27
Ansia

Tarraco, diciembre del 207 a.C.

Publio estaba en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa del tablinium de su domus en Tarraco. Por su cabeza paseaba el recuerdo de aquel correo oficial que trajo la noticia de la muerte de Asdrúbal Barca. Eso debía significar un punto de inflexión en aquella guerra, pero ni Aníbal había abandonado Italia ni él había conseguido desbloquear la situación en Hispania. Era cierto que su hermano Lucio había logrado conquistar la ciudad de Orongis con sus minas, y que Giscón se había retirado, pero Publio sentía que todo estaba en una calma extraña, incierta. Cartago no daba señal alguna de agotamiento y todo apuntaba a que la guerra continuaría como si la batalla del Metauro no hubiera tenido lugar. Aníbal estaba sufriendo ahora en sus propias carnes el derramamiento de sangre de su mismísima familia, como años atrás le ocurriera a él, a Publio, cuando padeció la muerte de su padre y de su tío a manos del propio Asdrúbal Barca. ¿Cuántos más habrían de morir en uno y otro bando hasta que o bien el Senado de Roma o bien el Senado de Cartago dieran su brazo a torcer? Publio tenía la imprecisa sensación de estar perdiendo perspectiva sobre los orígenes o sobre el fin último de aquella contienda que estalló cuando él tenía apenas diecisiete años y que a sus veintiocho años, con decenas de miles de soldados muertos por ambas partes, seguía dilatándose en el tiempo.

—¿Es cierto lo del decapitamiento de Asdrúbal? —Emilia le hablaba detenida en el umbral del tablinium, su pequeña y delgada figura asomando entre la pared y la cortina que separaba el despacho del atrio. No había tenido tiempo para compartir con ella detalles, como era su costumbre, sobre los últimos informes de Roma desde su llegada del sur. Publio levantó la mirada de los mapas pero no dejó de apoyarse sobre la mesa con las manos.

—Eso parece.

—No creo que haya sido buena idea, cebarse así con el hermano de Aníbal, es decir —y Emilia dudó antes de añadir algo más—, incluso si fue el que mató a tu padre y a tu tío.

—Un error, sí —confirmó Publio con seriedad—. Yo no lo habría hecho. Se equivocan en Roma. Además, Asdrúbal abatió a mi padre y mi tío en batalla. Aquí le han cortado la cabeza después de muerto y arrojarla al campamento de Aníbal no hará sino enfurecer al general cartaginés. La verdad es que prefiero estar ahora en Hispania y saber que así sabrá él que nosotros no tenemos nada que ver con lo de su hermano.

—¿Cómo crees que habrá reaccionado? —preguntó Emilia. Publio meditó su respuesta y frunció el ceño.

—No lo sé, pero estoy seguro de que intentará averiguar quién es el culpable e irá a por él. Yo lo haría.

—Dicen que fue Nerón —apostilló Emilia.

—Sí. —Publio dejó de apoyarse sobre la mesa y se sentó en una butaca; Emilia seguía en el umbral—. Sí, puede que le tuviera ganas desde que Asdrúbal lo engañó en Hispania y se le escapara de aquel desfiladero, pero no me encaja. Es algo demasiado retorcido —ahora hablaba ensimismado, como si nadie le escuchara—... demasiado retorcido para ser idea de Nerón... pero no es nuestro problema y la guerra transforma a la gente y llevamos tantos años de guerra...

Emilia sintió que era como si Publio hablara de sí mismo sin saberlo. Desde que había llegado del sur apenas habían hablado. Publio sólo parecía tener tiempo para sus oficiales, para asegurar los suministros de las tropas para el invierno, para organizar los planes de una nueva campaña... Era como si tuviera prisa por acabar con todo aquello y la única forma que hubiera encontrado era la de preparar una gran campaña final contra Giscón. Emilia estaba algo asustada, pero no sabía cómo decírselo a su marido, no sabía si decírselo a su marido.

—¿Cómo va todo? —preguntó al fin en voz baja. Publio enfocó con sus ojos la silueta de su mujer. Era como si viniera de algún lugar lejano.

—Bien. Bien. Voy a mandar a Lucio a Roma con el botín de Orongis y con los prisioneros cartagineses. El Senado debe ver que aquí conseguimos avances, pese a que dejara que Asdrúbal se escapara por el norte cuando aún no teníamos refuerzos suficientes, y además necesito a Lucio en Roma para que me informe de las maniobras de Fabio Máximo en el Senado. Y luego he de organizar un ataque frontal contra Giscón. Esto dura demasiado. Llevamos tres años en Hispania y el objetivo es África. —Aquí Publio se aceleraba al hablar—. África. Todo este tiempo en Hispania nos distrae de lo realmente importante.

Emilia sentía que estaba molestando a su marido, pero el miedo le hacía ser aún más inquisitiva.

—Si envías a Lucio a Roma, ¿contarás con Lelio en la próxima primavera?

Publio la miró con intensidad. Emilia bajó la mirada.

—No —dijo el general romano con dureza. Emilia hizo ademán de irse y Publio se sintió mal con respecto a su mujer, así que completó su seca respuesta con algunas palabras en tono más suave—. No debes hacer caso de mis modales, Emilia. Estoy cansado y nervioso. Quiero terminar con esta guerra y quiero hacerlo pronto. Tú misma me hiciste jurar que acabaría con ella lo antes posible y en ello estoy, para que nuestro hijo no tenga ya que enfrentarse a Aníbal, para que no herede de mí lo que yo recibí de mi padre y de mi tío. Con Lelio no contaré, al menos no en primera línea, porque está extraño, lejano, desde que se enfrentara conmigo en Baecula y, hasta cierto punto, que Asdrúbal llegara a Italia le da parte de razón, aunque sigo pensando que hicimos bien en no seguir a Asdrúbal porque no teníamos bastantes tropas, pero eso es ya el pasado. Tengo a Silano y a Marcio, y a Terebelio, y a Digicio y a Mario. Todos ellos excelentes tribunos y centuriones. Y leales. Con ellos puedo dirigir la campaña de primavera.

Emilia pensó en defender a Lelio y en interceder por él para que el enojo de su marido se redujera. En el fondo de su alma, Emilia estaba segura de que sin Lelio la victoria final sería imposible, pero estaban enfadados el uno con el otro por una estúpida discusión y el orgullo de ambos parecía haber levantado una muralla insalvable para todos. Una muralla que se mantenía como si alguien la alimentara en secreto, pero Emilia no entendía quién podía querer una cosa así y menos aún por qué. Emilia asintió y cubrió su rostro con una sonrisa. Su pequeña silueta desapareció tras la cortina. Publio se quedó sentado, contemplando los mapas, mientras su mente intentaba decidir cuál sería el enclave perfecto donde librar una batalla campal contra Giscón. Estaba ahíto de luchar y luchar sin fin. Sus ojos se detuvieron sobre la localidad de Ilipa. Tenía prisa. Hispania le alejaba de África. Prisa. Ansia.

Las legiones malditas
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