38
La sombra de la muerte

Cartago Nova, Hispania, verano del 206 a.C.

Habían terminado los juegos que Publio había ordenado que tuvieran lugar para festejar su triunfo absoluto sobre los cartagineses en Hispania y sobre los propios iberos, pues desde su regreso de Numidia, había conquistado las últimas ciudades iberas que se resistían al dominio romano. Entre otras, había sido especialmente cruel, contrariamente a su política general, con Iliturgis y Cástulo, dos poblaciones que había ordenado arrasar por su pertinaz lealtad a los cartagineses, primero, y luego por su permanente resistencia a reconocer el poder de Roma establecido en la región. Después llegó la rendición incondicional de Gades, toda vez que abandonada por Giscón y Magón, no disponía ni de tropas ni de recursos suficientes para resistir un asedio. Aquí, Publio fue, de nuevo, generoso, pues evitar un asedio suponía un ahorro de legionarios y recursos que vendría bien para las futuras campañas que estaba diseñando en su mente.

Cartago Nova estaba tranquila aquel amanecer después de varios días de festejos. Escipión se levantó temprano. Tenía ganas de emprender el regreso a Tarraco y abrazar a Emilia y a sus hijos, Cornelia y el pequeño Publio. Al salir del palacio del gobernador de la ciudad, encontró a Cayo Lelio y los lictores y un caballo. Todo dispuesto. Un manípulo de soldados estaba en formación en la plaza. El resto del ejército esperaba acampado en el istmo, junto a las murallas. Publio subió a su caballo.

—Buenos días, Lelio.

—Buenos días, mi general. Una mañana hermosa. Los dioses desean facilitarnos el regreso —respondió Lelio con respeto pero aún algo distante.

—Hemos cumplido bien nuestra labor —dijo Publio haciendo como que no percibía la frialdad del recibimiento de Lelio. El episodio del viaje a Numidia, remando juntos para salvarse de las trirremes cartaginesas les había vuelto a acercar, pero aún no parecía olvidada por ninguno de los dos la discusión de Baecula—. Los hombres han cumplido bien —añadió en voz bien alta de forma que muchos de los soldados allí reunidos oyesen sus palabras de satisfacción. Aquéllos eran soldados que habían venido con él desde Italia hacía ya cuatro años y que habían conquistado ciudades y derrotado a varios ejércitos bajo su mando. Aquellas tropas veían a su general y sentían el valor en sus venas. Con cada victoria sobre los cartagineses y sobre los diferentes pueblos de Iberia que se les habían opuesto se había creado una química especial entre aquellas legiones y Publio Cornelio Escipión.

Empezaron a cabalgar. Muchos ciudadanos de Cartago Nova se asomaban a las ventanas para despedir al que era ahora el indudable dueño de la ciudad. Publio erguía su cuerpo como solía hacer cuando montaba, aunque aquella mañana le costaba algo más que de costumbre. Se encontraba algo cansado, como dormido. Y tenía algo de frío. Una sensación extraña que no encajaba con el cálido sol que despuntaba en el horizonte. Lelio dijo algo sobre los juegos y los combates que habían tenido lugar, pero calló al observar que el general no estaba predispuesto a la conversación. Parecía que las cosas seguían algo difíciles entre ellos. No pensó más en ello. Además, de cuando en cuando, Escipión pasaba algunos días meditabundo y silencioso. Cayo Lelio había aprendido a respetar aquellos silencios, incluso ahora que estaban más alejados el uno del otro. Si él hubiera tenido que pensar en cómo conquistar una región tan vasta como Hispania, cómo apoderarse de diferentes ciudades y cómo derrotar a tres ejércitos cartagineses y sus aliados en apenas cuatro años, habría necesitado infinitas horas de reflexión para, sin duda, no alcanzar ni la mínima parte de los éxitos que aquel joven general había logrado. Es cierto que le humilló en Baecula. Aquello era algo no resuelto entre ellos. Ninguno lo comentaba, pero ninguno de los dos lo olvidaba. Lelio recordó la entrevista con Fabio Máximo y cómo quiso convencerle de que él, Lelio, era el gran artífice de las victorias, intentando despertar su vanidad para alejarlo de aquel hombre. También recordó la profecía del viejo cónsul:

«Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla.» Después de las victorias de Baecula, Ilipa, la toma de Iliturgis y Cástulo, después de la derrota infligida a cada uno de los tres ejércitos cartagineses, con Giscón en África, Magón oculto en alguna isla del Mediterráneo, y habiendo conseguido sendos pactos con Sífax y Masinisa y celebrada la gloriosa victoria con los juegos de la semana pasada, aquellas palabras sólo parecían el rencor innoble de un viejo sin sentido. Lelio lamentó más que nunca que las palabras del viejo Fabio hubieran, en algún momento pasado, alimentado sus dudas, especialmente tras la decisión de Publio de no adentrarse hacia el norte después de enfrentarse con Asdrúbal. Ahora ya parecía tarde para pedir disculpas.

Llegaron a la puerta de la ciudad, fuertemente custodiada por decenas de soldados. Ni con dos legiones a las puertas ni con los ejércitos cartagineses derrotados, Escipión nunca bajaba la guardia. Su meticulosa cautela le había otorgado victorias y supervivencia allí donde nadie pensaba que un general romano podía triunfar y no pensaba ahora cambiar su estilo de actuar. Además sentía que los propios soldados habían aprendido a valorar aquellas normas estrictas y se sentían más seguros siguiéndolas y siéndoles ordenado que las siguieran. Cruzaron la puerta y pese a que el sol ya apuntaba poderoso desde el mar, el frío que sentía desde que se levantó se transformaba en punzadas intensas de dolor que azuzaban su frente. Publio se llevó la mano a la cabeza y notó gotas de sudor recorriendo su piel. Y, sin embargo, persistía la absurda sensación de frío. No, definitivamente no se encontraba bien. Quizás alguna cosa que hubiera comido la noche anterior, alguno de esos manjares del mar, las pesadas salsas, demasiado garum, o simplemente tantas cosas diferentes y, por supuesto, el vino. Observó de reojo a Lelio cabalgando a su lado. Estaba perfectamente, contento y satisfecho. Era increíble el vino que aquel hombre podía ingerir una noche y luego estar tan resuelto al día siguiente. Publio sonrió en su interior, pero vigiló que su sonrisa no llegara a asomar en su rostro. De pronto sintió un mareo extraño y perdió la noción del espacio. Era como si se balanceara en el caballo. Había perdido el sentido del equilibrio. No quería caer allí, delante de los lictores y los tribunos de las legiones, que ya estaban allí formados. Así que tiró de las riendas y detuvo al caballo. Los lictores y Lelio pararon. El mareo persistía y una sensación de querer vomitar, pese a haber desayunado frugalmente, y más sudor frío. Ahora sentía las gotas deslizándose libremente por el rostro, pero no podía secarlas porque sin saber cómo se había abrazado al cuello de su caballo para mantenerse sobre la montura y no caer; apenas tenía ya fuerzas y no sabía por qué, de forma que se rindió sin querer y soltó los brazos. Su cuerpo resbalaba despacio, cayendo hacia un lado del caballo. Lelio saltó de su montura y se situó junto al general y cogió su cuerpo a medida que se desvanecía cayendo hacia la derecha del caballo. Antes de que los propios lictores reaccionaran Lelio había recogido el cuerpo desvanecido y sudoroso de Publio y lo sostenía en sus brazos. Los lictores, los oficiales Silano, Marcio, Terebelio, Digicio y Mario, a quienes el general había vuelto a reunir en Cartago Nova para las celebraciones de aquellos días, y otros centuriones se aproximaron para ayudar, pero Lelio no permitió que nadie le tocara. Su voz resonó con fuerza.

—El general se encuentra indispuesto. ¡Abrid paso! —Y acto seguido, con Publio en brazos, entró andando de regreso a la ciudad. Los lictores rodearon a Lelio, abriendo camino. Los soldados del manípulo de escolta recibieron órdenes de Marcio de proteger a Lelio, que ya marchaba de regreso al palacio.

Cayo Lelio sentía temblar sus brazos por el peso del general pero en ningún momento pasó por su mente pedir ayuda. También luchaba por borrar de su rostro cualquier signo externo de preocupación. Un mareo, una indisposición la puede sufrir cualquiera. No había que dar más importancia a aquello que no la tenía. Los soldados eran gente supersticiosa y pese a encontrarse en una situación idónea en la Hispania en la que ahora se hallaban, era mejor no mostrar debilidad de ningún tipo desde los mandos. En unos minutos llegaron al palacio. Dentro, Lelio, una vez seguro de que las puertas estaban cerradas y que sólo estaban los lictores y él, ordenó a dos de aquellos que llevasen el cuerpo del general a su habitación. Una vez liberado del peso del cuerpo desfallecido de Publio, ordenó a otro que fuera raudo en busca de los médicos de la legión.

—¿Qué hacemos con las tropas? —preguntó Marcio. A su lado Silano, Terebelio, Mario y el resto de los oficiales miraban a Lelio nerviosos.

Cayo Lelio respondió con precisión y seguridad.

—El general necesita descansar. Las legiones se quedan en el campamento junto a la ciudad hasta nueva orden. —Y miró a todos los que le rodeaban. Marcio asintió y tras él el resto de los tribunos. Lelio se separó y con una señal invitó a Marcio y a Silano a que se acercaran. Marcio y Silano le entendieron. Los tres hombres parlamentaron separados del resto.

—He mandado llamar a los médicos —dijo Lelio en voz baja.

—Me parece bien —respondió Marcio en el mismo tono susurrante—. Quizá no sea nada.

—Eso pienso yo. Una indisposición. A todos nos ha pasado alguna vez —añadió Silano.

—A todos, sí —confirmó Marcio.

—Quizá bebió demasiado vino —concluyó Lelio, aunque sin convencimiento.

Marcio y Silano callaron. Publio nunca bebía demasiado y además era comedido con la comida. Aquel desmayo era extraño, pero no tenía sentido pronunciarse hasta escuchar la opinión de los médicos.

Al cabo de media hora, el médico de la legión, Atibo, nacido en Roma pero de familia tarentina y formación griega, salía de la habitación donde reposaba el general en jefe de las tropas de Hispania, acariciándose la barba con su mano derecha. Era un hombre de mediana edad, respetado en su profesión y curtido en las enfermedades de los legionarios tras varias duras campañas en Hispania. Atilio era un hombre apreciado entre los oficiales y los soldados por igual que en momentos de necesidad, tras un combate, tras una intensa batalla, se desdoblaba para acudir allí donde sus servicios eran requeridos. Desde que en la batalla de Cartago Nova ayudara en la recuperación de las heridas de Cayo Lelio, el general Publio Cornelio Escipión siempre se había portado con él con enorme generosidad. Ahora, al ver al propio general postrado y enfermo, Atilio se sentía apesadumbrado.

—Por todos los dioses, ¿qué tiene? —preguntó Lelio.

Atilio levantó la mirada y vio a todos los tribunos de las legiones congregados a su alrededor. Meditó un instante antes de responder.

—El general ha enfermado de unas fiebres que ya he visto en varios de nuestros hombres. La cercanía de la laguna al norte de la ciudad quizás influya. Estas fiebres son más frecuentes en zonas pantanosas, no sabemos por qué, pero es así. He visto a otros legionarios caer abatidos igual que el general. He recomendado que no se beba agua de allí sino de los pozos y las fuentes que usan los iberos.

—Ya, pero eso ¿qué significa? —insistió Lelio.

—Los otros hombres —intervino Marcio—, ¿se han recuperado todos?

Atilio miró al tribuno con aire preocupado.

—Unos sí, pero otros no. Y los que más tiempo llevan recuperados aún tienen ataques febriles intermitentes, pero éstos parece que van remitiendo. Los que no se han recuperado han... han... han muerto.

El silencio se apoderó de la asamblea allí reunida. Marcio y Silano miraban al suelo.

—¿Qué se puede hacer? —preguntó al fin Lelio.

—Bueno..., sugiero que el general beba mucha agua clara, de las fuentes de Cartago Nova, e infusiones con manzanilla. Convendría que algún esclavo de confianza estuviera siempre junto al general y le refrescara la frente y los brazos con paños húmedos, sobre todo si la fiebre sube, y es probable que lo haga. Es posible que tenga delirios. El general es un hombre fuerte y tiene voluntad de vivir. Tengo esperanza pero ésta es una batalla que el general tendrá que luchar solo. Nosotros no podemos hacer mucho más. Rezar a los dioses por él y ofrecerles sacrificios. Siento no poder proporcionar más ayuda, pero estas fiebres son nuevas para mí. El agua y las infusiones ayudan, pero pueden no ser suficientes.

Nadie criticó a Atilio. Todos sabían de su aprecio por el general y de su buen hacer siempre que podía ayudar. Los tribunos despidieron al médico, quien marchó indicando que volvería en un par de horas para ver cómo evolucionaba el enfermo, a no ser que hubiera cualquier crisis, en cuyo caso se le llamaría al instante.

—Yo me ocuparé de que el general esté debidamente atendido —dijo Lelio dirigiéndose a Marcio—. Ocúpate tú de las legiones.

Marcio asintió y acompañado por Silano y el resto de los oficiales desapareció descendiendo por la escalinata del palacio. Lelio se quedó con los lictores. Se dirigió a uno de ellos, al próximas lictor, el de más confianza.

—Marco, ve a mis aposentos y trae a mi esclava Netikerty. Ella atenderá al general.

El legionario salió diligente en busca de la joven esclava. Lelio intentaba organizar sus pensamientos mientras entraba en la alcoba donde yacía Publio, enfermo, tendido sobre la cama, con los ojos cerrados. Era la misma habitación que ocuparan tiempo atrás los anteriores generales en jefe cartagineses en Hispania, incluido el propio Aníbal. En aquel momento, sin embargo, era el hospital improvisado de un general romano. Varios esclavos habían traído ya toda suerte de bacinillas con agua fresca y un par de ánforas más que habían dejado de reserva. Había una mesita junto a la cama y una solium con respaldo para la persona que fuera a velar por el general. Sobre la mesita se habían apilado varias decenas de paños limpios. En el otro extremo de la habitación se había encendido el fuego de la chimenea y se había dispuesto un horno con hierro forjado y una cazuela de barro. Junto a la chimenea se había dispuesto un par de frascos de vidrio con especias. Manzanilla proporcionada por Atilio. Lelio estaba examinándolo todo cuando oyó a sus espaldas la voz de Netikerty.

—Me has hecho llamar, mi señor.

Lelio se volvió y contempló a Netikerty entre la penumbra de las sombras de la habitación. El próximas lictor, cumplida su misión, había desaparecido. Lelio sabía que los doce guardianes estarían apostados a la puerta de la habitación impidiendo que nadie no autorizado pudiera acercarse al general. Publio estaría seguro. Ahora faltaba que lo cuidaran bien, pero los soldados no valían para eso. Por eso había hecho llamar a la joven Netikerty.

—Te necesito, Netikerty —dijo Lelio—. El general está muy enfermo. No sabemos bien lo que es. Tiene mucha fiebre. Quiero que estés a su lado día y noche, que no te separes de él ni un momento. Has de humedecerle la frente y los brazos con agua y darle infusiones de manzanilla. Si tienes cualquier duda puedes hacer llamar al médico y siempre que necesites algo sólo tienes que pedirlo.

Netikerty se acercó despacio a la cama. Lelio la observó mirando al general. Parecía inquieta. La muchacha empezó a hablar y lo que dijo no satisfizo a Lelio.

—Creo, mi amo, que es mejor que busquéis a otra persona de más experiencia. Alguna otra esclava mayor. Saben más de cuidar enfermos y el general es alguien tan importante... No sé si seré yo la persona más adecuada para...

Lelio la interrumpió. Hasta ese momento Netikerty nunca se había negado a nada. Nunca había manifestado la más mínima de las dudas y ahora que la necesitaba como jamás había necesitado a alguien se encontraba con esta respuesta... y de una esclava.

—Eres una esclava y es una orden. Cuidarás del general y no vuelvas a replicarme nunca. Nunca.

Netikerty abrió la boca pero no dijo nada. Comprendió que era inútil oponerse, que no haría otra cosa sino enfurecer aún más a un ya muy preocupado amo. La joven asintió y se quedó mirando al suelo.

Lelio, más apaciguado, adoptó un tono más conciliador.

—Netikerty, sabes que te... que te aprecio mucho. No confío en nadie más como confío en ti. El general... bueno, estamos algo distanciados ahora, no sé, son cosas que pasan —Lelio hablaba pasándose la palma de la mano derecha por detrás de la nuca—, pero el general es mi vida. Buena o mala, pero es mi vida. Una vez... hace tiempo... juré... bien, juré a su padre que le protegería siempre. Ahora he de ir y hablar con Marcio, Silano y los otros tribunos. Hemos de hablar de la campaña y las legiones. No me iré tranquilo si el general se queda en manos de cualquier esclava que no conozco. Sé que tú me aprecias y sé que cuidarás bien de él. El médico irá viniendo, incluso puede que se quede, pero para velarle tengo más confianza en ti que en nadie. Qué sé yo de ese Atilio. Su familia es de Tarento. Una ciudad que ha pasado de unos a otros tres veces en esta guerra. No sé. A ti te conozco. Tú y nadie más estará al lado del general. Y se pondrá bien. Se pondrá bien. —Esto último lo dijo Lelio mirando al suelo, como queriendo convencerse a sí mismo.

Netikerty empezó a llorar. Lágrimas brillantes chisporroteaban por sus mejillas morenas. El sollozo semisilencioso de la muchacha atrajo la atención de su amo.

—¿Por qué lloras? —preguntó Lelio.

Netikerty se limitó a sacudir la cabeza. Lelio exhaló aire de golpe. No entendía a las mujeres, y a una mujer esclava aún menos. Tampoco le había ordenado nada tan terrible. ¿A qué tanto negarse primero y luego llorar? No era una tarea tan terrible... ¿la responsabilidad?

—Escucha —aclaró Lelio—. Tú sólo tienes que cuidarle. Es posible que se recupere o no, pero eso no te afectará, ¿entiendes?

Netikerty continuó mirando al suelo y sollozando, pero asintió.

Lelio volvió a suspirar.

—Bien, por todos los dioses, entonces todo aclarado. Ahora humedece esos paños y refréscale.

Netikerty se giró hacia la mesita y empezó a empapar varios paños en una de las bacinillas. Lelio la miró un instante y luego partió raudo en busca de Marcio.


Publio se agitaba incómodo entre las sábanas de la cama. Sentía un calor asfixiante y de pronto un frío gélido que le recorría las entrañas. Se incorporó un poco y echado a un lado contrajo su cuerpo movido por las arcadas que le punzaban en el estómago. Vomitó dos, tres, cuatro veces. Una voz suave le hablaba.

—Recuéstate, mi señor, y descansa.

Una voz dulce de mujer y una mano de piel tersa que se posaba en sus sienes.

—¿Emilia? —preguntó Publio.

—No, mi señor. Soy Netikerty. Me envía Lelio.

—¿Netikerty? —A Publio le costaba respirar. Y hablar—. ¿Dónde estamos? ¿Qué día es hoy?

—Estáis en vuestro palacio, en Cartago Nova. Está anocheciendo. Lleváis unas horas enfermo. Tenéis fiebre. A veces deliráis. Tomad. Debéis beber esto.

La mano se posaba en su espalda, un brazo firme y joven que le ayudaba a incorporarse. Publio se sentó y recostó su espalda en unos almohadones que surgían sin saber bien de dónde venían. Veía sombras. Estaba agotado. La muchacha le acercó un cuenco con una infusión caliente. Publio bebió tres sorbos largos. El líquido sosegó su ánimo. Se durmió.


Lelio salió aquella misma noche y en un altar levantado en honor a Júpiter mandó que se sacrificaran diez bueyes y diez corderos. Supervisó que los soldados dieran con eficacia el golpe de gracia a las reses y los corderos antes de degollarlos, para evitar quejas y lamentos del animal mientras se desangraba en honor del dios supremo. Y todo fue bien, hasta el último cordero. Éste, fuera porque hubiera sido testigo del destino de sus compañeros, o porque era él el destino, movió la cabeza para evitar el golpe, que debió de ser menos fuerte de lo que era necesario. Los soldados que ejecutaban la maniobra no se percataron de que el animal estaba despierto y tenso, de forma que cuando Lelio hundió el cuchillo de sacrificar en el cuello del animal éste se revolvió y baló de dolor al tiempo que se agitaba y salpicaba de sangre a todos cuantos le rodeaban. Aquél no fue un buen sacrificio y no auguraba nada bueno. Sin embargo, ya nada podía hacerse. Lelio elevó sus súplicas a Júpiter.

—¡Oh, Júpiter Óptimo Máximo! ¡A ti te imploro que no abandones a nuestro general y que le ayudes en esta oscura pugna suya contra la enfermedad! ¡A ti y al resto de los dioses ruego que le ayudéis en este trance! —Y ya en voz baja, de forma que no se oían sus palabras, continuó—: Ayudad a mi general y ayudadme a mí, pues yo ya no sé ni qué hacer ni adonde recurrir. Y si... si en algo os hemos ofendido, llevadme a mí al Averno y dejad al general con vida, si eso sirve para aplacar vuestra ira.

Lelio bajó del altar cabizbajo y derrotado. No tenía demasiadas esperanzas en aquel sacrificio terminado con aquellas malas maneras con el último animal. Ni en que los dioses quisieran tomar su vida en lugar de la del general. Lelio estaba desolado por la inmensa sensación de impotencia. Si se tratara de luchar contra un millar de enemigos a solas, pese a lo imposible de la empresa, sabría reunir fuerzas y acometer aquella locura. Él sabía combatir contra ejércitos, pero ante aquel enemigo invisible que atenazaba al general sentía que sólo hacía que dar palos al aire, era como luchar contra el viento con la espada desnuda. Y ¿quién puede herir al viento? De nuevo las palabras de Fabio Máximo resonaron en su mente: «Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla.» Aquél no era, no obstante, un campo de batalla pero, a menudo, los augurios son imprecisos; lo que importa es el fondo que transmiten, y desde luego, en lo sustancial, aquel mal presagio, aquella maldición que Fabio había anticipado, se estaba cumpliendo. Pero Lelio, en su fuero interno, se rebelaba contra aquel desatino: Publio Cornelio Escipión no podía morir así, como un perro, enfermo en una esquina del mundo, sino combatiendo al frente de sus legiones, derramando su sangre para derrotar al mayor de los enemigos de Roma.


Netikerty llevaba una hora inmóvil. Era difícil tomar la decisión pero aún más horrible parecía no hacer nada. El general dormía plácidamente. Seguía con fiebre alta pero resistiría. No podía esperar más. Pensó que quizá la enfermedad decidiera por ella, pero aquel patricio romano al que tanto admiraba su amo Lelio tenía una voluntad férrea que aquellas fiebres no acertaban a doblegar. Fue entonces cuando, muy despacio, Netikerty se levantó y a pequeños pasos alcanzó la puerta que daba acceso a la estancia. Abrió la pesada puerta de madera, que crujió sobre sus viejas bisagras de hierro, y se asomó. Como imaginaba, allí, apostados a ambos lados del umbral, había varios lictores. Dos a cada lado de la puerta. El resto estaría vigilando en el pasillo y en el acceso principal al palacio desde la plaza del foro. Uno de los soldados, el proximus lictor, se giró al verla aparecer.

—Necesito algo más de agua, un ánfora llena. Y más paños —dijo Netikerty.

El soldado asintió.

—Y un cuchillo... bien afilado —añadió Netikerty cuando el legionario estaba a punto de marchar a por lo que había solicitado. Los cuatro lictores se volvieron hacia la chica. El que iba a partir la miró fijamente.

—¿Un cuchillo?

Netikerty respondió con un tono tranquilo.

—Sí. Lo necesito para trocear algunas hojas de manzanilla. Para que se diluya mejor y haga más efecto para aliviar al general.

El proximus lictor estuvo quieto un instante.

—Bien. Ahora te traeremos lo que pides. El imperator... ¿está mejor?

Netikerty dudó antes de contestar, pero al fin se atrevió a aventurar una respuesta.

—No soy el médico, pero diría que el general está mejor, sí; pero aún necesitará bastante tiempo, creo, para recuperarse por completo.

—Bien —respondió el legionario con más seguridad que al principio, dio media vuelta y marchó a por lo que la joven esclava había solicitado pero, de camino a las cocinas del palacio, donde esperaba obtener todo lo requerido, se detuvo en el aposento de Cayo Lelio. Era media tarde y el tribuno estaría descansando. El lictor llamó a la puerta. La voz de Lelio se escuchó potente.

—Adelante.

El legionario entró.

—Por Hércules —empezó Lelio levantándose del triclinium en el que estaba recostado—, ¿hay algún problema, Marco?

—No, no es eso. El imperator parece encontrarse mejor, según nos dice la joven esclava.

—Por Júpiter Óptimo Máximo. Eso son excelentes noticias. Es fuerte el general. Fuerte.

—Sí, tribuno. Así es —añadió el lictor sin decir más pero sin marcharse.

—¿Y bien?

—Es la joven esclava.

—¿Netikerty? —preguntó Lelio frunciendo el ceño—. ¿Qué pasa con ella?

El próximas lictor no sabía si hacía bien en plantear sus dudas. Sabía, todos sabían lo mucho que el veterano tribuno apreciaba a aquella joven esclava egipcia, era muy hermosa, pero... ¿un cuchillo?

—La esclava ha pedido agua y más paños...

—Llevádselos.

—... y un cuchillo.

—¿Un cuchillo? ¿Para qué? —indagó Lelio, pero despejando el ceño de su frente.

—Dice que es para cortar mejor las hojas de manzanilla y que se diluyan mejor en el agua o algo parecido, tribuno.

Lelio respondió con rapidez.

—Pues llevádselo entonces. Ya tardas. Todo eso debería estar ya en manos de esa esclava.

—Voy enseguida, tribuno. Siento haber dudado.

Pero Lelio lo despachaba ya con un gesto de su mano derecha indicándole que partiera raudo a por todo lo que la muchacha había solicitado. Una vez que se quedó a solas, Cayo Lelio se sentó en un lado del triclinium. El general estaba mejor. Mejor. Y contuvo una lágrima mientras en silencio agradecía el favor de los dioses.


El próximas lictor entró en la habitación y dejó los paños y el cuchillo sobre la mesita junto a la cama del general pero se quedó con el ánfora en la mano izquierda.

—¿Y esto?

Netikerty señaló la chimenea. Estaba entretenida volcando sobre un plato de barro el contenido de uno de los frascos que el médico había traído. El soldado vio cómo un montón de hojas secas, pequeños tronquitos de ramas y flores amarillentas se repartían por todo el plato y vio tomar el cuchillo a la muchacha y trocear aquellos pedazos hasta conseguir casi un picadillo donde ya no se distinguía lo que eran hojas, rama o flor. El soldado dejó a la joven esclava sola con el general.

La puerta se cerró dejando escapar un chasquido seco que retumbó en la penumbra de la habitación. El sol de la tarde apenas entraba por la ventana, pues Netikerty había corrido la espesa cortina de lana gruesa. Se filtraba el aire y corría una refrescante brisa por la sala, pero la luz era tenue. Netikerty continuó cortando las hojas y flores de manzanilla hasta reducirlas a polvo y cuando ya sólo eran polvo siguió pasando el cuchillo por encima sin detenerse, como asustada de acabar con aquella tarea. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por su rostro hermoso pero contraído. Ahogó un gemido de sufrimiento. «Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo», se decía una y otra vez. Había hecho todo lo posible por evitarlo, por no estar allí, por esperar, pero ya no quedaba más tiempo. El general se restablecía. Aquello nunca debía haber pasado. Todo marchaba más o menos bien hasta que el general enfermó. Luego todo se había complicado. Todo. Netikerty se volvió hacia el general con el cuchillo en la mano.

Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre las legiones romanas desplazadas a Hispania, respiraba con más firmeza que hacía unos días, pero aún de modo agitado. Movía la cabeza de un lado a otro. Estaba soñando. El calor era infinito. El sol demoledor caía sobre todas sus tropas. Estaban en una tierra extraña y el enemigo había lanzado el ataque. Las legiones estaban dispuestas para resistir la acometida pero de pronto el suelo parecía temblar. Los elefantes bramaban con tal furia que el estruendo de sus salvajes gritos resultaba atronador. Él desenvainó la espada para dar la señal, y, de forma sorprendente, el sol se reflejó en la hoja de su gladio cegándole los ojos. Giró la cabeza y cuando volvió a mirar, la espada era un cuchillo y el cuchillo no lo sostenía él sino otra persona. Era una mano pequeña, de mujer. Pensó en Emilia, igual que hiciera hacía unos días, cuando deliraba, pero pronto se acordó de que estaba enfermo y que era la bella Netikerty, la esclava de Lelio, la que le cuidaba.

—¿Netikerty? —Publio pronunció su nombre despacio. El cuchillo permanecía en alto, apenas a unos centímetros de su rostro. Los pensamientos de Publio aún se confundían unos con otros. Se preguntaba qué hacía ahí ese cuchillo pero estaba intentando a un tiempo entender el significado de su sueño, atormentado aún por el bramido de los elefantes, ¿o quizás aún seguía dormido? A la vez, se sentía contento porque había recordado al fin algo que buscaba en su memoria de cuando era niño y estudiaba con Tíndaro, su tutor griego.

—Netikerty —volvió a decir hablando despacio y mirando al cuchillo que le parecía ver y que se acercaba lentamente—. Ahora recuerdo... lo que significa tu nombre... me lo enseñó el viejo Tíndaro... insistía siempre en que todo nombre egipcio... tiene un significado especial... el tuyo también...

El cuchillo se detuvo y, poco a poco descendió, pero no sobre el general sino sobre la mesa. Netikerty, con la mano temblorosa, lo depositó despacio. Esperó unos segundos a que el temblor desapareciera. Poco a poco. Más en calma, tomó el plato con la manzanilla cortada, triturada y la volcó en el cuenco de barro.

—Tiene razón, mi señor —respondió Netikerty en voz baja, susurrante—. Todos los nombres egipcios significan algo.

Netikerty se levantó y puso el cuenco de barro sobre el hornillo de hierro dispuesto en la chimenea encendida en el otro extremo de la habitación. Ya no lloraba. Sentía una paz extraña. Ya nunca conseguiría lo que anhelaba, lo que era justo, pero no podía ser porque no podía hacer lo que tenía que hacer.

—Sí, mi señor —repitió Netikerty desde la chimenea—. Todos los nombres egipcios significan algo.

Publio giró con lentitud su rostro hacia la chimenea. Vio a la muchacha calentando la infusión al fuego de la lar. Ahora debía de estar despierto y no antes. Entre ellos, no obstante, sobre la mesa, resplandeciente, había un cuchillo tumbado sobre la madera, impasible, inmóvil. El general no sabía distinguir lo que había sido sueño y lo que había sido realidad. Todo era confuso. Netikerty regresó junto a la cama con un cuenco caliente.

—Bebed, mi señor. Esto os hace mucho bien.

Publio se incorporó en la cama hasta quedar medio sentado. Se sentía más fuerte, así que tomó el cuenco con sus propias manos y bebió a sorbos pequeños.

Las legiones malditas
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