Marc
Chagall
Dos años después de que finalmente le dieran la nacionalidad francesa, en 1939, Chagall tuvo que huir con Bella al sur de Francia, para una vez allí intentar partir hacia un destino más seguro. El ejército alemán estaba cerca y ambos, provenientes de familias judías, no podían correr el riesgo de ser apresados. Podrían ser deportados y enviados a los Gulags de Siberia o a los campos de exterminio de los alemanes. El gobierno de Vichy en Francia había aprobado un conjunto de leyes antisemitas, por lo que no había tiempo que perder. De pronto toda aquella estabilidad económica, social y cultural que los había acompañado desde 1915, fecha en la que se casaron, se había convertido en un piso blando, una arena movediza en la que, si no hacían algo de inmediato, se hundirían para siempre. Tenían que escapar a toda costa de aquella pesadilla.
Por un tiempo se refugiaron en Marsella a la espera de la documentación que les permitiese salir del país. Los días pasaban y no había respuesta. Mientras tanto él pintaba y ella escribía. Tal vez él la pintaba a ella. Tal vez ella escribía sobre él. Era la única forma de sobrellevar la angustia, la única manera de no entregarse a la desesperación. Para él, que la había pintado tantas veces, era un rostro fácil de retratar. Para ella, que lo conocía tan bien, era una historia fácil de escribir: Su nombre en realidad no es Marc Chagall, sino Mark Zajárovich Shagal, y nació en Vitebsk, Rusia, el 7 de julio de 1887. Era un pequeño pueblo ruso que apenas contaba con una estación de tren y una catedral con bóveda. Los Shagal vivían en una comunidad judía de pocos habitantes; vivían como en un mundo aparte, como si disfrutaran de la soledad o del aislamiento que los rodeaba. Moishe, así solemos llamarlo, es el mayor de nueve hermanos y sintió el llamado de la pintura desde que era un niño. Se levantaba en las mañanas con el papel y el lápiz entre las manos y se sentaba a esperar la salida del sol. A veces lo dibujaba grande y resplandeciente, otras borroso y nublado, a veces entre montañas o a veces entre árboles… Sus padres, al igual que los míos, eran comerciantes, sólo que los suyos vendían arenques y los míos eran joyeros. De vez en cuando Bella miraba a Moishe y le sonreía. Luego, cuando este se concentraba de nuevo en su pintura, ella volteaba hacia la puerta y cierto horror invadía su rostro, como si temiera que los nazis supieran de su paradero y entraran con violencia a detenerlos. O con la esperanza de que alguien llegara y le dijera: “Aquí están los pasaportes con las visas; ya se pueden marchar”. Luego, al comprobar que nadie tocaba, aliviada pero también ansiosa, continuaba escribiendo. Su madre, al darse cuenta del talento de Moishe, lo inscribió en la Escuela de Arte del estado. Tuvo que sobornar a alguien porque en esa escuela no aceptaban judíos. Fue toda una aventura. Moishe se enteró de esto mucho después. Se sintió triste, sí, pero se olvidaba de ello cuando entraba al taller y sentía el olor de la pintura y tomaba el pincel entre sus manos y los colores comenzaban a saltar dentro de su cabeza. Luego se fue a San Petersburgo. Allí, después de que obtuvo el permiso de residencia para los judíos, se inscribió en la Academia Imperial de las Bellas Artes. No cabía de contento, se esmeró todo cuanto pudo y trató de no perder el amor por la pintura, a pesar de que un día, cuando olvidó renovar el permiso, fue golpeado salvajemente y encarcelado por una temporada; razón suficiente para viajar a París apenas tuvo oportunidad. Fue en París donde se cambió de nombre. Ahora todos lo conocerían con el nombre francés de Marc Chagall.
Bella se levantó, se estiró un poco y se acercó a ver el cuadro que Chagall pintaba: una mujer que escribía con serenidad. Sonrió levemente. Sin duda era un Chagall. Tenía rasgos de El cumpleaños, de La aldea y yo, de Soledad, del Violinista verde… donde plasmó colores y formas fauvistas y cubistas, siempre con un toque fantástico u onírico, llevando estas tendencias a su particular manera de apreciar figuras y escenarios: una calle en Vitebsk o una vaca en el campo.
Le masajeó un poco los hombros y se asomó a la ventana. Él le dijo: “Por favor, Bella”, y ella se apartó de inmediato. “La pose, Bella, la pose”, le recordó. Bella se sentó de nuevo y tomó la pluma. La brisa traía el olor del mar y el ronroneo de los atraques en el puerto, las voces de pasajeros y marineros. Chagall intentaba no parecer nervioso ni angustiado, pero le costaba mantener el pulso, la línea firme, y cualquier ruido en los pasillos o escaleras le hacía saltar el corazón. Le gustó Francia, París; y a mí me fascinó. Había libertad religiosa y eso nos hacía sentir diferente, como nunca antes nos habíamos sentido: dos seres humanos comunes y corrientes, no señalados por la sociedad, libres de andar por la calle y manifestar nuestras opiniones sin temor a una represalia. Era algo que apreciábamos mucho. Además, nadie nos pidió permiso de residencia. Tuvo mucho éxito en París. Todos aplaudían su arte. En 1914 regresó a su pueblo natal a visitar a su familia. Comenzaba la Primera Guerra Mundial y ya no pudo regresar a París sino hasta tres años después. Hasta las guerras pueden traernos cosas buenas: en ese tiempo que se vio obligado a permanecer en Vitebsk, nos conocimos. Y nos casamos. Y tuvimos una hija. Cuando llegó la revolución a Rusia pensamos en que las cosas iban a cambiar. El Estado Soviético anunció la igualdad de derechos para los judíos y nosotros creímos en eso. Todo mentira. Le ofrecieron un cargo en la sección de Arte de Vitebsk, pero tenía que seguir los lineamientos que le imponía la revolución. Y él es un hombre libre, y yo también lo soy. Así que discutimos un poco el asunto y renunció. No me arrepiento de ello, mucho menos él. Lo volveríamos a hacer si se presentase una situación igual. Luego, a pesar de todo, lo intentamos en Moscú. El Teatro Judío de Moscú le encargó a Moishe la realización de nueve murales, realmente grandes, soberbios; uno de ellos, El triunfo de la música, presenta a un violinista gigante sobre el tejado… No le pagaron por estas doce obras, tampoco en el orfanato judío donde luego se empleó, apenas la estancia y la comida, así que nos dimos cuenta de que no había futuro en Rusia… Nos despedimos de nuestro país para siempre.
Unos pasos se escucharon en el pasillo. Chagall se puso el dedo en la boca para que Bella no hiciera ruido y, muy lentamente, se acercó a la puerta. Pegó la cabeza y esperó unos segundos. No abras, le dijo ella con las manos, pálida, aterrada. Había alguien, frente a su puerta, podía sentir su respiración, casi su olor. Unos segundos más y los pasos se alejaron escaleras arriba. Se secó la frente y sin hacer ruido volvió a su caballete y a su retrato. Ella, a su escritura. Pasamos una temporada en Berlín, en 1922. La posguerra había dejado una pésima situación económica y mucha gente estaba haciendo negocios ilícitos. Un marchante alemán de apellido Walden, a quien Moishe le había dejado cuarenta cuadros para su venta, traspasó algunos a su esposa y apenas lo compensó con una insignificante cantidad. Todavía estamos tratando de recuperar sus cuadros. Quizás ese sea el precio que tenemos que pagar por nuestra vida itinerante y huidiza, por venir de donde venimos. Pero Moishe no decae, si puede pintar no hay nada que lo detenga, pinta la alegría, la vida, deja en el lienzo todo lo que anhela para la humanidad, para su familia y amigos, para sí mismo, los colores que desearía ver en cada rostro y en cada vida. Saldremos de esta, siempre me dice con convincente expresión. Sí, saldremos de esta, trato de convencerme yo. Así que regresamos a París, a su viejo estudio de Montparnasse. Allí había dejado algunas pinturas, tal vez en el sótano o en el desván del edificio. Un anciano le dijo que las había guardado pero que un día ya no estaban, quizás las habían robado. Moishe, desesperado, buscó por todos lados y encontró apenas una, sobre el techo de la jaula donde el conserje guarda sus conejos. Así estaban las cosas en París después de aquella horrible guerra. Hasta 1932, en París, vivimos muy bien, nuestra hija crecía en un buen ambiente y nos dedicábamos a los quehaceres sin mayores contratiempos. Pero, en 1933, comenzaron los nazis a reprimir a los judíos en Alemania. Las horribles noticias llegaban muy rápido a la capital francesa. No podíamos creer lo que oíamos. Las obras de Moishe fueron sacadas de los museos alemanes y quemadas por representar un arte impuro y degenerado, esa era la razón, algo sin sentido, una locura… Los años siguientes vivimos en una constante zozobra. El año pasado, en toda Alemania, destruyeron los negocios y las casas de los judíos, también la sinagoga y todo lo que nos pertenecía. Estábamos realmente aterrados con las noticias que llegaban. Ya París se había convertido en una ciudad insegura, toda Europa parecía encaminarse hacia la guerra y el objetivo éramos nosotros, los judíos. ¿Qué le habíamos hecho a esa gente, por qué tanto odio? Y aquí estamos, en Marsella, perseguidos, humillados, aterrorizados, él pintando y yo escribiendo, a la espera de un milagro.
De nuevo se escucharon unos pasos. Se detuvieron frente a la puerta. Chagall soltó el pincel mientras Bella dejó caer la pluma. Callaron, esperaron, segundos de angustia precedieron a un toque de puerta. Chagall se acercó y esperó otro poco, tras la puerta, sudoroso, a la expectativa. Señor Chagall, dijo alguien. Señor Chagall, repitió. No tenía acento alemán. El pintor miró a Bella. Ella subió las cejas y los hombros como entregada a lo que fuere.
—Sí —dijo Chagall.
—Su pasaporte, señor Chagall —susurró el hombre—, traigo sus pasaportes.