Henry Purcell

 

Dada su vasta obra cualquiera podría pensar que Purcell vivió cien años. Si hablamos de música religiosa escribió sesenta anthems o composiciones religiosas no litúrgicas (entre ellas, según los especialistas, las más importantes del género), innumerables solos, coros, música para órgano, trompeta y cuerdas, cánones religiosos para coros a capella, himnos, salmos, cánticos para varias voces y bajo continuo… Si hablamos de música vocal profana compuso veinticinco de circunstancias (cinco de ellas para Carlos II, cuatro para las fiestas de Santa Cecilia, seis para el cumpleaños de la reina María), ciento cincuenta canciones para una o dos voces y bajo continuo, innumerables cantatas profanas y cánones típicos ingleses… Purcell no dejaba de trabajar, como si algo o alguien esperase por él y apresurado tratara de desocuparse lo más rápido que le fuera posible para ir corriendo hasta aquello maravilloso que le aguardaba. Su música instrumental no fue menos abundante: veintidós sonatas para dos violines y bajo, decenas de piezas para clave, quince fantasías para viola, tres piezas para órgano… Y si a teatro nos referimos escribió canciones y composiciones instrumentales para más de cincuenta obras, cinco pseudo-óperas (entre ellas King Arthur, la hermosa Dioclesian y The Indian Queen) y una ópera, Dido and Aeneas, considerada su gran obra maestra. Al parecer desde muy joven el músico inglés sintió esa necesidad imperiosa de entregarnos su música: a los once años escribió sus primeras composiciones; en su adolescencia participó en innumerables presentaciones públicas en las que a todos impresionaba. A los veinte, en 1679, fue nombrado compositor de los violines del rey, tres años después se desempeña como organista de la capilla real, y en 1683, año maravilloso para él, se publica su primera obra: Doce sonatas en trío. Su música parecía venida del cielo. De su obra, Dido and Aeneas, se dicen cosas como: “Es una de las cumbres del drama musical, y cuanto más se conoce la partitura, mayor es la maravilla ante su perfección… Obras maestras como esta no sólo hacen de él el mayor músico inglés, sino uno de los genios más auténticos de la historia musical…”. También se afirma que Purcell, “en todos los estilos y en todos los géneros que abordó se aproximó a la perfección… La abundancia de su producción y la originalidad y variedad de sus estilos resultan casi increíbles… Nadie antes había hecho cantar mejor a la lengua inglesa”.

Pero Henry Purcell no vivió los cien años que algunos pudieran suponer, tampoco setenta o sesenta, ni siquiera cincuenta o cuarenta: murió a los treinta y seis, por motivos desconocidos: “las diversas hipótesis sobre su enfermedad carecen de fundamento”, afirma una de sus cortas biografías. Ya hace mucho que pasé esa edad y no he hecho ni una pequeña parte de lo que él hizo. Me pregunto qué lo llevó a trabajar sin descanso, a quitarle horas al sueño porque el tiempo que dedicaba a dormir le robaba letras y notas musicales. ¿Acaso sabía de su inminente fin? ¿Nació con ese presentimiento y debía ocupar cada instante intuyendo que pronto todo acabaría? Es probable. Tal vez inconscientemente lo sabía… Por lo pronto apagué el ordenador y me fui a la cama. Mi cabeza daba vueltas entre óperas, himnos religiosos y órganos gigantes. Nunca me gustó la música del órgano, tal vez por lo imponente del instrumento. Cuando niño me daba miedo. Me parecía tenebrosa, misteriosa y con ella imaginaba oscuras y solitarias iglesias o castillos abandonados de puertas crujientes y puentes levadizos cuyas maderas resonaban al paso de un caballo sobre el que un hombre vestido de negro, sin cabeza y con un látigo en la mano, pasaba frente a mí como una exhalación. Temblaba con aquellas pesadillas. Qué diversa es la vida, me digo siempre, mientras  huyo de los órganos hay otros que no pueden vivir sin tocarlos o escucharlos o sin componer para ellos… Purcell fue enterrado en noviembre de 1695 “al pie del órgano de la abadía de Westminster”, y durante la ceremonia se tocó un anthem de su propia inspiración. Qué mejor lugar para el descanso eterno para quien también fue organista, cerca del instrumento donde tantas veces posó sus manos. Pero, a los treinta y seis… Di un par de vueltas en la cama y acomodé la almohada bajo mi cabeza, buscando una parte más fresca. No sé si estaba dormido o despierto cuando soñé con Dios, o eso me pareció. Todo era de un blanco fulgurante, suaves nubes nos rodeaban y un hombre de mirada compasiva le hablaba a un grupo de personas que lo escuchaba atentamente. En sus rostros no había dolor ni amargura ni angustia ni rencor, por el contrario, lucían tan plenos, tan felices, que por un momento sentí el deseo de quedarme con ellos para siempre. Dios vestía también de blanco y sobre su cabeza flotaba un aro de luz de un azul muy suave. Su mirada no tenía límites, en sus pupilas se reflejaban millones de galaxias que giraban en un pandemónium de luces, estallidos y colores.    

—Tú, hijo, ve y entrega esta música. 

—Sí —dijo Henry—, y un mohín de tristeza apareció en su rostro.

—No te preocupes. Será por poco tiempo.

La trilogía de los malditos
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