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Netikerty

Roma, septiembre del 209 a.C.

Lelio partió de la villa de Quinto Fabio Máximo en el mismo carro que le había conducido allí. A sus pies, encogida y atemorizada, estaba Netikerty, con una mano en su herida. Lelio se quitó la toga que llevaba y se la cedió a la esclava para que ésta se cubriera el cuerpo semidesnudo. Ella la tomó y se tapó, excepto la rodilla herida. Tenía miedo de manchar aquella bella toga con su sangre. Hoy ya la habían azotado una vez. Estaba cansada, dolorida y asustada. El conductor les dejó en el foro. Ambos, Lelio y Netikerty, bajaron del carro.

—Sígueme. —Netikerty le miró y asintió. Parecía que eso era todo lo que aquel oficial romano sabía decir, pero la joven egipcia ya había aprendido a base de golpes y tortura que en aquella ciudad más valía hacer lo que se le ordenaba, de modo que no lo dudó ni por un instante. Arropada por la toga de su nuevo amo como si de un manto se tratara siguió a aquel hombre por el laberíntico entramado de las calles de Roma. Cuando estaban acercándose a lo que ella conocía como el Macellum, al norte del foro, un gigantesco mercado, su nuevo amo giró por una calle estrecha. El tribuno se detuvo ante una domus vieja, el gran legado de sus padres. Lelio golpeó la puerta. Enseguida un viejo esclavo la abrió y se inclinó ante su amo. Lelio entró y se dirigió al esclavo.

—Calino, lleva a esta joven a que se dé un baño y déjale luego paños limpios con los que se pueda curar una herida que tiene en la pierna. Y a mí tráeme vino en cuanto te hayas ocupado de ella. Ah, y mucho cuidado con tocarle un pelo. Me ocuparé personalmente del que la toque y ya sabes lo que eso significa.

El esclavo asintió y condujo a la joven hacia una de las habitaciones que daban al atrio. Netikerty, asustada, volvió la mirada hacia el oficial romano, pero Lelio ya había desaparecido adentrándose por el estrecho tablinium al fondo del pequeño atrio. Netikerty bajó entonces los ojos y siguió a Calino. Seguía atemorizada, pero comprobó que Calino se mantenía a distancia y aquello la relajó un poco.

Lelio, una vez conseguida la ansiada soledad, se arrodilló frente al altar dedicado a los Lares y Penates, los dioses protectores de su familia, y rezó en silencio. Luego se sentó en un solium en el tablinium y esperó hasta que Calino le trajo una buena jarra de vino fresco y un vaso. El esclavo se retiró y por fin, con las primeras horas de la tarde, pareció que iba a poder degustar una copa de vino con algo de sosiego y paz. Mientras saboreaba el caldo, proveniente de algunas de las pocas vides de Campania supervivientes a aquella larga guerra, Lelio evaluó la situación: el Senado le había negado los refuerzos que tan encarecidamente le había solicitado Publio y, para colmo, el cónsul de Roma le había maldecido y poco menos que deseado su muerte, a ser posible más bien pronto que tarde. No, definitivamente, aquél no era su día. Y, luego, sin saber bien por qué, había dilapidado gran parte de su capital en la absurda compra de una esclava que, si bien era hermosa, no lo era tanto como para pagar todo lo que se había gastado. A un primer vaso, le siguió un segundo. Una de las normas casi sagradas de Cayo Lelio. Bien, sobre lo hecho ya no restaba nada que hacer sino recibir la bronca e incluso el castigo que Publio considerase oportuno a su regreso a Hispania por su incapacidad en las gestiones políticas con el Senado. En cuanto a la entrevista con el cónsul, mejor omitirla de su relato al joven general. Era curioso el enorme temor que la persona de Escipión concitaba en alguien tan poderoso como Fabio Máximo. Y qué insistencia con acusar al joven general de influido por los extranjeros, por su interés en la cultura griega. Lo hecho hecho estaba. Quedaba el segundo encargo de Publio: asistir al estreno de la nueva obra de aquel autor de tanta fama, de Umbría, creía que le había dicho que era de aquella región, un tal Plauto, que escribía tragedias o comedias, o no sabía bien qué. La cuestión era asistir al estreno para luego comentar al general de qué iba la obra y cuál era la reacción del público. Se tomó un tercer vaso de vino. Saboreó el licor con deleite. Decidió que esa tarde se emborracharía. Mañana sería otro día y empezaría a ocuparse de organizar su regreso a Hispania y de averiguar cuándo tendría lugar la próxima representación de Plauto. Podría llenar los barcos de los que disponía de provisiones y armas. Eso lo podría conseguir si no tiraba más dinero. No serían dos legiones pero al menos mostraría a Publio que había hecho cuanto había podido. Visitaría también a Lucio, el hermano de Publio. Había pensado hacerlo ese mismo día, pero primero la entrevista con Máximo y ahora el sinsabor del fracaso por la negativa del Senado le retenían. Ya habría tiempo para eso. Seguramente el propio Lucio informaría a su hermano de lo desastroso de su intervención ante el Senado. Quizá mejor así. Cuando llegase, las malas noticias le habrían precedido. Sólo quedaría dar explicaciones.

Estaba agotado. Netikerty. Extraño nombre. Preciosa piel. Dulce mirada. Ojos miel. Algo había sacado de toda aquella tarde. Algo bueno, sentía que algo bueno, pero era aquél un mundo tan complicado, el de la política. Se desenvolvía mejor en un campo de batalla que entre las calles e intrigas de Roma. Publio debía haber enviado a otro. A Marcio o a Mario. Terebelio y Digicio desde luego que no: demasiado rudos, pero Marcio o Mario eran buenos hablando en público. El vino empezó a aturdirle. Fue a rellenar la copa, pero la jarra estaba vacía. Pensó en llamar a Calino. Tenía sueño.

Se quedó dormido y soñó con el viento, el mar y un largo viaje más allá de todas las guerras.

Las legiones malditas
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