Marcel Proust

 

Está tendido en la cama, ligeramente recostado hacia el copete de madera, jadeando y escribiendo. Tres camisas, guantes, pechera, bufanda, gruesas pijamas y medias, la ventana cerrada y la estufa ardiendo no son suficientes para mitigar el frío que se le mete por debajo de la manta y de sus ropas como si de un viento polar se tratara. Cada pocos minutos una ráfaga de temblores le impide controlar la pluma y garabatea la hoja donde escribe para luego tachar y recomenzar la palabra. A pesar de los temblores, espasmos, la fiebre que no le da un instante de tregua y de la tos incesante, Proust continúa escribiendo.

De pronto se detiene, mira hacia las ropas que se calientan cerca de la estufa y murmura: ¿cómo lleva el monóculo el duque de Sagan? ¿Cuál es el ojo por el que menos ve, el izquierdo o el derecho? Estábamos en el Hotel Ritz, uno muy cerca del otro, pero no lo recuerdo, no recuerdo en qué ojo usaba el monóculo. Me parece haberlo visto usándolo en ambos de forma alternativa. Tal vez no esté enfermo de ninguno de sus ojos  y sólo lo use para estar a la moda... En ese caso el cristal no tendría aumento. Es probable que, tan adinerado como el más, se lo mandó a hacer sin aumento, sí, para estar a la moda y, junto con su sombrero de copa, la corbata de lazo y el frac negro, hacer honor a la nobleza a la cual pertenece... Ahora, ¿su adminículo es del tipo de anillo de metal que se ajusta a la órbita del ojo y posee una cadenita que se sujeta al chaleco para que no se pierda, o es de los más elaborados cuyo marco viene con una galería o extensión para poder alejarlo del ojo a voluntad y así no rozarlo con las pestañas? ¿Acaso es uno de esos monóculos sin marco?: la sola pieza de cristal con el borde cerrado para que se sujete mejor y al que a veces se le hace un agujero por donde se introduce un cordón con el fin de que si se cae no se rompa, lo que, dependiendo del largo de ese cordón, ¿evitará que el pequeño lente caiga dentro de la sopa o forme parte del exquisito estofado que nos comemos?; algo que perfectamente puede suceder al tenerlo puesto e impresionarse con un inusual comentario o una inesperada noticia. De lo que no tengo dudas es de que el monóculo del duque fue mandado a hacer a la medida, qué ojos tan gigantescos tiene. ¿Le será incómodo? No parece: se lo pone y se lo quita con gran soltura y elegancia y, dependiendo de qué mano utilice en el gesto, levanta el dedo meñique derecho o izquierdo mientras ríe como si fuera el rey de la fiesta. A veces lo mantiene puesto por largo rato y cuando el chiste, si es el caso, amerita una carcajada o un movimiento brusco de cabeza, se lo quita justo antes de echarse hacia atrás, siempre con el meñique estirado.    

Un acceso de tos lo sacó de sus reflexiones. El frío, la fiebre, el sudor, los temblores y las convulsiones parecen disputarse una presa demasiado débil, demasiado herida para defenderse. Ahora, urgido de aprovechar hasta el último minuto que le queda de vida, recuerda el tiempo perdido, su niñez truncada por el asma, la lectura casi convertida en su única diversión, la juventud desaprovechada en salones, tertulias, fiestas, teatros; hasta los treinta y cinco no se ocupó de otra cosa sino de ver al mundo con la superficialidad que lo puede ver un ocioso, un bohemio de segunda, un joven de unos pocos escritos sin importancia proveniente de una cuna rica sin al parecer mayores preocupaciones o pretensiones que pasarla en grande compartiendo con otros como él, ricachones sin oficio. Se ganaba la aprobación de los demás a punta de regalos y su figura era una más, un jarrón casi indispensable que decoraba los banquetes y las reuniones de la alta sociedad francesa. Pero había algo curioso en su proceder. Quizás para sobrellevar su insomnio o para olvidarse de la enfermedad que lo llevaría a la tumba, todas las noches durante aquellos quince años de farra, al llegar a su casa, escribía hojas y hojas de todo cuanto había visto: la forma en que una dama se sujetaba el cabello con su peineta o evadía la mirada de un interlocutor impertinente, la manera como gesticulaba el hombre del monóculo, las veces que el otro encendía un cigarro o la cantidad de copas que se había tomado. Para él, el detalle más irrelevante era suficiente motivo de análisis y desarrollo. Tal vez veinte o treinta carpetas abarrotadas de hojas escritas, posiblemente muchas más, llenó Proust en aquellos años, material que sin duda luego, a la muerte de su madre —lo que debe de haber removido hasta lo más profundo de su ser—, le serviría para construir su gran obra. Pero, ¿lo había hecho con esa intención? ¿Aquel muchacho, lejos de perder el tiempo en fiestas y tertulias, en realidad sólo espiaba, recababa información acerca de las más insignificantes expresiones del esnobismo humano para escribir una de las obras más vastas y aplaudidas de todos los tiempos?        

 

Con gran esfuerzo llama al criado.

—Ayúdame a vestir —le dice. 

—Pero, señor.

—Por favor.

El criado busca la ropa que se calienta cerca de la estufa. Le pone un mono de algodón, camisa de lana, el frac, una bufanda y un grueso abrigo de cuero. Le alcanza el sombrero. Lo lleva del brazo y luego pone el bastón en su mano. Lo acompaña a la puerta.

—Hace mucho frío, señor —le dice.

Él trata de controlar su tos. Sus piernas apenas lo sostienen.

—Posiblemente llueva —insiste el criado con preocupada y cortés expresión.

Proust no le responde. El criado lo ayuda a subir al carruaje. 

—Adónde va el señor —pregunta el cochero.

—Al Hotel Ritz —le responde, y murmura para sí—: À la recherche du temps perdu.

La trilogía de los malditos
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