Joseph
Haydn
El vendedor estaba seguro de que el hombre no le compraría nada. ¿Por qué? Tal vez porque no tenía el perfil de los que usualmente compran ese tipo de producto o por su cara de pocos amigos… Comenzaba a leer la biografía de Haydn y su expresión estaba lejos de ser la de un tipo que está dispuesto a interrumpir su actividad para atender a un vendedor ambulante que de pronto te insta a salir del agradable mundo donde estás sumergido. Aún así le mostró su escasa mercancía con la derrota dibujada en el rostro. Casi la pone entre sus ojos y el libro que el hombre trataba de leer. Había muy poca gente en la playa y muy posiblemente ya se les había acercado a todos. Pero parecía no haber vendido nada. Llevaba una franela desteñida con pequeños y desiguales agujeros alrededor de la costura del cuello, una gorra azul con montañitas blancas delineadas por un sudor reseco y un pantalón de dril color caqui que sujetaba con un cinturón de cuero tan severamente ajustado a su cintura que los pliegues le llegaban casi hasta los muslos.
—Hamaquitas —le dijo.
El hombre que leía no contestó.
—Hamaquitas —insistió el vendedor.
El lector levantó la vista y lo miró de cerca. El vendedor hizo lo mismo, a la espera de una venta. Tendría como setenta años, muy quemado por el sol y tan delgado que daba grima. En una mano tenía unas hamacas en miniatura y en la otra algo de similar tejido. Ambos adornos estaban hechos con hilos de vivos colores y destellaban a la luz del intenso sol. Miró la pequeña hamaca y por un momento imaginó que era una copia de la propia hamaca del anciano, donde dormía por las noches y echaba la siesta los días de semana cuando la playa estaba vacía y no valía la pena salir a trabajar. Con la mirada fija en el techo de zinc y el chapotear de las olas arrullando sus horas el viejo Ramiro se preguntaba si mañana domingo vendería algo. Porque no siempre, aunque fuera domingo, lograba hacer una venta. Ya la harina se estaba terminando y comer el pescado solo le dejaba el estómago como si le faltara algo, un vacío que se comenzaba a sentir poco después de la siesta y de que la taza de café hubiese hecho su efecto. Juana, mientras tanto, le echaría un poco más de agua a lo que quedaba de harina y hundiría sus dedos con fuerza hasta lograr la masa para las arepas. Ya se nos acabó la harina, Ramiro, le diría con voz queda mientras el chirrido de las amarras de la hamaca de vivos colores se mezclaba con el de las olas frente al rancho. No te preocupes, mujer, tenemos pescado. El pescado nunca nos faltará. Sólo tenemos que salir y echar la red…
—Reditas —dijo el viejo—. También tengo estas reditas. Vea, son iguales a las redes de verdá, con sus plomitos y too. Usted sabe, uno las explaya, las echa al agua y ellas bajan solitas hasta lo hondo. Las deja ahí y al día siguiente (o al rato si es que tiene mucha hambre) la jala con fuerza y algo sale, por lo menos pa’pasá el día y pa’que la mujé tenga pa’comprá la harina.
El hombre que leía le dijo que no, y continuó leyendo. Por su expresión sería muy fácil saber lo que pensaba: “¡Ja!, no tengo por qué hacerme cargo de los problemas de todo el que se me acerca. Cada quien es responsable de lo que le toca vivir. Seguramente dedicó su juventud a la cerveza o las drogas y cuando se dio cuenta ya era tarde y no le quedó más remedio que aislarse en esta playa, conseguirse a una Juanita como hizo Reverón o Gauguin y vivir de la pesca y de la venta de unos insignificantes adornos. No soy responsable de la vida de otros. Y si no vende nada y la mujer no tiene para comprar la harina, no es asunto mío… Allá ellos que eligieron esa vida.
El viejo dio la vuelta y se marchó con los pasos lentos y la estela de arena tras sus pies. El hombre que leía finalmente se concentró en la lectura. Las páginas frente a sus ojos fueron pasando una a una con la sola interrupción de una que otra ráfaga de viento o la eventual reflexión que lleva a levantar la vista y dejarla fija en el horizonte. Algo había llamado su atención: las reiteradas veces que se mencionaba que Haydn era un hombre bueno, algo que le causó curiosidad, impresión, cierta extrañeza al menos. Su papá había sido mecánico de autos y su mamá cocinera en el palacio del conde de Harrach. Y él un gran músico con más de cien sinfonías, ochenta cuartetos y una abundante producción de divertimentos, sonatas para piano, óperas, danzas, música religiosa y vocal. Era considerado asimismo el padre de la sinfonía y también del cuarteto de cuerdas. Y, por si fuera poco, había sido maestro del genial Beethoven. Eran cosas de las que ya había oído hablar, pero de que fuera un hombre bueno, como si la bondad fuese una cualidad realmente trascendente en la vida de una persona, era algo que no terminaba de cuadrar en su cabeza. A medida que avanzaba en la lectura continuaban las referencias a su buen carácter. La gente en general se refería a él como un hombre gentil, bonachón, inclinado por lo general a ver el lado positivo de la cosas y a pensar bien de las personas, ayudándolas siempre en cuanto estuviese a su alcance. Por ello los músicos de su orquesta le pusieron el sobrenombre de Papá Haydn, dado lo bien que los trataba: como representante sindical les tramitaba una mayor porción de leña para el invierno o de velas o unas vacaciones un poco más largas cuando cumplían el período de labores. Si alguno se enfermaba lo visitaba en su casa, le llevaba alguna infusión y lo reconfortaba tocándole al piano algunas de las piezas humorísticas que tanto le gustaba componer. Su generosidad no tenía barreras y al parecer iba más allá de lo que nuestro apreciado lector podía entender. Cuando se enteró de que un joven genio sobresalía en el mundo musical no tuvo impedimento en felicitarlo y reconocer públicamente la gran calidad de sus obras y sus inigualables dotes musicales. Mozart reconoció también este valor en Haydn, le dedicó seis maravillosos cuartetos y fue su amigo hasta el momento de su muerte, cuando Haydn, con los ojos llenos de lágrimas, declaró que ni en cien años la posteridad volvería a ver un talento semejante.
El hombre que leía vio de nuevo hacia el horizonte. Se preguntaba cosas mientras unos niños jugaban al fútbol en la arena y otros nadaban, y el viejo, con las hamacas en una de sus manos y las redes en la otra, una y otra vez, pasaba arrastrando sus huesudos pies frente a los que estaban sentados bajo los toldos.
—¿Hamaquitas? —decía. Y, cuando le contestaban que no, ofrecía las reditas.
Haydn no era un hombre guapo, pensaba el que leía. Si fuese así, dada su visión materialista de la vida, se podría decir que la bondad de Haydn era el producto de cierta arrogancia que tienen algunos que se consideran agraciados físicamente y están convencidos de que eso es suficiente para ignorar a sus semejantes y sentirse únicos sobre la tierra. Su visión del mundo se tambaleó cuando leyó: “Era más pequeño de lo normal y terriblemente delgado. Sus piernas eran tan cortas que cuando se sentaba no alcanzaban el suelo. Su nariz era larga, picuda y desfigurada, con ventanas de diferentes formas. Su mandíbula inferior sobresalía como la de un bulldog y tenía la cara picada por la viruela. Su piel era tan oscura que la gente lo llamaba nigeriano, y siempre usó peluca, aunque éstas estuvieran pasadas de moda”.
Una cálida sonrisa apareció en el rostro del lector. Seguramente pensó que la naturaleza no había sido tan dura con él y, sin embargo, no se había preocupado por ser al menos una pizca de lo bueno que había sido el músico austriaco… De alguna manera ahora, cuando veía el horizonte, notaba algunos cambios: ¿acaso lo veía más brillante, más cercano, con otro colorido, quizás con algunas notas musicales colgando de sus extremos? No sabría determinarlo, pero de algún modo intuía que no era el mismo horizonte de hacía un rato, algo había cambiado en él…
Continuó la lectura y supo que Haydn colocaba en nombre de Dios al comenzar el manuscrito de cada composición y gloria a Dios al finalizarlo, y con esto cumplía con un ritual que lo había acompañado durante años y al que confiaba su talento y el destino de su obra. Pero si algo lo impresionó fue aquella canción que Haydn compuso en 1797. Gott erhalte Franz den Kaiser nació del amor que sentía por su país. De vez en cuando, antes de morir y ya agonizante en su lecho de muerte, solía tararearla con devoción. Tiempo después se convertiría en el himno nacional de Austria y de Alemania.
Así, el treinta y uno de mayo de 1809, a los setenta y siete años y mientras las tropas de Napoleón invadían Viena falleció Franz Joseph Haydn. Poco antes, cuando un disparo de cañón cayó muy cerca de su casa y sus empleados se aterraron por el desprevenido ataque, les dijo: “Mis niños, no tengáis miedo, donde está Haydn no puede haber daño”.
—Hamaquitas —interrumpió el viejo—. ¿El señó se decidió por las hamaquitas? Oiga, las puede colgá del retrovisó de su carro y pensase ahí, echao, descansando en una playa como esta sin importale el tráfico de la suidá… porque usted es de la suidá, ¿verdá?
—Sí… bueno… deme dos.
—Muchas gracias. ¿Y las reditas? Son muy bonitas. Mire, están bien tejías, con sus plomitos y too, y los colores son muy vivos.
—Está bien… dos reditas entonces.
—Cómo no, aquí las tiene: una pa’uté y otra pa’su mujé.
Sí, pensó el hombre que leía. Para alguien que bien podría llamarse Juanita.