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La rebelión de Etruria
Roma, febrero del 208 a.C.
El nuevo año llevó a Marcelo a ser elegido cónsul por quinta vez. Una vez más el Senado buscaba alguien con experiencia para asegurarse una defensa adecuada frente a la incontenible furia de Aníbal. El año anterior dicho cargo había recaído en Quinto Fabio Máximo y ahora se elegía a otro senador que, de igual forma que Máximo, alcanzaba ahora su quinto consulado. La otra magistratura se decidió que fuera para Quincio Crispino, más joven, sin tanta veteranía en la guerra, pero algo necesario: Roma buscaba ir preparando a hombres nuevos que pudieran ir adquiriendo la destreza precisa en previsión de la continuidad de aquel conflicto bélico cuyo principio parecía ya casi remoto y cuyo final nadie acertaba a vislumbrar, ni los augures oficiales ni los auspex más reconocidos.
Aquella mañana el Senado estaba repleto. Poco a poco se habían ido incorporando nuevos senadores para ir reemplazando a todos los que habían ido cayendo en el campo de batalla. Fabio Máximo, en calidad de princeps senatus, observaba desde su privilegiado lugar en la primera fila de bancadas de la Curia Hostilia cómo el resto de sus colegas iba incorporándose a la reunión. Hoy había temas más que importantes de los que ocuparse. Ya se había decidido sobre el reparto de las legiones: dos para cada cónsul para operar en Italia y acosar a Aníbal, o defenderse, según cómo se mire; y el resto de las legiones que debían permanecer en sus posiciones del año anterior repartidas entre las guarniciones de Capua, Tarento, Cerdeña, la frontera con la Galia y las fuerzas desplazadas a Hispania bajo el mando de Publio Cornelio Escipión. A Terencio Varrón se le concedió el mando de las legiones urbanae. Después de su desastrosa dirección en la batalla de Cannae, nadie parecía dispuesto a conceder a Varrón grandes misiones. Fabio observaba a su colega caído en desgracia. Terencio aparentaba dignidad, con su toga virilis bien ceñida; sin duda, esclavos no le faltaban a Varrón aun en medio de su catástrofe. Al menos, pensaba Fabio, el otro cónsul al mando en aquel desastre de Cannae, Emilio Paulo, se inmoló en medio de aquella terrible batalla en lo que todos recordaban como una épica devotio. Si no fuera porque los Emilio-Paulos se habían aliado tan estrechamente con los Escipiones —el joven Publio Cornelio se había casado con Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo—, Máximo incluso se habría mostrado más respetuoso con la actuación de Emilio Paulo. De hecho su devotio había lavado la imagen de los patricios ante el pueblo y, mínimamente, salvado el honor del Senado. Fabio miró al suelo. En cualquier caso los temas que debían tratar en ese día eran otros: el asunto de Etruria y la concesión de recompensas a Livio, el centurión al mando de la guarnición de la ciudadela de Tarento cuando la ciudad cayó en manos de Aníbal.
El debate se inició con el asunto de Etruria. Este era un tema importante, desde el punto de vista militar, pues se trataba de una rebelión que se extendía desde Arrentium por toda la región etrusca, donde las ciudades se negaban a proporcionar refuerzos a Roma, algo que no se podían permitir en medio de aquella guerra contra Cartago, sobre todo porque había que evitar que dicha rebelión se contagiase a otras regiones, como ya ocurriese hacía unos años con el levantamiento de varias ciudades latinas. Unos defendían que había que negociar, pues no era conveniente enfrentarse militarmente con regiones aliadas. Sin embargo, la oposición de los senadores de Arrentium a ceder más hombres, víveres y suministros a Roma, era cada vez mayor. Todas las regiones que apoyaban a los romanos estaban exhaustas.
Máximo escuchaba y con cada nuevo informe que se leía, comprendía cada vez mejor la sabiduría con la que Aníbal estaba luchando: asediar Roma directamente era una locura y por eso sólo amagó el cartaginés y sólo como distracción para que los romanos trasladaran las tropas que asediaban Capua para defender a Roma; sí, Fabio Máximo hacía tiempo que lo intuía pero ahora estaba claro: Aníbal buscaba derrotar a Roma por puro agotamiento. El cartaginés estaba llevando a todos los aliados de Roma a la mismísima extenuación. De ahí a la rebelión sólo había un paso. Ya habían tenido que aplacar el levantamiento de las ciudades latinas y luego recurrir a enrolar a esclavos y hasta a reos de muerte para proseguir combatiendo al invasor cartaginés y, pese a todos los esfuerzos, Aníbal seguía allí. Y si la diosa Fortuna aún no se había decantado definitivamente a favor del cartaginés era porque éste todavía no había recibido los refuerzos necesarios ya por el sur, desde Cartago, o por el norte, si su hermano Asdrúbal conseguía doblegar las legiones de Escipión en Hispania. Todo estaba por ver. Pero ahora era Etruria. Máximo compartía la opinión de intentar evitar la guerra abierta contra Arrentium y toda la región de Etruria, pero también aceptaba que los que proponían mano dura llevaban razón: había que controlar aquella revuelta con rapidez, antes de que se extendiese por toda Italia. Fabio Máximo se levantó, se situó en el centro de la Curia y aguardó que se hiciera silencio. Pronto todos esperaban el consejo del más veterano, del princeps senatus.
—Todos lleváis razón: los que promulgáis que debemos atacar Etruria y castigar la rebelión y aquellos que os mostráis más cautos. Todos lleváis razón y, sin embargo, debemos decidir y decidir rápido, pues la enfermedad que supone un levantamiento se contagia con rapidez de una población a otra y de una región a otra. Esto, sin duda alguna, es lo que desea Aníbal y esto es lo que en modo alguno debemos permitir nosotros que ocurra. ¿Qué hacer? —Y Máximo miró a los senadores girando su cuerpo, dejando que el silencio pesase sobre sus ánimos—. Yo os diré qué hacer. —Máximo disfrutaba tratándoles como niños; su edad y su condición de príncipe del Senado se lo permitía y la admiración de los unos y el temor de los otros fomentaba su actitud paternalista y cínica—. No atacaremos pero enviaremos una legión y esa legión cortará la rebelión sin derramamiento de sangre, o, al menos, sin guerra abierta. La legión tomará rehenes de entre los hijos de los senadores de Arrentium o entre otros prohombres de la ciudad. Ciento veinte me parece un número suficiente para asegurarnos las voluntades de su Senado entero. Rehenes jóvenes, niños mejor. Traeremos a Roma los rehenes y los trataremos como corresponde a su noble origen, con dignidad, incluso con generosidad, pues hemos de hacer entender que Roma paga con generosidad la lealtad, igual que pagamos con crueldad extrema la rebelión. Si Etruria permanece leal, nada habrán de temer los padres de los rehenes y si Etruria se obstina en su defección, primero descuartizaremos a los niños no ya de senadores sino de traidores a Roma y luego... luego exterminaremos Arrentium, pero esto último, esto último seguro que no será necesario. Ya se ocuparán los senadores de Arrentium de que esto no sea preciso y trasladaremos así nuestras preocupaciones por dominar Etruria de nuestro ejército a sus propios gobernantes, liberando así a una legión, o más que serían necesarias para doblegar por la guerra las voluntades etruscas, liberando digo estas legiones para lo realmente importante: la guerra con Aníbal.
Los senadores aceptaron de buen grado el consejo de Máximo. Sólo quedaba por decidir quién se haría cargo de aquella nada memorable misión: capturar niños para usarlos como rehenes. No había demasiado honor en aquella táctica, por muy eficaz que pudiera ser y que, en efecto, resultó ser. Todos cruzaban miradas pero nadie se postulaba como voluntario. Los patres conscripti miraron de nuevo a Máximo y éste les respondió en silencio, sus ojos fijos en Terencio Varrón. El mensaje fue entendido y Varrón fue puesto al mando de la legión que acudiría a Arrentium. Aquél era un hombre marcado por su desastrosa dirección en Cannae, sin posibilidad ya de carrera política y militar, pues la confianza de todos en él era nula. Raptar niños parecía algo muy apropiado para su nivel de destreza. Se le ofreció el cargo con palabras oficiales y de gran sonoridad y Terencio Varrón se levantó y lo aceptó de buen grado si con ello era útil a su patria. Se tragó la vergüenza. Máximo le había encumbrado hasta comandar ocho legiones y partir hacia Cannae. Ahora le hundía. Y todos compartían ese conocimiento. Así era la política en Roma y así era Quinto Fabio Máximo. En aquellos días, además, todos sabían que Fabio había puesto su empeño en promocionar a su propio hijo Quinto, y a un joven advenedizo que le seguía a todas partes: Marco Porcio Catón. Ambos eran temidos, no por ser quienes eran, sino porque todos sabían que detrás de ellos estaba el mismísimo Fabio Máximo.
El Senado prosiguió su larga sesión de aquella mañana y pasaron a la segunda cuestión por la que se habían reunido aquel día. Este segundo asunto era menor: premiar a Livio, el oficial al mando de la ciudadela de Tarento, pero tocaba el orgullo de Fabio de forma directa y personal, pues Máximo era el que había liberado Tarento del dominio cartaginés y no quería compartir el honor de tal liberación con nadie. De hecho, ya procuró cercenar de raíz el rumor de que sólo había conquistado la ciudad gracias a la traición de un regimiento brucio que desertó del bando cartaginés y se pasó a los romanos abriendo las puertas de la ciudad para que entrasen las tropas de Fabio. Todos daban por hecho que con seguridad algo así habría ocurrido, ya el propio Aníbal usó una estrategia similar para tomar la ciudad, pero sea como fuere, porque aquello era mentira o porque Fabio Máximo fue meticuloso en no dejar testigos, no se había encontrado a nadie que defendiera semejante versión en público. En cuanto a Livio, el caso era particular: estaba al mando de Tarento cuando Aníbal fue ayudado por ciudadanos tarentinos que anhelaban liberarse del yugo de Roma y por ello asistieron al general cartaginés para que tomara la ciudad. Livio resistió lo que pudo, pero al ser traicionado y quedar la puerta Teménida abierta los cartagineses irrumpieron por toda la ciudad. Livio optó entonces por, en lugar de combatir hasta la muerte, atrincherarse en la fortaleza interior de la ciudad, en una pequeña ciudadela en el extremo noroccidental de la ciudad y que controlaba el acceso al puerto. Con aquella maniobra Livio había rendido la ciudad, pero dificultaba en gran medida que Tarento pudiera ser usado por Aníbal como puerto donde recibir refuerzos. El Senado estaba dividido entre los familiares y amigos de Livio, que defendían que aquélla había sido una maniobra inteligente, y un mayor servicio al Estado que si Livio hubiera optado por una inmolación ante el enemigo, pero del otro lado estaban los que interpretaban la pérdida de la ciudad como una funesta derrota que no hizo sino aumentar el poder de Aníbal en el sur de Italia, favoreciendo que multitud de poblaciones brucias y de la Magna Grecia se pasaran al bando cartaginés y que, en consecuencia, Livio no debía ser recompensado por esconderse como una alimaña durante varios años, sino que, muy al contrario, debía ser castigado con severidad. La discusión se prolongó durante varias horas sin que ninguna de las partes cediera en sus posiciones. Al cabo de ese tiempo, como siempre en aquellos casos de duda, los senadores buscaron de nuevo a Fabio Máximo. El viejo senador había estado elucubrando con tiento cuál debía ser su posición. El rumor de que Tarento había vuelto a sus manos por una traición de los brucios era demasiado fuerte para ser ignorado. Si decidía apoyar que se castigara a Livio por cobardía, sus enemigos no harían más que azuzar al pueblo con la idea de que era la envidia la que le movía, que no deseaba compartir con nadie la gloria de recuperar una ciudad tan importante como Tarento. Alimentar esos rumores y habladurías no era positivo. Una posición diferente, la de premiar a Livio, le revolvía las tripas. Y no era fácil encontrar una postura intermedia. Máximo se pasó su arrugada mano derecha por su blanquecino y fino pelo dejando que los dedos lo acariciasen hasta descender por la nuca. No había, no obstante, seguía meditando, que perder el norte de lo que era y no era importante. Llevaba años de guerra empujando al Senado en la dirección que estimaba siempre como más oportuna, y lo que ahora se debatía era, aunque le hiriese en su amor propio, algo muy menor, de nula implicación militar y escaso valor político. Ceder ahora era invertir en el futuro. Sus enemigos perderían fuerza, no podrían describirlo como alguien siempre radical, inflexible. Sus adeptos respetarán lo que decida y aquellos que siempre van de un lado a otro le considerarán un hombre que no se rige por su ambición personal sino por lo que interesa al Estado. Cerró el puño de su mano derecha y asintió para sí mismo. Se levantó y tomó la palabra.
—Llevamos ya un tiempo dilatado dirimiendo sobre lo que es oportuno hacer con relación a la actuación de Livio. Y todos me miráis de reojo, no, no digáis que no. Me miráis así los que soléis coincidir con mi forma de analizar las cosas y los que por el contrario no soléis estar de acuerdo conmigo. —Esbozó una tenue amable sonrisa que, a su vez, extendió sonrisas por el Senado, incluso entre alguno de los Emilio-Paulos presentes, enemigos acérrimos de Máximo—. Y me miráis porque, a fin de cuentas, yo recuperé Tarento. Esto, sin duda, otorga a mi opinión un valor especial. —Guardó entonces silencio; pasaron un par de largos segundos—. Yo estimo que debemos premiar a Livio. —Unos miraban sorprendidos, los amigos de Fabio, otros, sus enemigos, fruncían el ceño entre confundidos y recelosos—. Por favor, por favor, premiad a Livio y hacedlo con todas mis bendiciones y con todas las bendiciones de los dioses, pues sin duda Livio fue clave para la recuperación de la ciudad por mi parte, ya que si Livio no hubiera perdido Tarento en un principio yo no habría podido recuperarla para el Estado después. —Un centenar de carcajadas inundó el interior de la Curia Hostilia procedentes de las gargantas de los aliados de Fabio; por el contrario, en la faz de sus enemigos, las tenues sonrisas desaparecieron—. Es más, por Castor y Pólux, cuanto más le premiéis más dichoso me haréis.
Y Quinto Fabio Máximo se sentó en su banco. Varios amigos se acercaron y formaron un corro en torno a su persona donde las risas iban y venían con facilidad. Pasaron unos minutos antes de que la sesión pudiera proseguir. Se acordó mantener a Livio en su rango militar, concederle el mando de una guarnición y una gratificación económica, asuntos que quedarían por precisar para una futura sesión, pero ya daba igual. Por Roma corrieron las palabras de Máximo como esparcidas por el viento. «Sin duda Livio fue clave para la recuperación de la ciudad pues si Livio no hubiera perdido Tarento en un principio, yo no habría podido recuperarla para el Estado después.» Livio, en efecto, recibió recompensas, pero pocos premios habían generado tanta burla y escarnio público en la ciudad de Roma.