Cristóbal
Rojas
¿El resentimiento hacia alguien puede mantenerse y más aún manifestarse hasta más allá de la muerte? La primera vez que me hice esta pregunta con respecto al material para mi próximo relato me sonreí un poco y pasé a otro tema sin darle mayor importancia, pero luego, al analizarlo más a fondo, y en vista de los elementos encontrados, comencé a pensar que no, que no era una locura deducir esto, que tal vez, después de morir, alguien, por alguna poderosa razón, podía llevarse al otro mundo un gran resentimiento y expresarlo luego sobre quien consideraba el responsable. Una venganza post mortem o algo parecido. Seguramente soy víctima de mi imaginación y todo esto no pasa de ser una fantástica hipótesis que ni siquiera merece ser leída, pero la compartiré con ustedes a fin de que cada quien saque su propia conclusión y me acompañe o reniegue de mi macabro razonamiento.
Primero que todo, cuando me disponía a escribir algo sobre pintores venezolanos, los nombres de Arturo Michelena y Cristóbal Rojas llegaron juntos a mi cabeza. Claro, esto no significa nada, pero ¿por qué no los de Martín Tovar y Tovar y Emilio Boggio, por ejemplo, a quienes también admiro? No lo sé. Tal vez porque aquellos son más famosos. Es posible. O, entrando en el campo de mi fantasía, porque uno de ellos, Arturo, deseaba denunciar lo que descubrió una vez muerto, al llegar a la otra vida y enterarse de que de no haber sido por la intervención de un espíritu en pena, el de un amigo, hubiese vivido muchos años más y no los pocos que vivió. O porque el otro, Cristóbal, arrepentido, tenía la imperiosa necesidad de confesar algo, de obtener el perdón por lo que desde el más allá fue capaz de hacerle a un amigo, a un inocente que no tenía la culpa de haber ganado un premio importante, premio por el que Cristóbal hubiese dado la vida de ser necesario… Y quizás lo hizo. De esa forma, al confesar su crimen ante los humanos, quedaría libre y podría disfrutar finalmente del paraíso que le era negado. Y qué mejor oportunidad que la que le brinda este aficionado para sincerarse y exponer los hechos tal y cual sucedieron después de más de cien años de silencio… No obstante abordo este relato con la reserva de quien se siente inseguro, de quien entra a terrenos desconocidos y teme ser señalado por semejante ocurrencia. Pero digamos que pienso en voz alta y que nada de lo que aquí afirmo tiene fundamento.
Al principio, muy optimista y con la intención de destacar la gran obra de Cristóbal Rojas, revisé su biografía con especial interés y durante largo rato observé sus pinturas. La miseria (1886), en mi opinión una de las grandes obras de todos los tiempos, es devastadora. Un hombre muy humilde, con la cabeza gacha, sin esperanzas, mira al suelo mientras una mujer, enferma o muerta, un seno descubierto —ya qué importa—, reposa a su lado en una cama cuyos soportes de hierro parecen a punto de ceder. La luz de la ventana apenas alcanza para iluminar parte del cuadro. Es imposible permanecer como espectador y no entrar en la escena. El hombre ya no tiene futuro. Está desconcertado, solo, meditando quizás si la sigue o espera hasta mañana. Sus manos, de un rojo suave, contrastan con las de la mujer tendida en la cama, amarillas, delgadas, y con la parte iluminada de su rostro sin expresión alguna, ausente. La madera del piso rechina bajo mis pies, las paredes, manchadas, deformes, se pierden en la sombras; alguien, alguna vez, intentó embellecerlas con un par de pequeños cuadros. Huele a formaldehído, a cenizas. Los pliegues de las sábanas, los rostros de aquellos dos pobres seres, la desolada habitación… todo ello me causa angustia, siento sed y ganas de salir corriendo de aquel lugar. Cuánta miseria, cuánto dolor. Cambio de fotografía y me encuentro con El violinista enfermo (1886), no menos doloroso que el anterior y de tema similar. El violinista yace en la cama con el violín sobre su pecho. Ya no puede tocarlo más. Su mirada perdida mira al frente el vacío que significa no ver nada, o no tener nada que ver. En su rostro, iluminado parcialmente, se aprecia el desencanto, el miedo, la absoluta certeza de que nada le espera, de que todo está por acabar. Más allá, la sombra de un hombre parece preparar algún remedio, una mujer lo ayuda, y un par de niños, de pie junto a la cama, esperan quizás que el violinista toque su última melodía. Cuánto dolor, me digo de nuevo, qué forma de pintar, qué manera de transmitir emociones. Paso la página y observo La primera y última comunión (1888). No sé cuál de sus pinturas es más desgarradora. Una niña moribunda sentada frente a un sacerdote espera recibir la comunión. Su rostro, su mirada, conmovería al alma más insensible. Sin duda morirá inmediatamente después de que el sacerdote ponga la ostia sobre su lengua. Será el último esfuerzo que esta niña podrá hacer, lo dice su mirada, el ocre de su piel, lo dice su endeble cuerpo sujetado por la mano de su madre, lo dice también la mirada del sacerdote y la del joven monaguillo que transmite toda la tristeza que alguien pueda transmitir con una mirada. Se repiten los tonos extremos, la insuficiente luz que entra por la ventana y deja a oscuras parte de la habitación, el personaje al fondo que apenas se distingue y que acompaña a la madre en su sufrimiento y a la niña en su agonía. Un crucifijo y una vela encendida avivan la escena de pesadumbre que se desarrolla en aquella habitación de ventanas altas y aire sepulcral.
Rojas soñaba con que sus obras fueran reconocidas, pero ya no sólo en su pequeño país sudamericano, ahora soñaba con París, con conquistar Europa. Había trabajado duro en ellas, tanto como lo hizo cuando, en 1883, en el Salón del Centenario del nacimiento de Bolívar, ganó la medalla de plata con La muerte de Girardot en Bárbula (en esta oportunidad también su amigo Arturo Michelena se hizo acreedor de una medalla de plata. ¿Sería este el inicio de una desventurada competencia?). Gracias a este reconocimiento al joven venezolano, un año después, le fue conferida una beca para estudiar en Europa. Ahora París estaba a su alcance. No había tiempo que perder para que sus obras fueran premiadas y él reconocido como uno de los grandes maestros de la pintura del siglo XIX. Estudió en el taller de Jean Paul Laurens y en la Academia Julián. Apenas comía y dormía. Cuando no estaba en la academia o en su buhardilla trabajando estaba en el Louvre tomando notas y estudiando las formas, los colores y las composiciones de los considerados inmortales. Todo era nuevo y maravilloso. Tenía un sueño y moriría por él. Así, en 1886, Rojas expone sus obras en el Salón Oficial de París, pero no logra el éxito esperado. Se deprime por unos días. Se hace preguntas. Observa sus cuadros con desazón, pero luego se rehace y sigue trabajando. En 1887 lo intenta de nuevo y el resultado es el mismo. No sabe qué hacer, se siente frustrado, con ánimos de dejar todo aquello y regresar y aislarse en su pequeña Cúa, aunque todavía no se hubiese recuperado del terremoto de 1878. Mientras tanto su amigo, con el que había compartido sus días en París, el hambre y los sueños, y con un cuadro similar, El niño enfermo, gana medalla de oro en el mismo Salón, por encima de tres mil obras presentadas, es posible que una o varias de ellas fueran de Cristóbal, convirtiéndose así en el primer pintor venezolano en obtener un verdadero éxito en el exterior. Esto le debe de haber traído una gran desdicha al muchacho de los Valles del Tuy. Mientras su gran pesadumbre comenzaba a hacer estragos en sus pulmones participó en el Salón de 1888, luego en el de 1889, La miseria, El violinista enfermo, La primera y última comunión no fueron suficientes: el público las aclamaba pero el jurado no las tomaba en cuenta. Seguramente en un momento de gran desasosiego se convenció de que Arturo le había robado su idea, la de exponer la enfermedad en su más terrible expresión, y ya nada podía hacer al respecto; todo sería tomado como una burda imitación de su colega y compatriota —algo que, en rigor, no era del todo cierto, ya que en 1889 Michelena demostró que su arte no tenía límites al ganar con Carlota Corday (la revolucionaria francesa que en 1793 asesinó al escritor y político Jean-Paul Maret) otra medalla de oro en la Exposición Universal de París. Esto, probablemente, acentuó su rencor hacia Michelena, a quien de alguna manera percibía como el ladrón de sus ideas, de sus sueños—. En un último esfuerzo por obtener la gloria en París, Cristóbal Rojas intentó cambiar la temática de sus obras y pintó La taberna, Dante y Beatriz a orillas del Leteo. Luego El purgatorio y otras más, fabulosas obras de arte que tampoco fueron estimadas en el Salón. Ya no seguiría insistiendo. Ya no tenía fuerzas para más.
Y en 1890, el pintor del sufrimiento como le llaman algunos, desilusionado y enfermo, regresó a Venezuela. Poco después, el 8 de noviembre del mismo año, fallece en Caracas de tuberculosis. Tenía treinta y un años. No tuvo tiempo de perpetrar su venganza. ¿Se llevaría su resentimiento al otro mundo? ¿Quién puede saberlo? Sin embargo ocho años después, el 29 de julio de 1898, muere Arturo Michelena de tuberculosis. Tenía treinta y cinco años.