Enrique
Granados
Durante un buen rato estuve buscando un músico del cual escribir. Nunca fui especialista en músicos y mucho menos un aficionado a quien se le pueda catalogar de melómano, y después de haber escrito sobre treinta famosos debo reconocer que se me acabó el repertorio de candidatos conocidos y tuve que optar por revisar las biografías resumidas de un buen número de ellos a fin de encontrar alguno que destacara, que me llamara la atención por la calidad de su trabajo o por algún detalle extraño o insólito en su vida que despertara mi interés… Pensé en que no había escrito sobre un español y centré mis esfuerzos en ellos, de esa forma también reducía el campo de búsqueda. Al final de una larga lista tres nombres quedaron sobre el papel: Isaac Albéniz, Manuel de Falla y Enrique Granados, todos extraordinarios músicos. Pero hubo algo en la vida (o más bien en la muerte) de éste último que me llamó poderosamente la atención, algo curioso, casual quizás, pero digno de figurar en estos relatos biográficos.
“Si nos vuelven a parar, me apeo”, dijo Enrique Granados cuando el destructor Cassard de la armada francesa interceptó el barco donde viajaba para una inspección de rutina. Se encontraban en medio del océano, por lo que todos rieron ante el simpático comentario del músico español. Era su primer viaje en barco y desde siempre había rechazado las travesías por mar, tal vez porque no sabía nadar o porque descartaba de antemano que alguna vez necesitase de tal habilidad; aunque en el fondo, cuando veía la gran masa de agua moverse ante sus ojos, no podía evitar que un súbito frío se iniciara en sus manos y un segundo después le helara el pecho; pensar en otra cosa le devolvía la calma… Se dirigían a Nueva York. Amparo, su bella esposa, le acompañaba. Habían sido invitados por el Metropolitan Opera House de Nueva York en vista de que, debido al inicio de la Primera Guerra Mundial, el estreno de Goyescas no se había podido realizar en la Ópera de París. (Goyescas es una ópera derivada de la suite pianística del mismo nombre en la que el músico rinde homenaje a su admirado Francisco de Goya, estrenada en 1911 en el Palacio de la Música Catalana y luego en la Sala Pleyel de Francia, lo que para muchos significó la consagración mundial de Granados y con tal éxito que le fue otorgada la Legión de Honor de la República Francesa). Sin duda que no era un buen momento para un viaje de este tipo: los vientos de guerra eran tan peligrosos como los del mar y un viaje tan largo, a pesar de que ya se habían reducido mucho los naufragios, representaba un riesgo que en opinión de Granados era preferible evitar. Pero, por otro lado, los compromisos de un artista son ineludibles si quiere prosperar en su carrera, esto también lo sabía el músico, así que no se habló más del asunto y embarcaron desde el puerto de Barcelona hacia la lejana América. Allá los esperaba su amigo Ernest Schelling, importante compositor estadounidense que les daría la bienvenida y quien se había ocupado de incluir su obra en la temporada 1915-1916. Luego del incidente con el barco francés, y a pesar de que terribles tormentas habían azotado la nave de tal forma que casi la hacen zozobrar, llegaron sanos y salvos a Nueva York. Una carta que luego enviaría a sus hijos da cuenta de la experiencia en alta mar: “Unas cuantas horas de calma y el resto un temporal que no se acababa nunca. Creíamos que no os volveríamos a ver. Una tarde, vuestra madre y yo, nos abrazamos y rezamos para que Dios os guiara…”. Atrás habían quedado entonces los temores de ataques bélicos y de naufragios inesperados, la tenebrosa masa de agua y los recuerdos de un niño que estudiaba frente al piano diez horas al día y que no tuvo tiempo de aprender a nadar… La visita al Nuevo Mundo fue todo un éxito. Antes del estreno de sus Goyescas ofreció un concierto en el Friends of Music Society, grabó algunos rollos de pianola y escribió un interludio que muy pronto se haría famoso… Su vida social era intensa: fiestas, tertulias, invitaciones a comer y mucha música colmaban cada instante de su tiempo. Fueron unos días realmente memorables para la pareja. Si la felicidad alguna vez les fue esquiva ahora la habían encontrado en Nueva York. Amparo lo veía con orgullo y admiración, como si todo aquello superara sus expectativas y un cuento de ficción les hubiese deparado un sorprendente final. Me complazco imaginando a la pareja, sentados en el palco de un teatro, disfrutando del violonchelo del Pablo Casals y de la guitarra de Miguel Llobet. Van vestidos de gala: él de traje negro con camisa blanca y escarlatina negra, y ella con un fino traje rosa de mangas largas abotonadas hasta las muñecas. Él se acaricia sus largos bigotes mientras ella cierra los ojos al compás de la bella música. Quién iba a pensar que aquel joven nacido en Lérida, hijo de un capitán del ejército de Navarra y de una humilde dama de Santander, fuera ahora el invitado de honor en una de las salas más elegantes del mundo, lejos de casa, en otro continente, con el gran mar de por medio y un entusiasta público a sus pies. No en juego uno de sus maestros dijo una vez que el pequeño Enrique era el alumno más brillante que jamás había tenido, un niño prodigio que impresionaba a todos con sus composiciones e improvisaciones. No le importó —cuando su padre hubo fallecido y los problemas económicos aparecieron como macabros fantasmas en la noche— tocar en bares y en tabernas si con ello lograba llevar algo a casa y cumplir así con su responsabilidad de hermano mayor. Pero ya Pujol no era su maestro de piano ni Pedrell de composición ni Bériot lo guiaba en París. Granados se podía sentir un músico integral con mucho todavía por hacer y dar. Su brillante carrera como pianista era ya reconocida en Europa y ahora en los Estados Unidos, qué más podía pedir. Finalmente, el 26 de enero de 1916, se estrenó Goyescas, dirigida por el maestro Gaetano Bavagnoli y el coro por Julio Setti. Su éxito en Nueva York se calificó de apoteósico y de histórica la ovación que le fue dada. Llegó a tal punto que el mismo presidente Wilson lo invitó a la Casa Blanca para estrechar su mano y conocer a ese destacado español que a todos impresionaba con su talento. Granados no sentía el piso bajo sus pies: flotaba como las notas musicales de sus obras. Su tributo a España, a su música, a su gente, ya era un hecho. Cuarenta y nueve años de edad y un cuerpo saludable le ofrecían un atractivo, más que eso, un maravilloso futuro, lleno de presentaciones, de aplausos, de más reconocimientos, de mucho tiempo para escribir, para compartir con su mujer e hijos, con sus amigos y colegas… “Por fin he visto realizados mis sueños… Toda mi alegría actual la siento más por todo lo que tiene que venir que por lo que he hecho hasta ahora”. Más que satisfecho del trabajo realizado y tras una emotiva despedida de sus amigos americanos (una copa de plata con cuatro mil dólares en su interior selló aquella despedida) Granados y su mujer emprendieron el viaje de regreso a casa en un barco holandés. Fue mucho menos traumático que el de ida y muy pronto tocaron costas inglesas para, luego de unos días en Londres, partir nuevamente hacia su destino, pero esta vez en el vapor Sussex, de bandera francesa. Ya el embajador de España en los Estados Unidos les había advertido sobre los peligros que corrían al viajar en un barco de un país en guerra, pero la familia Granados, después de varios meses fuera de casa, se sentía realmente impaciente por llegar a su terruño, ver a los suyos y compartir su éxito con sus compatriotas y amigos. Así, el 24 de marzo de 1916, cuando faltaban pocas horas para llegar a su destino, el Sussex fue alcanzado por el torpedo de un submarino alemán. El barco quedó partido en dos: la proa de un lado y la popa de otro. No quiero imaginar el tamaño del estruendo que sintieron los ocupantes del barco ni sus caras aterradas ni sus gritos ni sus lágrimas… Cómo es posible tanta fortuna y de inmediato tanta calamidad. ¿Es acaso un impuesto que hay que pagar, un asiento contable donde el debe y el haber deben coincidir? Una parte de los pasajeros logró subirse a un bote salvavidas, entre ellos Granados que desesperado buscaba entre los pedazos de la embarcación y los cuerpos que flotaban a su querida Amparo. Nada parecía real. Al verla, todavía con vida, se lanzó al agua con la intención de rescatarla, de subirla al bote y de escapar de toda aquella tragedia como quien se despierta de un mal sueño, pero no pudo, no sabía nadar; por más que lo intentó sus brazos no llegaron a ella y, en pocos segundos, de ambos cuerpos sólo quedaban las burbujas que cada vez más pequeñas llegaban a la superficie. “En este viaje voy a dejar los huesos”, había dicho Granados antes de partir.
Ahora bien, hasta este punto digamos que todo es parte de la vida, lo que debemos aceptar con genuina resignación y pedir a Dios que el final de nuestra propia existencia enfrentemos trances menos trágicos. Una vida interesante, sin duda, la de Granados, y sorprendente. Pero lo que más llamó mi atención en los datos que encontré de Enrique Granados fue algo que sucedió después de su muerte: uno de sus hijos, del que se esperaba que desde muy joven fuese un gran músico o pintor (su padre era amante de la pintura y pintor aficionado), llegó a ser campeón de España en natación de cien metros libres en 1923, al igual que sus nietos Enrique y Jordi, en las disciplinas de fondo y medio fondo. ¿Cómo se explica esto? ¿Existe entonces ese algo a lo que todos nos aferramos, esa esperanzadora otra vida, ese espíritu consciente que está más vivo que nunca y que de alguna forma puede influenciar o guiar el futuro de los que ama, una suerte de ángel de la guarda que guía nuestros pasos, que trata de evitar que se repitan los errores que él cometió?
Me hace ilusión pensar que es así.