Horacio
Quiroga
No lloró. Cuando tomó la decisión de terminar con su vida, lo hizo con la resignada conformidad de quien concluye que no le queda otro camino. Estaba muy enfermo. No podía prácticamente comer, los dolores estomacales y de próstata parecían cuchilladas no imaginadas ni en sus cuentos más sangrientos y la lectura, su gran refugio, ya no le brindaba los efectos curativos que solía atribuirle. Sucedió la tarde del 18 de febrero de 1937 cuando el hoy considerado maestro del relato breve fue informado por los médicos de su irreversible enfermedad. Un encuentro más con la muerte, pudo haber sido su primer pensamiento, que al fin había llegado su turno y debía esperar el llamado con la paciencia de un perezoso en lo alto de un árbol. O tal vez no estaba dispuesto a entregarse tan fácilmente: no lloraría, pero tampoco dejaría este mundo sin rebelarse, sin protestar, sin oponerse a los designios divinos.
Miró fijamente a los doctores y les sonrió con desdén. Lo dejaron solo después de una palmada en el hombro, en la pierna, o de un pequeño apretón en la punta de sus pies cubiertos por una delgada sábana: no tuvo ánimos para levantar la mano. Miró al techo con el vacío dentro de sus ojos. Pensaba. Se decía cosas en silencio. Tal vez su cabeza se llenó de todas aquellas imágenes que marcaron su vida: la de su padre, Prudencio, como la vio por primera vez, en una foto: sonriente, culto, saludable, Vice Cónsul argentino en Salto, un accidente, un arma, una bala, un cuerpo en el escenario, un bebé de dos meses de nacido ajeno a la tragedia, una madre desconsolada, otro niño, él mismo, haciéndose preguntas cuando tuvo conciencia de todo; la imagen de sus dos hermanos muertos por la fiebre tifoidea; la de su padrastro, suicidado; la de su amigo Federico Ferrando, a quien mató por accidente en 1901 mientras limpiaba el arma que luego éste iba a utilizar en un duelo; la de su joven esposa, Ana María, madre de Eglé y Darío, que hastiada de la vida en la selva y víctima de una terrible depresión se suicidó con cianuro; la imagen también de su segunda esposa, otra jovencita quien, junto a su hijita Pitoca, le abandonó ya enfermo. Rememoraba seguramente la selva de Misiones, los insectos, su pequeño coatí, el barranco donde esbozaba sus escritos, el río de la cuenca de La Plata, a sí mismo en su destartalado chalet de Vicente López, juntando cosas viejas, cortando árboles, preparando la exuberante tierra para alguna siembra, escuchando a los pájaros, el ruido del viento entre los árboles, la lluvia al caer, las voces de sus adorados Eglé y Darío jugueteando en el enorme patio de la casa… Ya enfermo regresó a la ciudad, pero la verdad es que aquel joven que una vez había sido, de corbata y traje, profesor de literatura y de espíritu indomable, ahora con barba y manos callosas, nunca más saldría de Misiones, su mente siempre estaría allá entre el monte y el machete, el río y el viento.
Internado desde hacía varios meses en el Hospital de Clínicas de Buenos aires pidió permiso para ir a dar un paseo por los alrededores. ¿Adónde fue? Tal vez a la casa de su amigo Ezequiel Martínez Estrada a quien le había escrito unos días antes: “Ando con una depresión muy fuerte, motivado por el atraso en mi precaria salud. Fuera de otras cosas, el eczema del escroto y linderos se ha agudizado al punto de que no puedo caminar…” O probablemente había salido del hospital y caminando o en bus se paseó por la calle Córdoba o Corrientes hasta más allá de la Galería de las Catalinas; tal vez se tomó un café en Retiro o en San Nicolás, o en la calle Florida siempre tan llena de gente y de ruido. Tal vez luego del café entró a la librería del Ateneo y algún joven lo reconoció y le pidió un autógrafo, tal vez. Tal vez se detuvo a ver a los bailarines de tango en medio de la calle y se deleitó un rato con la hermosa muchacha vestida con un ceñido traje negro, abierto hasta la cadera, mientras escuchaba por última vez Milonga pa’ recordate, milonga sentimental… quién sabe; quizás sólo fue a la botica a preguntar si le podían vender un frasco de cianuro.
Regresó al hospital cerca de la media noche de aquel 18 de febrero. Un amigo, Vicente Batistessa, hospitalizado por una horrible deformidad en el rostro y quien veneraba al escritor como si fuera un dios, fue su confidente, quien lo ayudaría a llevar a cabo su plan. Sucedió la madrugada del día siguiente: el vaso de cianuro frente a sí, la mirada vencida, un apretón de manos, una sonrisa y la irrevocable decisión de no esperarla, de adelantársele, de arrebatarle la iniciativa a la muerte. Tomó el vaso entre sus manos y por breves instantes lo miró como quien recibe la visita de un ser querido al que se aguarda con impaciencia y esperanza. Luego de los últimos terribles dolores salió de su cuerpo enfermo y, desde arriba, a tan sólo unos metros de altura, se miró a sí mismo…
No lloró, no lloraría por aquel cuerpo infectado, no lo haría por los que quedaban vivos, por sus amigos, por su familia, por los incontables lectores que lo admiraban. Pero lo haría amargamente, muchos años después, por sus hijos Eglé y Darío cuando también se suicidaron.