Giuseppe Verdi

 

No, nunca hablamos de casarnos. Y si lo hicimos no fue por la presión que sobre nosotros ejercieron sus padres o los habitantes de Busseto, eso era algo que llegamos a ver con indiferencia, a lo que nos habíamos acostumbrado como se acostumbra uno al mal dormir; lo hicimos porque, como ya se sabe, no teníamos hijos, nos estábamos haciendo viejos y queríamos adoptar uno. Esa fue la verdadera razón. Yo fui la de la idea. Giuseppe se encogió de hombros cuando se lo pedí. Para él no significó nada.       

Claro que la gente de Busseto se opuso a nuestra relación libre y sin compromisos formales, pero no con palabras, no, eso hubiese sido preferible; era algo que iba más allá, quizás aún peor: el rechazo que se percibe en las miradas, en los gestos… Recuerdo cuando Giuseppe tuvo que ir a Venecia al estreno de Rigoletto y yo me quedé unos días sola en el pueblo: la gente pasaba y no me saludaba, daba las gracias por algo y no me respondía, nadie se sentaba a mi lado en la iglesia… murmuraban cosas, miraban a otro lado o simulaban una tos con el pañuelo. No fue fácil acostumbrarme a todo ello. Pero yo amaba a Giuseppe y él a mí. Y nada más importaba. De alguna forma… todo se sabe… se enteraron de mis andanzas juveniles, de los errores que en mí, por ser la amante del genio de Busseto, destacaban como la luz que en estos momentos nos rodea. Nadie comentó que yo, Giuseppina Strepponi, fui una aventajada estudiante del Conservatorio de Milán, que era una soprano de primera línea, que mi padre murió joven y que tuve que hacerme cargo de mis cuatro hermanos, de mi madre, de mi abuela, y que por eso, por el exceso de trabajo, por cantar cada noche durante horas y horas sin descanso, en pocos años perdí la voz y con ello parte de mi vida… ¡Ah!, pero tuve la suerte de conocer a Giuseppe, quien descubrió en mí a alguien que tal vez ni siquiera yo conocía; y canté en Oberto, su primera ópera, y luego en la exitosa Nabucco, y eso me llena de alegría… Nadie comenta nada sobre estas cosas, pero sí hablan hasta el cansancio de mis amantes, de la cantante adúltera, de los hijos ilegítimos que tuve, de haberlos dado en adopción. ¡Oh, Dios, cómo pude!…

Sí, también los padres de Giuseppe rechazaban nuestra relación. Quizás todo aquello llegó a sus oídos y por eso me odiaban, y tenían razón. El que no nos hubiéramos casado era sólo una excusa pues, aunque lo hubiésemos hecho desde un principio, de igual forma se hubiesen opuesto a nuestra unión. Lo sé. La moral y las buenas costumbres que ellos pretendían yo no las podía satisfacer. Tampoco mi Giuseppe, al que no le importaba mi pasado, sólo el amor, el respeto y la admiración que ambos nos prodigábamos. Cuando, en 1851, murió su madre, todos me culparon a mí. Dijeron que las desavenencias que tuvo conmigo la mataron… Qué puedo decir… También con Giuseppe se pelearon. Una vez, en Navidad de 1850, le propuse que los invitara a pasar unas vacaciones en casa, para conversar, conocernos mejor y tratar de… Él no estuvo de acuerdo, pero después aceptó. Fue una mala idea. A los pocos días discutieron sobre la relación que manteníamos y Giuseppe, que no soportaba que nadie se inmiscuyera en nuestras cosas, los envió de vuelta a su casa, lejos de nuestra finca de Sant Ágata.

Evitaba el tema. Pasaba largos ratos callado, con los ojos vacíos, pensando en la familia que había perdido. Una vez, frente a la chimenea, miraba arder los trozos de leña, ensimismado en el chapoteo de las brasas y en los colores del fuego. Era invierno y estábamos en nuestra casita de Génova. Yo creí que armaba las notas de una nueva composición, pero no, pensaba en ellos. Le traje una copa de vino y me senté a su lado, a mirar el fuego como él lo hacía, las manos juntas, mi cabeza sobre su hombro, la manta cubriéndonos las piernas… Comenzó a hablar entonces. No sé si me confiaba su tragedia o hablaba para sí… era un murmullo uniforme y constante dirigido a los leños que se quemaban… Se llamaba Margherita y era hija de Antonio Barezzi, un próspero comerciante de Busseto. Giuseppe llegó a ser como de la familia: desde muy joven le daba clases de música a los hijos de Barezzi, le ayudaba a llevar las cuentas de su negocio y, si era necesario, le servía también de mensajero o de acarreador de mercancías. El comerciante vio con buenos ojos el cariño cada vez más creciente entre su Margherita y Giuseppe. No se opuso a ello. Tampoco la madre que, por el contrario, una vez propuso a su marido que el joven músico se fuese a vivir con ellos… Desbordaron de alegría cuando mi Giuseppe pidió la mano de su hija. De inmediato dieron la aprobación y comenzaron los preparativos para la boda. Se casaron en 1836. Ambos tenían veintitrés años. Fueron muy felices, cuenta Giuseppe. Quería tener hijos y compartir su vida entera con ella… como finalmente lo hizo conmigo. Un año después quedó embarazada. Era una niña preciosa. Le pusieron Virginia María. Se parecía a ambos: a ella en el rubio cabello y a él en el color de los ojos. Reía cada vez que Giuseppe la cargaba y se agitaba cuando escuchaba las notas del piano: movía sus manitas como si quisiera tocarlo y sus piernitas bailaban sin parar; un verdadero encanto… No pude evitar recordar a mis propios hijos… dónde estarán ahora… si pudiese nacer de nuevo… si pudiese borrar todo y nacer de nuevo… Al año siguiente nació Icilio Romano, tan hermoso como su hermanita y con el carácter reservado y tranquilo del padre. Ya tenían la pareja, qué más podían pedir que no fuera salud y prosperidad. Pero la vida a veces es tan cruel… El 12 de agosto de 1838, apenas dos meses después del nacimiento de Icilio, Virginia María, la mayorcita, enfermó y murió. Tenía poco menos de año y medio. Giuseppe quedó devastado. No quiero ni imaginar el dolor de Marguerite. Resueltos a respirar otros aires, y gracias a la ayuda económica de su suegro, se fueron a Milán (fue donde nos conocimos). Giuseppe había terminado Oberto y tal vez allá tendría más suerte que en Parma, donde por alguna razón no pudo estrenar su primera ópera. Tenían miedo de lleva a Icilio con ellos, tan pequeñito: el clima, la incomodidad de una carreta, los huecos, las piedras en las vías… Pero el bebé, gracias a Dios, no tuvo problemas y pronto se instalaron en una pequeña vivienda en un arruinado barrio de Milán. Como verá, mi esposo era muy pobre en aquellos tiempos. Gracias a algunos contactos su Oberto fue aceptada por Merelli, el empresario de La Scala (con quien una vez tuve la intención de formalizar mi vida, pero no funcionó). Eso les llenó de alegría: a él y a su mujer. Giuseppe estaba tan entusiasmado que no veía el día en que comenzaran los ensayos. Yo no lo conocía aún, pero al leer la obra quedé encantada… acepté de inmediato. Cuando finalmente dimos inicio a los ensayos, Icilio enfermó. Giuseppe apenas tenía para pagar al médico y comprar las medicinas. Un día, tiempo después, escribió: “Los médicos no pudieron diagnosticar la dolencia y el pobrecito se extinguió lentamente en brazos de su desesperada madre”. Así, en octubre de 1838 y con tan sólo cuatro meses de nacido, murió Icilio… Pobre niño… Pobres padres: dos hijos en tan poco tiempo.  Margherita quedó desorientada, fuera de sí, perdió el interés por la vida, no podía luchar contra ella, era su enemiga y la había vencido y, ya sin fuerzas, no vio otro camino que entregarse. Una encefalitis podía ser una buena excusa para morir. Sucedió en junio de 1840. Tenía veintisiete años.   

Giuseppe terminó su copa de vino al mismo tiempo que una lágrima bajaba hasta su barba. Ya el fuego de la chimenea se había extinguido pero todavía algunas pequeñas brasas hacían explosión en su interior… Me prometí a mí mismo no volver a casarme, dijo con la mirada puesta en el rojo de fondo, y ya ves, lo hice de nuevo.     

Hay tanto de que hablar… Un día escribí: “No tenemos hijos, ya que Dios, quizá, desea castigarme por mis pecados privándome de cualquier alegría…”. Pero me equivoqué: si no los hombres, Él sí me había perdonado porque después de tantas calamidades me envió a Giuseppe. Y fuimos felices. Encontré a un hombre devastado por sus pérdidas, confundido, dispuesto incluso a abandonar su carrera de compositor si la vida no le daba otra oportunidad, y yo lo rescaté, para mí y para el mundo: lo llevé a fiestas, le presenté a los más notables artistas de París, le devolví la sonrisa… Es cierto que odiaba la vida social, que era reservado, huraño, seco a veces, pero también eso me parecía encantador en él. Y se lo dije en una carta: “El talismán que me fascina y adoro en ti es tu carácter, tu corazón, tu indulgencia con los errores de los otros cuando eres tan estricto contigo mismo, tu caridad llena de modestia y misterio, tu orgullosa independencia y tu simplicidad juvenil… ¡Ay, mi Verdi!, no te merezco y el amor que me profesas es caridad, bálsamo para un corazón a veces muy triste bajo la apariencia de la alegría. Sigue amándome; ámame también después de la muerte…”. 

Luego vinieron sus éxitos: Nabucco, Rigoletto, Il Trovatore, La Traviata, La Forza del Destino, Aída y tantos otros… y con ellos la tranquilidad económica, los reconocimientos, la fama… Fueron años maravillosos. Muchos, más de los que nunca pensé o creí merecer. Hasta me gané el cariño de la gente de Busseto cuando recaudé fondos y colaboré con el pueblo en nuestra guerra de independencia.

Y así nos fuimos poniendo viejos, entre óperas y viajes… Yo me fui primero, en noviembre de 1897. Fallecí en los brazos de Giuseppe. Unos minutos antes me trajo una bella flor, pero no pude apreciar su aroma… Cuatro años después, a los ochenta y cuatro, me alcanzó mi Giuseppe. La nota que le había dejado al despedirme: “Ahora, adiós, mi Verdi. Como estuvimos unidos en la vida, quiera Dios reunir nuestros espíritus en el cielo”, se hizo realidad. Ahora estamos juntos de nuevo.

La trilogía de los malditos
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