55
Miles Gloriosus
Siracusa, Sicilia, junio del 205 a.C.
Plauto estaba sobrecogido. Se había situado en el centro mismo de la escena del gran teatro de Siracusa. Había llegado hasta allí por la invitación que el cónsul Publio Cornelio Escipión le había cursado como respuesta a su carta en la que le solicitaba una entrevista. El cónsul había sido más que generoso: le había ofrecido costearle de su propio bolsillo el desplazamiento hasta Siracusa de él y de toda su compañía de actores. «Quiero ver una de tus comedias representada en el gran teatro de Siracusa.» Así había concluido su carta el cónsul. Cuando la leyó, en casa de Casca, saboreando una de las famosas largas y eternas orgías de su protector en Roma, Plauto pensó con qué grandilocuencia el joven cónsul había empleado la palabra «gran» para referirse al teatro de Siracusa. Ahora, varado allí en el centro mismo de su escena, absorbiendo las dimensiones de aquella construcción, comprendía y compartía el sentido de las palabras del cónsul. Las gradas del teatro se extendían a ambos lados, excavadas sobre la ladera de la montaña, talladas en piedra, en un extensísimo diámetro de 140 metros. Estaban divididas en nueve secciones, nueve cúneos, separados por hasta diez escaleras para facilitar el acceso y la distribución del público por todo el recinto con rapidez. El coro, como era costumbre en los teatros griegos, era un amplio semicírculo para dar cabida a tantos cantantes y músicos como se deseara y la escena era de una enorme amplitud también. Todo en aquel teatro era megalítico, enorme, espacioso. Plauto se sonrió pensando en las estrechas plataformas de madera sobre las cuales estaba acostumbrado a actuar en el foro de Roma. Aquello era otro mundo, otra civilización. Por algo los griegos llamaban bárbaros al resto de los pueblos e incluían a Roma en el calificativo. Pero además de las dimensiones, todo el teatro estaba engalanado con estatuas, inscripciones, grabados en piedra... había paseado por las gradas y había observado cómo en cada pared se podían ver tallados los nombres de diferentes dioses en unos lugares y, en otros, los nombres de los parientes de la familia del gran Hierón II, el tirano bajo cuyo gobierno se construyó aquel teatro hacía ya treinta años.
El público empezaba a llegar. Las puertas de acceso se acababan de abrir. Eran soldados de las legiones V y VI. Plauto sólo había tenido tiempo de cruzar unas palabras con el cónsul.
—Actuarás para mis legionarios —le dijo Publio Cornelio—. Quiero que se diviertan, después de la obra tienen prometido por mí vino y mujeres, o sea que los tendrás bien dispuestos. No espero que mis hombres sacien sus ansias sólo con teatro, pero quiero que se entretengan, Plauto, quiero que se diviertan. La mayoría de estos hombres van, vamos todos a una misión casi imposible. Muchos aún no lo saben, pero caminan directos a la muerte. Merecen un poco de diversión. ¿Crees que lo conseguirás, Tito Macio Plauto?
Plauto no dudó en su respuesta.
—Los hombres de la V y la VI pasarán un buen rato... y espero que el cónsul también.
—Bien, bien, por Castor y Pólux, tu seguridad me da ánimos. Eso está bien... sé que quieres que hablemos con más calma sobre otras cosas, pero hoy no podrá ser. Tengo que ocuparme de otros asuntos relacionados con esta guerra. Sé que lo entenderás. Hablaremos de lo que tengas en mente, pero después de la representación. Eso tiene la ventaja de que si tu obra complace a todos estaré más predispuesto a favorecerte en aquello en lo que me quieras consultar.
Plauto aceptó, porque ¿qué otra cosa se puede hacer ante la sugerencia de un cónsul de Roma? Y se despidió. Estaría mejor predispuesto. Si gustaba la obra. Por el contrario, la misma frase conllevaba la otra cara de la moneda: si la obra no gustaba a los legionarios de la V y la VI, el cónsul ya le estaba anunciando que no esperara generosidad por su parte para sus ruegos o peticiones. Aquellas palabras hicieron mella en el espíritu de Plauto e introdujeron dudas sobre qué obra representar. En un principio había pensado recurrir a Amphitruo, que pese a su polémica mezcla de comedia y tragedia, había cosechado un gran éxito en Roma; luego pensó en traer una obra nueva, con tema militar, algo con un ambiente en el que los soldados se identificaran, pero era una obra demasiado atrevida, demasiado directa y crítica con algunas cosas... claro que en casi todas sus piezas se le escapaban críticas, no tan duras como las del pobre Nevio. Nevio. Seguía encarcelado en Roma. Las dudas crecían. Quizá sería bueno recurrir a la Asinaria, su primera obra, la que le valió el reconocimiento por todo el pueblo de Roma, pero, por otro lado, se había representado tanto que no sólo el cónsul sino que otros muchos la conocían ya casi de memoria. El cónsul esperaría algo nuevo. Nuevo. Plauto, clavado en el centro de la gran escena, confirmó la decisión que había tomado hacía días. Sí, sería su obra militar, el Miles Gloriosus, la pieza que representarían aquella tarde y que había representado en Roma un par de veces, no sin levantar ciertas críticas entre algunos senadores, pero, a fin de cuentas aquello no tenía por qué ser algo negativo: las acciones del cónsul también suscitaban la crítica de los viejos patres conscripti.
Ya habían entrado varios centenares de soldados y aún quedaban muchos más por irrumpir en las gradas que deberían dar cabida a varios miles. Y es que aquellos hombres irrumpían, no entraban, pues aunque el cónsul hubiera prometido vino para después de la representación, era evidente que muchos legionarios habían decidido agasajarse a cuenta de su paga con una degustación previa de los caldos de la región en las tabernas abiertas por toda la ciudad. Aquello, como siempre, era un arma de doble filo, como las espadas hispanas: si les gustaba la obra, por efecto del alcohol, reirían el doble, pero si la obra les aburría, también abuchearían e insultarían el doble. Plauto dio media vuelta y fue en busca de sus actores. Tenía que revisar que todo estuviera preparado.
El cónsul, custodiado por los doce lictores, se abrió paso entre los túneles del gran teatro que daban acceso a las gradas. Lo cierto es que sus guardias no debían esforzarse demasiado para avanzar, pues en cuanto los legionarios veían las fasces de su escolta, no tanto por miedo como por respeto hacia su general en jefe, todos se hacían a un lado y se llevaban la mano al pecho. Publio caminaba saboreando cómo Lelio había conseguido insuflar aquellas fuertes dosis de disciplina militar en unos soldados que todos habían dado por perdidos hace años. Faltaba ver si recordaban también cómo combatir.
Llegaron a uno de los dos cúneos centrales y el cónsul tomó asiento junto a sus oficiales que ya habían llegado. Allí estaban todos, una vez más reunidos: Lelio, Marcio, Mario, Silano, Terebelio, Digicio y Cayo Valerio. Sus hombres de confianza. Con aquellos tribunos y centuriones a su alrededor, Publio sentía que todo era posible. Todo. Emilia no le acompañaba en esta ocasión.
—Demasiados soldados, demasiados militares —había dicho ella—. Es una representación para tus hombres; debes disfrutarla con ellos. Yo me quedaré con los niños. Ya pediremos a Plauto que nos haga una representación en casa.
Publio no insistió. En el fondo llevaba razón. Era un día para estar él junto a sus hombres. Los demás tampoco habían traído a sus esposas. Las mujeres que se veían aquella tarde eran esclavas, libertas o prostitutas. No era aquélla la ocasión para exhibir a una matrona de Roma. Los niños. Ése era un tema que ocupaba la mente de Publio de modo intermitente y que siempre le acuciaba más cuando pasaba unos días con Emilia. Los niños crecían, decía su mujer constantemente, y llevaba razón. Cornelia tenía ya siete años y el pequeño Publio cuatro. Tal y como habían hablado en el barco de camino a Siracusa, había llegado el momento de buscar un tutor para ellos. Uno de los lictores se dirigió al cónsul por la espalda, en voz baja.
—Hay aquí un griego que quiere hablar con el cónsul. Dice que está citado aquí. Dice llamarse Icetas.
Publio asintió sin volverse.
—Que venga, dejadle pasar.
Los lictores se retiraron y permitieron que un hombre alto pero delgado, de unos cuarenta años, pasara entre ellos, hasta situarse frente al cónsul y sus oficiales. Fue Publio quien habló primero.
—Soy Publio Cornelio Escipión. ¿Eres tú Icetas?
—Así es, cónsul —respondió el aludido, e inclinó ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento a la autoridad que le hablaba; no demasiado pero lo justo.
—¿Eras discípulo de Arquímedes? —preguntó Publio.
—Discípulo es una palabra muy grande para alguien que apenas llegaba a comprender sus teoremas más sencillos, pero si lo que preguntas es si me beneficié de sus enseñanzas, así es; asistía a sus charlas y debates hasta que los romanos tuvisteis a bien matarlo.
El ambiente distendido se esfumó y todos los oficiales, incluido el propio Publio, tensaron sus músculos.
—Aquello fue un lamentable error —apostilló el cónsul.
—Un lamentable error, sin duda —confirmó lacónicamente Icetas.
Publio pensó en despedir a aquel hombre. Era osado. Atrevido. Por otro lado, era lógico que estuviera dolido por la estúpida muerte de Arquímedes tras el asedio de Marcelo a manos de un soldado imbécil que no supo reconocer al grandísimo matemático griego mientras repasaba sus teoremas dibujando en la arena. El cónsul tomó aire un par de veces antes de volver a hablar.
—Tienes derecho a mostrarte resentido contra Roma por la muerte de tu maestro. Yo también lamento y mucho su desaparición, pero no era de eso de lo que deseo hablar contigo.
El cónsul calló e Icetas intervino.
—¿De qué desea hablar el cónsul con un humilde filósofo de Siracusa?
—Necesito un tutor, un pedagogo para mis hijos. Tengo un hijo de cuatro años... y también una niña. Quiero que ambos sean educados por alguien como tú, especialmente mi hijo. Quiero que aprendan griego, historia, latín, matemáticas, astronomía, geografía, filosofía. Quiero que sepan quién era Alejandro, Aristóteles, Dífilo, Filemón, Menandro, Aristófanes... Arquímedes.
Icetas había venido con la idea de rechazar cualquier solicitud de aquel cónsul, pero estaba sorprendido por la pasión con la que el joven general romano mencionaba los nombres de los filósofos, escritores y líderes griegos. Ante su silencio el cónsul continuó hablando.
—Podría ordenarte que fueras su tutor, pero un pedagogo que va obligado a enseñar sólo puede transmitir resentimiento. Si no puedes aceptar libremente este encargo, no te obligaré a ello. Pero piénsalo, Icetas: soy uno de los hombres más poderosos de Roma, y puedes instruir a mis hijos, puedes hacerles ver la importancia de cosas que ni yo mismo entendería. Respeto tus conocimientos y sólo quiero que mis hijos aprendan un poco de todo lo mucho que tú sabes. Puedes contribuir a que la próxima generación de líderes romanos sea menos... bárbara.
Icetas bajó la cabeza mientras meditaba. El cónsul respetó su concentración. El filósofo alzó de nuevo el rostro y miró fijamente a Publio.
—Eres un cónsul poco común, para lo que yo he oído de los cónsules de Roma. Instruiré a tus hijos, pero si éstos me faltan al respeto o no atienden a mis enseñanzas dejaré el encargo de su educación. Hay muchos que desean que les enseñe a ellos mismos o a sus hijos como para perder el tiempo con quien no tiene interés.
—De acuerdo —respondió Publio—. Te escucharán, te respetarán. Puedes venir mañana a nuestra casa, en la Isla Ortygia, junto a...
—Todo el mundo sabe dónde vive el cónsul de Roma —interrumpió Icetas. El cónsul no se molestó. Aquél era un hombre seguro de sí mismo y si acertaba a transmitir a su hijo esa misma seguridad eso sería bueno. Icetas volvió a inclinar la cabeza y, atravesando la guardia de lictores, desapareció entre la multitud que ya poblaba todas las gradas del gran teatro.
—Emilia estará contenta —dijo Cayo Lelio al oído de Publio.
—Eso espero.
—Y seguro que tus hijos le respetan. A mí me daba hasta un poco de miedo. Esos filósofos son seres extraños. Parecen no temer a nada ni a nadie, como si supieran cosas que los demás desconocemos —continuó Lelio.
—Las saben, amigo mío, las saben —concluyó Publio.
Plauto puso la mano en la espalda de un hombre joven. Se trataba de un campano liberto que, a causa de la defección de Capua durante la guerra, se había cambiado el nombre y se hacía llamar Aulo. Pese a su juventud, era veterano en el arte de la representación y Plauto le había confiado la lectura del argumento, al principio de la obra, y el papel central del esclavo Palestrión de la comedia Miles Gloriosus que iban a representar.
—En cuanto terminen los músicos, sales —le decía Plauto al oído—. Sal y habla en voz alta y clara, como tú sabes. Son muchos y tenemos que hacernos con su interés. Si no lo consigues no desfallezcas. Mi entrada les hará callar.
El joven asintió sin decir nada. Estaba un poco nervioso. Nunca había actuado para una audiencia tan grande y menos compuesta toda ella de miles de legionarios de Roma. Aulo se angustiaba pensando qué serían capaces de hacer todos aquellos soldados si se enteraran de que quien estaba ante ellos actuando no era sino un campano de la ciudad que desde el principio de la guerra se pasó al bando cartaginés y que sólo fue recuperada para la causa romana tras un interminable asedio.
Plauto, como si le leyera la mente, intentó tranquilizarle.
—No pienses en otra cosa que no sea la obra. Todo irá bien.
El joven volvió a asentir.
Entre las gradas del teatro Publio intentaba escuchar, en un vano esfuerzo, la música de los numerosos flautistas que desde la escena y el coro interpretaban como obertura introductoria a la comedia que iba a representarse. Era una música que no amansaba a las fieras de sus soldados que, distraídos, seguían hablando entre sí, más interesados por lo que algún fanfarrón contaba sobre sus hazañas bélicas pasadas o sobre sus conquistas amorosas, que sobre lo que estaba ocurriendo en el escenario. Al cónsul le asaltaron varias dudas que se atropellaban en su mente. ¿Había sido aquélla una buena idea o esa afición suya por el teatro no era más que una manera de perder el tiempo, especialmente cuando se trataba de distraer a sus hombres? Y... ¿eran sus soldados fieras? Más les valía. Más les valía a todos. La inaudible música cesó, o eso pensó Publio, más porque los flautistas desaparecían de la escena que por cualquier señal auditiva al respecto. Un joven actor subía al escenario. Sus hombres seguían, entre risas, ignorando la representación. Plauto tendría que superarse si quería captar la atención de sus hombres.
Aulo se situó en el centro del gran escenario del teatro de Siracusa y con la frente sudorosa cerró los ojos y empezó a recitar su prólogo:
Meretrices Athenis Ephesum miles auebit.
Id dum ero amanti seruos nnntiare uolt
Legato peregre, ipsus captust in Mari Et eidem
Mi militi dono datust.
Suum arecesit erum Athenis et forat Geminis
communen clam parietem in aedibus,
Licere ut quiret...
... A una cortesana la llevó raptada de Atenas a Éfeso un militar.
Cuando Palestrión, un esclavo, quiso contarlo a su amo, amante de ella
Pero de viaje como embajador, cae cautivo el esclavo en alta mar
Y lo regalan a aquel mismo militar.
Avisa el esclavo, pese a todo, a su amo de Atenas y perfora
En secreto la pared de las dos casas contiguas
(la casa del militar ladrón y la casa de al lado),
Para que pudiesen reunirse los amantes.
Desde un tejado, el guardián de la cortesana los ve abrazándose:
Pero jocosamente le engañan, como si ella fuese otra.
E igualmente Palestrión persuade al militar
Para que deseche a la concubina porque —le dice-
La esposa del viejo vecino desea casarse con él.
Pide el militar a la cortesana que raptó que parta y la colma de regalos.
Él, sorprendido en casa del viejo vecino, paga su culpa por adúltero.
Aulo dio por concluido su recitado. El parloteo constante del público había decrecido un poco, pero muy poco. Pese a sus esfuerzos no estaba seguro de haberse hecho oír. Las cosas no marchaban bien. O la entrada de Plauto captaba el interés de aquellos legionarios o aquello acabaría mal.
Publio se había concentrado para intentar entender el prólogo de la obra, pero el tumulto de sus hombres, sus carcajadas y su continuo hablar, sólo le habían permitido entender palabras sueltas: esclavo, viaje, cortesana, amantes, militar, viejo, adulterio...
—¿Alguien ha entendido de qué va la obra? —preguntó el cónsul a sus oficiales.
—Parece que va de amantes y adulterios —respondió Marcio, el más culto de entre sus oficiales y, en apariencia, el más interesado por seguir el desarrollo de la obra.
—Esto no interesará a nuestros soldados —añadió Lelio.
Publio guardó silencio. Compartía la visión de Lelio, pero se negaba a admitirlo.
Plauto, vestido ya para interpretar el papel de Pirgopolinices, el militar griego protagonista de aquella obra, recibió a Aulo tras el escenario. Plauto llevaba un escudo pequeño y una gran espada, colgando de su cintura, y estaba rodeado de varias decenas de hombres armados al estilo de los hoplitas de las legendarias falanges macedónicas.
—No te preocupes, Aulo. Lo has hecho bien.
Y sin dar tiempo a que el joven campano le replicara, Plauto irrumpió en escena a paso militar seguido de cerca por una treintena de actores ataviados con el uniforme y las largas picas características de los soldados del rey Filipo. A Plauto le había costado una pequeña fortuna hacerse con aquellas lanzas arrebatadas a los macedonios en Apolonia, la colonia ilírica de Roma, en frontera con el estado del rey Filipo, pero el dinero que el cónsul le había enviado a través de su hermano Lucio en Roma había sido abundante y Plauto quería mostrar que lo había empleado en la obra y no en orgías o fiestas nocturnas.
Los legionarios de la V y la VI, al ver el escenario tomado por treinta soldados macedonios armados callaron de golpe. Al frente de ellos iba un veterano que debía de ser su líder, acompañado por un par de esclavos que se encogían ante su amo. Los legionarios estaban confusos. Plauto no dudó en aprovechar aquel instante dubitativo para hacerse con la escena, con el público, con el gran teatro de Siracusa.
—Curate ut splendor meo sit clipeo clarior quam solis radii esse...
Mirad, esclavos, que tenga mi escudo mayor brillo del que los rayos del sol, cuando está el tiempo despejado; que cuando llegue la ocasión deslumbre las miradas de los enemigos en formación. Que ya tengo yo ganas de desenvainar también mi sable para que no se queje ni pierda moral porque ya ha tiempo que lo llevo ocioso; pobrecillo, se impacienta por hacer picadillo a los enemigos. Pero ¿dónde está Artótrogo?
El esclavo aludido, retorcido, acurrucado en el suelo, como si adorase a su en apariencia poderoso amo, respondía con tono adulador.
—Artótrogo está junto a un hombre fuerte y afortunado y además de regio porte, el gran Pirgopolinices, hasta tal punto aguerrido que no osaría Marte abrir la boca ante él ni equiparar sus méritos a los suyos.
En el silencio que se había apoderado del teatro, las palabras de aquel diálogo llegaban diáfanas a todos los recovecos de la grada y la exagerada alabanza del esclavo no pasó inadvertida para un público que empezaba a sonreír. Plauto, metido en el papel de Pirgopolinices, siguió rápido con la conversación que mantenía con su esclavo en escena.
—¿Acaso no indulté yo a Marte en los campos Curcolionenses, cuando Bumbomáquides Clitimistaridesárquides, nieto de Neptuno, era el general en jefe?
Los soldados de la V y la VI comenzaron a reír por la fanfarronada, por un lado, de que aquel militar se vanagloriaba de haber derrotado a dioses e hijos de dioses y, por otro, por los absurdos nombres que recitaba, inventados y que, no obstante, ellos acertaban a desentrañar con facilidad, pues, aunque ellos no lo supieran, el autor había traducido los complejos nombres griegos a raíces latinas que todos ellos podían reconocer con facilidad, y así todos identifican con rapidez que Curcolionenses se refería a «gorgojo» y que el interminable nombre del supuesto hijo de Neptuno significaba «guerrero que sólo vocea y que es famoso hijo de príncipe mercenario».
El diálogo proseguía con las exageraciones de las supuestas hazañas de Pirgopolinices, el miles gloriosus, el gran soldado fanfarrón.
—Lo recuerdo —le respondía Artótrogo—; desde luego, te refieres al de las armas de oro, cuyas legiones tú dispersaste de un soplido, como el viento las hojas o la veleta de un tejado.
—Aunque eso no es nada, por Pólux —replicaba Plauto situándose en el centro del escenario mientras desenfundaba su espada y daba mandobles al aire como si combatiera contra un enemigo invisible.
—Eso no es nada, desde luego, por Hércules —repetía a su vez el actor que hacía de Artótrogo—, nada entre lo restante que contaré.
Entonces el esclavo se encaminó hacia un lado del escenario y en un aparte, hablando al público pero como si lo hiciera a escondidas para que su vanidoso amo no le escuchara, distraído como estaba en su exhibición de espada—. Si hubiese alguien visto un hombre más embustero que éste o más henchido de fanfarronerías de lo que está éste, poséame, yo mismo me entregaré como esclavo suyo. Pero hay una salvedad: da de comer unas olivas locamente buenas.
—¿Dónde te has metido, Artótrogo? —preguntó Plauto en el papel del miles gloriosus desde el centro de la escena, mientras enfundaba su espada.
—Heme aquí —respondió el aludido retornando hacia el centro desde la esquina del escenario donde se había dirigido al público—. Heme aquí... por ejemplo en... en la India, donde hay que ver cómo le rompiste la pata a un elefante.
—¿Cómo la pata?
—Quise decir el muslo entero.
—Y eso —añadía Plauto— que le di sin fijarme.
Todos reían. Los legionarios de la V y la VI, los oficiales del cónsul, y hasta el propio Publio, aunque la referencia a los elefantes ensombreció su frente con un suave ceño que no fue a más porque uno de sus lictores se acercó y le dijo unas palabras al oído. El cónsul asintió y se dirigió a Lelio.
—Ven. Tenemos unos embajadores de Locri. Algo pasa en el Bruttium.
Cayo Lelio se levantó y siguió a Publio, que ya se había puesto en camino hacia el túnel que daba acceso a las gradas. Tras ellos los doce lictores les escoltaban. Marcio y el resto de los oficiales se miraron entre sí, pero permanecieron en sus asientos a la espera del regreso del cónsul y Lelio.
En el escenario Plauto y sus actores seguían con la representación.
Una vez en los túneles del teatro, Publio, Lelio y los guardias de la escolta del cónsul ascendieron hasta un pasadizo que se encontraba en la parte superior del teatro, excavado casi en la misma piedra y adornado con estatuas de los familiares de Hierón, obras de arte que los hombres de Marcelo olvidaron coger en su saqueo de Siracusa. Allí, entre las sombras de la luz trémula de las antorchas que iluminaban los túneles del teatro, aguardaban dos hombres. El cónsul se percató de inmediato de que no eran soldados y sus manos de dedos delgados adornados con anillos de oro y plata informaban con claridad de que estaba ante hombres de poder e influencia de la ciudad a la que representaban, Locri. Sólo había algo que no encajaba: Locri estaba en manos de los cartagineses.
—Me dicen que venís de Locri, que sois embajadores de esa ciudad. Hablad, decid lo que tengáis que decir.
El tono agrio, brusco, del cónsul no pareció sorprender a los embajadores. El cónsul, como representante de Roma, mostraba su rencor hacia una ciudad que se había pasado a su mortal enemigo.
—Gracias por recibirnos, cónsul —empezó el mayor de ambos hombres, de aspecto grueso y lozano pese a sus cincuenta años, alguien que sin duda no pasaba hambre ni tenía intención de hacerlo—. El cónsul se muestra desconfiado y es lógico, pero antes que nada y con los dioses como testigos, quiero que el cónsul sepa que habla con dos leales a Roma desde siempre. Representamos a Locri pero no venimos de Locri, sino de Rhegium, la ciudad en la que nosotros y muchos más ciudadanos locrenses leales a Roma nos refugiamos cuando nuestra querida ciudad cayó en manos de Aníbal. Desde entonces hemos estado allí, esperando, aguardando una oportunidad para recuperar nuestra ciudad y devolverla a la alianza con Roma.
Publio asintió.
—Te escucho entonces con más interés, ciudadano de Locri —apostilló el cónsul invitando a su interlocutor a que prosiguiera con su relato.
El embajador, más seguro, se lanzó a hablar con una voz vibrante. Estaba claro que aquel hombre había esperado ese momento largo tiempo y los nervios que sentía se delataban en el tono tenso de sus palabras.
—Gracias, cónsul de Roma, gracias por escucharnos. Hace unos días, en un combate entre las tropas romanas de Rhegium y las púnicas acantonadas en nuestra ciudad de Locri, cayeron presos unos hombres que nosotros reconocimos enseguida como ciudadanos de nuestra ciudad. Ellos aseguran que trabajan como artesanos para los cartagineses establecidos en una de las dos ciudadelas que hay en Locri. Locri está en el centro y a ambos lados se encuentran las dos fortalezas desde las que se controla la ciudad y el valle. Y estos hombres nos aseguran que a cambio de que se les perdone la vida, podrían proporcionar acceso a las murallas de una de esas ciudadelas. Sería una forma de recuperar, sin gran dificultad, al menos parte del control de la ciudad y estamos seguros de que si el gran Escipión acude en nuestra ayuda, también caerá la otra ciudadela. Tu solo nombre, cónsul, inspira temor entre los cartagineses. Las victorias del cónsul en Hispania sobre los propios hermanos de Asdrúbal o sobre el general Giscón son conocidas por todos. Por eso ya hemos pactado la venta de estos artesanos a los cartagineses de Locri por un rescate, para que no sospechen de su regreso con vida. ¿Nos ayudará el cónsul de Roma? ¿Nos ayudará Publio Cornelio Escipión?
Publio se quedó pensativo. Entonces, en voz baja, el embajador que había permanecido en silencio se dirigió a su compañero.
—No le has dicho lo de Pleminio y sus legionarios.
—Es cierto, es cierto. Cónsul, además he de añadir que el pretor Pleminio de Rhegium, que cuenta con una guarnición en su ciudad de tres mil soldados, está informado de todo y está dispuesto a ayudarnos, pero sólo si el gran Escipión se pone a la cabeza de esta empresa. Tres mil legionarios, cónsul.
Publio asintió, se giró despacio dando la espalda a los embajadores y tomando por el hombro a Lelio se apartó unos pasos. El cónsul y Lelio quedaron en el espacio en sombra entre dos antorchas. En la semioscuridad debatieron en un murmullo inaudible para los impacientes embajadores de Locri.
—¿Qué piensas, Lelio?
—Parece una buena oportunidad, pero Locri está en Italia y ése es el terreno adscrito a Craso, el otro cónsul. No podemos intervenir fuera de Sicilia.
Publio asentía varias veces, despacio.
—Además —añadió Lelio—, Pleminio es un loco. Luché con él en el norte, hace tiempo. Es un irresponsable y un saqueador. No me fío de él. Sólo tiene ambición. Si sale bien se vanagloriará de ser el conquistador de Locri y si sale mal nos culpará a nosotros. Y no dudará en traicionarnos ante el Senado y decir que le obligamos a intervenir. Ese hombre no vale ni lo que una nuez podrida.
—Sí, he oído hablar de Pleminio. Es como dices —respondió Publio, y guardó silencio. Lelio no entendía por qué seguía Publio meditando sobre aquel tema. Era absurdo planteárselo. Al cabo de un minuto, el cónsul se volvió de nuevo hacia los embajadores y caminó hacia ellos. Lelio le siguió de cerca.
—¿Por qué no habéis recurrido a Craso, el otro cónsul? —preguntó Publio al embajador—. Es el que tiene asignada Italia para combatir a los cartagineses.
El ciudadano de Locri en exilio parecía tener respuesta para todo.
—Sólo tu persona nos produce suficiente confianza. Craso... Craso... es... inexperto. Necesitamos al mejor. El mejor es Escipión, cónsul.
Publio tenía claro que aquéllas eran alabanzas exageradas. Craso había sido pretor hacía tres años. No era mal general. Quizá tuvieran razón en confiar más en él, pero como Lelio había comentado, cruzar el estrecho y desembarcar tropas en Italia era ir más allá del poder que le había conferido el Senado. Por otra parte, Locri era una ciudad apetecible, una conquista accesible si lo que contaba aquel embajador era cierto. Una buena forma de comprobar la capacidad de combate de las legiones V y VI. En particular, podría practicar el asedio. El asedio. Aquello era clave. Publio dio la espalda a todos y se alejó solo entre las sombras. Los lictores habían cortado todos los accesos a aquella sección del túnel, de modo que el cónsul podía moverse con tranquilidad y no ser interrumpido en sus meditaciones. Publio se apoyó con una mano en la fría piedra de aquel pasadizo del teatro de Siracusa y cerró los ojos. Locri. Asedio. Las legiones V y VI. Pleminio, un pretor loco. La VI. La VI seguía siendo un problema. Tenía que hacerse. El Senado se le echaría encima. Catón informaría a Roma. Fabio Máximo atacaría en el Senado... pero si conseguía la ciudad de Locri... una victoria siempre apacigua los ánimos de todos. Una victoria daría moral a las «legiones malditas». Era arriesgado. Era peligroso. Era un error.
Publio regresó de entre las sombras.
—Os ayudaremos —dijo el cónsul al embajador, que abría los ojos de par en par como para asegurarse de que no estaba soñando—. En una semana desembarcaré en el Bruttium, cerca de Rhegium, con tropas suficientes para retomar Locri. Uniremos nuestras fuerzas a las de Pleminio y atacaremos. Ahora puedes marchar.
El embajador se arrodilló ante el cónsul y le abrazó las rodillas mientras por sus mejillas fluían lágrimas entremezcladas con emoción y alegría.
—Gracias, gracias, gracias... que los dioses os protejan y os sean siempre favorables... gracias... gracias... gracias...
El otro embajador le imitó y también se arrodilló e inclinaba su cabeza hacia el suelo humillándose. Publio retiró de sus rodillas las manos del embajador que aún seguía llorando, dio media vuelta y se encaminó junto con un confundido Lelio hacia el túnel que daba acceso de nuevo al teatro. Lelio fue a hablar pero un lictor se aproximó al cónsul y le informó de que aún había otra persona más que quería hablar con él.
—¿Quién es? —preguntó Publio.
—No ha querido dar nombre ni decir de parte de quién viene, cónsul. Sólo ha dicho que debe hablar con Publio Cornelio Escipión en persona... y a solas, pero por su aspecto se trata de un númida.
Publio y Lelio se miraron. Lelio aún no había digerido bien lo de embarcar tropas hacia Italia cuando ahora llegaba una nueva sorpresa, esta vez desde Numidia quizá. Publio suspiró.
—Está claro —empezó el joven cónsul— que hoy no veré la obra de Plauto. Lelio, tú regresa al teatro y vuelve con los demás. De momento no comentes nada de lo que se ha hablado aquí. En su momento informaré al resto. Ahora veré a ese enviado tan enigmático.
—Que los lictores no estén lejos —respondió Lelio aún dudando si marcharse o quedarse.
Publio sonrió.
—Aún te preocupas por mí. Eso me alegra. Los lictores estarán cerca. Te lo aseguro.
Cayo Lelio aceptó al final la sugerencia de Publio y volvió sobre sus pasos en dirección al teatro. Mientras se alejaba se giró un momento para ver a Publio rodeado de los lictores marchando en dirección contraria. Lelio sacudía la cabeza al tiempo que caminaba. Italia, Locri, una locura. Una terrible locura. ¿Por qué querría Publio meterse en aquella guarida de lobos, con tropas aún no preparadas del todo como la V y la VI, con otros soldados al mando de un loco como Pleminio, en un territorio que le correspondía al otro cónsul? La gigantesca preocupación de toda aquella empresa hacía que cayera en el olvido de su mente la llegada de aquel otro embajador que deseaba hablar con el cónsul a solas.
De nuevo en el corazón del pasadizo, Publio esperó entre las sombras la llegada del nuevo embajador. Uno de los lictores se anticipó para informar al cónsul.
—Le hemos retirado todas las armas. Llevaba un espada africana y una daga corta. Nos las ha entregado sin oponer resistencia.
—Bien. Traedlo.
Al segundo, el embajador númida, alto, fuerte, musculoso, de tez muy morena, curtida por el sol abrasador del desierto, se presentó, escoltado por dos de los guardias del cónsul, ante Publio.
—Soy Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma. Dicen que querías hablar conmigo. Bien, aquí estoy.
El númida no habló y se limitó a mirar a ambos guardias. Publio hizo una señal a los lictores y éstos se alejaron varios pasos hasta quedar ocultos más allá del fulgor de las antorchas de aquella húmeda gruta en las entrañas del gran teatro de Siracusa.
—Ahora estamos a solas —continuó Publio—. ¿Entiendes mi lengua?
—La entiendo —empezó al fin el guerrero númida—, pero prefiero hablar en griego. Me explicaré mejor y quien me envía dice que habláis bien el griego.
—En griego, pues —respondió Publio cambiando de idioma—. ¿Quién te envía?
—El rey Sífax.
Publio guardó silencio. Sífax. Se esforzó en mantener su rostro inmutable. El númida entregó su mensaje con concisión.
—El rey quiere entrevistarse con el cónsul.
—¿Aquí?
—No. El cónsul debe ir a Cirta.
Publio ya había visitado a Sífax el año anterior. ¿De nuevo un viaje a Numidia, justo cuando acababa de prometer desembarcar en Rhegium para atacar y recuperar Locri? No podía estar en todas partes. Además, desconfiaba de las intenciones de Sífax.
—Dile a tu rey que no me es posible acudir ahora a Cirta.
—Eso no agradará a mi rey —respondió el númida con sequedad.
Publio pronunció con tiento las siguientes palabras.
—Lo entiendo. Dile a tu rey que no es por mi voluntad que no voy, sino porque como cónsul de Roma, mis movimientos están sujetos a las directrices del Senado de Roma. Yo no soy rey y no disfruto por tanto de la libertad de un rey. Transmite al rey Sífax que lamento no poder acudir en esta ocasión a su invitación pero... —Publio hizo una pausa antes de seguir con la misma parsimonia y autocontrol que antes—, pero dile también que le recuerdo que tenemos un pacto y que tengo su palabra de que será siempre fiel a la causa romana, y que tengo su promesa de no atacarnos nunca, incluso si vamos a territorio africano.
Fue entonces el númida el que guardó silencio antes de responder.
—Yo sólo sé que mi rey me ha insistido en que os diga que debéis entrevistaros con él de inmediato. Debo entender que no vais a venir.
—No voy a ir, pero espero que transmitas al rey todo lo que te he dicho.
—Lo transmitiré todo tal y como me lo habéis dicho, pero nada de lo que habéis dicho mitigará su enfado.
Publio se encaró con aquel númida y dio un paso adelante hasta quedar con su rostro apenas a unos centímetros de la faz del guerrero africano.
—Sólo asegúrate de decirle una cosa a tu rey: dile a Sífax que es mejor para todos que sigamos siendo amigos. Sólo dile eso. —Y Publio levantó su mano y como por ensalmo varios lictores emergieron de entre las sombras y rodearon al númida—. Lleváoslo de mi presencia y aseguraos de que esté en un barco en menos de una hora con destino a Numidia.
El guerrero se sacudió las manos de los guardias y sin decir nada les siguió mientras Publio se quedaba acompañado con el resto de los lictores. El cónsul emprendió el camino de regreso a la cavea del teatro, pero se detuvo. Necesitaba pensar. Lo de Locri era una oportunidad... una oportunidad para resolver varios asuntos, pero el último mensajero, el númida, le había dejado intranquilo. Tenía que hacerse todo y todo a la vez. Debía desdoblarse y sólo podía hacerlo recurriendo, una vez más, al único hombre en el que podía confiar para aquella situación. Publio estuvo detenido en el pasadizo central del gran teatro de Siracusa durante varios minutos. Los lictores se mantenían a una distancia prudente, asegurándose de que nadie se aproximara a la posición del cónsul por ninguno de los dos extremos del túnel. Cuando Publio reemprendió al fin la marcha de regreso a las gradas del teatro no tenía clara la noción del tiempo que había pasado entre aquellos pasadizos en penumbra, pero sabía que poco quedaría ya por ver de la obra de Plauto. A medida que se acercaba, se escuchaba una gran algarabía entre el público. Los legionarios de la V y la VI reían con gran estruendo. Parecía que Plauto había cumplido bien la misión de entretener a los soldados. Eso estaba bien. El cónsul sonrió de forma enigmática. Un hombre extraño, Plauto, pensó. Y ya estaba llegando al final del pasadizo, se veía la luz brillante del exterior empapando las paredes de la salida del túnel, cuando el cónsul observó varias personas que se hacían a un lado, apretando sus cuerpos contra la pared, para dejar que el cónsul de Roma pasara sin ser molestado. Entre los que se hacían a un lado, Publio reconoció a Icetas, el que debería ser el tutor de sus hijos. El cónsul se paró frente al sabio griego.
—¿Tan malo es el teatro romano que un griego no lo soporta hasta el final? —inquirió el cónsul mirándole a los ojos. Icetas no se arredró y respondió de modo directo, de la misma forma en que había sido interpelado.
—Como supongo que el cónsul de Roma es autoridad que anhela recibir respuestas sinceras a sus preguntas, deberé responder que he encontrado la obra más tosca y brutal de lo que esperaba, al tiempo que he observado que el texto y la puesta en escena, no obstante, hacen de la misma algo que no deja de proporcionar entretenimiento, un pasatiempo algo mucho menos pulido que las grandes comedias de Aristófanes, pero un espectáculo que no me ha dejado indiferente e indiferencia era lo que esperaba sentir. Me marcho temprano porque el final es evidente y porque me gusta rehuir a las grandes masas de legionarios romanos empujando por los estrechos pasadizos del teatro. Los humildes griegos no tenemos escolta que nos abra camino.
Publio le escuchó con interés. Desde luego, se confirmaba que no era Icetas un hombre apocado ni servil, y eso le gustaba. Un pedagogo con espíritu de siervo transmitiría servilismo a su hijo; un sabio con sentido de su propia dignidad enseñaría autoestima. El cónsul sonrió abiertamente.
—Una respuesta sincera y cargada de significados. Meditaré sobre cada palabra que has dicho, aunque la política me ha mantenido alejado de las graderías y tengo pocos elementos para juzgar sobre la obra.
Icetas asintió e hizo una leve reverencia. Publio dirigió de nuevo sus pasos hacia el exterior. La luz del sol de la tarde era aún intensa y lo inundaba todo. Publio volvió a tomar asiento junto a Marcio, Lelio y el resto de los oficiales. Los legionarios aplaudían y reían. El cónsul miró hacia el escenario: Plauto, en el papel del miles gloriosus, estaba siendo azotado por otros actores, y no sólo eso, sino que uno de los actores que vestía como un cocinero exhibía un largo y afilado cuchillo con el que amenazaba a Plauto.
—¿Cuándo empiezo a cortar? —decía el actor con el cuchillo en la mano mirando al actor que hacía de su señor mientras con la mano libre buscaba bajo la túnica de Plauto.
—Creo que me he debido de perder muchas cosas —dijo Publio a Marcio, que le escuchó sin dejar de mirar la escena, pero comprendió que el cónsul buscaba una explicación rápida a lo que acontecía en la representación.
—El miles gloriosus, el soldado fanfarrón —empezó Marcio—, ha sido apresado mientras intentaba cometer adulterio con la mujer de ese hombre cuyo cocinero amenaza con castrar al soldado por pretender a la mujer de su señor.
—Entiendo —respondió Publio asintiendo; sí que parecía ser algo brutal la obra; el comentario de Icetas no parecía tan exagerado viendo la representación en directo... pero la mente de Publio retornó a los problemas de la guerra y, mientras Plauto suplicaba en medio del escenario para salvar los órganos de su virilidad ante un enfervorecido público, se volvió hacia el otro lado y habló en voz baja a Lelio—. Debes marchar a África, Lelio. Tenemos que acelerar el desembarco y necesito que explores la costa en busca del lugar adecuado para desembarcar con una flota de casi quinientos barcos. Llévate legionarios de la V. Yo marcharé a Locri con la VI.
Lelio dejó de mirar al escenario, meditó y, con el ceño cubierto de arrugas, planteó una alternativa.
—¿No sería mejor que fueses a Locri con la V? Son más leales.
—No. Es la VI la que debo llevarme a Locri, con Macieno y Sergio Marco incluidos. Tú búscame una bahía en África y, si es posible, haz alguna incursión para atemorizar la región. Debemos alimentar el miedo de Cartago a nuestra llegada.
—Pero juntar a Macieno y Marco con Pleminio puede ser peligroso —insistió aún Lelio.
—Seguramente, seguramente —concedió Publio de modo misterioso, pero con una firmeza que no dejaba lugar a más debate.
Lelio calló y asintió. Los dos volvieron a concentrar su atención por un momento en el escenario. Plauto, en su papel de miles gloriosus, se había librado de ser castrado en público humillándose ante sus enemigos, que no dejaban de reírse de él y, junto con ellos, todo el público. Plauto está tumbado en la escena, de lado, hecho un ovillo, casi llorando. Los legionarios de la V y la VI, al fin, ceden en sus carcajadas y callan. Parece que, por un instante, sienten hasta pena del pobre fanfarrón del que todos han hecho mofa durante toda la representación. Plauto se levanta despacio y mira a un lado y otro del escenario con los ojos nerviosos mientras extiende sus lamentos por todos los rincones de la escena.
—Vae misero mihil Verba mihi data esse uideo... [¡ Ay, mísero de mí! Ya veo que me han engañado. Maldito Palestrión. Él me metió en este engaño. Creo que me lo merezco. Si se hiciese igual con todos los adúlteros habría menos adúlteros; pues tendrían más miedo y menos ganas de meterse en estos lances. Vayamos a casa.] —Y se calla y mira hacia el público y se agudiza el silencio en todo el gran teatro de Siracusa, se queda inmóvil e inspira fuerte y grita con toda la potencia de su voz—. ¡Plaudite, plaudite, plaudite...! [¡Aplaudid, aplaudid, aplaudid...!]
Y como un resorte, todos los legionarios de las legiones V y VI de Roma juntan sus manos y aplauden atronadoramente haciendo que las cavea del teatro de Siracusa tiemblen con el estruendo de sus palmadas.