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El mensaje más cruel
Campamento general romano junto a
Canusium,
noviembre del 207 a.C.
Un mes antes de que Publio reciba el correo oficial del Senado
Nerón estaba satisfecho consigo mismo. No sólo por la victoria absoluta contra Asdrúbal Barca y todo lo que eso suponía en la larga guerra contra Cartago, sino por el plan que debía ejecutar esa mañana en la que acababa de retornar desde el norte al campamento general romano emplazado frente a los cuarteles de Aníbal y sus tropas, en las proximidades de Canusium. Nerón apenas había dormido un par de horas, pero con la primera luz del alba salió del praetorium y ordenó que trajeran la cesta en la que traía el mensaje para Aníbal Barca. Un centurión trajo la cesta y la puso a los pies de Nerón. El cónsul se agachó para examinar su contenido. Al inclinarse un olor nauseabundo le produjo arcadas.
—Que lancen esta cesta contra el campamento de ese condenado Aníbal. Usad una catapulta. Pero antes exhibid a los prisioneros encadenados delante de las empalizadas. Luego lanzad la cesta. Eso será suficiente —dijo, y se retiró un par de pasos. Vio cómo el centurión le saludaba con la mano en el pecho y cómo se inclinaba para levantar la cesta al tiempo que mantenía su rostro girado para evitar el mal olor.
En un principio Nerón había pensado que todo aquello era innoble; sin embargo, fue la carta de Fabio Máximo la que le persuadió. Para acabar con Aníbal no era bastante derrotar a su hermano, como habían hecho en el Metauro, al norte de Italia, y que el mayor de los Barca lo supiera. No, todos los mercenarios iberos, galos, númidas y africanos debían sentir el oscuro manto de la derrota completa apoderándose de su almas.
Campamento general de Aníbal junto a Canusium, noviembre del 207 a.C, finales
Aníbal descendió de la empalizada de su campamento. No necesitaba ver más. Los romanos se entretenían haciendo que centenares de galos, iberos y africanos cubiertos de cadenas, muchos de ellos malheridos, pasearan por el exterior del campamento romano. Estaba claro lo que eso significaba: Asdrúbal había sido derrotado. Los romanos habían evitado que sus fuerzas y las de Asdrúbal se unieran. Luego habían acorralado a su hermano y derrotado su ejército. Quizá los romanos habían atrapado a alguno de los mensajeros enviados por él para coordinarse con Asdrúbal.
Aníbal aún rumiaba sobre el tamaño auténtico del desastre en el que había incurrido su hermano cuando una especie de piedra cayó del cielo, apenas a cien pasos de donde se encontraba. ¿Iban ahora a atacar los romanos y empezaban usando las catapultas? Eso no les conseguiría victoria alguna. Dispersaría a sus tropas hasta que se les agotaran los proyectiles. Pero no cayeron más piedras. Un negro presentimiento rasgó el corazón del temible guerrero. Aníbal sintió un dolor punzante por lo tenebroso de sus pensamientos. No se atreverían a tanto. ¿O sí? Por primera vez desde que empezara sus luchas en Iberia, Aníbal se quedó petrificado. No se había sentido así de impotente desde la muerte de su padre Amílcar junto al Tajo. Vio cómo Maharbal, que le seguía, le adelantaba y se aproximaba hacia la piedra. Aníbal lo vio acercarse primero y luego perderse entre el círculo de soldados africanos curiosos que habían formado un corro en torno al proyectil lanzado por los romanos. De pronto, se escuchó como un grito ahogado procedente de las gargantas de todos aquellos hombres y luego Aníbal vio los rostros de espanto de los que se alejaban, tomando distancia del lugar donde había caído el proyectil, como quien busca distanciarse de una desgracia que no le incumbe. Aníbal presenció cómo todos los guerreros se iban apartando e incluso impedían que otros se aproximaran murmurando palabras que helaban los rostros de los recién llegados. Sólo Maharbal permanecía arrodillado junto al proyectil. Aníbal se fue aproximando despacio. Primero unos pasos. Luego se detenía. Daba un paso más y volvía a detenerse. Cuando apenas estaba a diez pasos del proyectil Maharbal se levantó y al hacerlo dejó visible lo que parecía ser una manta vieja teñida de rojo de forma irregular, como a manchas. Una amplia pieza de tela que cubría algo... algo que aterrorizaba a todos sus hombres. Aníbal buscó la mirada de Maharbal pero éste, incapaz de mirarle a los ojos, había cerrado los suyos y parecía sollozar del modo más contenido que podía. Aníbal tragó saliva. Sus peores presagios parecían cobrar vida, pero no lo dudó y avanzó un paso, dos, tres, cuatro, cinco, seis, se frotó el rostro con el dorso de la mano derecha, siete, se restregó el ojo sano con el dorso de la otra mano, ocho, inspiró aire, nueve, empezó a agacharse, diez, se arrodilló, tomó la manta y empezó a descubrir aquello que tanto pavor había causado a todos. Con la pesada lentitud del que se sabe curtido por el sufrimiento decidió encarar con decisión aquel horror. Debajo de un pliegue había otro y luego otro, así que al final, tiró con fuerza de la manta para terminar con la tortura de la incertidumbre y, girando, como una piedra redonda, rodó por el suelo la cabeza cortada de un hombre, dando dos, tres, hasta cuatro vueltas y quedar con la faz hacia el cielo, un rostro herido, cortado por varias espadas romanas y podrido por los días de viaje desde el norte, pero pese a las facciones desfiguradas y el rictus hierático de aquella cara, ante sí Aníbal reconoció, con la infinita paciencia del que se sabe dispuesto a sufrir más allá de lo imaginable, el rostro de su amado hermano Asdrúbal. Sólo entonces comprendió Aníbal la auténtica dimensión del desastre que había acontecido junto al río Metauro, donde su hermano se había batido, leal a su causa, a su familia, leal a él, hasta la mismísima muerte. Pero él, Aníbal, siempre enterraba con honor a cuantos generales y cónsules romanos había abatido y cuando los romanos cumplían las leyes de intercambio de prisioneros él también las contemplaba. Había incinerado en enormes piras funerarias los cuerpos de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y hasta al propio Claudio Marcelo y, sin embargo, los romanos le devolvían aquellos gestos de nobleza y respeto por sus generales decapitando a su hermano y arrojando su cabeza desde una catapulta.
Los hombres temieron la reacción de su general. Algunos oficiales veteranos recordaban aún el grito desgarrador que Aníbal lanzara en Iberia cuando descubrió el cuerpo de su padre muerto en la batalla junto al Tajo y esperaban escuchar aquel temible alarido, pero los segundos pasaban y Aníbal permanecía arrodillado ante la cabeza de su hermano muerto. Al cabo de un minuto de denso y pesado silencio llegó algo más doloroso aún que la muerte y el horror. A los oídos de todos los cartagineses presentes llegaron las risas, carcajada a carcajada, de las crecidas legiones romanas, y si todas aquellas risas atravesaron sus almas, en la cabeza de Aníbal aquellas carcajadas dejaron para siempre la indeleble marca del odio frío y calculador, más allá de la razón y la lógica. Era aquél un odio que sólo se diluiría con sangre vertida en un momento indicado en un momento concreto, allí donde más daño hiciera al hombre u hombres, no sólo que hubieran ejecutado a su hermano sino también a los que hubieran tomado la decisión de tratarlo con aquella vileza aun después de muerto.
Aníbal toma la cabeza de Asdrúbal y la abraza en su regazo y en silencio, sin que nadie oiga palabra alguna, en secreto, ante los ojos atónitos de sus dioses, Aníbal jura que se tomará la más pérfida de las venganzas contra la mente que hubiera elucubrado semejante humillación.
Algunos dicen que aquella mañana Aníbal, arrodillado, abrazado a la cabeza de su hermano muerto, lloró, pero otros aseguran que no hubo ni una lágrima vertida por el general en jefe de Cartago: sólo silencio, un silencio largo y espeso que oscureció el día. Un trueno resonó en el cielo y en unos minutos empezó a llover. No una tormenta henchida de relámpagos sino una lluvia fina e intensa que lo empapaba todo pero que a la vez parecía limpiarlo todo: los recuerdos, la memoria, el dolor. Maharbal se acercó a Aníbal y, con tiento, le habló al oído. Aníbal asintió y se levantó.
—Que tras la lluvia tomen leña seca de la que tenemos guardada para las hogueras y en cuanto amaine que levanten una pira funeraria y que en ella quemen la cabeza de Asdrúbal, mi hermano, un gran general de Cartago, un leal a nuestra causa, sangre de mi sangre. ¿Te encargarás de que así se haga, Maharbal?
El interpelado asintió y Aníbal le cedió la manta ensangrentada con la cabeza decapitada de Asdrúbal. Maharbal la tomó como el padre que toma un recién nacido por primera vez: con la misma torpeza y con el mismo cuidado. Aníbal le miró a los ojos y supo que sus órdenes serían ejecutadas como había indicado. Siempre había apreciado tener a Maharbal a su lado, incluso cuando discutieron en el pasado, pero ahora más que nunca, agradecía tener a un noble cartaginés de su capacidad y de su lealtad para apoyarse porque, por primera vez desde que comenzara aquella guerra, Aníbal comprendió que todos sus planes se habían quebrado y que ahora nadarían contracorriente, enfrentándose a una Roma más vanidosa y henchida por la sangre púnica derramada en el Metauro. Para cualquiera aquel golpe sería definitivo. Para cualquier otro general aquella muerte, aquella cabeza decapitada, significaría el desplome de su espíritu de lucha, pero Aníbal, mientras se alejaba solo, seguido a distancia por su guardia personal, observado por todos los iberos, africanos, númidas y galos de sus tropas, empezó a maquinar la forma de rehacer sus fuerzas, de contraatacar y de mantenerse en Italia, acechando, combatiendo hasta que se le ocurriese la forma de volver a acorralar a los romanos por un lado, y, por otro, discernir la mejor forma de ejecutar su decidida venganza. De su firmeza nacería de nuevo el pavor en Roma, pues alguien que ha sido castigado como había sido castigado él no debería de poder rehacer su ánimo, pero él, Aníbal Barca, pese a todo y pese a todos los romanos, se reharía y con su reacción, que con toda seguridad no encajaría en lo esperado por Roma, la propia Roma tendría un nuevo temor: Aníbal no es un hombre, no se detiene ni ante la muerte ni ante la tortura de su hermano. Sólo entonces entenderán los romanos que con él sólo había ya una paz posible y aquélla pasaba porque o bien Roma se rindiera o bien Roma le aniquilara, pero a él mismo, no a otro hermano, general, amigo o ciudad. Aquel día decidió Aníbal, al tiempo que entraba en su tienda y se sentaba en su butaca cubierta de pieles de león traídas de África, que incluso si Cartago caía derrotada, eso no sería el final de su lucha. Una Roma que combatía de aquella forma no merecía regir el mundo. Él lucharía hasta el final. Sólo los dioses sabían quién sería más fuerte. O quizá ni ellos mismos lo sabían y se entretenían contemplando la lucha. Aníbal se sirvió una copa de vino. Los esclavos no habían entrado por respeto. Aníbal levantó su copa en alto y brindó mirando al cielo.
—Espero que disfrutéis, dioses del mundo, romanos y cartagineses, espero, Baal, que encuentres gozo y diversión en este combate porque aquí, desde hace tiempo, sólo se siente el cansancio de la lucha y el sufrimiento por los seres queridos perdidos en combate. Primero mi padre y luego mi hermano. Pero ya no me importa. Ya apenas nada importa. —Bebió de la copa con ansia y vació su contenido. Volvió a servirse y volvió a brindar mirando al cielo—. Sentaos todos, divinas criaturas que regís nuestros destinos, porque aunque penséis que esta lucha entre Roma y yo puede estar llegando a su fin sólo os anuncio algo que puede que os sorprenda: esto no ha hecho más que empezar, esto no ha hecho más que empezar.
Y Aníbal volvió a vaciar su copa. Aníbal miró su mano derecha cubierta de anillos consulares, pero se quedó mirando el anillo de plata y con una turquesa que lucía en su dedo meñique. Era diferente a los demás, de plata y rematado en una piedra que podía abrirse para vaciar el polvo que contenía su interior. Aníbal pensó, por primera vez en su vida, en suicidarse, pero la idea pasó y se fue. Quedaba su hermano Magón. Él debería reemplazar a Asdrúbal y atacar por el norte. El plan no había fracasado por completo, sólo se había detenido. En el exterior la lluvia arreciaba torrencialmente. Llovía sobre los vivos como si todos los dioses de Cartago no hicieran otra cosa que llorar y llorar.