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Castra Cornelia
Costa norte de África, primavera del 203 a.C.
Publio era un hombre valiente, pero no un loco. Rodeado por las fuerzas de Giscón y Sífax decidió abandonar el asedio de Útica y buscar refugio para sus tropas en un lugar donde poder fortificarse adecuadamente para pasar el invierno resistiendo si ello era necesario un asedio del enemigo. De esa forma, reunida información por todos los exploradores romanos que el cónsul había distribuido por la región, hizo que las legiones V y VI de Roma marcharan hasta una pequeña península muy próxima a la propia ciudad de Útica, con la ventaja de ser un promontorio elevado, lo que lo protegía de ataques por mar, aunque en un lado quedaba algo más bajo el terreno, dando lugar a una pequeña bahía natural donde ordenó fondear la flota. Luego fortificó el istmo con varias empalizadas y dispuso las tropas por las mismas a la espera de un ataque inminente por parte del enemigo. Confiaba en que al ser rechazados eso enfriaría un poco los enardecidos ánimos de cartagineses y númidas y así, ganado algo de tiempo, poder concebir un plan para poder salir de allí con vida. De pronto, la victoria, derrotar a Cartago, hacer que Aníbal regresara de Italia, todo eso, pensó Publio con amargura, todas esas maravillosas ideas, no parecían sino un sueño inalcanzable. Ahora debían luchar por sobrevivir. Y también debía ganar tiempo con relación al Senado de Roma. Si Máximo averiguaba que la situación era desesperada, seguramente haría que los senadores aprobaran la retirada de las legiones y su regreso a Sicilia. Quizás eso fuera hasta sensato, pero el orgullo de Publio se negaba a admitir esa opción. Debía hacer algo, pues Catón o bien habría llegado a Roma, o bien habría remitido ya mensajes a Máximo con correos urgentes. Publio llamó a Lelio al praetorium.
—Netikerty sigue contigo, ¿no es así?
Lelio, aunque con cierta desgana, asintió.
—Bien. Pues es hora de que nos vuelva a ser útil. Tráemela.
Pasaron unos minutos, pero al poco, Lelio regresaba a la tienda del general en jefe con la joven esclava. La muchacha avanzó un par de pasos por delante de Lelio y se arrodilló a los pies del procónsul.
—¿Han vuelto a comunicar contigo, alguien, algún agente de Máximo?
La joven egipcia asintió un par de veces sin dejar de mirar al suelo.
—¿Dónde, cómo?
Netikerty habló sin levantar el rostro.
—Cuando salgo con los otros esclavos del tribuno Lelio a buscar suministros en el quaestorium, a veces se me acerca un hombre y me dice: «¿Sabes algo de la guerra?» Es la contraseña que me indica que es un hombre de Máximo. Nunca es el mismo y se guardan de que les vea bien, normalmente van con el casco puesto, mi general.
—Sea —aceptó Publio—. Pues acudirás al quaestorium con frecuencia estos días y cuando te interpelen deberás decir que la posición y la moral de las tropas es alta, que el general es muy respetado y que ninguno de los oficiales del cónsul duda del éxito de la misión, que los hombres están animados por las victorias de Saleca y contra la caballería de Hanón. Y dirás que el general y el tribuno Lelio se muestran muy esperanzados en la victoria final. Todo eso deberás decir. Y también que esperamos refuerzos... —Aquí Publio se detuvo un instante, pero al fin se lanzó—. Sí, que esperamos gran cantidad de refuerzos de Masinisa. Eso debes decir. Y que Sífax duda en atacarnos y que, seguramente, terminará siendo neutral. Eso también. Eso es todo. ¿Lo has entendido?
—Sí, mi general.
—Bien, pues ya puedes marcharte.
La joven salió por la tienda y tras ella Lelio, que un instante antes se giró hacia el procónsul; pero, al ver a Publio mirando al suelo, apretando los labios y concentrado, pensó mejor en no decir nada.
Pasados unos días, Lelio concluyó que, de alguna forma, Publio se comunicaba con los dioses, pues dos amaneceres después de que el procónsul dictara aquel mensaje a Netikerty, Masinisa apareció frente a las puertas de las nuevas fortificaciones de aquel campamento que todos daban en llamar Castra Cornelia, en honor a la gens del general que les comandaba. Y no sólo eso, sino que el rey de los maessyli había regresado de su incursión no sólo con los jinetes romanos que le había cedido el cónsul, sino con varios miles de guerreros de su pueblo. La voz había corrido por el noreste de Numidia: Masinisa había regresado, estaba vivo y estaba acompañado por los romanos. Eso hizo que por todo el nordeste de Numidia, centenares de maessyli se unieran a las filas del rey rebelde para recuperar la libertad y zafarse del yugo de Sífax.
—Te dije que volvería y sé que me he retrasado —se explicaba Masinisa ante Publio Cornelio Escipión en el praetorium, rodeados por las atentas miradas de Lelio, Silano, Marcio, Mario, Cayo Valerio, Terebelio y Digicio—, pero ha sido por una buena causa: he conseguido reunir varios miles de guerreros maessyli para servirte mejor.
Publio se levantó y avanzó hacia Masinisa; éste no sabía bien qué hacer, pero las palabras del procónsul, poniendo su mano sobre su hombro, le tranquilizaron.
—Has llegado tarde, pero me has traído todo un ejército de caballería. Masinisa, rey de los maessyli, doy mis órdenes por cumplidas y aprecio el valor de tu lealtad. Me has servido bien y me servirás aún mejor. Lo presiento. Y no dudes que sabré recompensarte más allá de lo que puedas imaginar.
Masinisa dudó, pero no lo pudo evitar.
—Puedo imaginar mucho.
Publio sonrió.
—Eso está bien. Un rey con ambición. No te preocupes, joven rey. Yo soy capaz de imaginar aún mucho más. Créeme.
Y con aquellas enigmáticas palabras, despidió al rey de los maessyli, que se retiró algo confundido, pensando con intensidad, pero satisfecho de que el procónsul se sintiera bien dispuesto hacia él. Sentía que la recuperación del nordeste de Numidia podía estar más cerca, aunque la enormidad del ejército de Sífax y Giscón reunidos a escasa distancia de las fortificaciones romanas le tenían confuso.
Tras aquel feliz regreso, que animó un poco a las acorraladas legiones de Escipión, Lelio vio cómo otra parte del mensaje que el procónsul dictó a Netikerty parecía cumplirse: el rey Sífax, en lugar de atacar, envió emisarios para parlamentar. Sífax se erigía como mediador entre los cartagineses y los romanos y ofrecía al procónsul de Roma una tregua para poder parlamentar y así pactar una salida negociada a aquel conflicto. Una negociación que, sin duda, Sífax dirigiría a favor de los intereses de Cartago dada su tremenda posición de fuerza. Lelio, como el resto de los oficiales, observó que Publio hacía lo que debía hacer dadas las circunstancias: aceptó negociar. Los legionarios de la V y la VI compartieron aquella decisión con una mezcla extraña de sensaciones: por un lado, veían su recién recuperado orgullo herido, pero, por otro lado, comprendían que existía la posibilidad real de que se pactara una retirada y salvar así la vida, aunque como eso sólo conllevaría el regreso al destierro de Sicilia, nadie tenía claro que no luchar fuera el camino. Pero les triplicaban en número. Eran tres enemigos contra uno. No se podía hacer nada. A no ser que al general se le ocurriera algo, pero todos, aunque tenían esa pequeña llama de esperanza en sus almas, entendían que nada podía hacerse, ni siquiera alguien como el procónsul podría conseguir algo más allá de una humillante retirada pactada.
El invierno fue frío y el viento arreciaba en lo alto de aquella pequeña península. La humedad del mar trepaba por las rocas de los acantilados y los barcos debían ser asegurados con cadenas y gruesas amarras. El viento helado se colaba por todas las rendijas de las tiendas y la comida, aunque aún abundante, se racionó. Entretanto, los emisarios de Sífax visitaban el campamento romano y establecían las condiciones para la paz y, a su vez, Publio enviaba mensajeros, encabezados por Mario y Cayo Valerio, para dar respuesta a las propuestas del rey de Numidia con la posibilidad de un acuerdo modificando Publio y sus tribunos algunas de las cláusulas iniciales de la propuesta de Sífax.
Sífax se había comprometido a permitir a los romanos embarcar en sus barcos y retirarse sin ser molestados; a cambio, exigía que se le entregara a Masinisa y su caballería. Publio contrapropuso que antes el rey de Numidia debía firmar un pacto de no agresión con Roma y comprometerse a no ayudar a Cartago en su guerra fuera de África. Sífax no cedió e insistió en ofertar, por última vez, la retirada de las tropas romanas, a cambio de que el procónsul abandonara a su suerte a los cuatro mil jinetes de los maessyli, que, tras la partida de las legiones V y VI, quedarían rodeados por los cien mil guerreros de Sífax y Giscón. Los últimos emisarios insistieron en que con ello Sífax se mostraba generoso e imparcial, pues su propia esposa Sofonisba, hija de Giscón, así como su suegro, no dejaban de insistirle en que debía atacar sin dilación y que, si no lo hacía, era por responder con elegancia al valor que el procónsul mostró en el pasado al acudir a Siga y que, además, ya había advertido en varias ocasiones al propio cónsul, cuando estaba en Siracusa, de que no debía desembarcar en África.
Publio, sentado en su butaca, reflexiona en silencio. En torno a sí están congregados todos sus tribunos y centuriones de confianza. Cayo Lelio mira al suelo, Marcio y Silano aprietan los dientes, Mario se pasa una mano por la parte posterior de la cabeza, Terebelio y Digicio fruncen el ceño, Cayo Valerio, al igual que los doce lictores que velan por la seguridad del procónsul, mira atento a Masinisa y este último, con la boca abierta, no puede creer que el cónsul esté considerando seriamente partir y abandonarlos a su suerte, una muerte segura después de haberse rebelado una vez más contra Sífax. Los emisarios del rey de Numidia, por su parte, parecen inquietos, miran al procónsul y luego a Masinisa. Tienen prisa, pero no se atreven a hablar.
Publio Cornelio Escipión levanta la mano derecha y con el gesto consigue la atención inmediata de cuantos están en la tienda.
—Podéis decir al rey Sífax... —empieza el procónsul, y aquí se detiene un segundo para mirar fijamente a los ojos de Masinisa—; podéis decirle que acepto sus condiciones y que en cuanto pasen unos días, a lo sumo unas semanas, en cuanto tengamos un día de buen tiempo, para que podamos organizarlo todo convenientemente y podamos tener una navegación segura, partiremos de regreso a Sicilia.
La mayoría de los tribunos y centuriones niega con la cabeza pero sin osar contradecir con sus palabras la decisión del cónsul. Cayo Lelio mira a Publio con la frente arrugada, inquisitiva. Masinisa vocifera.
—¡Eres un traidor! ¡Publio Cornelio Escipión traiciona a aquellos que mejor le han servido! ¡He luchado para ti, he matado para ti y he traído todo un cuerpo de caballería para ti y ahora tú me abandonas frente al peor de mis enemigos! ¡Eres un miserable, un miserable! —Y se lleva la mano a la espada, pero antes de que el puño del exiliado rey de los maessyli llegue a la empuñadura, la firme mano de Cayo Valerio le detiene. En un segundo, Masinisa es rodeado y reducido por los lictores, Publio se levanta de su butaca y grita con potencia.
—¡Cállate, rey de los maessyli! ¡Cállate! ¡Nadie grita en mi praetorium excepto yo mismo y, por todos los dioses, que nadie me llama traidor sin pagar por ello!
Masinisa, desarmado, asido por brazos y piernas, deja de gritar, pero sólo la furia y el odio fluyen por sus venas, mientras respira con vehemencia.
Los emisarios de Sífax miran al joven rey rebelde y sonríen como hienas que babean deleitándose en la que saben será su próxima presa herida ya de muerte. El más veterano responde a Publio con brevedad.
—El procónsul de Roma ha elegido sabiamente. Informaré a mi rey y a los cartagineses de esta decisión.
Publio levanta un brazo y los oficiales abren un pasillo para que los emisarios abandonen el praetorium.
Nada más salir los emisarios de Sífax, Publio se aproxima al inmovilizado Masinisa.
—¡Soltadle!
—Valerio y los lictores aflojan, pero permanecen atentos a cualquier movimiento del regio maessyli. Publio se dirige a él con voz serena y segura—. Y ahora, haz el favor de escuchar con atención y en silencio y no se te ocurra volver a insultarme hasta que termine de exponer cuál va a ser nuestra forma de actuar. ¿Está claro?
Masinisa permanece en el silencio forzado de quien se contiene para no empezar a gritar sin posibilidad ya de detener el flujo de su furia.
—Te-he-he-cho-u-na-pre-gun-ta —pronuncia el cónsul sílaba a sílaba.
—¡Sí, te he oído, te he oído...! —responde en un ladrido Masinisa escupiendo saliva sobre el rostro del procónsul. Valerio va a golpear al joven rey de los maessyli, pero Publio levanta su brazo izquierdo y el primus pilus de la V legión se detiene.
—Bien, eso es lo que quería oír —responde Publio Cornelio Escipión limpiándose la saliva de Masinisa con el dorso de una mano. Se vuelve entonces hacia sus oficiales y continúa hablando con la misma serenidad con la que lo hacía siempre que explicaba un plan de acción—. Vamos a atacar y vamos a hacerlo muy, muy pronto y... —se vuelve hacia Masinisa—, vamos a atacar todos juntos, pero había pensado que quizás era mejor no decir esto a los emisarios de Sífax, más que nada porque en la sorpresa reside nuestra única posibilidad de victoria. —Masinisa le mira con los ojos cada vez más abiertos, va a hablar, quiere hacer la evidente pregunta «Entonces... ¿no vas a entregarme?», pero el cónsul levanta la mano derecha para que guarde silencio y continúa explicando el plan de ataque, girando sobre sí mismo, mirando uno a uno a sus tribunos y centuriones—. Ellos son más. Entre cartagineses y númidas leales a Sífax tenemos casi cien mil hombres. Nosotros, contando los refuerzos de Masinisa, las legiones V y VI, los voluntarios de Hispania, la caballería reclutada en Sicilia y las tropas auxiliares de las legiones no llegamos a treinta y cinco mil hombres. Además, hasta ahora, ellos han llevado la iniciativa, pero si he estado negociando todo este largo tiempo no ha sido para escapar, sino para conseguir que Mario y Cayo Valerio pudieran entrar en los campamentos enemigos para transmitir nuestras respuestas. En esas misiones de negociación, les pedía a Mario y a Valerio que se fijaran en todo lo que allí vieran: en cómo están armados, en cuál es el estado de las tropas, cuál es su moral, cómo están organizados los campamentos enemigos... y bien, esto es lo que sabemos. —Publio fue a la mesa de los mapas y allí se congregaron todos, incluidos un Masinisa algo más sereno, pero aún desconfiado. Publio continuaba sus explicaciones señalando en un mapa en que había dibujado los campamentos enemigos—. Han constituido dos campamentos muy diferentes. Por un lado está Giscón con su ejército cartaginés, en un campamento algo fortificado y más o menos organizado, pero aun así atacable. Tan seguros están de su fuerza que no se han molestado en protegerse de un posible ataque. Pero lo de Sífax es aun mejor: el campamento númida está completamente desorganizado, centenares de tiendas en su mayoría levantadas con madera y hojarasca, ramas secas que prenderán como aceite hirviendo en cuanto les apliquemos una llama.
Publio terminó su exposición y, satisfecho, dejó de apoyarse sobre la mesa y miró a sus oficiales. Lelio asentía despacio. Desde que se descubriera lo de Netikerty, Lelio andaba ensimismado en cuanto a su estado de ánimo, pero estaba mucho más dispuesto a aceptar cualquier plan de Publio; el resto parecía tener más dudas. Fue Silano el primero que planteó un problema.
—Pero nos verán acercarnos. Es imposible sorprenderles.
—No, eso no es así —respondió Publio con determinación—. Sí que es posible sorprenderles y lo haremos. Les sorprenderemos porque atacaremos de noche. Esta noche.
—¿Una batalla nocturna? —repitió Valerio, confuso, incrédulo, con incertidumbre.
—Así escapó Aníbal al cerco de Fabio Máximo en Casilinum —ilustró Publio recordándoles a todos la magnífica estratagema de Aníbal en Italia cuando estaba en clara inferioridad numérica al estar acorralado por las legiones al mando del princeps senatus—. Atacó de noche y nosotros haremos lo mismo. —Publio veía que sus hombres aún dudaban, pero a la vez empezaban a mostrarse más y más atraídos por una idea que alejaba el fantasma de la humillante huida; continuó con el plan—. Yo, con la V legión y la caballería romana atacaré el campamento mejor organizado, el de Giscón, mientras que Lelio, con la VI legión, apoyado por la caballería de los maessyli —aquí miró a Masinisa, que asintió con lo que ahora era una boca muy cerrada—, atacarán a Sífax. No, no te voy a traicionar, sino que muy al contrario, lo que hago es brindarte en bandeja que destruyas con tus propias manos y todo nuestro apoyo a tu peor enemigo, a quien te ha arrancado tu tierra, ha matado a los tuyos y te ha condenado al destierro perpetuo y a quien quería comprarme para que te vendiera como un esclavo. Masinisa, te estoy dando la posibilidad de que emerjas en la noche y arrases el campamento de Sífax respaldado por todos mis hombres. Sífax me ha traicionado, mientras que tú me has mostrado lealtad. Si Sífax hubiera sido fiel a su pacto, me habría conformado con que al final de esta guerra hubiera cedido el noreste de Numidia para ti, pero la mayor parte de Numidia continuaría bajo su poder; eso si se hubiera mantenido neutral, pero ahora eso ya no me vale. Creo, joven Masinisa, que ya ha llegado la hora de que haya un nuevo rey de toda Numidia. —Masinisa abre aún más los ojos y arruga la frente; Publio asiente para reforzar el significado de sus palabras—. Ya te dije que yo podía imaginar aún mucho más que tú, Masinisa, rey de los maessyli y, pronto, muy pronto, rey de toda Numidia.
Tribunos y centuriones observaban a su general en jefe con una admiración sin límites. Aquel procónsul, rodeado de una fuerza que les triplicaba en número, estaba nombrando rey a quien no lo era, daba por muerto a quien lo era, planeaba una batalla nocturna y a todos les transmitía la sensación de que la realidad no era la que era, sino que la realidad era o iba a ser pronto lo que él anunciaba. En medio de aquel admirativo silencio, Cayo Valerio se atrevió a hacer una pregunta complicada.
—Pero... —el cónsul le miró y asintió para invitarle a que planteara su duda—, ¿cómo llevaremos fuego para incendiar sus campamentos en medio de la noche sin que nos vean?
Publio Cornelio Escipión pasó su lengua por debajo del labio superior con lentitud y tomó asiento en su butaca. Todos se hicieron un paso atrás. El procónsul, por primera vez en toda la tarde, habló con algo de incertidumbre.
—Sí. Eso me ha tenido ofuscado un tiempo... no podemos utilizar lentes para ayudarnos del sol porque será de noche y pensé en ir sin fuego y prender antorchas cuando estemos cerca de los campamentos, pero al empezar a distribuirlas nos verían y necesitamos muchas llamas para encender no sólo antorchas, sino lanzas y flechas. No... no... hay que llevar fuego, muchas llamas y que no nos vean al acercarnos... eso, es cierto, me ha tenido unas semanas alargando las negociaciones... pero ya se me ha ocurrido algo... algo que teníamos a nuestro alcance todo el tiempo y que ya hemos usado... pero hasta ayer mismo no lo pensé... pero eso valdrá. Tendrá que valer...