Dietrich Buxtehude

 

Ya había hablado de este músico en el relato de Johann Sebastian Bach. Sin estar pensando en él se apareció de nuevo ante mis ojos cuando descuidadamente buscaba entre las biografías un nuevo candidato sobre el cual escribir. Poco nombrado en los círculos musicales de hoy tiene en su haber, como ya se sabe, aparte de una extraordinaria obra como músico académico del barroco, el hecho de que el joven Johann Sebastian Bach caminara cuatrocientos kilómetros, casi media Alemania —desde Arnstadt hasta Lübeck— sólo para verlo, estrechar su mano y escucharlo tocar el órgano. Lo admiraba de tal manera que posiblemente, si las condiciones no involucrasen una carga imposible de sobrellevar, estaría dispuesto a prestarse para cualquier sacrificio o favor que el compositor y organista le pidiera.  

Buxtehude se había labrado una extraordinaria carrera como músico, llegando a convertirse en el organista más célebre de la época, por lo que en 1668 fue designado organista en la Marienkirche (iglesia de la Santa María) de Lübeck, cargo que conservó hasta el día de su muerte. Aunque si se analiza este nombramiento en detalle veremos que no sólo su talento musical lo ayudó a ocupar tan distinguida posición, sino que también accedió a casarse con la hija de F. Tunder, su predecesor en el cargo, quien en algún momento le sugirió, le recomendó o le aconsejó que el casarse con su hija le facilitaría las cosas, algo que, suponemos, le trajo gran felicidad al músico germano-danés si partimos del hecho de que en verdad se enamoró de la dama. Me complazco en imaginarla joven, hermosa, elegante, de ademanes finos y dulce mirada. Qué suerte la mía, debió de haber pensado Buxtehude cuando por partida doble se le presentó aquella oportunidad de oro: organista de la Marienkirche y una bella esposa, un doble regalo del universo, Dios en todo su esplendor unía dos caminos para formar uno, sólido e indivisible. Y si a él le había ido tan bien, si había sido tan feliz a lo largo de su vida, por qué no ofrecer a su propia hija en matrimonio, por qué no repetir la historia y encontrar a un destacado y joven músico que se casara con ella y, a la mayor brevedad posible, ocupar el importante cargo que ahora él desempeñaba. No le importaría dejarlo si el candidato cumplía con los requisitos. Él ya, a los sesenta y seis años, se sentía un poco cansado y no sería mala idea entregar la batuta a un sucesor, sobre todo si accedía a casarse con Anna… Claro está que Anna Margreta no era tan bella como su madre —su nariz, larga y con un abultado morro en el tabique, un poco desviada hacia un lado, de alguna manera, vista de frente, le deformaba también un poco los labios y la boca entera, que al estar cerrada no dibujaba una línea horizontal en su rostro sino más bien una franja diagonal caída hacia el lado contrario al de la nariz—, ni tan elegante, su mirada no podría definirse abiertamente como dulce, más bien un tanto escurridiza, tal vez por lo pequeño de sus ojos azules y, lo que más le preocupaba, ya no era tan joven: había llegado a una edad que si bien no representaba todavía un problema, se acercaba peligrosamente a esos años donde los hombres aún solteros voltean la mirada y huyen, por así decirlo, a la francesa.

Complaciéndose en la idea de otro candidato para su cargo, y para su Anna, una vez más visualizaba al personaje. Debía ser joven, buen organista, libre como las manos antes de posarse en las teclas y decidido a formar una familia. Una nueva oportunidad se hizo presente. 

Es usted realmente osado, mi querido… ¿cómo dijo que se llamaba? Ah, eso es, Bach, aunque, si no le importa, preferiría llamarlo por su nombre de pila. ¿Johann Sebastian? Está bien. Entonces como le decía, mi querido Johann Sebastian, es usted muy osado y gentil. Caminar desde tan lejos sólo para conocerme es algo que me llena de satisfacción, colma un ego que he tratado de controlar pero que siempre está allí, esperando que alguien toque unas notas para él. Y usted lo ha hecho con su visita: ha tocado una melodía que perdurará en mis oídos aún después de que la música haya cesado. Ciertamente ha hecho algo insólito, digno de contarse, de escribirse y de que el mundo se entere de lo que usted un día fue capaz de hacer a cambio sólo de un poco de música. Le estoy muy agradecido, tanto, que estaría dispuesto a ofrecerle a mi hija en matrimonio. No se sorprenda. Sería un gran acontecimiento para todos. Ella estaría encantada de casarse con un joven talentoso como usted. Sí, ya me he enterado de lo bien que toca el violín, el clave y el órgano, de sus composiciones y de todo eso. Sería el hombre ideal para Anna, y nosotros, incluyo a mi esposa, estaríamos encantados con la unión. Por supuesto, al convertirse en mi yerno, estaría también convirtiéndose nada más y nada menos que en el próximo organista de la Marienkirche de Lübeck. ¿Qué le parece? Ah, ya imagino las espléndidas veladas que pasaremos juntos, en familia, tocando el piano o el órgano o el violín o el violonchelo o cualquier otro instrumento que haga vibrar nuestras almas mientras el vino nos abraza de entusiasmo y loca creatividad… ¿Händel? No, no hablemos de Händel. Es un buen músico pero le falta sentido de la ocasión, como a muchos alemanes. A veces la suerte hay que procurársela, mi buen Johann Sebastian, y muchas personas —no es su caso, claro— no aprecian las buenas cosas que a veces la vida les sirve en bandeja de plata. Reaccionó como un tonto cuando le presenté a mi bella Anna… ¿Mattheson? Otro alemán sin futuro. Sí, no puedo decir que no sea un buen organista, pero también me decepcionó. A mí y a mi pobre Anna. Dijo que estaba dispuesto a ocupar el cargo de organista de la Marienkirche, pero no a casarse con mi Anna. Todo un aprovechador y, hay que reconocerlo, un hombre inestable, sin ambiciones, inconveniente desde todo punto de vista para nuestra comunidad —no es su caso, claro—. Usted es diferente, mi querido Johann Sebastian, usted no sólo es talentoso sino también inteligente y decidido. Permítame presentarle a mi hija: Anna Margreta, querida, ¿podrías venir un momento?, quiero presentarte a alguien. Y bien, qué le parece… espere… mire… adónde va… oiga… su sombrero…

La trilogía de los malditos
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