René Magritte

 

Son tantos los pintores sobre los que me gustaría escribir, todos gritándome al oído que les preste atención, que a veces no sé qué hacer. Mi obra es maravillosa, me dice uno con expresión convincente, otro me promete que me dirá cosas que no encontrarás en ninguna biografía, otro insiste en que no fue bien valorado en vida y por lo tanto este es el momento de reivindicarme… Todos me ven con miradas amables, suplicantes, esperanzadas en que los tome en cuenta, en que los recuerde, un rato agradable entre dos personas unidas por el arte, como tomar café en la terraza de la esquina y recordar viejos tiempos, vivir nuevamente a través de las líneas que les puedo dedicar, reír un poco, llorar tal vez, y luego despedirnos hasta que la casualidad nos vuelva a unir… Así es, ninguno se muestra esquivo o poco interesado en compartir un rato. Ey, me equivoco, hay alguien que se esconde tras el grupo de pintores ávidos de charlar. ¿Quién es? Me ignora. Cuando siente mi mirada se levanta el cuello de su chaquetón, baja la cabeza y mira hacia otro lado. Trato de ver quién es, pero todo está muy oscuro allá al fondo.

—Usted —le digo—, el de la chaqueta negra.

El hombre voltea con lentitud y deja ver sus ojos como dos soles que se deshacen en el crepúsculo. Lo reconozco.     

—Sí, usted —insisto—, escuche, me gustaría hablar con usted… escribir un poco sobre su vida, sus obras…

Magritte se adelanta unos pasos.

—“Odio mi pasado y el de los demás”.

—No tenemos por qué hablar de su pasado si no quiere —digo—. Hablemos de otras cosas. Sobre valores, por ejemplo.

Magritte lanza una irónica sonrisa.  

— “Odio la resignación, la paciencia, el heroísmo profesional y cualquier sensiblería forzosa”.

—Mas no el arte.

—“También odio las artes decorativas, el folclore, la publicidad, la voz de los locutores, el aerodinamismo, los boy scouts, el olor de la naftalina, la actualidad y a los borrachos”.

—Vaya.

—Sí, vaya.

—¿Qué razones tiene para odiar tantas cosas?

—Las mismas que tiene usted, imagino, sólo que no quiere verlas; o se escuda tras una cortina de falso optimismo para no ver la miseria en la que está inmerso.

—Duele mucho, verdad.

—¿Qué cosa?

—La indiferencia, el desamor. 

Magritte me miró fijamente durante unos segundos. De sus ojos saltaron dos grandes lágrimas que no se molestó en disimular: rodaron a toda velocidad por sus mejillas y se perdieron entre los pelos de su barba. La sala se había quedado desierta. Las caras esperanzadas de cientos de pintores se habían esfumado de mi cabeza y de los gritos que antes resonaban en mis oídos ya no quedaba ni siquiera el último eco. 

—Qué sabe usted de indiferencia. ¿Es usted pintor?

—No, intento escribir.

—Entonces quizás haya recibido o esté recibiendo una buena tajada de ella. Si no es así siéntase afortunado. Es lo peor que hay para un artista. Sobre todo cuando pretende vivir de su arte. Trabajas y trabajas, día tras día, hasta que cae el sol y con él la esperanza de que alguien se interese en tu obra. Luego una hogaza de pan, si la hay, una copa de vino, si lo hay, y un largo sueño donde tal vez, con un poco de suerte, logres vender algunos cuadros, meterle un poco de chorizo al pan y, por qué no, firmar algunos autógrafos… Es una calamidad. Cuando de forma acertada piensas que no todo está hecho e intentas abrir un camino nuevo nadie lo entiende, pocos lo ven, y los que lo hacen no creen en lo que aparece frente a sus ojos, piensan que los buenos pintores ya están completos o prefieren callar que emprender una cruzada de la mano de un desconocido…

Durante un buen rato ya no pude escribir más. Mi mujer me trajo un café y me lo tomé despacio frente a la ventana, con la mirada fija en las luces de la ciudad que parpadeaban. Luego repasé la biografía de Magritte en un intento por entender mejor al personaje. Nació en Bruselas en 1898. Su padre se ganaba la vida como sastre y su madre trabajaba como sombrerera. A los doce años perdió a su madre. Se ahogó en el río Sambre. Lo hizo de forma voluntaria, afirman todos. Las luces, las formas y los colores que desde muy niño danzaban en la cabeza del joven René se apagaron de pronto, se tornaron oscuros y tomaron formas irreales, surrealistas. Su madre lo había intentado varias veces. Su esposo, Leopoldo, durante varios años optó por encerrarla en una habitación para resguardar su vida. La imagen del pobre niño tras la puerta y con la cabeza muy cerca de la cerradura, tratando de ver qué hacía su madre encerrada ahí o preguntándose cuándo saldría de aquel cuartucho, me hace un nudo en la garganta. No se sabe qué la llevó a tan drástica decisión. Seguramente estaba enferma. Él nunca lo supo a ciencia cierta. Tampoco hubo quien le explicara lo sucedido, que justificara aquello tan terrible, al menos una mentira que lo reconfortara, una mentira le hubiese ayudado… Un día, un descuido, la puerta abierta, ella salió de la casa y se fue directo al Sambre. No sé por qué pero no la imagino triste o asustada. La veo radiante, esplendorosa, por fin el deseo cumplido: la esperanza de una vida más justa. Días después su cuerpo fue encontrado río abajo con una tela cubriéndole la cabeza, la de su vestido, lo más probable... Seguramente él observó la escena: el cuerpo sin vida, empapado, su cabeza amortajada en aquella tela, el aire espeso y los rayos del sol como agujas traspasando las copas de los árboles. El joven Magritte ya no sería el mismo. No vería las cosas con los mismos ojos. Seguramente las preguntas sin respuestas alteraron su sentido de la lógica y fortalecieron su amor por la ilusión, por lo ilógico, o por lo lógico del sinsentido, elementos que luego se convertirían en imágenes oníricas que lo llevarían a ser uno de los surrealistas más polémicos de la época y representante fundamental del llamado Realismo mágico…  Lejos de echarse a la amargura o al abandono, tal vez favorecido por cierto aplomo venido del más allá, se le conocía como un hombre común y corriente, humilde, de buenos modales y claro en sus ideas, que prefería el anonimato a las fiestas y a los agasajos, concentrado siempre en el trabajo y sin más ambiciones que el reconocimiento de su obra y vivir tranquilo en su querida Bruselas; aunque acompañado siempre de un sufrimiento que apenas se apreciaba tras el color de sus ojos. Se representó a sí mismo en decenas de pinturas por medio de un hombre  común y corriente, como él, de traje, corbata y sombrero con forma de hongo… Me lo imagino frente al espejo vistiendo al modelo para uno de sus cuadros: la camisa planchada, la corbata roja perfectamente centrada al cuello, el traje impecable y, lo más importante, el sombrero redondo —como un hongo, tal vez como los que fabricaba su madre— sobre su cabeza después de un ligero toque de dedos. Se mira y sonríe. Luego una manzana aparece en medio de su rostro, o un pájaro, o una paloma se pasea frente a su cara, o medias lunas aparecen sobre su cabeza. Se da la vuelta, se quita el sombrero y tras él, en el espejo, aparece su imagen de espaldas con el sombrero puesto, pero en el aire, sin cabeza donde apoyarse. Cambia de escenario y se ve con una vela encendida frente a su nuca. Luego una lluvia de hombrecitos llevando diminutos sombreros tipo hongo comienza a inundar la habitación, que se transforma de pronto en él mismo silueteado y relleno de nubes. Vuelve a reír, prepara las pinturas y comienza a trabajar.  

Termino el café y trato de encontrarlo de nuevo al fondo de la habitación. No aparece. La pantalla a medio escribir ilumina mi rostro y temo que se haya ido para siempre. Enciendo un cigarrillo. Me reclino un poco, la mirada puesta en la pantalla, el humo formando fantasmas en el aire… Angustiado, pongo los dedos sobre el teclado y lo obligo a hablar. Poco a poco su voz se hace cada vez más clara y mis dedos comienzan a moverse con soltura.                      

—Pero usted lo hizo —le digo finalmente—. Sus pinturas hoy por hoy son consideradas obras maestras. Su hermosa pipa con la inscripción “Esto no es una pipa”, le ha dado la vuelta al mundo… Está tan bien dibujada que parece una pipa de verdad, aunque no lo sea, y tal vez por eso la tituló La traición de las imágenes… Su hombre común, con traje y sombrero tipo hongo, es archiconocido y utilizado en cientos de mensajes publicitarios… Y uno de sus cuadros más emblemáticos, Los amantes, cuyas cabezas aparecen cubiertas por una tela mientras se besan, es venerado como un dios. No puede decir que el mundo ha sido indiferente con usted.

Magritte calló por unos minutos. Yo, impaciente, no apartaba los dedos del teclado ni mi vista de la pantalla. Escribí una estupidez animándolo a hablar pero su silencio no era de este mundo. Me sentía cansado. Tal vez mañana,  me dije, y cuando estuve a punto de apagar la máquina escuché su voz:

—También habló de desamor, ¿no es cierto?

—Sí —le dije—, también hablé del desamor. 

—Hasta siempre —murmuró. Y ya no escuché más su voz.

Apagué la máquina y me fui a la cama. Mi mujer dormía. Antes de voltearme hacia un lado le quité la sábana que le cubría la cabeza.

La trilogía de los malditos
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