Jan van Eyck

 

En una época donde prácticamente nadie firmaba sus obras, el flamenco Jan van Eyck, orgulloso de su creación, pensó en estampar su firma en El matrimonio Arnolfini, obra que le abriría las puertas de Europa y lo llevaría a ocupar un lugar privilegiado en la pintura de todos los tiempos. Pero en el momento de hacerlo algunas dudas saltaron a su cabeza: la sola firma no sería suficiente, algo adicional era necesario, algo que le diera credibilidad a la escena que se desarrollaba dentro del cuadro y que, por supuesto, incluyera el año de terminación. No podía ser algo tan sencillo ―se decía― como su nombre y dos dígitos del año, al estilo:“Jan van Eyck, 34”, no, porque si su obra trascendía los tiempos ―estaba seguro de que así sería―, entonces en los siglos siguientes el público podría confundirse, podría pensar que se trataba de una obra del XII, o del XIII, ni qué decir cuando llegaran los siglos XVI, XVII y siguientes, sobre todo para los que no tuviesen clara la fecha de su muerte. Entonces, fuese lo que fuese lo que incluyera en la firma de la obra, debía llevar el año de 1434, así nadie podría confundirse de siglo… Dio unos pasos atrás, luego hacia delante y detalló el lienzo desde muy cerca. Quedó satisfecho. Había cumplido con uno de los objetivos de la pintura flamenca de la época: que pudiese apreciarse desde cerca, como si fuera real y las líneas formaran parte de personas y naturalezas vivas. Con el mango del pincel entre los dientes pensaba y se recreaba en el cuadro. ¡Qué atrevido!, cuando todos pintaban escenas religiosas, planas, hieráticas, llenas de ángeles, santos, dioses y vírgenes, Jan van Eyck creó una escena realista, cotidiana y, aunque no abandona la rigidez y solemnidad de los personajes, introduce sombras, luces, perspectivas, es minucioso en los detalles…

En El matrimonio Arnolfini, Giovanni Anolfini, próspero mercader y banquero de Brujas, contrae matrimonio con Jeanne Cenami. Él lleva un sombrero negro y una pesada túnica azul adornada con piel de marta. Su expresión es seria. Una fuerte luz que entra por la ventana ilumina la mitad de su rostro, tenebroso del otro lado. El volumen que adquieren las facciones de Anolfini es tan real que el mismo Jan se impresiona, la imagen está a punto de hablar, de recriminarle algo o de decirle que lo deje en paz, que ya basta de tanto realismo y perfección. El rostro de la mujer, sumiso, pensativo, recrea la redondez de la cara, incluso de la pequeña papada, con desbordante precisión. Se nota triste, entregada, sin la alegría que se supone deba tener una mujer que se desposa por primera vez, aunque quizás la sobriedad y solemnidad de la época le impusiera al pintor reflejar tal expresión. Él la toma con su mano izquierda mientras la bendice con la derecha. Quizás bendice al hijo que la mujer parece llevar en su vientre. Ella, vestida con un largo traje verde, puños de armiño, muestra la palma de su mano, perfecta, sombreada, más perfecta que vista en la realidad, los dedos largos y hermosos, y la otra sobre su vientre, como acariciando la diminuta vida que se gesta dentro de ella. Nadie le creería, pensaba Jan, que realmente había sido él quien había pintado algo tan original, más bien tan diferente a todo lo que se había hecho hasta el momento. Con una gran y traviesa sonrisa en el rostro, ya la obra lista, sólo faltaba la firma. No podía ser algo muy largo, lo sabía; no era una obra literaria lo que había hecho, sin embargo su mente se divertía con las posibles alternativas. Qué tal algo como: “Este fabuloso cuadro lo pintó Jan van Eyck, revolucionario pintor nacido en Flandes en 1380”. O “Jan van Eyck, pintor de la corte de Holanda”. O “Jan van Eyck, diplomático y mano derecha de Felipe el Bueno, duque de Borgoña”.O, “Jan van Eyck, el pintor flamenco que rompió con la tradición religiosa, que dejó descansar a santos, dioses y ángeles”. Reía con sus ocurrencias. Detalló los vestidos que usaban los novios, los pliegues de la tela, suaves y ligeros, con profundidad y perspectiva, el espejo convexo colgado al fondo de la habitación ―primera vez, se comenta, que se utiliza este elemento en cuadro alguno―  cuya imagen refleja, al otro lado de la habitación, las pequeñas figuras del sacerdote y del testigo de la boda ―tal vez el mismo pintor―, al igual que el torrente de luz que entra por la ventana, todo ello curvo, redondo, fiel a la perspectiva que marca el espejo, rematado con unas pequeñas esferas que lo bordean: las estaciones del Vía Crucis que vivió Cristo antes de su crucifixión en el Gólgota. Diez pequeñas esferas, no mucho más grandes que una moneda, revelan la gran minuciosidad, casi microscópica, con la que el innovador flamenco pintaba sus cuadros. Una mirada rápida a otros elementos del lienzo lo hizo sentir un artista privilegiado: los suecos descalzos, los zapatos rojos al pie de la cama, la alfombra de Anatolia, las naranjas olvidadas en el alféizar de la ventana, la llama de una vela encendida en la lámpara de techo; todo tan perfectamente dibujado y pintado… Sin duda un gran naturalista, con el don de reflejar la verdad más real que la verdad misma.

El pintor tomó la obra con ambas manos y la colocó frente a la ventana. Brujas brillaba de esplendor. La claridad del día intensificaba los colores y pronunciaba las sombras, los detalles, la magia del óleo en sustitución del témpera. Si de cerca era un trabajo impecable, mayor lo sería observándolo de lejos. Ah, cómo firmar entonces este lienzo… Debe ser algo corto ―repitió para sí el también llamado rey de los pintores―, algo que no deje dudas sobre mi autoría, sobre mi presencia en esta habitación, algo como: “Johannes de Eyck fuit hic 1434” (Jan van Eyck estuvo aquí en 1434).

La trilogía de los malditos
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