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Algo peor que la muerte
Canusium, Italia, diciembre del 207 a.C.
El frío del invierno se hacía sentir por todo el campamento. Aníbal salió de su tienda y se acercó a una de las grandes hogueras que sus hombres habían encendido para calentarse durante el amanecer mientras se distribuía el desayuno. Al aproximarse Aníbal, el grupo de africanos e iberos que se habían arremolinado en torno a la gran hoguera se distanció de la misma para dejar un espacio prudencial entre ellos y su general en jefe. La dura figura de Aníbal se recortaba entre el resplandor trémulo de las llamas, proyectando una larga sombra sobre la tierra de Canusium. El sol no había despuntado, de modo que el fulgor de las llamas era aún intenso. En otro momento, la mayoría de los soldados que se habían apartado para dejar sitio a su general, habría ido a buscar el calor de otra hoguera, pero en aquellos días de incertidumbre y dolor parecían encontrar más abrigo en observar la resuelta silueta de Aníbal, firme y sereno, frotándose las manos ante los leños ardiendo. Sólo uno de entre todos aquellos hombres se atrevió a aproximarse al gran líder. Maharbal dio varios pasos hasta situarse junto al general, pero siempre guardando un par de pasos de distancia.
—Nerón nos ha enviado a dos de los nuestros, dos soldados que estuvieron en el Metauro. Supongo que quiere que nos cuenten lo que pasó para... —Maharbal se detuvo, pero Aníbal concluyó la frase sin dejar de mirar al fuego.
—Para que sepamos lo completa que ha sido nuestra derrota en el norte, ¿no es eso? —Y se volvió a mirar a su lugarteniente.
—Supongo que eso será. ¿Por qué si no liberar a dos de los nuestros? También nos hemos enterado de que Crispino, el cónsul que acompañaba a Marcelo en Venusia, ha muerto por las heridas de aquella batalla. —Maharbal añadió aquellas palabras con la esperanza de proporcionar alguna información que reconfortara a su general.
Aníbal se giró de nuevo hacia las llamas y asintió antes de hablar.
—Eso son buenas noticias, pero ahora lo importante son los mensajeros de los que me has hablado. Que los traigan. Poco importa lo que tengan que añadir. Nada será ya peor de lo que hemos visto y —de pronto el tono de Aníbal dejó de ser monocorde, cansado y se tornó en un timbre vivo, intenso—... y es posible que averigüemos alguna cosa interesante.
Maharbal empezó a retirarse confuso. Conocía bien el timbre resuelto que acababa de escuchar y le había extrañado descubrirlo cuando el general debía estar aún completamente abatido por la muerte de su hermano y, en especial, por la forma de su muerte. ¿Qué esperaba averiguar el general hablando con aquellos hombres? Si Nerón los enviaba no sería sino para acrecentar más su dolor. Quizá fue la noticia de la muerte de Crispino la que a fin de cuentas le había animado algo. La voz del general se dirigió a él desde la hoguera.
—¿Son africanos, iberos o galos... los prisioneros? —preguntó Aníbal.
—Africanos, mi general.
—Bien. Siempre serán más de fiar que los iberos o los galos.
Maharbal atravesó el campamento envuelto en sus reflexiones. En la puerta principal se encontró con los dos prisioneros africanos. Ordenó que le siguieran. Los cautivos recién liberados caminaron cabizbajos entre las miradas de repulsa de los veteranos de Aníbal. Sabían lo que pensaba cada uno de aquellos experimentados guerreros: «Llevamos aquí once años resistiendo a los romanos y vosotros caéis en el primer combate, ¿ahora qué haremos sin refuerzos?, ¿ahora qué haremos?»
Los dos africanos caminaban con cierto esfuerzo, pues ambos estaban heridos, uno en un costado y el otro en una pierna. Los médicos romanos les habían cosido las heridas de forma rápida y desinteresada. Sólo les preocupaba que sobrevivieran unas horas, las justas para transmitir su mensaje de horror. Lo que les pasara luego les traía sin cuidado. Agotados, llegaron frente a Aníbal.
El sol había nacido y cabalgaba sobre el horizonte mientras la hoguera estaba moribunda tras el general. Aníbal examinó a aquellos soldados: ambos estaban tatuados en brazos y piernas, siguiendo la costumbre de los soldados de su patria, y, de igual forma, de acuerdo con lo habitual en los ejércitos africanos, vestían una larga túnica blanca que abrochaban con un cinturón del que ya no colgaba arma alguna; las cabezas rapadas dobladas hacia el suelo ocultaban la tradicional pequeña barba común en aquellas unidades. Eran hombres que aún preservaban su origen, muy distintos a sus propias tropas africanas quienes, de tanto batallar en Iberia primero y luego en Italia, calzaban y vestían con una amalgama de ropas y armas de ataque y defensa producto de los botines de pasadas victorias. Aquellos derrotados le recordaron de golpe a Aníbal que existía una lejana patria que se llamaba África, pero no había tiempo para la melancolía.
—Decidme lo que ocurrió.
Los dos soldados se miraron entre sí. Al fin, el mayor, de unos cuarenta años, el que estaba herido en el costado, inició el penoso relato, que transmitió de forma entrecortada, pues la herida empezaba a sangrar de nuevo y parecía faltarle la respiración.
—Al principio fue bien, mi general... nuestra falange de africanos, de africanos e iberos, estaba doblegando a los romanos en su flanco izquierdo... y eso que eran más que nosotros, pero... los galos... los galos, los ligures no intervenían apenas... luego dijeron que el terreno era rocoso, complicado... se ve que un general romano, Nerón, eso dicen... estaba frente a los galos y al ver que no había apenas combate en esa zona... se llevó parte de sus hombres y rodeó sus propias tropas por la retaguardia... llegó entonces hasta nuestra falange derecha, la que avanzaba y nos atacó por el costado y por detrás... nos masacró y quisimos retirarnos pero los galos no ayudaban... luego todo fue un desastre... cayeron millares... todo el ejército está perdido, muerto, hecho prisionero o en huida por el norte...
El soldado se detuvo y se dobló hacia delante con la mano en el costado. Aníbal le miró atento. La túnica de lana blanca estaba empapada de sangre roja fresca. Aquel hombre no fingía su dolor.
—¿Y mi hermano? —preguntó Aníbal.
El soldado más joven fue a responder, pero el veterano se había recuperado e irguiéndose retomó el relato.
—El general Asdrúbal Barca luchó con gran valor, mi señor. Estuvo combatiendo en todo momento y en varias ocasiones consiguió rehacer nuestras líneas, pero cuando todo estaba perdido no quiso huir... se adentró cabalgando al galope contra las filas romanas... eso es lo último que vimos de él hasta...
Aquí el soldado interrumpió la narración, pero no porque le faltara el resuello.
—¿Hasta...? —inquirió impaciente Aníbal.
Esta vez el joven tomó el testigo con rapidez.
—Hasta el día después, mi general. Los romanos nos agruparon a todos los prisioneros y vimos cómo al amanecer del día siguiente traían el cuerpo de Asdrúbal, del general quiero decir, y lo dejaron delante de nosotros. Su cuerpo estaba atravesado por un montón de flechas y una lanza. Lo dejaron allí, delante de nosotros para que supiéramos lo que le había pasado...
—Pero no se atrevían a tocarlo, mi general —irrumpió el soldado veterano con vigor renovado—. No sabemos por qué. Yo creo que no sabían qué hacer con él. Así hasta el mediodía. Luego llegaron unos mensajeros de Roma y uno de los cónsules regresó junto al cadáver y ordenó que le cortaran la cabeza. Eso es lo que pasó. No pudimos hacer ya nada. Lo siento mucho, mi general, lo siento...
Y el soldado veterano volvió a llevarse la mano al costado para intentar reducir la hemorragia a la vez que se arrodillaba y repetía con insistencia sus últimas palabras.
—Lo siento, mi general... lo siento... lo siento de veras...
El guerrero más joven no comprendía bien aquello, pero pensó que era mejor imitar lo que su compañero más experimentado estaba haciendo y también se arrodilló y añadió sus disculpas a las de su compañero.
—Lo siento también yo, mi general. Aníbal se dirigió al veterano.
—¿No tocaron el cuerpo de mi hermano hasta que llegaron los mensajeros de Roma? ¿Es eso exacto, soldado? Piénsalo bien, necesito la verdad en ese punto, la necesito por Baal, Tanit y todos los dioses. Piénsalo bien.
El soldado veterano calló un instante y, al fin, levantando la mirada se dirigió al general.
—Eso fue lo que ocurrió. Tal y como lo hemos contado. Y volvió a bajar la cabeza.
Aníbal se giró una vez más hacia la ya inexistente hoguera. El sol iluminaba el mundo. La vida seguía como si no hubiera pasado nada, cuando todo ya había cambiado. El general en jefe de las tropas cartaginesas inspiró y exhaló aire profundamente. Habló sin mirar a nadie, de pie, con sus ojos cerrados hacia el sol.
—Que se lleven a estos hombres y que se les curen esas heridas.
Los dos guerreros se retiraron casi de rodillas dando gracias y pidiendo perdón, solapándose sus voces una con otra. Maharbal se dirigió a Aníbal con un tono de abatimiento completo.
—Ahora ya estamos seguros de que la derrota ha sido absoluta. Eso es lo que Nerón quería y no hemos aprendido nada más. Los hombres, sobre todo el veterano, parecían sinceros.
Aníbal le hizo un gesto con la mano a su lugarteniente y se encaminó a su tienda. Una vez en el interior, lejos de las miradas de todos, el general se sentó en su gran butaca de madera de pino cubierta de pieles de lobo y se permitió un suspiro y un gesto de enorme decepción. Maharbal comprendió que el general no quería que los soldados le vieran así. Fue, no obstante, tan sólo cuestión de unos segundos, pues, al instante, el semblante de Aníbal se tornó adusto y grave, preocupado pero con un remanente de rebeldía, unas gotas de resistencia que alimentaban el ánimo más allá de la desesperación y el agotamiento. Cuando Aníbal empezó a hablar, Maharbal entendió mejor que en ningún otro momento de su vida junto a aquel hombre, por qué Aníbal era quien era, por qué la todopoderosa Roma había estado de rodillas ante él y por qué aún no había nada decidido.
—Hemos perdido una batalla, Maharbal, no la guerra. Los romanos están satisfechos. Es lógico. Ha sido una gran victoria para ellos y una terrible y especialmente dolorosa derrota para nosotros, para mí, pero a medida que el tiempo dilate nuestra retirada, cada día que pase en el que permanezcamos en Italia será un día más que sumar a la angustia desbordada que ya han vivido los romanos. La angustia acumulada produce efectos devastadores. Asdrúbal ha caído, eso es cierto, pero queda Magón en Hispania; incluso queda el ambicioso Giscón. Aún quedan generales y recursos. Aún queda guerra. Los romanos han conseguido alargar la lucha, pero están impacientes por concluir la pugna. A diferencia de ellos, yo ya no tengo prisa alguna. Antes sí. Hubo un momento en que pensé que una guerra rápida sería lo mejor, pero ahora el tiempo, la prolongación de la guerra, juega a nuestro favor. Buscaremos un refugio en el sur y una vez más esperaremos refuerzos, asestando golpes aquí y allá. Mientras la guerra sea en sus tierras, son éstas las que se quedan baldías, son sus granjas las que esquilmamos, son sus ciudades las que sufren los asedios, son sus aliados los que deben decidir a cada momento si siguen leales o ceden a nuestros ataques. —Aníbal había hablado como un torrente. Se frenó un segundo y respiró un par de veces antes de continuar—. Además, yo creo que sí hemos aprendido de las palabras de esos hombres algo más allá de la intención de Nerón.
Maharbal no dijo nada pero abrió los ojos inquisitivo. Su general no dudó en complacer su curiosidad.
—Ahora, sólo ahora, Maharbal, sabemos, sé que no fue Nerón quien ideó la decapitación de mi hermano. No, no me mires con ese gesto de incredulidad. Sé lo que piensas: que Nerón estaba resentido contra mi hermano porque éste se le escapó de aquel desfiladero en Hispania, es cierto, es posible, pero si un hombre se deja llevar por su resentimiento actúa al momento; si Nerón hubiera sido el que quería humillar y vejar el cuerpo de mi hermano habría cortado la cabeza de Asdrúbal nada más localizar su cadáver. Pero ahora sabemos que no fue así, sabemos que pasó un día entero y que sólo después de que llegaran mensajeros de Roma se actuó en ese sentido. Alguien, Maharbal, alguien ordenó a Claudio Nerón, cónsul de Roma, que cortaran la cabeza de mi hermano y que la arrojaran contra nuestro campamento en Canusium.
Maharbal empezó a asentir, pero en su faz todavía se leía cierta duda.
—¿Pero quién puede dar órdenes a un cónsul? —preguntó Maharbal—, ¿el Senado?
—Podría ser... podría ser... a un cónsul cualquiera, en un momento difícil, es posible, pero no a un cónsul que acaba de conseguir una enorme victoria. No, sólo hay un hombre en Roma con el ascendente suficiente para poder ordenar una felonía tan humillante como decapitar a un general enemigo y catapultar su cabeza para que la vea su hermano. Sólo alguien que ha sido cónsul en multitud de ocasiones e incluso dictador de Roma, sólo quien declaró esta guerra en nuestro Senado de Cartago, sólo alguien así de osado puede atreverse a tanto y sólo hay alguien tan poderoso y retorcido en Roma.
—Quinto Fabio Máximo —concluyó con certidumbre Maharbal.
—Quin-to-Fa-bio-Má-xi-mo —repitió sílaba a sílaba Aníbal Barca.
El silencio que siguió fue tenso. Maharbal consideró con tiento sus palabras.
—Podríamos intentar ordenar un ataque contra él, como hicimos contra el cónsul Marcelo, pero Máximo apenas sale ya de Roma y en la ciudad siempre va muy protegido. He oído que su mansión en las afueras es una auténtica fortaleza.
Aníbal asentía despacio.
—Pero eso no importa pues no es su muerte lo que busco, eso no me satisfaría: asesinar un anciano es abreviar el sufrimiento intrínseco que lleva consigo la vejez. No, esa lenta muerte de la edad se la dejo para que la disfrute con deleite. No, Maharbal, hemos de buscar algo que le duela a Fabio Máximo aún más que su propia muerte.
Maharbal empezó a entender el razonamiento de su general.
Aníbal y su segundo en el mando hablaron largo y tendido aquella mañana. Nadie les molestó durante tres horas.