su destino exigía una guerra.

Las legiones malditas
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