20
Salapia

Italia, primavera del 208 a.C.

Un soldado, vestido de centurión romano, hablaba con Aníbal, quien, rodeado de sus oficiales, le escuchaba atento.

—Nos esperan por la noche. Parecen encantados de que el cónsul Marcelo haya seleccionado su ciudad para acantonar sus tropas. Es cosa hecha, mi general.

Aníbal asintió pero no mostró complacencia.

—Seguid adelante. Ve con todos tus hombres, romano, ¿cuántos son?

—Mil doscientos, mi general —respondió Décimo, que así era como se llamaba el centurión renegado, aunque ya estaba acostumbrado a que Aníbal se dirigiera a él con el genérico de «romano», aliñado con un cierto tono despectivo, pero todo eso iba a cambiar, e iba a cambiar pronto.

—Bien, bien. Por Baal, deberán ser suficientes. Salapia no tiene una guarnición poderosa. Son sus murallas las que les protegen.

Décimo asintió y partió raudo para cumplir con aquella misión. Estaba contento porque la toma de aquella ciudad sería cosa sencilla una vez que hubieran conseguido acceso al interior de la misma al hacerse pasar por una avanzadilla del cónsul Claudio Marcelo. Nada sabrían aún los habitantes de Salapia de la muerte del mismo. La estratagema de Aníbal redactando una carta con el sello del anillo consular de Marcelo había surtido efecto. El centurión aún recordaba la mirada de asombro y admiración de los guardias de Salapia ante aquel sello. Todo marchaba perfectamente. Tomada Salapia, Aníbal confiaría más en su regimiento de desertores romanos. Vería cuan útiles le podían ser para tomar otras ciudades y aquello sólo podía culminar en mucho oro, mujeres y vino para todos. El centurión sonrió con auténtico placer. Esa noche tendría de todo eso, aunque antes debería atravesar con su espada unas cuantas decenas de ciudadanos de Salapia, incautos e ingenuos. Arropado por sus pensamientos, Décimo se encontró frente a las murallas de Salapia a la hora de la cuarta guardia, en medio de una noche plagada de sombras inciertas proyectadas por una luna llena que habría de ser testigo de la caída de aquella ciudad. Al alcanzar la puerta, uno de los hombres de Décimo gritó hacia lo alto.

—¡Gentes de Salapia! ¡Por todos los dioses de Roma, abrid las puertas a las tropas del cónsul Marcelo!

Pasaron unos segundos sin respuesta. Un minuto. El soldado romano volvió a aullar en la noche su requerimiento, pero no parecía que nadie estuviera escuchando desde las murallas. Se giró hacia Décimo. Éste suspiró. No sabía bien qué hacer. El emisario que habían enviado durante el día había confirmado la predisposición de Salapia a recibir las supuestas legiones de Marcelo. ¿A qué venía aquel silencio? Pero cuando más dudas surcaban su mente, un crujido lento y prolongado, sostenido, cruzó el aire nocturno. Las puertas de Salapia se abrían, pesada pero decididamente. Dos enormes paneles de madera que se separaban hacia el interior hasta quedar apoyados contra sus respectivos lados del muro. De la ciudad emergió luz de antorchas que caía sobre el suelo en forma de pequeños cuadros, pues aún quedaba una gigantesca puerta de hierro forjada en poderosas barras que se entrecruzaban perpendicularmente y que, pese a haber abierto las puertas de madera, impedía el paso de los hombres: era una salvaguarda contra posibles ataques que incendiaran las puertas, pues si éstas caían siempre permanecería aquella enorme verja que sólo podía ser levantada desde dentro tirando con varios caballos de dos fuertes cadenas de gruesos eslabones. Un nuevo sonido llegó a los oídos de los romanos renegados formados frente a la muralla a la espera de obtener vía libre para entrar en la ciudad. Décimo comprendió que las cadenas de la gigantesca verja se tensaban primero y, unos segundos después, empezaban a tirar con fuerza levantando los hierros de aquel último obstáculo. La gran verja se alzaba despacio, poco a poco. Unos centímetros, luego el espacio suficiente para que pasara un gato, un niño, y, al fin, se levantó hasta casi dos metros. Quedaba al menos un par de metros más de verja por levantar pero el chirrido desapareció y todo parecía indicar que los hombres de Salapia no iban a abrir más aquella verja. Décimo no concedió importancia al asunto. En cualquier caso, aquélla era toda la altura que necesitaban para que sus hombres pasaran. Décimo dio las órdenes y sus soldados empezaron a desfilar penetrando en el interior de la ciudad. Al cruzar por debajo de la verja, se veían obligados a bajar sus pila que de otro modo no pasarían por debajo de los hierros. Décimo sonrió y miró hacia sus espaldas. Fijó los ojos en una colina lejana, a varios estadios de las murallas, donde se veía un grupo de jinetes que sin duda los habitantes de Salapia tomarían por Marcelo y sus oficiales.


Aníbal, rodeado de sus mejores hombres, con Maharbal a su derecha, todos montados sobre ágiles caballos africanos, contemplaban cómo Salapia abría sus puertas y levantaba la verja que daba acceso a su ciudad.

—Los hombres de Décimo están entrando —comentó Maharbal—. Parece que el romano lo va a conseguir.

—Así parece —confirmó Aníbal en lo que Maharbal intuyó como un tono de alegría contenida, cuando de súbito se escuchó un chasquido seco en la noche al que siguieron gritos lejanos que ascendían desde el valle. Ni Aníbal ni sus hombres necesitaban explicaciones para saber que era el sonido de un combate campal. El general cartaginés enarcó la ceja de su ojo sano. Era demasiado pronto. Los romanos desertores aún no habrían tenido tiempo de entrar todos en la ciudad. Aquello no le gustaba.


La verja de la puerta de Salapia había caído como una guillotina. Varios de los legionarios de Décimo yacían bajo la misma atravesados por sus punzantes agujas oxidadas. Los que más suerte habían tenido habían muerto por el impacto o las heridas mortales de los hierros, pero algunos estaban malheridos y obligados a contemplar cómo por un lado sus compañeros en el exterior intentaban levantar aquellos pesados hierros y cómo, por otro, los que habían conseguido entrar se veían sorprendidos por continuas andanadas de todo tipo de proyectiles: jabalinas, dardos y piedras que llovían por todas partes.

Décimo, aún fuera del recinto amurallado, no entendía lo que estaba sucediendo. En un primer instante pensó que, por accidente, alguna cadena había cedido y por eso se había desplomado la gran verja sobre sus indefensos hombres, pero al acercarse y ver entre los heridos los proyectiles que caían sobre los manípulos que habían entrado en la ciudad, comprendió lo que estaba ocurriendo. Décimo miró a su alrededor. En una rápida evaluación vio que unos quinientos hombres habían entrado pero que el resto, otros tantos, permanecía en el exterior. No serían suficientes. Necesitaban ayuda, pero entonces empezaron a caer proyectiles hacia el exterior de la ciudad también lanzados con furia desde las murallas. Décimo, impotente, vio a sus legionarios batirse en retirada abandonando sus vanos intentos por levantar la verja. Miró hacia lo alto de la colina. Quizá si Aníbal acudiera en su ayuda con la caballería númida aún tuvieran opciones.


Aníbal exhaló aire. Se pasó la palma de su mano derecha por la boca y la nariz. Escupió en el suelo y con su mano izquierda hizo que su montura diera media vuelta.

—El cónsul Crispino ha cumplido con su deber incluso malherido. Son duros estos nuevos cónsules de Roma, más que los primeros. Tardaremos más tiempo del que pensaba en doblegarles. Seguiremos en el empeño pero no en Salapia.

—¿Y Décimo? —preguntó Maharbal.

Aníbal siguió cabalgando sin mirar atrás.

—Son desertores de Roma; los más cobardes y que sobrevivan volverán a nosotros, por el resto no podemos hacer ya nada. Era una buena idea la de usar el sello de Marcelo, pero no ha salido bien. Iremos ahora a Locri. Allí nos necesitan para levantar el asedio de los romanos. Hemos de apoyar a las ciudades que se han pasado a nuestro bando, como Locri.

Maharbal asintió y puso su caballo en paralelo con el de su general. La luna les acariciaba con un manto de luz pálida mientras se alejaban de Salapia.


Décimo vio a Aníbal y sus oficiales alejándose y comprendió que todo estaba ya perdido. Sus sueños de gloria, poder, oro y mujeres se desvanecían esparcidos por el viento nocturno. Buscó su caballo, pero los hombres que debían haber estado esperándole habían huido ya hacía rato. Estaba junto a la muralla y su figura quedaba escondida por la sombra de la misma, pero no podía permanecer allí por mucho tiempo. Estaba sudando copiosamente y las gotas de líquido salado salpicaban su frente. En el interior y en el exterior se escuchaban los silbidos de los proyectiles y los gritos de sus hombres al caer abatidos. Apenas quedaban ya legionarios en el exterior. Todos se habían desvanecido entre las sombras de la noche. Décimo decidió probar suerte y se lanzó a una veloz carrera hacia la colina por donde se había perdido la silueta de los oficiales de Aníbal. Al principio todo fue bien y consiguió separarse casi treinta pasos de la muralla sin ser alcanzado por ningún proyectil. Algunos silbidos pasaron muy próximos pero las flechas caían sobre el suelo a ambos lados de su camino, hasta que de pronto sintió un golpe seco en su espalda y, pese a que siguió corriendo, notó que le faltaba el resuello, así que tuvo que detenerse contra su voluntad. Se desplomó de rodillas. Los aullidos de sus hombres muriendo en Salapia fue lo último que escuchó antes de quedar inmóvil, con los ojos abiertos, tumbado de lado, solo.

Las legiones malditas
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